Quinta Jornada
11 DE JULIO DE 1700
—¡Arriba, maldición! ¡Arriba, he dicho!
No podía haber un despertar peor. Alguien me sacudía pegando gritos desaforados para devolverme al mundo de la vigilia, pero a costa de una horrible jaqueca.
Tenía los ojos aún medio cerrados cuando oí las palabras que me revelaron la identidad de quien me acosaba.
—¡Llevo siglos esperando a que te despiertes! Aquí hay alguien que posee informaciones muy importantes. Has de ponerte manos a la obra, y enseguida. Es una ord… En conclusión, ésta es mi firme voluntad, y no sólo la mía.
Las palabras del abate Melani (pues se trataba, huelga decirlo, de él) rememoraban la figura amenazadora e imperiosa del Rey Cristianísimo, que había aprendido a evocar con astucia, adoptando ya el tono del ingenuo y desafortunado amante de Maria Mancini o, como ahora, la del inflexible tirano a cuya voluntad todos deben doblegarse ciegamente.
—Un momento, acabo de… —farfullé queriendo protestar, con la boca todavía pastosa, mientras me revolvía en la cama para librarme de sus manos.
—No te concedo ni un segundo —atajó y, cogiendo de una silla la ropa que yo vestía la noche de la víspera, me la lanzó.
Cuando Atto dejó por fin de zarandearme, le dediqué la primera mirada del día; él, a su vez, tenía clavados en mí sus ojos fogosos y acerados. Advertí intrigado que no había venido con las manos vacías. Había depositado sobre la silla un montón de herramientas de hierro y de madera que me resultaron tan familiares como fuera de lugar en un dormitorio.
Al tiempo que me vestía a toda prisa, agucé la vista y observé de qué se trataba.
Entre los útiles de mango largo vi un rastrillo, una pala, una azada y una escoba. Dentro de un pesado cajón con mango había un zapapico, un barreño, un almocafre, un capacho, un escardillo, unas tijeras, unos cuchillos y unas vasijas, además de pinceles y escobillas. Los reconocí.
—¡Estas herramientas de jardinería son de la villa! —exclamé sorprendido—. ¿Para qué las queréis?
—Lo que importa es para qué las quieres tú —respondió y, tras entregarme bruscamente toda esa chatarra, que milagrosamente no se cayó al suelo, me mandó con un gesto autoritario que saliera con él—. Ahora mismo, sin embargo, nos apremia otra cosa. Es domingo. Lo primero que debemos hacer es ir a misa; si no, repararán en nuestra ausencia. Aligera, don Tibaldutio está a punto de empezar el oficio.
La villa Spada bullía con los preparativos del quinto día de festejos. Seguramente la cena de la víspera se había prolongado más de la cuenta, pues poco antes de dormirme no se oía aún ruido de carruajes de invitados que se marchaban. No obstante ello, los criados cumplían con diligencia sus tareas: barrían, colocaban las cosas en su sitio, cocinaban, ponían la mesa, adornaban y aireaban. Alrededor de nosotros se movía sin cesar una multitud de doncellas, camareros y lacayos, algunos de los cuales me miraban con envidia, pues desde hacía días aquel misterioso caballero francés me eximía de atender casi todas mis obligaciones. Atto me espoleaba hundiéndome con fuerza la empuñadura del bastón entre los omóplatos. Estuvimos en un tris de cruzarnos con don Paschatio (lo oímos quejarse, no lejos de nosotros, de la alevosa ausencia de una zurcidora), que a buen seguro me habría encomendado algún trabajo urgente. Cargado como iba de utensilios de toda especie, avanzaba tambaleante y con miedo de caer al suelo, de tropezarme con el rastrillo que yo mismo llevaba o de ser atropellado por un jadeante marmitón.
Tras dejar el cajón de las herramientas en la cabaña, entramos en la capilla, que curiosamente estaba repleta de fieles de toda condición, desde las eminencias que se alojaban en la villa hasta los sirvientes más humildes (situados discretamente aparte), en el preciso instante en que empezaba el oficio de don Tibaldutio. Participé en el rito con fervor, pidiendo perdón al Altísimo también por el abate Melani, que asistía a la santa misa por mero cálculo.
Al salir, Atto se puso a repartir con desgana saludos a diestro y siniestro, al tiempo que empezaba a aguijonearme de nuevo cruelmente la espalda.
—Muévete, maldición —me susurró al oído, mientras sonreía al cardenal Durazzo con aparente naturalidad.
—¿Queréis explicarme qué os pasa? —protesté cuando, ya recuperadas las herramientas, nos dirigíamos hacia los parterres de la entrada de la villa—. ¿Qué diantres urge tanto?
—¡Chist! Allí está. Por suerte no se ha marchado —murmuró Atto señalando dos veces con la punta de la nariz a un individuo inclinado sobre una de las dos filas de cuadros que bordeaban la vereda principal.
—Pero si es el maestro florista —dije.
—¿Cómo se llama?
—Tranquillo Romaúli. Es sobrino de un jardinero famoso y trabaja en la villa Spada. Lo conozco bien porque su difunta esposa, una gran comadrona, fue la maestra de Cloridia y trajo al mundo a nuestras dos hijas. Don Paschatio me ha mandado muchas veces que le preste servicios como ayudante.
—Ah, claro, lo olvidaba; tú también eres ducho en plantas… —masculló el abate recordando el papelón que había hecho la víspera en el Navío, ante las supuestas flores del mítico jardín de Adonis—. Ahora prepárate para lo que vas a oír. Tranquillo Romaúli sabe algo del Tetráchion.
Con tono emocionado y palabras aladas me explicó que se había despertado a primera hora de la mañana, mientras el alba se desperezaba con un bostezo y abandonaba el tálamo que compartía con el ocaso. Durante toda la noche lo habían asaltado los mil interrogantes que la jornada anterior había engendrado y dejado sin respuesta. La villa dormía aún en absoluta calma; sólo algunos furtivos candiles hendían la luz azulina de la alborada desde las ventanas de quienes, como Melani, querían espiar el día en su secreta juventud. Entonces Atto había ido al jardín para dar un sano paseo y aspirar el aire inocente y perfecto de las primeras luces, que sólo los perezosos desprecian.
—Exploré todo el jardín sin notar nada sospechoso —dijo, con lo que revelaba que el verdadero propósito del paseo era espiar y husmear—. Cuando llegué a las inmediaciones del bosquete, lo vi unos pasos más allá. Trajinaba en un parterre con un par de tijeras.
—Es su oficio. ¿Y luego?
—Hablamos de esto y lo otro: el tiempo, la humedad, qué flores tan bonitas, ojalá hoy haga menos calor… en fin, lo típico. Hasta que lo nombré.
—¿El Tetráchion?
—¡Chist! ¿Quieres que te oiga todo el mundo? —susurró Atto mirando en derredor con inquietud.
El abate Melani se había alejado tras ese breve diálogo con don Tranquillo. Cuando sólo había avanzado unos pasos, oyó al maestro florista, que verosímilmente se creía solo, murmurar unas frases confusas. Luego, sin moverse de su asiento, el hombre había elevado la mirada al cielo y pronunciado con claridad la frase, o mejor dicho el fragmento, que tanto había alarmado a Atto.
—«… y además el Tetráchion». Eso dijo. ¿Te haces cargo?
—Es increíble. ¿Qué puede saber él? El maestro florista me ha parecido siempre un alma muy alejada de las cosas de la política. Por no hablar de asuntos tan… insólitos como el del Tetráchion.
—Insólitos o no, tanto da —zanjó Atto—. Por increíble que parezca, el maestro florista sabe algo. Tal vez quería que yo lo oyese. No puede ser que por puro azar dijera esa palabra a pocos pasos de mí, y precisamente hoy.
—¿Estáis seguro de que oísteis bien?
—Absolutamente. Es más, ¿sabes en qué pienso? En el boca a boca secreto del que habló tu esposa.
—En efecto, Cloridia me dijo que tarde o temprano recibiría más información.
—Estupendo. Sólo que resulta que, en vez de recibirla ella, la hemos recibido directamente nosotros, los verdaderos interesados, a través del maestro florista.
—¿Dejando de lado a Cloridia? Me cuesta creerlo. En su círculo la veneran. Asiste a parturientas en toda Roma y no tienen secretos para ella.
—Sí, mientras se trate de chismes de mujeres, pero en un asunto de esta naturaleza nadie preferiría una simple comadrona a un agente diplomático de Su Majestad el Rey Cristianísimo —afirmó Atto con irritante suficiencia.
—Tal vez podría intentar hablar con el maestro florista para averiguar si…
—¿Que podrías, dices? Tienes que averiguar qué sabe del Tetráchion. Ahora me marcho. Es una feliz coincidencia que hayas trabajado para él —agregó, y lo señaló para indicarme que debía empezar enseguida las pesquisas.
—Don Atto, necesitaré tiempo para…
—No quiero atender a razones. Comenzarás ahora mismo. Ponte a su lado con esas herramientas y finge que quieres trabajar. Nos veremos a la hora de la comida. Tengo que despachar unas cartas bastante urgentes. Confío en que sabrás cumplir con tu deber.
Se alejó con paso firme hacia el casino. No me había dejado elección.
En verdad, habría preferido ir antes a la cocina para comer algo, pero el maestro Tranquillo ya me había entrevisto y yo no quería que pensase que ocultaba algo. Así pues, me dirigí hacia él mostrando la sonrisa menos hipócrita que podía.
Tranquillo Romaúli, que había tomado el nombre de su abuelo, diestro y célebre floricultor, me recibió con benevolencia. Por su complexión parecía inapropiado para el arte silencioso y apocado de la jardinería. Era un hombre grande y robusto, de barba espesa e hirsuta, pelo color azabache, ojitos vagamente obtusos coronados por unas cejas enmarañadas y tupidas. Tenía la mandíbula fuerte y una gran barriga, hinchada por las muchas y copiosas comidas, que le daba un aspecto imponente y cómicamente desgarbado cuando tendía sus manazas para cortar las hojitas de una planta enferma, pero sobre todo, habiéndose quedado casi sordo como una tapia de resultas de una antigua dolencia de oídos, tenía un vozarrón que transformaba toda conversación en un cruce de gritos y que dejaba a sus interlocutores no menos sordos que él. No resultaría fácil sonsacarle qué sabía del Tetráchion, siempre que estuviese dispuesto a contarme algo. Romaúli rara vez se limitaba a explicarse con pocas frases; aunque de carácter amable, hablaba más que una cotorra y de un tema único y obsesivo: las flores y la jardinería. Su doctrina era tan amplia y profunda que todos lo juzgaban una especie de enciclopedia andante del cultivo de las flores. Se decía que podía recitar de memoria todo el De florum coltura, del padre Ferrari, y que conocía perfectamente los orígenes, la historia y el trazado de cada uno de los huertos y jardines de Roma.
Tras los saludos formales de rigor, me preguntó si no tenía nada que hacer esa mañana.
—Oh, bueno… nada en especial, la verdad.
—¿En serio? Entonces eres el único que no brega en la villa Spada. De todos modos, supongo que esas herramientas te servirán para algo —dijo señalando los utensilios que me había entregado Atto.
—Así es… —convine con empacho—. Esperaba ser útil de algún modo.
—Pues bien, tu esperanza se ha cumplido —repuso con satisfacción, al tiempo que cogía una caja de madera llena de aperos y me invitaba con un gesto a seguirlo.
Nuestro destino, explicó, eran los parterres próximos a la capilla de la villa. Hacía un día espléndido. Diríase que la fresca brisa del amanecer mantenía un amable diálogo con el gorjeo de los pájaros y con las estelas multiformes de las nubes que observaban desde lo alto, plácidas e inmóviles, la eterna perpetuación de las vanidades terrenales. Nuestros pasos sonaban aterciopelados sobre la fina tierra de las veredas, mientras el sol, aún bajo en el horizonte, extendía sobre nosotros sus primeros y tímidos rayos.
Sin embargo, esa feliz disposición de los elementos naturales pasaba inadvertida a Tranquillo Romaúli, que, como de costumbre, estaba absorto en las preocupaciones de su arte y ya había empezado a aleccionarme.
—Don Paschatio me ha mandado que replante los jazmines —explicó con tono quejumbroso—, y eso que yo le había dejado bien claro que el jardín más noble no admite el jazmín. Ni el nuestro, el amarillo, por supuesto, ni el lirio común blanco. Si me apuras, siempre hay que optar por el martagón bermejo o naranja. Hoy nadie tiene la más remota idea de lo que se debe cultivar en un jardín; es un verdadero escándalo.
—Tenéis razón, es muy grave. ¿Decíais, pues, que el jazmín no es digno de los mejores jardines? —pregunté con fingido interés.
—Digamos que es preferible el narciso blanco —respondió levantando la voz—, o el narciso doble de Constantinopla, que germina entre diez y doce flores, o el narciso de Ragusa, o el narciso amarillo, o el narciso estrella; o bien el narciso marino o el junquillo, de olor muy suave, como el del jazmín, rebajado y mezclado con el del azahar.
—Entiendo —dije reprimiendo un bostezo. No se me ocurría la forma de desviar la conversación hacia el Tetráchion sin despertar sospechas.
Ya habíamos pasado el casino y nos faltaba poco para llegar a los parterres de la capilla. El peso y el volumen de mi carga me hacían vacilar. Maldije a Atto para mis adentros.
—Sé que lo que me dispongo a explicarte parece trillado y obvio —prosiguió el maestro florista—, pero nunca me cansaré de repetir que los modernos cometen un gran error descuidando el cultivo del narciso falso, llamado trompón por su cáliz largo en forma de trompa. Asimismo, se deberían buscar más los narcisos indios, entre los que se cuentan la belladona, que se hizo italiana por primera vez en el jardín del príncipe de Caserta, y el narciso en forma de lirio esférico, que no pudo crecer en Francia y, en cambio, cuando gozó de la amenidad y la majestad romanas, abrió sus flores en dulce sonrisa en los jardines felices de mi abuelo. Luego han de elegirse el croco, el cólquico, la corona imperial, el íride, los ciclámenes, las anémonas, los ranúnculos, los asfódelos, las peonías, el lirio de los valles o muguete, los claveles y el tulipán.
—¿El tulipán de Holanda? —pregunté para evitar que el diálogo se convirtiese en monólogo.
—¡Por supuesto! En ninguna otra planta la naturaleza juega más libremente con tal variedad de colores. Tanto es así que años atrás hubo quien contó más de doscientos distintos. Pero ¡ojo! —Se detuvo y me miró de hito en hito con semblante severo.
—¿Sí, maestro florista? —pregunté, temiendo haber hecho o dicho algo inadecuado, mientras me paraba en seco y hacía resonar toda la chatarra que llevaba.
—Muchacho —me advirtió Tranquillo, con toda la atención puesta en su perorata—, ojo, no has de olvidar que junto a las que he mentado se deben poner la granadilla, procedente del Perú y que hay que sujetar con varas, la yuca india, los jazmines de Cataluña y de Arabia y, por último, el americano, que algunos llaman, según creo, quamoclit.
—Quamoclit, sí, lo recuerdo —mentí lanzando un suspiro de alivio tras la falsa alarma. El maestro, que ahora hablaba con voz más fuerte, no oyó mis palabras y seguía como si tal cosa.
—Entre las rosas hay que elegir la blanca, la canina, la damasquina, la encarnada, la jaspeada (todas ellas dobles, ojo), la italiana, de un rosado suave y perpetua, por lo que se denomina rosa de todos los meses; la holandesa, de cien hojas pero sin olor, la de color canela y la de color oscuro aterciopelada.
Habíamos dejado en el suelo nuestros respectivos cajones de herramientas. Muy pesado el mío; el suyo asaz ligero.
—En cuanto a los arbustos, se deben preferir el melocotonero y el ciruelo de flores dobles —continuó con ímpetu de tenor—, la retama de flores blancas, el mirto de flores dobles, la granada, el saúco rojo y el laurel indio, que se vio por primera vez en la casa Farnesio; el acebuche, que algunos llaman árbol del paraíso por su suave olor; el zumaque de espigas color amaranto, que floreció en Roma hace más de sesenta años; la acacia india, descubierta en los jardines Farnesianos, y la planta llamada «árbol blando», venida a nuestras latitudes desde los valles del Perú. Ahora bien, entre las especialidades exóticas de gran valor y calidad no hay que olvidar el tamarindo, la malva india y la Arbuscula coralli.
Me miró a los ojos, como si esperara que dijese algo.
—Pues sí… —asentí débilmente.
—Para terminar, ni que decir tiene que en las fuentes y en los estanques se han de plantar nenúfares blancos y amarillos, caltas palustres de flor amarilla y doble, y tréboles de flores blancas.
Esta última afirmación me permitió entender que Tranquillo Romaúli tenía los ojos de la mente fijos en el único interés de su vida —el cuidado amoroso de flores y plantas—, incluso cuando su mirada atravesaba la de otro.
—Ahora, al trabajo —dijo. Me dio el cajón y empezó a remover con las manos la tierra del parterre—. Ve pasándome las herramientas que te pida. Primero, el jalón.
Hurgué en el cajón y casi enseguida encontré la vara con punta de hierro que sirve para marcar hitos en el terreno. Se la tendí.
—Ahora dame el tiesto con las semillas.
—Aquí está.
—Lengüetilla.
—Sí.
—Segote.
—Tened la bondad.
—Almocafre.
—Sí.
—Escardillo.
—Sí.
—Ligón.
—Tomad.
Giró entre sus manos la herramienta y se levantó de golpe.
—No doy crédito, es imposible —dijo para sí mordisqueándose los nudillos de la mano derecha. Yo había cometido un error—. ¡Hijo mío! —exclamó, al tiempo que estiraba los brazos con la actitud seria y misericordiosa del sacerdote que reprende a un pecador—. ¿Cuántas veces tengo que decirte que ésta es una dolabela, no un ligón, que es cuatro veces mayor?
Sabedor de la gravedad de mi fallo, no me atreví a replicar. El ligón (me confundía siempre) no tenía nada que ver con la pequeña azada en forma de U que había entregado al maestro florista y que servía para trasplantar, sino que era un apero de tamaño mucho mayor que tenía la misma utilidad, con un apéndice encorvado hueco en el que entra el astil, que Tranquillo Romaúli llevaba siempre en el fondo del cajón.
—Perdonad, yo creía… —traté de justificarme, mientras sacaba a toda prisa el tubo de hierro e introducía en éste el astil. Luego, por Mostrarme aún más diligente, engrasé el ligón con un poco del sebo que el maestro florista llevaba siempre consigo y que servía para que penetrase mejor en la tierra que rodeaba la planta que se iba a trasplantar.
—No te disculpes. Más vale que pensemos en trabajar. He visto que has traído las macetas —dijo, una vez recuperada la calma, y se aprestó a extraer las plantitas que iba a reemplazar.
Mientras Tranquillo arrancaba las plantas, removía y regaba con delicadeza y cuidado la tierra y, por último, colocaba con cariño los nuevos bulbos, yo buscaba con desesperación la manera de apartarnos del tema de las flores y de acercarnos al que me interesaba.
—El abate Melani me ha dicho que hoy habéis tenido una conversación muy sustanciosa y provechosa.
—¿El abate qué? Ah… te refieres al caballero pistoyés, o francés, o no sé de dónde. Le gustaron mucho las combinaciones de colores de mis cuadros —recordó, mientras con una escobilla limpiaba de las baldosas que circundaban los parterres la tierra que les había caído durante la escarda.
—El mismo.
—Pues bien, no me sorprende que haya manifestado tal elogio. Siempre hay que mantener una correspondencia simétrica entre los colores, tal como he hecho yo, y como hacía en los buenos tiempos de antaño el duque Caetani en el jardín de Cisterna. Cada parterre ha de llenarse con al menos dos o tres especies de flores, distintas entre sí por su naturaleza y su color, y separadas, de forma que las plantas idénticas o semejantes que se coloquen frontal u oblicuamente se correspondan.
—Así es, y el abate Melani ha dicho que…
—¡Pero hay algo más! —advirtió blandiendo severamente la regadera de cobre—. Nunca, lo que se dice nunca, hay que mezclar ranúnculo, junquillo de España y tulipán, porque generan desarmonía y deformidad. Lo decía siempre mi abuelo, el difunto Tranquillo Romaúli, que tuvo uno de los más hermosos jardines de Roma; pues sí, uno de los pocos jardines perfectos, de los que hoy no se ven —afirmó con un suspiro de melancolía exagerada.
—Sí, tenéis razón —convine, mientras reprimía a un tiempo un nuevo bostezo y mi contrariedad por no ser capaz de romper el muro de prolijas explicaciones del maestro florista.
En ese momento, detrás de nosotros pasaron dos fámulos que llevaban sendos cestos llenos de pollos recién matados y desplumados. Tras intercambiar unos codazos, me lanzaron a hurtadillas una sonrisa cómplice y sardónica, pues en la villa Spada la verborrea del maestro florista era bien conocida, y temida con razón.
No me quedaba sino jugarme el todo por el todo.
—Pues bien, el abate Melani me ha dicho que la charla que ha mantenido con vos le ha complacido tanto —dije lo más rápidamente que podía— que le encantaría reanudar ese placer cuanto antes.
—¿No me digas?
Era la primera vez que respondía con coherencia. Buena señal.
—Sí. Veréis, el abate está muy preocupado. Se cierne la muerte sobre Madrid, sobre El Escorial…
Me miró con aire pensativo, sin decir nada. Tal vez había entendido la alusión: el rey de España enfermo, la sucesión al trono, el Tetráchion…
—Estás bien informado —observó con tono de inesperada gravedad—. El Escorial se seca, hijo, mientras Versalles… y ahora también Schönbrunn… —Dejó la frase a medias.
Era la señal, me dije. Romaúli sabía algo. Había nombrado además los jardines más famosos de Francia y del Imperio, los dos contendientes en el asunto de la sucesión de España.
—Nos toca llevar una pesada carga —concluyó enigmático. Había empleado el plural; se refería a otros, probablemente al boca a boca, como sospechaba el abate Melani. Y ahora quería liberarse del secreto que tanto abrumaba su alma.
—Coincido con vos —repuse.
Asintió con una sonrisa de mudo y secreto entendimiento.
—Si el abate, tu protector, tiene tanto interés en el destino de El Escorial, seguramente tendremos cosas que contarnos.
—Que lo hicierais sería muy oportuno —afirmé recalcando la última palabra.
—Con tal de que él esté correctamente informado —precisó Romaúli—. Si no, gastaríamos nuestra saliva en balde.
—No lo dudéis —lo tranquilicé, aunque sin comprender el sentido de su última advertencia.
Mientras me dirigía hacia el casino, resumiendo para mis adentros el diálogo con el maestro florista, al torcer por un callejón oí ruido de pasos y voces.
—… Y es inaudito lo que se ha permitido el abate Melani, estoy de acuerdo, pero la reacción de Albani ha sido todavía más sorprendente.
Hablaba de Atto. Era la voz de un hombre mayor y de condición elevada. No podía desaprovechar la ocasión. Me escondí detrás de un seto con el propósito de enterarme del contenido de la conversación.
—Muchos sospechaban que era demasiado afecto a Francia —continuó la voz—, pero ha echado un buen rapapolvo a Melani. Así, ahora resulta que pasa por moderado, que se mantiene imparcial entre franceses y españoles.
—Es increíble lo rápido que puede cambiar la reputación de un hombre —repuso una segunda voz.
—Ya lo creo. Ahora bien, por el momento eso no puede serle de gran utilidad. Es demasiado joven para que lo nombren Papa. Pero todo vale para salir adelante, un arte en el que el querido Albani es un maestro, ¡ja, ja!
Avancé a gatas detrás del seto siguiendo, sin que me vieran, a los dos hombres que daban el paseo matinal. No cabía duda de que eran dos invitados que habían pernoctado en la villa. Probablemente eran dos purpurados, cuyas voces, por desgracia, no me eran lo bastante conocidas para deducir a quiénes pertenecían. Para colmo de males, un rumor en los arbustos vecinos me impedía distinguirlas bien.
—¿Qué ha sido de la nota que le estaban entregando? ¿Es cierto lo que os contaron ayer?
—Me he informado y me han dicho que efectivamente es cierto. El papagayo se apropió del mensaje y se lo llevó a su nido para leerlo, ¡ja, ja, ja! Aunque Albani quiso mostrarse indiferente, en realidad estaba desesperado. Encargó a dos de sus criados que lo buscasen por doquier sin que los viesen, pues nadie debía darse cuenta de la importancia del asunto. Sin embargo, el gentilhombre de la casa vio a uno trepar a un árbol del jardín y el criado le explicó ingenuamente lo que estaba haciendo, y ahora todo el mundo está al corriente. Lo que nadie sabe es dónde está el pájaro.
Por mucho que aguzara el oído, no podía seguir la conversación, pues el seto doblaba hacia la derecha y ellos se dirigieron hacia la izquierda. Me quedé unos instantes acuclillado en el suelo, a la espera de que se alejaran. Ya recapitulaba, con secreta euforia, todas las novedades urgentes que debía referir a Atto: la promesa, aunque velada, del maestro florista de revelar cuanto sabía sobre el Tetráchion; la desesperación de Albani por la pérdida de la nota, que nadie debía leer y que, por ende, contenía información valiosa; por último, las especulaciones políticas sobre los dos altercados de Atto y Albani, circunstancia de la que al parecer éste se había aprovechado para desembarazarse de la incómoda fama de vasallo de los franceses.
Ignoraba que no llegaría a contarle nada de todo eso.
—… a su nido para leerlo, ¡ja, ja, ja!
Me había levantado, y di un brinco. Aterrorizado de que me descubrieran espiando, volví a agacharme. Era la voz de uno de los dos cardenales de hacía un momento. ¿Cómo había podido regresar sin que yo me percatase?
—Todo vale para salir adelante, ¡ja, ja!
Empalidecí. El oído no podía traicionarme. El purpurado estaba detrás de mí.
Me volví y lo vi justo cuando desplegaba las alas y levantaba el vuelo, mostrándome insolente el plumaje de su cola, sus patas y el trozo de papel que, desde hacía varias horas, apretaba entre sus rapaces garras.
Encontré a Atto en su habitación, donde esperaba noticias de mi encuentro con el maestro florista. Tan pronto como conoció la última novedad, esto es, la aparición de César Augusto, salió conmigo corriendo al jardín. Allí exploramos primero la zona de la cabaña de los aperos, donde poco antes había visto al pájaro. Sin embargo, no había rastro de él.
—La pajarera —propuse.
Llegamos acezantes, así por la prisa como por nuestro afán de que no nos vieran los criados de faena ni los cardenales que paseaban por las inmediaciones, pero tampoco allí encontramos a César Augusto. Contemplé impotente la tropa de ruiseñores, avefrías, estarnas, perdices griegas, francolines, faisanes, hortelanos, verderones, mirlos, calandrias, pinzones, tórtolas y paros carboneros. Picoteaban semillas de cereales y hojas de lechuga, ajenos a nuestra inquietud. Aun en el supuesto de que supiesen dónde se ocultaba su compañero, no podían hacer más que fijar en nosotros sus ojitos vacíos. Cuando ya lamentaba que el papagayo fuese la única ave que poseía el don de la palabra, advertí que un joven francolín miraba con insistencia hacia arriba, aparentemente nervioso. Conocía muy bien a aquel pajarito vivaz e impertinente, que, cuando yo repartía la comida, se posaba muchas veces en mi brazo para coger de la palma de mi mano el pan seco, que le chiflaba y que por nada del mundo quería que diese también a sus compañeros de jaula. Ahora mostraba la misma agitación: piaba irritado apuntando hacia lo alto con el pico. Entonces entendí y también miré.
—Todo vale para salir adelante, ¡ja, ja! —repitió César Augusto al verse descubierto.
Estaba fuera, en lo alto de la pajarera, es decir, encima de la bonita cúpula de red metálica que coronaba toda la arquitectura de esa prisión de pájaros. Como es lógico, desde su huida nadie le había puesto comida en su jaula particular. César Augusto, pues, debía de haber robado en algún sitio un trozo de pan, que ahora picoteaba en aquel pináculo, bajo la mirada envidiosa del francolín.
—Baja ahora mismo y entréganos el papel —le ordené, con cuidado de no gritar demasiado para que no me oyesen los otros criados.
Por toda respuesta, echó a volar y se posó en un álamo cercano, pero sin su acostumbrada desenvoltura. Pretendía, sin duda, provocarnos. Todo indicaba que por uno de nosotros sentía animosidad, y no resultaba difícil adivinar por cuál.
—Le ha costado posarse, debe de tener la nota todavía en una garra —expliqué a Atto.
—Confiemos en que no la suelte en un sitio indebido —comentó con un suspiro— y que la solución llegue pronto.
—¿La solución?
—He mandado a Buvat en busca de un experto. Fue a caballo con uno de los criados. Por suerte, tu colega cuenta con todas las indicaciones necesarias, pero espero que no ate cabos. Si no, todo el mundo se presentaría aquí, empezando por el gentilhombre de la casa.
Me disponía a preguntarle qué entendía por «experto», cuando los acontecimientos se adelantaron a mis palabras. Buvat asomó la cabeza por un seto.
—¡Alabado sea el Señor! —exclamó Melani.
Quizá merced a oscuras facultades premonitorias, en ese preciso instante César Augusto emprendió el vuelo rumbo al jardín de la excelentísima casa Barberini, que tenía una larga linde con la villa Spada.
—¿Los Barberini tienen guardias armados en su jardín?
—Que yo sepa, no.
—Bien —dijo Atto—. Nuestro amigo no llegará lejos.
Justo entonces en el cielo apareció una sombra aguzada y rauda que, aunque lejana, parecía cernirse amenazadora sobre el perfil volador de César Augusto. Éste seguramente se dio cuenta, porque al punto descendió y torció hacia la izquierda, quizá para dirigirse hacia un matorral. La sombra veloz desapareció en ese momento de la cúpula azul y luminiscente del cielo.
—Ven, te presentaré al experto —dijo Atto—. O, por emplear el término correcto, al cetrero, pues así le gusta que lo llamen.
Nos esperaba a la salida de la villa Spada. Era un individuo francamente curioso y singular: alto y esmirriado, pelo color azabache, ojos negros y rapaces, nariz aquilina. Llevaba en bandolera una gran bolsa de tela con todos sus instrumentos. Lo acompañaba un hermoso y enorme braco, deseoso de pasar a la acción.
Miré a Atto con gesto interrogativo, mientras llevábamos al cetrero hacia la pajarera, al lugar desde el que César Augusto se había fugado.
—«Con halcón cazaremos grullas, no con cuclillo» —recitó el abate remedando burlón a un aedo—. El extravagante Albicastro me dio la idea con una de sus citas de aquel poemita moral sobre los locos.
El cetrero lanzó entonces una mirada a la amplia bóveda del cielo y silbó dos veces. Notamos sobre nuestras cabezas un torbellino de plumas y garras; amortiguando la caída con un giro acrobático, se arqueó a pocos pasos de nosotros y concluyó su parábola en el antebrazo del amo, que se había estirado para que lo distinguiera mejor. El hombre tenía el brazo derecho cubierto con un guante de cuero basto que impedía que las garras de la rapaz, que yo contemplaba entre aterrorizado y admirado, le desgarrasen las carnes. El animal se había posado entre el puño y el codo, y palpaba ahora con satisfacción su sólido apoyo, mientras su maestro le tapaba la cabeza con una capucha de cuero para nublarle la vista. Había domesticado tan bien al pájaro que, tras dejarlo libre a saber dónde, con llamarlo una sola vez éste había acudido a su lado.
—No cazaremos grullas, sino un papagayo —anunció Atto—. Y con la mejor arma: un halcón.
Volvimos a adentrarnos en la villa, con la muda esperanza de que nadie nos pidiese cuentas. La suerte nos fue favorable. Sólo encontramos a uno de los centinelas amigos de Sfasciamonti, que nos dejó pasar mirándonos intrigado pero sin hacernos preguntas.
—Es espantoso —protesté, mientras trepábamos por la muralla que separaba la finca de los Barberini de la villa Spada siguiendo la dirección que había tomado César Augusto—. Lo hará trizas.
—Trizas, trizas… —repitió Atto con tono burlón, mientras pasaba al otro lado de la muralla con la ayuda de un alto escabel—. Digamos que lo hará entrar en razón. La nota nos pertenece, eso lo sabe el papagayo perfectamente. En realidad, yo habría podido recurrir a esta solución desde el principio, pero tú no la hubieras aceptado.
—¿Qué os hace pensar que voy a aceptarla ahora?
—El apuro. El papagayo ya no obedece ninguna orden, la situación se nos escapa de las manos. No olvides una cosa, chico: las decisiones incómodas deben tomarse en momentos de apuro. Y, si aún no se ha pasado por ningún apuro, hay que esperarlo o crearlo. Es una vieja artimaña de todos los hombres de gobierno, a los que en mi larga carrera de consejero he podido observar con frecuencia —afirmó Atto con una mansa sonrisita, dando a entender que la desobediencia arrogante de César Augusto le brindaba la feliz oportunidad de recurrir a métodos duros.
Saltamos el murete, continuación natural de un muro romano fortificado con torres que empezaba más a la izquierda y seguía bajando casi hasta la piazza San Cosimato. Valiéndose también del escabel, el braco pasó la barrera.
—Podéis decir lo que os plazca, pero el braco es sanguinario —protesté—. Sé bien lo que puede hacer: una vez, en un adiestramiento, vi cómo uno cogía un pollastro, lo descuartizaba y le arrancaba del pecho el corazón todavía palpitante.
Entretanto el cetrero había quitado la capucha al halcón y lo había soltado. La rapaz se había elevado rápidamente hacia el cielo, donde parecía apenas una mancha oscura, tan grande era la altura que había alcanzado.
—A lo mejor no le hace demasiado daño —declaró Atto—. Además, a nosotros lo único que nos interesa es la nota. Si la deja, nadie le hará nada.
—Habláis como si el halcón supiese lo que hace. Los pájaros son animales, carecen de intelecto y de piedad, y tienen el corazón frío —repliqué.
—Alto ahí, muchacho —intervino entonces el cetrero. Hablaba con acento del norte, quizá de Bolonia o Vicenza, donde sabía que los cetreros, o halconeros, siempre habían abundado—. Tu ignorancia sólo es equiparable a la gallardía de mi halcón —me dijo con voz áspera—. Que los pájaros carecen de piedad, has afirmado. ¿Ignoras, pues, que el gran Palamedes, imitando el vuelo de las grullas, que cuando van en grupo forman una V o una A, y muchas otras letras, compuso las letras de las que procede la gramática, esto es, como dice san Jerónimo, grues viam sequentur ordine literato, y que el verbo latino congruere, que indica precisamente el hecho de ser congruente, se deriva de la vida sabia de esos pájaros?
—No lo sabía, pero…
Mientras con singular elocuencia el cetrero me impartía esas nociones, el halcón daba una serie de amenazadoras vueltas sobre nuestras cabezas en busca de su víctima. Avanzamos con cautela entre las malas hierbas, por si hallábamos algún rastro de César Augusto. Atto y el cetrero estaban convencidos de que lo encontrarían. Yo no estaba tan seguro, pero creía que si eso ocurría podría conseguir que el papagayo entendiese que le convenía entregarnos la nota para así librarse de una lucha tan cruenta. Todos mirábamos hacia arriba esperando que pasase algo. El braco olfateaba con frenesí los arbustos, escudriñando aquí y allá el menor movimiento.
—Entonces, tampoco sabrás que en los tiempos antiguos los pájaros enseñaron al hombre todas las virtudes y las ciencias, empezando por la del viaje y la del descubrimiento de nuevas tierras. Los primeros barcos se construyeron a semejanza de los cisnes, que son excelentes nadadores. El gran Colón descubrió las islas del golfo de México siguiendo el vuelo de las aves. Gracias a ellas, o más bien a sus plumas, el hombre puede vestirse; basta pensar en las plumas con que adorna sombreros y yelmos, y en los abanicos de plumas con los que las mujeres se desacaloran.
—Sí, pero…
—La primera trompeta se fabricó con el hueso de la pata de una grulla, el primer cartero fue una paloma. Los arquitectos de los orígenes copiaron el arte de hacer nidos, los primeros músicos imitaron, huelga decirlo, el canto de los pájaros, en especial el de las perdices, en las que los pintores se han inspirado muchas veces, y aún más los poetas; tanto es así que son plumas las que mojan en negra tinta para escribir sus cármenes.
Mientras se explayaba en su docta doctrina, el cetrero seguía con atención tanto las piruetas del halcón como los acechos del braco y, como sus dos fieras, parecía estremecerse por la febril búsqueda de la víctima.
—Para la agricultura —prosiguió—, no hay mejor abono que el estiércol de los pájaros, y merced a ellos los campesinos se libran de grillos, saltamontes, langostas y otras plagas semejantes.
»Asimismo, el campesino obtiene de la llegada de las aves no sólo anuncios sobre el momento de la siembra, la vendimia, la poda o la aradura, sino también previsiones de las lluvias, los cambios, la duración de las estaciones. Las grullas, las ocas y los patos se organizan en ejércitos, al mando de jefes; de noche ponen centinelas que velan por los que duermen. Son valientes; el reyezuelo no vacila en enfrentarse al águila, y el cernícalo combate hasta la muerte segura. Y no hay que olvidar que no fueron hombres los que salvaron a los romanos, sino las ocas del Capitolio, que los despertaron con sus graznidos cuando los invasores enemigos, aprovechando la noche, entraban en silencio en la urbe.
»¿Y cómo se puede afirmar que los pájaros no tienen corazón? Practican la gratitud, la fidelidad y la justicia mucho mejor que los hombres. Para digerir bien, el gavilán captura un pajarito y lo mantiene vivo en el estómago durante toda la noche, y a la mañana siguiente, en vez de devorarlo, como muestra de gratitud lo deja libre. Las ocas son más pudorosas que las niñas: se cercioran de que nadie las ve antes de aparearse e inmediatamente después se lavan muy bien. Las cornejas sólo conocen el amor conyugal. La tórtola, si se queda viuda, no vuelve a emparejarse nunca. La golondrina alimenta siempre de manera igual y equitativa a cada una de sus crías. ¿Es que los hombres son capaces de algo así? Además, los pájaros machos son locuaces, y las hembras, taciturnas; al revés que entre los hombres y, bien pensado, mucho mejor. Hasta las ocas, charlatanas como son, cuando saben que se aproxima un águila se meten una piedra en el pico para resistir la tentación de graznar, con lo que evitan que las descubran.
»Nos ayudan también en la enfermedad: para eliminar los dolores de vientre, basta ponerse un pato vivo encima; para el mal de costado, lo mejor es comer un papagayo de Austria; si se padece de escurribanda, se debe comer la piel de un cisne, un águila o un mergo; la hidropesía se cura con polvos de murciélagos quemados, y para el prurigo se usan nidos de golondrina disueltos en agua. En fin, sería baldío intentar enumerar todos los remedios que nos ofrecen generosamente las aves y… Un momento.
El cetrero se detuvo. Todo ocurrió de improviso. El braco ladró con fuerza y se quedó en muestra; había encontrado el rastro. Oímos un crujido, luego un aleteo, en un matorral cercano. César Augusto, blanco y resplandeciente con su cresta amarilla, salió de la maraña de arbustos y levantó el vuelo. El perro volvió a ladrar, pero el cetrero no dejó que lo persiguiera y exclamó:
—¡Mira! ¡Mira!
Al oír la llamada el halcón supo que había llegado su momento. Con el pico apuntado hacia abajo, se lanzó sobre César Augusto, que por suerte, pese a ser tres veces más lento que su agresor, había cogido un buen impulso y se dirigía hacia la muralla romana fortificada. La rapaz fue corrigiendo la inclinación de su ataque a medida que se aproximaba. Era como un proyectil, listo para clavar la punta de su pico en la carne de la víctima, o para frenar en el último instante y virar y herirla con sus mortales garras. Luego ya sólo tendría que seguir su caída deslavazada, para precipitarse a continuación sobre su pobre cuerpo, ya en el suelo, herido e indefenso, y matarla con dos o tres golpes directos en el vientre.
El papagayo avanzaba a toda prisa hacia la gran muralla, detrás de la cual seguramente esperaba encontrar cobijo, o al menos salvarse del primer ataque.
—¡César Augusto! —lo llamé con la esperanza de que me oyese, pero me di cuenta de que todo ocurría demasiado rápido para los sentidos humanos.
El halcón estaba cada vez más cerca. Ya le faltaban sólo veinte anas, quince, diez, siete. Todos nosotros, tres hombres y un braco, contemplábamos atónitos la escena. La muralla seguía estando muy lejos. Era imposible que el papagayo llegase hasta allí. Ya no había remedio. Esperé el impacto.
—¡No! —masculló con rabia el cetrero.
Lo había conseguido. En el último momento, César Augusto había elegido un refugio más próximo. Se había metido en un bosquete, lo bastante espeso para desalentar al halcón, que frenó y enseguida se elevó.
—¡César Augusto! —exclamé de nuevo, mientras corría hacia él—. ¡Deja la nota y todo se arreglará!
Tratamos de distinguir entre las ramas el perfil del papagayo, pero en vano. Se había escondido muy bien, como tuvo que reconocer el propio cetrero.
—Prometisteis que le dejaríais tiempo para razonar —espeté con vehemencia a Atto.
—Es una pena. No sabía que las cosas fueran a ser tan rápidas. De todos modos, ya ha tenido tiempo para pensar.
—¿Para pensar? ¡Pero si estará paralizado por el terror!
Los hechos que siguieron me desmintieron plenamente.
Mientras explorábamos la copa y la base de los árboles, un doble silbido, súbito y lacerante, rompió el silencio. Nos miramos los unos a los otros. Era el silbido del cetrero, que, sin embargo, parecía tan estupefacto como nosotros.
—Yo no… no lo he hecho. Yo no he silbado —balbuceó.
Instintivamente miró hacia el cielo.
—El guante, maldita sea —imprecó al advertir que, habiendo oído la llamada, su fiel pupilo ya se acercaba y no tardaría en buscar su brazo.
Así pues, se puso deprisa y corriendo el guante de cuero y recogió justo a tiempo a la bestia volante. Fue entonces cuando con el rabillo del ojo vi la mancha blanca que planeaba silenciosamente hacia la izquierda, rumbo a la muralla romana. Atto también la vio, sólo que pasados unos (e importantes) segundos.
El papagayo había imitado a la perfección la llamada del cetrero conseguido así que el predador volviese donde su amo. Eso le había dado tiempo y ocasión de moverse antes de que su enemigo ganase altura y tuviese una nueva posibilidad de atacar.
—¡Hacia allá! —exclamó Melani vuelto hacia el cetrero.
El tiempo perdido había dado a César Augusto una considerable ventaja. El halcón, libre de nuevo, tuvo que volver a ganar altura. El braco ladraba como un descosido.
—¿Es que tu pájaro no puede atacar enseguida? —preguntó Atto, al tiempo que corría hacia el sitio donde César Augusto se había esfumado.
—Primero tiene que ascender. ¡No ataca en horizontal, como un cernícalo! —respondió dolido el cetrero, como si se le hubiese pedido que fuese a una boda vestido con harapos.
Siguió una persecución atropellada por la muralla romana, cuesta abajo, a lo largo del camino que cruzaba la finca Barberini hasta la piazza San Cosimato. De vez en cuando el penacho amarillo de César Augusto aparecía detrás de la antigua muralla, salpicada de vetustos torreones. Era incapaz de volar más alto que el halcón, como hacen las garzas reales para esquivar el ataque. Sin embargo, había comprendido cuáles eran los puntos débiles de su enemigo y aplicaba una táctica de despiste: volaba a baja altura pasando rápidamente de un árbol a un agujero en el muro, y viceversa, y entremedias lanzaba el doble silbido del cetrero, que había aprendido a imitar de forma tan perfecta. Enseñado a obedecer esa orden desde el principio de su adiestramiento, el halcón acudía al punto a su amo, que echaba chispas. Para colmo, en un par de ocasiones César Augusto imitó la llamada de caza, «¡Mira, mira!», lo que sumió a su adversario en la más absoluta confusión, tanto es así que, si su amo no lo hubiera disuadido con gritos e injurias, habría dirigido sus intenciones guerreras contra un par de pajaritos que volaban inocentemente por las inmediaciones.
El final de la calle estaba flanqueado por dos muros ordinarios, ya no por restos romanos. Me volví para buscar a Atto; lo habíamos perdido. También César Augusto había desaparecido, mas yo albergaba la esperanza de que hubiese seguido volando en la misma dirección, pues así, cuando llegara al primer espacio abierto, podríamos avistarlo.
Desembocamos frente al convento de las monjas de San Francisco, en la piazza San Cosimato. El abate Melani nos dio alcance al cabo de un rato, jadeante (y eso que había dejado de correr), y se sentó en el borde de la calle.
Hay que aguardar mucho y pasar penalidades
para dar con la bestia enemiga,
por valles y montes, a pie, a caballo,
batiendo bosques y estando al acecho,
hurgando colinas, setos, espesuras
donde la bestia, agazapada, de todos se burla.
—Así es como Albicastro me tomaría el pelo con su amado Brant, si viese en qué estado me encuentro —comentó con tono filosófico Melani, resollando como un fuelle.
Noté que el abate recuperaba el gusto de antaño por soltar citas en las ocasiones más dispares. Sin embargo, especialmente en los momentos más intensos, como el presente, le faltaba aliento para cantar; de ahí que, en vez de las canciones del seigneur Luigi, su antiguo maestro, prefiriera ahora los versos.
Me puse a contemplar la plaza. A pesar de ser domingo y de la hora temprana, la piazza San Cosimato estaba atestada de gente. Su Santidad (pero eso no lo sabría sino más tarde) había decidido conceder benévolamente por indulto a los niños y a las niñas de Roma el santo jubileo y la remisión de los pecados mediante la visita de la basílica vaticana. Por tal motivo, los chiquillos de varios barrios se disponían a acudir en procesión a la basílica, provistos de estandartes, cruces y crucifijos, todo ello, eso sí, adecuado a su pequeña estatura y a la debilidad de su edad. Todas las niñas estaban vestidas con muy nobles roquetes y tocadas con guirnaldas decoradas con la estampa de un santo al que profesaban especial devoción. Acompañaban y ordenaban la conmovedora procesión los padres de las criaturas y las monjas del convento de San Francisco, quienes llenaban la plaza y se sorprendieron al vernos aparecer llenos de polvo y con la lengua fuera.
El cetrero estaba completamente desesperado.
—No regresa, no lo veo —lloriqueaba.
Había perdido de vista a su halcón. Temía que lo hubiese abandonado, lo que a veces hacen las rapaces aparentemente acostumbradas a su amo, pero que en el fondo de su corazón siguen siendo salvajes y feroces.
—¡Allí está! —exclamó Atto.
—¿El halcón? —preguntó el cetrero con el rostro iluminado.
—No, el papagayo.
Yo también lo había visto. César Augusto, que, como nosotros, debía de estar bastante cansado, se había descolgado de una cornisa y planeaba hacia la cercana piazza San Callisto. Atto ya estaba exhausto, el cetrero sólo pensaba en su halcón. Únicamente el braco y yo estábamos dispuestos a seguir al papagayo, con intenciones opuestas: yo, para salvarlo; él, para devorarlo.
El perro soltó un tremendo ladrido de desafío y se lanzó al ataque, lo que sembró el terror en las filas de la procesión, que los niños abandonaron a la desbandada. Yo me sumé al desbarajuste, con lo que creé más confusión y recibí los angustiosos reproches de las monjas.
César Augusto volaba cada vez con menos fuerza. Se posaba en alféizares, templetes, balcones, de donde se elevaba de nuevo con esfuerzo cuando el miedo al perro, que le enseñaba rabiosamente los colmillos, lo empujaba a buscar otro refugio. Yo no podía siquiera pedirle que bajase al suelo y se dejase atrapar, pues el braco me precedía, ladraba malignamente y saltaba furioso, ansioso por clavar los dientes al pobre fugitivo. Los transeúntes presenciaban atónitos el paso de nuestra maraña aullante, inaudita quimera compuesta de alas que huyen, colmillos que atacan y piernas que acuden en ayuda.
Agucé repetidas veces la vista: el maldito trozo de papel parecía aún prendido a la pata del papagayo. Tras recorrer un buen trecho de la calle de Santa Maria in Trastevere, nuestro singular trío torció a la izquierda y llegó por fin al puente de la isla de San Bartolomé.
César Augusto se posó en la esquina del alféizar de una ventana, justo en la entrada del puente. Estaba muy alto, y el perro, que quizá ya se había dado cuenta de que había perdido el rastro de su amo, empezaba a estar harto de aquel circo agotador y absurdo. Miré al papagayo, que parecía dispuesto a no moverse por nada del mundo de ese sitio seguro. A mi izquierda se extendía el puente de San Bartolomé; más allá, la bella isla que, única franja de tierra insular, completa y decora la impetuosa corriente del rubio Tíber. Por fin el braco volvió sobre sus pasos, no sin antes lanzar un último gruñido de rabia y desilusión.
—Anda, ven —rogué a César Augusto—. Ya estamos solos.
En sus ojos leí el deseo de deponer finalmente las armas en manos amigas. Estaba a punto de bajar, pero entonces tuvo lugar un último y cruel imprevisto.
Una vieja, habitante de aquella modesta casa, se había asomado a la ventana. El aspecto inusitado de aquel pájaro tan extraño, pero a la vez tan hermoso, la había dejado estupefacta. Incapaz de apreciar tanto esplendor, atolondrada por su propia sandez, la anciana intentó espantarlo de malas maneras, de un manotazo. El pobre César Augusto se salvó lanzándose al aire, impulsado por el viento que acompaña generoso la corriente en ese punto del río.
Lo vi elevarse audazmente, cual nuevo halcón, bajar y luego subir otra vez, hasta que cedió al capricho de las ráfagas de viento y desapareció, convertido ya sólo en una gota en el mar de los deseos perdidos.
Entré en la villa Spada empapado en sudor, molido y amargado. Tendría que haberme presentado enseguida ante el abate Melani para darle la mala noticia, pero él aún no había llegado. Seguramente el cansancio lo había obligado a hacer un alto en el camino tras la persecución del papagayo, pues, además de los impedimentos de la edad, seguía con el brazo dolorido. Para evitar un encuentro lleno de quejas, decidí meter bajo de la puerta de sus aposentos una nota donde le informaba del resultado negativo de la caza. Ahora bien, antes de dejársela, esto es, en cuanto entré en la villa, supe que esa tarde me aguardaban muchas faenas y afanes.
Las fiestas de la boda incluían un entretenimiento lúdico: un gran juego de la gallina ciega en los jardines de la villa Spada. Cardenales, príncipes, caballeros y nobles damas contenderían alegremente, ocultándose, persiguiendo, encontrando y perdiéndose entre los setos y las veredas del parque, rivalizando en sagacidad, velocidad y listeza. A la gallina ciega sólo podía jugarse allí donde hubiese adecuados estorbos para caminar e incluso oír, y donde por el contrario resultase fácil esconderse y difícil encontrarse, sencillo huir y complicado perseguir; como los magníficos jardines de la villa Spada, que las decoraciones efímeras y florales habían convertido casi en un laberinto.
Me avisaron de que don Paschatio me reclamaba de nuevo por la escasez de criados. No menos de cuatro sirvientes habían plantado al gentilhombre de la casa esgrimiendo pretextos variados y de lo más fantasiosos, que iban de un acceso de humor melancólico a la muerte repentina de una tía.
Como el día se había nublado y refrescado un poco, el juego empezaría pronto. Fui corriendo a la cocina; ya era la hora de comer y la caza a César Augusto me había despertado un hambre voraz. Encontré restos de capón y huevos duros fríos, pero muy agradables al paladar y al estómago.
Estaba royendo aún algún huesecillo cuando el ayudante de don Paschatio me dijo que tenía que ponerme la librea e ir al cruce entre la vereda que bordeaba el jardín secreto y la que llegaba hasta la fuente a través de los viñedos. En esa encrucijada, bajo un gran pabellón pentagonal de rayas blanquiazules, cuyas pilastras estaban decoradas con grandes escudos de madera pintados con las enseñas familiares de los novios, Spada y Rocci, había aguas frescas, zumos de naranja, limonada, triunfos de frutas y cítricos, pan recién cortado y buenas confituras. Habían colocado todo eso allí con el fin de que los jugadores se refrescasen, acalorados después de tanto correr, buscar y esconderse, pero también para los que no participaban en el juego y preferían estar cómodamente tumbados en los grandes sillones de tela blanca, a la sombra del pabellón.
Al dirigirme a mi puesto no pude menos que admirar una vez más los infinitos caprichos concedidos al buen arquitecto de la naturaleza, una naturaleza en la que yo, ahora que los trabajos de jardinería estaban terminados, descubría siempre nuevos detalles con maravillada estupefacción. En efecto, dado que en los jardines todo ha de ser amable, en la villa Spada cada elemento se había sometido al placer de la vista y del intelecto, empezando por el orden de los bosques y de la vegetación, ya que el arte de construir no es solamente arquitectura de muros y techos, sino sobre todo de setos, veredas, prados, exedras, cenadores, glorietas, parterres y huertos. En las villas más importantes dominaban los grandes paseos arbolados, que en realidad aquí brillaban por su ausencia. Por ello, para dar más enjundia a los senderos, éstos estaban bordeados de hileras de noble boj, alheñas y acantos.
Cenadores abovedados introducían suavemente al visitante, trémulo y admirado, en la confluencia de dos senderos, o en encrucijadas recubiertas de pequeñas y verdes cúpulas silvestres. Espalderas de laurel en forma de dosel podadas parejamente, de entre siete y quince palmos de altura, rivalizaban con acebos en arco, con árboles de mirto recortados como parasoles o pan de azúcar, con edificios efímeros de madera cubiertos de un manto vegetal y con ristras de columnas de plantas decoradas con festones y coronas, que hacían de marco a los músicos: en un estrado semicircular, un pequeño grupo de instrumentos de cuerda difundía en el aire un melodioso contrapunto, un alegre escondite de trinos y punteos que parecía anticipar el juego al que estaban invitados los huéspedes de la casa.
Allí, a pocos metros de dicho estrado, era donde se me había encargado servir las naranjas y los limones exprimidos y el pan cortado, cuidarme de los sillones y atender cualquier otra cosa que pudiera ser del agrado de las Excelencias y Eminencias presentes.
En cuanto llegué, con suma galantería me puse a escanciar jugos y a llenar vasos, pasando solícito de un comensal a otro, como una matutina abeja que revolotea de flor en flor.
Una vez cumplido mi deber, para estar a disposición de las señorías me coloqué al lado de una pilastra de madera del pabellón, frente al cual, inmóviles como la mujer de Lot, había otros criados. Los invitados de la fiesta, de pie o arrellanados en los sillones, hablaban en voz alta, discutían y reían bajo el ala blanca y celeste del toldo de lino. A pocos pasos de mí, unos monseñores de mediana edad apaciguaban con la limonada las lenguas que las palabras habían desatado.
En ese momento reparé en mi suerte. Junto a mí estaban los mismos dos monseñores a quienes había oído conversar sobre un proyecto de reforma del cuerpo de los esbirros durante la academia. Por lo que parecía, seguían con el mismo tema.
—… Conque ahora las cosas van a cambiar.
—¡La idea tiene ya veinte años, es imposible que quieran ponerla en práctica ahora!
—Pues parece que es verdad. Me lo ha dicho mi hermano, que todavía es auditor de la Rota, pero íntimo amigo del cardenal Cenci.
—¿Y qué puede saber Cenci?
—Claro que sabe. En Roma, en ciertas esferas, el asunto es bien conocido. Parece que la cosa está madura. Si el Papa vive aún unos meses, la reforma llegará a buen puerto.
Dirigí el oído hacia ellos, como Diana apunta su arco contra el ciervo que huye.
—De todos modos, es lo que procede —afirmó el primero—. Ni vos ni yo, que somos personas decentes, hemos tenido nunca ocasión de ver entrar de noche a la soberbia cohorte de los esbirros en una posada o en una taberna, porque de noche dormimos y no nos dedicamos a la juerga, pero todo el mundo sabe perfectamente lo que pasa. Los esbirros se cogen unas cogorzas tremendas, ensucian, arman grescas y se van sin siquiera despedirse. Si al tabernero se le ocurre pedir que le paguen, le escupen en la cara como si hubiese cometido contra ellos un crimen de lesa majestad, lo maltratan más que a un asesino callejero y a la noche siguiente regresan para vengarse. Mandan entrar en el establecimiento a una meretriz, o a dos bribones que conocen, y les hacen jugar con una baraja de cartas sin el correspondiente timbre. Luego aparecen ellos, fingen que han ido para una inspección, encuentran los naipes, o a la meretriz, y meten a todos en la cárcel: al huésped, a los mozos y a todo aquel que se encuentre en ese momento en la taberna, con lo que arruinan tanto el local como a la familia del dueño.
—Lo sé, lo sé —dijo el otro—. Son trucos tan viejos como el mundo.
—¿Y os parece poca cosa? —preguntó el primero—. Cuentan que los esbirros les sacan un diezmo, una «propina», como dicen ellos, no sólo a todos los comerciantes y vendedores ambulantes, sino también a los artistas. Además, cobran un impuesto a las meretrices. Y no sólo eso: arriendan cuartos de posadas que luego realquilan, a precios más altos, a las mismas mujeres del vicio, de las que así obtienen doble ganancia. Si ellas se niegan, pierden sus ventajas.
—¿Ventajas? —repitió el otro un poco desconcertado.
—Las protegidas por los esbirros pueden trabajar, perdonadme el término impropio, también en las fiestas de guardar. A las otras, en cambio, las vigilan y las obligan a descansar en las fiestas religiosas, como manda la ley. Así, éstas pierden sus ganancias. No sé si me explico.
—Vaya, es increíble —observó el otro con una mezcla de sorpresa, curiosidad y una pizca de agitación lúbrica, mientras se enjugaba la frente con un pañuelito de encaje blanco.
—Venid —dijo el primero—, vayamos a echar una ojeada al juego de la gallina ciega.
Se levantaron de los sillones, se cogieron del brazo con cortesía familiar y se encaminaron hacia la muralla lindante con la finca Barberini. Allí seguramente doblarían a la izquierda, hacia el bosquete, donde todos estaban alborotados con el juego.
Miré alrededor. No podía abandonar mi puesto y dejar a los otros criados del toldo de forma abrupta y repentina, porque se habría enterado don Paschatio. Salvo en las contadas ocasiones en que tenía que hacer de reemplazo, seguía gozando de una libertad casi total. Si no quería problemas, no podía convertirme en un desertor más, pues probablemente el propio cardenal Spada sería informado, con lo que perdería el trabajo o se me retiraría el permiso de servir a Atto.
En ese preciso instante, cuando no veía cómo podía salir del apuro, encontré la solución. Una dama con escote a la francesa, los hombros cubiertos por un gran manto blanco, recibía una gran dosis de zumo de naranja roja en una copa de cristal historiado. A su lado, el marqués Della Penna esperaba también a que le sirvieran. Entonces, sin pensarlo dos veces, cogí una jarra de limonada de la mesa y me lancé hacia él.
—Pero… muchacho, ¿qué haces?
En mi carrera para servir al marqués, había chocado a propósito con el brazo de otro criado, que había derramado zumo rojo en el manto inmaculado de la dama. Ésta había protestado enseguida, sorprendida y airada.
—¡Oh, cielos, qué he hecho! Permitidme que enmiende este desaguisado. Hay que lavarlo de inmediato, yo mismo me encargo —dije, y tras despojar a la dama del manto me dirigí hacia el casino. Merced a la rapidez con que ejecuté la maniobra, dejé a la víctima y a los presentes sin posibilidad de réplica. La escuela de Atto, maestro de falsos incidentes, había dado sus primeros frutos.
Confié la prenda a una doncella, rogándole que la lavase y me la devolviese personalmente. Ahora tenía el pretexto que necesitaba para dejar mi puesto en el pabellón.
Poco después ya estaba en el bosquete, tras los pasos de los dos monseñores. ¿Cómo podría escucharlos sin que me vieran?, me preguntaba. Por fin los vislumbré paseando entre los setos de boj y de laurel, siguiendo los razonamientos de antes. ¡Albricias! Las buenas y viejas reglas del maestro Tranquillo Romaúli me ofrecieron la fórmula. Cerca de las estatuas, los setos medían poco más de un ana; en otras partes eran más altos. Esta altura especial, o sea, el hecho de que los setos no fueran muy bajos, pero tampoco muy altos como los laberintos, me brindaba una ventaja decisiva: me ocultaban por completo, pero dejaban al descubierto a los otros desde los hombros hasta la cabeza. Podía, pues, ver sin que me vieran, seguir sin que me siguieran.
Me detuve detrás de un seto, listo para escuchar, cuando una voz me hizo dar un respingo.
—¡Cucú! ¡Sé que estás aquí, granujilla!
—¡Ji, ji, ji, ji! —dijo una voz femenina.
El penitenciario mayor, el cardenal Colloredo, avanzaba a tientas, entorpecido por la sotana, con los ojos tapados por una gran venda roja y las manos, repletas de enormes anillos con topacios y rubíes, tendidas hacia delante en busca de su presa.
Escondida tras un arbolillo a pocos pasos de allí, una jovencita de buena cuna, con un bonito traje color crema y al cuello una pesada diadema de esmeraldas, asistía temblorosa a la llegada de Colloredo.
—¡Eso no vale! No respetáis las reglas —lo regañó la muchacha, pues el anciano purpurado, fingiendo que se enjugaba el sudor de la frente, había bajado un poco la venda para verla.
Entonces salió de un seto un caballero con una vistosa peluca a la francesa. Lo reconocí al punto: era el marqués Andrea Santacroce. Cogió por detrás a la joven, apretando su pecho contra la espalda de ella, y le besó apasionadamente la nuca, como hace la oca cuando, cubriendo a su compañera, la muerde sensualmente por atrás.
—Estáis loco —oí que murmuraba la muchacha mientras se desasía del abrazo—. Están llegando los demás.
En efecto, por las inmediaciones rondaba otro hombre vendado, que empujaba a sus compañeros de juego hacia delante, como a las presas en una partida de caza.
Santacroce se esfumó tan deprisa como había aparecido. La damisela le lanzó una última y lánguida mirada.
Me agazapé más entre las hierbas, aterrorizado por la idea de que me descubrieran y tomaran por un fisgón de amores clandestinos.
—¡Sé que estáis cerca, ja, ja! —canturreaba feliz el presidente de la Anona, monseñor Grimaldi, vendado con un gran pañuelo amarillo.
Muy cerca de él algunos huéspedes se divertían provocándolo sin dejarse atrapar. Las damas lo rozaban con abanicos, los hombres le hacían cosquillas en la barriga con un dedo, y luego desaparecían en un abrir y cerrar de ojos, unos bajo la sombra cómplice de copas de nísperos y madroños, otros bajo el caritativo cobijo que ofrecía un jovencísimo ejemplar de esos extraños árboles, las palmeras, que, tras ser plantadas por vez primera por Pío IV en su jardín, frente a la villa Pia, habían arraigado muy bien y expandido su exótica cabellera en toda la urbe. Grimaldi avanzó un pasito, seguro de sorprender al jugador más próximo, el cardenal vicario Gaspare Carpegna. Sin embargo, se estrelló contra el tronco de la palmera, lo que suscitó las carcajadas de todo el grupo.
El cardenal vicario, que se había librado por un pelo del asalto, se había apoyado muy contento contra un muro, cuando éste soltó un chorro de agua que le dio en toda la cara y le empapó el cuello y la capa morada. Estalló una risotada general, aún más estruendosa.
A fin de que los juegos tuviesen más imprevistos, el cardenal Spada había mandado diseminar por la villa pequeños artilugios que arrojaban, para regocijo de las almas alegres y joviales, chorros, cubos y palanganas de agua sobre el paseante que sin darse cuenta los accionaba. El muro en que Carpegna había apretado sin querer una palanca era en realidad una pared de madera pegada a un árbol y recubierta de ladrillos, detrás de la cual se ocultaba una máquina hidráulica con un tubo que salía al exterior, dirigido hacia su blanco.
—El cardenal Carpegna quería irse de rositas… pero le ha caído una meadita, ja, ja —se burló el cardenal Negroni, quien acto seguido tropezó con una cuerda tendida verticalmente, que volcó sobre su cabeza un cubo de agua colocado en una rama, de modo que acabó empapado.
Estallaron nuevas risas, que aproveché para alejarme un poco. Cuando ya iba a desistir de mi audaz plan de espionaje y me disponía a regresar al casino, reconocí a los dos monseñores que buscaba entre los que observaban distraídamente aquel divertido pasatiempo. Absortos como estaban en sus razonamientos, no me vieron.
—Los esbirros protegen a los prófugos y a los desertores —afirmaba el primero, mientras se dirigían despacio hacia el estanque de la fuente—, pero encarcelan por insolvencia a quien tiene una simple deuda civil. ¿Y qué decir de los reos contumaces que son arrestados y llegan a la cárcel medio muertos? De acuerdo, lo dicen todos los textos de doctrina: hay que aplicar las torturas, pero al final del procedimiento, no al principio.
»¿Y qué decir de los arrestos ilegales? Nadie habla de ellos, pero proliferan. Detienen a gente en plena noche, la interrogan, maltratan y encierran en una celda sin motivo. Os lo digo con rotundidad: mientras las cosas sigan así, los peregrinos y los forasteros no pueden sino marcharse de Roma escandalizados, atribuyendo los delitos de los corchetes a las personas que presiden dignamente los gobiernos públicos…
—El Papa, el secretario de Estado, el gobernador… —completó el otro, que se había parado ante el estanque y admiraba, a los pies del Tritón, los nenúfares, las caltas palustres de doble flor amarilla y los tréboles de pétalos blancos, que se abandonaban muelles a ras del agua.
—¡Por supuesto! Y se dirán barbaridades de ellos en los países extranjeros, para gran desdoro y escarnio de la Santa Sede Apostólica.
La larga y forzosa inmovilidad, al abrigo de un simple seto de boj, aunque tupido y tan alto como un niño, resultaba peligrosa y molesta. La amenaza de que me descubriera un jugador de la gallina ciega que por azar entrase en el sendero desde el que estaba espiando me daba escalofríos. Estaba a punto de tener un calambre en los dedos de los pies por lo mucho que me esforzaba en pisar la grava sin hacer ruido.
De pronto me dio un vuelco el corazón: se terminaba el seto. Mejor dicho, se había desplazado. Saliendo poco a poco de las líneas, se había encaminado hacia la izquierda, dejándome al descubierto.
Por pura casualidad los dos monseñores me daban la espalda, por lo que no me vieron. Me sentía tan desesperado e indefenso como un cerdo en la puerta del matadero. De un salto me refugié en una espaldera de jazmín. Vi que los dos monseñores dejaban de hablar y se volvían a mirar estupefactos en mi dirección. Rogué al Señor y agaché la cabeza.
Levanté la vista. No me miraban a mí, sino el seto, que, increíblemente, trotaba hacia el cardenal Nerli, el cual, según se contaba, era malquisto por muchos. Observamos desde lejos la escena. Nerli estaba vendado y seguía a una dama.
Entonces ocurrió. Una canilla de hierro surgió del seto ambulante y regó con un alegre chorro de agua a Nerli, que profirió un grito de espanto. Acto seguido, el lío de hojas y arbustos huyó hasta el otro lado del bosquete. Todo el grupo se abandonó a una explosión de hilaridad. El cardenal se quitó la venda de los ojos.
—Bonita broma, ¿verdad, Eminencia? —decían exultantes a Nerli, blanco como un papel, algunos miembros del Sacro Colegio, que, a juzgar por las carcajadas, habían disfrutado más malignamente que nadie de la función.
—Oh, sí, una ocurrencia exquisita —comentó una dama—, y qué elegante ese chorrito, francamente bien hecho.
El cardenal, roído por la vergüenza y la irritación, no parecía compartir esa opinión.
—Eminencia, no sea malo —le dijo una de las damiselas—, póngase el pañuelo en los ojos, que el juego tiene que seguir.
Perdidos en aquel gran mar de lozano verdor y en la sonrisa de su interlocutora, los ojos y la mente del cardenal Nerli se resignaron encantados a un dulcísimo naufragio. Los jardines le aplacaron el alma con su magnificencia, y con sus perfumes le ablandaron el corazón y le levantaron el espíritu.
El prelado se dejó dócilmente vendar y el juego se reanudó con la despreocupación del principio.
Los dos monseñores comentaron con desaprobación las inocentes diversiones de los otros invitados, mientras yo me aseguraba de que la espaldera de jazmín, detrás de la cual me había refugiado como un gusano desnudo, no estuviese provista también de inquilinos y piernas. Casi enseguida prosiguieron su paseo para distanciarse del griterío de los jugadores. Avanzaron un rato en silencio. Cruzaron inmensos cenadores montados sobre viguetas y pilares, bajo los cuales, como si estuviesen bajo un cielo nuevo que se contempla a través de lentes verdes, sus ojos captaban durante breves instantes melocotoneros, alcachoferas, perales, limoneros, membrillos, cipreses y encinas, que jugaban al escondite con la mirada del visitante, ya que, como enseña León Battista Alberti, sin misterio no hay belleza. Yo, saltando de un limonero a un boj, no los perdía de vista, ni de oído.
—Pero volvamos a lo nuestro —dijo el segundo prelado, que se había animado después de oír los argumentos de su colega—. Lo que me decís es muy cierto, os asiste la razón. Os diré más: debido a la prepotencia de los esbirros, o sólo a su incompetencia, los tribunales y los registros de los notarios civiles están llenos de causas que acaban declarándose nulas. Cuando finalmente detienen a uno que merece terminar entre rejas, lo maltratan tan brutalmente, olvidando reunir las pruebas como es debido, que a la postre los abogados defensores obtienen la suspensión o la anulación del proceso. Por lo que se refiere a esta reforma, veréis, lo cierto es que yo no abrigo muchas esperanzas. Lo sabéis mejor que yo: con los esbirros no se puede razonar.
—Desde luego que no. ¡Sin embargo, ahora no hablamos de esbirros, sino de ladrones manifiestos, pagados por la cámara apostólica! Todos son pobrísimos antes de enrolarse. El salario que reciben es de hambre: un cabo cobra seis escudos, y un esbirro, cuatro y medio. Supongamos que el cabo saque otros tres escudos al mes con un trabajito honesto, y el esbirro, dos.
—Supongamos.
—¿Cómo se explica entonces que, si uno va a su casa muy poco tiempo después de que hayan entrado en servicio, la encuentre adornada con muebles de lujo? ¿O que sus mujeres rivalicen con las grandes damas en atuendos y joyas? Y, si aún no tienen esposa, los hallaréis rodeados de un hatajo de meretrices, amén de los crápulas con los que se dedican a jugar y a toda suerte de vicios. Para pagar todo eso se necesitan más de cuarenta escudos al mes. Ese dinero sólo puede proceder de robos, ¿no creéis?
—Desde luego que lo creo, y os doy toda la razón.
Se oían los grititos lejanos de las damas, que reclamaban el final del juego y que todos merendaran y descansaran antes de la cena. Los dos monseñores cruzaron la verja del jardín secreto en busca de paz. Esperé a que se adentraran un poco entre los olmos y los chopos de Capocotta, y entonces entré también, ocultándome de lado detrás de una pequeña hilera de vides de uva moscatel.
—¿Y el proyecto de reforma? —preguntó el primero.
—Es sencillo y justo. En primer lugar, suprime de todos los tribunales tanto de Roma como del campo, mediante una bula especial, los cargos de alguacil, teniente, cabo, ministril, canciller y similares, que por norma se conceden también a los esbirros.
—Sois un optimista. ¿De verdad creéis que Su Santidad, en las condiciones de salud en que se encuentra, aprobará una reforma tan cruda y radical?
—Ya veremos, ya veremos. Pero aún no habéis oído el resto. Ante todo, se reducirá el número de esbirros. Luego el de la Gran Capa, o presidente de justicia, si lo preferís, dispondrá de los esbirros de varios tribunales, cosa que, como bien sabéis, hoy no se puede hacer. Para las rondas y los arrestos importantes los esbirros podrán contar con la ayuda de soldados, como ya se hace en muchos reinos y repúblicas. Por último, se despedirá a unos doscientos esbirros.
—¿Y en su lugar?
—Muy sencillo: serán reemplazados por soldados.
Mientras regresaba al casino para recoger el manto de la noble dama lavado de las manchas de naranja y listo para su devolución, innumerables reflexiones acuciaban mi mente.
No ignoraba, naturalmente, que entre los esbirros había individuos de ralea miserable, grosera y funesta. Sin embargo, nunca había oído enumerar de esa manera todos los comercios perversos de los guardianes de la ley. No cabía duda de que eran corruptos. ¡Pero eso era lo menos grave! Por lo que había oído, los esbirros practicaban infamias atroces, que convertían la ley en teatro del engaño y el orden en siervo de la arbitrariedad.
Pensé en Sfasciamonti. No era sorprendente que le costase lograr que sus colegas indagaran sobre los cerretanos. ¿Por qué iban a descubrir los secretos de las sectas de los mendigos, me dije, si bastante tenían con ocultar los propios?
Sfasciamonti, ciertamente, había demostrado que era capaz de recurrir a los peores métodos: falsificar sumarios, arrestar injustamente, mentir, amenazar a los interrogados. Incluso habría estado dispuesto a encarcelar ilegalmente al Pelirrojo. Pero todo ello lo hacía, a mi entender, con una finalidad de por sí encomiable: combatir la escoria de los cerretanos y descubrir dónde estaban el manuscrito del abate Melani, el catalejo y la reliquia. Así, aunque no había que aplaudir esos métodos, si eran necesarios para llegar a la verdad podían ser aceptados sin titubear.
Cuando llegué a los aposentos de Atto, ya me estaba esperando para oír mi informe.
—Por fin apareces. ¿Dónde te habías metido? —me preguntó, mientras Buvat le aplicaba un ungüento en el brazo.
Le conté mis numerosos avatares, incluidos los previos a la persecución de César Augusto, que aún no había tenido ocasión de referirle: la conversación con el maestro florista, la desesperación de Albani por la pérdida de la nota que había birlado el papagayo, el revuelo que había provocado la doble disputa entre Atto y Albani, gracias a la cual el secretario de los Breves se había desembarazado de la incómoda fama de fidelidad a Francia.
El abate Melani acogió las tres novedades con agitación, alivio y reflexivo silencio, respectivamente.
—Así pues, el maestro florista está dispuesto a hablar. Bien, muy bien. Sin embargo, ha dicho que debo informarme correctamente antes de ir a verlo. ¿A qué se refiere? ¿No será partidario del emperador?
—Señor abate —intervino Buvat—, si me lo permitís, tengo una idea.
—¿Sí?
—¿Y si ese Tetráchion, que Romaúli ha nombrado, fuese la flor de una casa? Los escudos nobiliarios están repletos de bestias de los nombres más singulares, como el dragón, la sirena, el unicornio. Es posible que las plantas tengan el mismo uso.
—¡Sí, podría ser el blasón de una familia! —exclamó Atto dando un respingo, de resultas de lo cual manchó de ungüento la casaca de su pobre secretario—. Más cuando aquel maestro florista entiende de flores. Sois un genio, Buvat. Es probable que Romaúli desee que yo esté bien informado antes de verlo porque no piensa mentar a nadie y pretende que yo conozca qué linaje se oculta bajo el Tetráchion cuando hablemos.
—Entonces, ¿procedería de ahí el heredero al trono de España, como decía la doncella del embajador Uzeda? —pregunté—. Pero, si es así, ¿qué relación guarda todo esto con el hecho de que Capitor diera a su plato el nombre de la flor de un escudo?
—No tengo ni la más remota idea, chico —respondió Atto muy alterado—, pero se diría que Romaúli tiene la intención de ofrecernos elementos útiles.
Dicho esto, el abate Melani envió a su secretario a buscar, en los libros de armas y en los consegnamenti (los registros oficiales de los escudos reconocidos), el emblema nobiliario que contuviera la flor llamada Tetráchion.
—Podéis empezar ahora mismo en la biblioteca de la villa Spada. En ella no pueden faltar la muy estimable obra que Pasquali Alidosi consagra a los escudos grabados en madera, ni la de Dolfi, que tiene la ventaja de ser más reciente. Luego, Buvat, continuaréis con el otro asunto.
—¿Y cuándo copio vuestra respuesta a la carta de madame la condestablesa? —preguntó el secretario.
—Después.
Una vez que hubo salido Buvat, en verdad con pocas ganas de ponerse de nuevo a trabajar a esa hora (que normalmente dedicaba al descanso junto a una buena garrafa de vino), me habría gustado preguntar a Atto de qué otro asunto debía ocuparse su secretario, quien, por otra parte, apenas se dejaba ver desde hacía dos días. Sin embargo, el abate habló antes.
—Ahora pasemos de los vegetabilia a los animalia. ¿Conque Albani se atormenta por culpa de tu papagayo? —dijo refiriéndose a lo que le había contado poco antes—. Ja, ja, peor para él.
—¿Y qué me decís de los comentarios que hacen sobre él?
Me miró con expresión grave, sin pronunciar palabra.
—Tenemos que estar pendientes de todo y no descartar nada —dijo al fin.
Estupefacto, asentí, si bien no había entendido qué quería decir con esa frase genérica, tan obvia que significaba todo y nada, como la mayoría de las afirmaciones políticas. El abate había preferido no hablar de la nueva imagen pública de Albani. Quizá, pensé, él también ignoraba cuáles podían ser sus consecuencias y no quería reconocerlo. Obviamente, ayuno como estaba yo de las cosas de Estado, me engañaba.