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El plan de ataque de Kolvas requería que arqueros y honderos hostigaran la cornisa en la que estaba apostado el enemigo. La posición elevada de éste le concedía cierta ventaja, y también las bajas murallas de piedra y maleza que habían erigido. Incluso para un experto tirador era complicado acertar en aquellas condiciones, sobre todo si el objetivo se mantenía agazapado. Afortunadamente, los enanos y vigilantes no podían estar en esa posición todo el rato. Tenían que levantar la vista desde detrás de su refugio para hacer frente a las oleadas de orcos que subían gateando la escarpada y rocosa ladera, y mientras lanzaban sus propias flechas o (en raras ocasiones) conjuraban descargas de llamas y ácido, sí eran vulnerables.

Desde la perspectiva de Kolvas, incluso era más importante que parecieran absortos y no mostraran señal alguna de percatarse de la presencia de los trasgos de ojos arácnidos trepando por una chimenea abierta en la fachada occidental del acantilado. Aquel conducto discurría serpenteante arriba y abajo, y los defensores bien podían haber supuesto que ninguno de sus adversarios sería capaz de escalarla. Sin embargo, con sus cuatro largos brazos para agarrarse a las asideras y vidas de experiencia escalando las Kelder, las criaturas de ocho ojos estaban a poco de demostrar lo contrario. Cuando por fin se abalanzaran sobre el flanco del enemigo, el cariz de la batalla cambiaría dramáticamente.

Por ello, se dijo el mago sombrío, no había razón para sentirse incómodo. Dentro de muy poco, su pequeño ejército arrasaría a esos desdichados que habían invadido su territorio. Después rebuscaría entre los cadáveres hasta hallar el semblante pálido y ojeroso que enterraría por fin todas sus preocupaciones.

Los trasgos de ojos arácnidos casi habían alcanzado la cima del cerro cuando, con un rugido chirriante, la estructura de arenisca a la que se agarraban en su escalada se derrumbó hasta ir a parar al fondo del cañón. A Kolvas se le revolvió el estómago. Se había creído muy listo al enviar a sus criaturas chimenea arriba, pero los enanos se habían anticipado a su movimiento y, consumados mineros e ingenieros como eran, habían amañado la estructura para que cediera bajo su propio peso.

Casi en ese mismo instante, un grupo de orcos logró alcanzar la barricada y los guerreros humanos y enanos se alzaron para hacerles frente. Espadas, lanzas y hachas destellaron a la luz de la luna en un furioso intercambio de golpes; Kolvas contuvo el aliento, rezando porque la brutal furia de sus trasgoides conociera el éxito donde su plan había fracasado. Para su desgracia, no fue así. La mayoría de los atacantes cayó. Los pocos supervivientes huyeron ladera abajo, mientras los defensores de la cima los hostigaban, acelerando su fuga.

Las restantes fuerzas de Kolvas respondieron con enfurecidos gritos aquella acción. A pesar de las pérdidas que ya habían sufrido, aún estaban ansiosas por combatir a los intrusos. Al menos era algo, aunque no iba a servirle para poner fin de una vez por todas a su especial suspicacia.

A su lado, Burr, antiguo bandolero e infanticida de cabellos cobrizos y aspecto aniñado, aquel que había acabado por convertirse en uno de los más importantes oficiales militares de Dar'Tan, se pronunció arrastrando las palabras.

—Bueno, podía haber ido mejor.

—Enviar a los trasgos chimenea arriba parecía una buena idea —dijo Kolvas frunciendo el ceño—. ¿Cómo iba a saber que esos enanos habían levantado una trampa?

—Lo imagino. Sólo me gustaría que pudiéramos tener un poco más de ayuda mágica.

—Haré lo que esté dentro de mis posibilidades, cuando lo considere apropiado. No es tan sencillo. Los maestros de runas son suficientemente poderosos para contrarrestarme con bastante eficacia.

—Si estuviera aquí el señor en persona...

—El caso es que ha preferido no estar. Si así lo deseas, puedes echárselo en cara cuando volvamos a la Fortaleza.

Burr resopló.

—El caso es que no creo que esa conversación pudiera llegar a servirme de mucho. Escucha, ese comentario estaba fuera de lugar. No era mi intención. Cogeremos a esos bastardos, aunque sea mermando sus fuerzas poco a poco. Seguirán perdiendo hombres, se quedarán sin flechas y conjuros y, finalmente, llegará el momento en que no podrán seguir resistiendo nuestros embates.

—¿Y cuándo crees que será eso?

El guerrero se encogió de hombros.

—Con suerte, estaremos de vuelta en el castillo para la hora del desayuno.

—Puede que no sea bastante. Has tenido oportunidad de observar al enemigo. ¿Has visto rastro de algún elfo? ¿O de una chica delgada, de cabello oscuro y muy corto? ¿O de otra mujer, grande y campechana, que lanza conjuros escribiendo símbolos en el aire?

—¿Te refieres al Matatitanes y a esas Lilly y Ópalo de las que me hablaste?

—Sí —dijo Kolvas, que empezaba a perder la paciencia.

—No los he visto, pero hay que tener en cuenta que, a diferencia de ti y de les engendros de los titanes, no puedo ver en la oscuridad. Eso no quiere decir que no estén allá arriba. Aunque puede ser que no estén. Quizá la fuerza apostada en lo alto de ese cerro no haya tenido nunca nada que ver con ellos.

—Es una banda de enanos y vigilantes que cruzaron las Kelder en pleno invierno para enfrentarse a Dar'Tan. No hay duda que Vladawen los condujo hasta aquí.

—Entonces estará ahí arriba, supongo.

—¿Y por qué entonces no he podido ver ni atisbar siquiera su figura? No es de la clase de gente que se queda agazapada mientras otros luchan en su nombre.

—Puede que lo alcanzara una flecha.

—Puede. No obstante, voy a marcharme de aquí. Te dejo al mando. Acaba con esos bastardos aunque tengas que emplear hasta el último de tus guerreros.

—¿Adonde...?

Kolvas no se molestó en escuchar el final de la pregunta. Masculló un encantamiento, describió los pases apropiados con su mano y abandonó el mundo material para adentrarse en el reino de las sombras.

Ahora, los guerreros que estaban combatiendo se le antojaban emborronados y difuminados, tanto como su clamor parecía apagado y metálico. Dio una única zancada y de pronto desaparecieron: era así como funcionaban las cosas en el lugar borroso y oscuro en que había entrado. Aquí unos cuantos pasos se correspondían con una basta distancia en los dominios de la burda materia sólida.

El mundo de la oscuridad era hogar de muchos peligrosos entes, y en otras circunstancias Kolvas hubiera optado por andar con sigilo por allí. Pero ahora no era momento de actuar con cuidado. Ninguna de aquellas criaturas estaba bajo la amenaza de la condena de Belsamez, o de fallarle a su maestro, de modo que el mago humano se lanzó despavorido hacia su objetivo.

Estaba de suerte. Nada lo molestó, y en poco tiempo un gran entramado de la más profunda oscuridad se irguió frente a él. Se trataba del encantamiento que Dar'Tan había tejido para asegurar que ningún lanzador de conjuros hostil se deslizase al interior de la Fortaleza Sombría por aquella ruta, y era una barrera tan imponente que ni siquiera Kolvas podía atravesarla. Como exigían las circunstancias, volvió a deslizarse al mundo en que lunas y estrellas brillaban sobre su cabeza.

Se apresuró temerariamente sendero arriba, y cuando vio el primero de los puestos de los centinelas se preguntó si estaría haciendo el ridículo. Los orcos estaban vivos y todo parecía en calma. Probablemente Dar'Tan tenía razón, como casi siempre solía suceder. No importaba qué travesuras pudiera haber hecho Vladawen en los terrenos circundantes a la fortaleza; era imposible que pudiera llegar a entrar en la ciudadela en sí.

Sin embargo, después de haber llegado hasta allí, Kolvas no veía ningún motivo para no asegurarse. De hecho, su fastidioso nerviosismo le insistía en que así lo hiciera. Reveló la señal, y entonces dijo:

—Quiero hablar con vosotros.

El rollizo Spran se arrastró hasta el claro en el sendero.

—¿Sí?

—¿Han pasado por aquí esta noche unos extraños?

—Los primos del príncipe —asintió el orco.

—¿Quiénes?

—Venían de... esto... ¿Dier Darndle?

—Dier Drendal. Lo único es que no es de ahí de donde procede realmente el maestro. —Kolvas pensó entonces que empleando magia, o simplemente pinturas, Vladawen o cualquier otro elfo que se hubiera unido a su causa podría haberse hecho pasar por drendali. El Matatitanes había visto a suficientes de sus familiares de piel de ébano, moradores de las cavernas, como para imitar su aspecto—. Dime que no los dejaste pasar.

Spran pestañeó con sus ojos de cerdito.

—Conocían la contraseña, y traían prisioneros capturados en la batalla.

—Aún no hemos tomado ningún prisionero. Habéis cometido un error, y vais a venir todos conmigo para enmendarlo.

—¿Dejaremos el puesto sin vigilar?

—¡Así es! ¡Moveos, malditos!

Mientras se apresuraba hacia la ciudadela, Kolvas añadió a su séquito a todos y cada uno de los centinelas que encontró en su camino. Esperaba que no tuviera que necesitarlos, pero sus instintos le decían lo contrario. Aunque desafiaba el sentido común, sabía en lo más profundo de su ser que, cuando atravesara el desfiladero habitado por las sombras y llegara hasta la puerta, sería para descubrir que Vladawen ya se había colado en el interior de la Fortaleza.

Pero daba igual, casi lo prefería así. Eso iba a dar a Kolvas la oportunidad de combatir ventajosamente, en un terreno que conocía mejor que nadie.