51
Lilly se deslizaba de un oloroso pino al siguiente, aproximándose cada vez más, sin perder el sigilo, al orco de piel verdosa y rostro de jabalí cuando éste volvía la cabeza. Vladawen se había ofrecido a hacerla invisible para aquel cometido, pero ella le había respondido que se guardara el conjuro para cuando alguien pudiera llegar a necesitarlo verdaderamente. Para una asesina de su calibre no sería más complicado acercarse a hurtadillas a un centinela que para un experto sastre coser un botón.
Así fue, y el orco no llegó a ser consciente de que nada fuera mal hasta que Lilly le clavó el cuchillo en la espalda. La bestia empezó a derrumbarse y su asesina la agarró por su mugriento collar de pelo de oso y la posó suavemente sobre el suelo, para evitar que el ruido alertara a sus compañeros.
Cumplido su objetivo, Lilly podía mirar con libertad al otro lado de la colina, y además de poder contemplar los senderos que discurrían ladera arriba, tenía también una vista espléndida del campamento cobijado en la hondonada. Como bien podría haber anticipado la asesina, no había ningún tipo de agitación fuera de los cobertizos y las tiendas de piel. Los orcos solían rehuir la luz del sol.
Llegó a contabilizar diecisiete refugios de una u otra clase. Arbomad había dicho que no esperaba encontrar demasiados. En primavera, los clanes orcos se unían formando hordas de tamaño considerable, apropiadas para atacar caravanas y saquear asentamientos, pero al empezar el invierno se dispersaban en grupos de menor tamaño. En apariencia, eso les hacía más fácil buscar comida para sobrevivir. Con suerte, quizá hiciera también más fácil poner en práctica el plan de Vladawen.
Jadeando, Lilly asió el cadáver, lo arrastró hasta un hueco, lo dejó caer en su interior y arrojó nieve y ramas caídas sobre él. Si alguien venía en busca del guardia, bien podría limitarse a suponer que se había apartado de su puesto. Entonces la asesina se deslizó pendiente abajo, hasta donde sus compañeros la aguardaban. Muchos de ellos habían logrado ocultarse bastante bien, aunque en algunos casos no con tanta destreza como para poder engañar a sus expertos ojos.
—Maté a mi centinela —dijo Lilly mientras todos salían de sus escondites.
—Y yo al mío —dijo Jolo, con una tira de cecina de venado a medio comer en la mano.
—Entonces parece que estamos listos —dijo Vladawen—. En marcha.
Aunque subían a hurtadillas intentando mantener el sigilo, la compañía necesitó poco tiempo para alcanzar la cima de la colina y empezar a descender al otro lado. A partir de ese momento, cada paso que dieran haría más probable que un orco descubriera su marcha. No tardó mucho en suceder así. Una áspera voz dio la voz de alarma en la gutural lengua de aquellas criaturas y, armas en mano, los guerreros del campamento salieron con estrépito de las tiendas.
Los vigilantes y Khemaitas arrojaron al instante sobre ellos una lluvia de flechas. Ópalo y los maestros de runas lanzaron descargas de llamas y relámpagos. Al menos la mitad de los orcos perecieron, y entonces, profiriendo gritos de batalla, Vladawen, Lilly y los guerreros enanos encabezaron la carga contra los restantes.
Al acabar con su segundo orco, Lilly observó que el combate cuerpo a cuerpo estaba resultando ser tan letal como la descarga inicial de flechas. La expedición se había encontrado con peligros realmente considerables a lo largo de su caminata a través de las montañas, y había sufrido bajas en consecuencia. Aquella terrible experiencia había servido al menos para enseñar a los supervivientes a combatir todos juntos, y una horda relativamente reducida de orcos, cogida por sorpresa, no tenía muchas posibilidades frente a ellos.
Empuñando una cimitarra en una mano, y un escudo en la otra, un guerrero embistió a Lilly. Como muchos orcos, éste parecía tener predilección por los colores estridentes y desparejados, en aquel caso una mugrienta capa de motas de colores amarillo y púrpura. La asesina le lanzó una estocada al pecho. Su adversario detuvo el ataque con su escudo y contraatacó lanzando un tajo a la altura de la cabeza. Lilly dio un paso al frente para evitar el ataque y entonces ambos se enzarzaron, luchando por empujarse. De cerca, el guerrero apestaba como si nunca en su vida hubiera tomado un baño; y eso, teniendo en cuenta las costumbres de su raza, podía ser algo bastante posible.
—Háblame de Dar'Tan —dijo Lilly.
Para su sorpresa, el orco entendió sus palabras en humano y creyó conveniente responder.
—¡Dar'Tan es el príncipe de las montañas, y nosotros somos su pueblo! ¡Dar'Tan acabará con todos vosotros!
La asesina sonrió. Ella y sus compañeros creían haber averiguado ya la ubicación de la infame Fortaleza Sombría del elfo oscuro, pero, esculpida a partir de la roca viva en lo alto de una montaña, el diseño de la ciudadela era tan astuto que era complicado estar seguro. La afirmación del orco era la bienvenida confirmación de que, en efecto, Shan Thoz los había encaminado en la dirección correcta.
Lilly apoyó todo el peso de su cuerpo sobre sus pies, embistió con más fuerza y logró hacer retroceder al orco. La bestia era más grande y fuerte que ella, pero con todo la asesina era mejor guerrera, y su destreza marcaba la diferencia. Dispuesta a acabar con su adversario mientras éste aún estaba desequilibrado, se arrojó sobre él, pero entonces vio con el rabillo del ojo a una figura gris embistiéndola. Lilly se giró y titubeó.
Se trataba de un lobo, y por un instante casi se preguntó si era el espíritu guardián que la visitaba en sus sueños y meditaciones. Entonces la bestia extendió sus alas de murciélago y el sol de invierno se reflejó en las escamas que cubrían todo su cuerpo, bajo su cabeza peluda y en la cola de serpiente con el retorcido y afilado aguijón que la culminaba. En ese momento fue consciente de su equivocación. La bestia no era en absoluto su tótem, sino otro de los horrores que engendraban las Kelder, domesticado evidentemente por los orcos. La asesina se dispuso a defenderse de la criatura.
Al saltar, con un batir de sus alas alcanzó una altura muy superior a la que cualquier lobo pudiera lograr. De sus mandíbulas brotó una baba verde-amarillenta. Muy posiblemente su mordedura fuera venenosa.
Lilly se hizo a un lado y lanzó su espada contra su flanco. Aquel primer acierto no sirvió para acabar con el ser, e incluso antes que sus zarpas de sobredimensionadas garras pisaran el suelo, volteó su cola para ensartarla. La asesina se retiró de un salto, liberando la espada al hacerlo.
El lobo alado se preparó para una segunda embestida, esta vez colocándose para hacer más fuerza con sus garras. Lilly se dejó caer sobre una rodilla y le ensartó el vientre mientras la bestia sobrevolaba su cabeza. La espada provocó un gran tajo antes de liberarse, y cuando la criatura tocó el suelo ya tenía las tripas fuera. Entonces se agazapó sobre ellas, dispuesto a arrancar una nueva embestida, y en ese instante sus pies cedieron bajo su peso.
Lilly no se había olvidado del orco que había reconocido su lealtad a Dar'Tan, y por ello se giró para hacerle frente. No tenía duda de que debía estar lanzándose contra ella, pero no tuvo que molestarse en repelerlo con la espada. El estoque de Khemaitas, que flotaba combatiendo por sí solo dos pasos por delante de su dueño, entraba y salía de la garganta del asaltante.
Al fallecer la criatura, la asesina encontró un momento para mirar a su alrededor. En pocas palabras, ella y sus compañeros se imponían a sus rivales. Un chamán orco, con su vestimenta adornada por todos lados con pieles de serpientes, huesos y dedos y orejas momificadas, lanzaba un conjuro sobre Vladawen, aunque el encantamiento parecía no tener efecto. Y el elfo le dio muerte. Abex, el miembro de la Guardia de Piedra que se había sentido ofendido ante la afirmación de que los vigilantes eran más duros que los enanos, hizo ondear su hacha de batalla y de un tajo le cortó las piernas a su adversario. Gareth recogió una jabalina caída, la lanzó y derribó al enemigo que acosaba a Meerlah.
Cuando los orcos cayeron, las hembras y los más jóvenes salieron corriendo de sus escondrijos, ya fuera para huir o para combatir. Los atacantes acabaron con ellos fuera cuál fuera su intención. Finalmente, llegó el momento que Lilly más había temido. Al ser conscientes de que era imposible escapar, las criaturas supervivientes depusieron sus armas. Quizá esperasen que el bando victorioso los tomara como esclavos y, acobardados, no ofrecieron resistencia al continuar la masacre.
Gareth, por su parte, se mostró menos pasivo. Con un golpe de su espada larga arrancó el martillo de guerra del puño de un enano que estaba a punto de aplastarle el cráneo a uno de los prisioneros.
—¡Basta! —dijo el paladín—. Se han rendido y, de todas formas, los que quedan apenas son capaces de combatir.
El enano recogió su arma, con aspecto de estar lo suficientemente enojado como para empuñarla contra el joven que se la había arrebatado. Lilly se acercó corriendo al lugar del enfrentamiento.
—¡Tranquilizaos! —dijo—. Todos estamos en el mismo bando.
—Pues díselo a él —gruñó el enano, que finalmente acabó bajando el arma.
—No considero justo masacrar a prisioneros indefensos —dijo Gareth.
Khemaitas rondaba por el lugar, con el estoque en una mano y la espada larga en la otra.
—Lo siguiente que irás a decir es que lamentas haber lanzado el ataque contra la aldea.
—Bueno —dijo el desgarbado joven—, en realidad esas criaturas no nos habían hecho ningún daño.
—Es bien sabido que sí lo han hecho a cantidad de inocentes viajeros y a habitantes de los alrededores.
—Y sirven a Dar'Tan, archienemigo de Mithril —dijo Lilly—. Conseguí que uno de ellos lo admitiera.
—Está bien —dijo Gareth frunciendo el ceño—. Penséis lo que penséis, no soy reacio a matar orcos. He acabado con muchos de ellos desde que fui armado caballero. Sin embargo, esta gente no nos supera en número, y desde luego no estuvieron a nuestra altura en cuanto a magia. No había motivos para lanzarnos sobre ellos a hurtadillas. Podíamos haberles hecho frente en una pelea justa.
—Pero habríamos sufrido bajas —dijo Vladawen. Lilly volvió la vista y vio a su amado apostado a su espalda—. Y no podemos permitírnoslas. Aún nos quedan batallas que combatir, y no tenemos forma alguna de reemplazar a los heridos.
—Es posible que tengas razón —concedió Gareth—. Pero igualmente eso sigue sin justificar la masacre de prisioneros.
—No podemos traerlos con nosotros porque nos ralentizarían la marcha, y no podemos dejarlos por temor a que pongan en peligro nuestro anonimato. ¿Qué sugieres que hagamos?
—Pues al menos perdonar la vida a los que son demasiado jóvenes para comprender lo que ha ocurrido o para explicárselo a nadie.
—Eso no sería ningún favor —dijo el enano del martillo—. No sabemos si habrá alguien que pueda encontrarlos a tiempo para evitar que mueran de hambre o frío. Además, suponiendo que alguien lo hiciera, ninguna familia orea va a adoptarlos y a compartir con ellos su comida, no en esta región y en esta época del año. Todo lo contrario. Aquellos que los encuentren los matarán y se los comerán.
Gareth parecía seguir queriendo discutir, pero no supo por dónde continuar.
—Son orcos —dijo Lilly—, todos y cada uno de ellos son enemigos de las razas divinas; si no hoy, sin duda lo serán mañana.
—Hubo un tiempo —dijo el paladín— en que algunos orcos de Lede vivieron en paz con Mithril. Podrían aprender a comportarse de nuevo. He escuchado a clérigos de Corian decir que esas criaturas tienen alma, como nosotros.
—Y tienen razón —dijo Vladawen—, pero no importa. Tenemos una estrategia. Necesitamos seguir adelante con ella para impedir un desastre que arruinaría el mundo entero hasta el fin de los tiempos. Sabías que iba a ser una empresa brutal, y si no, debías haberlo imaginado.
—Cuando tengamos oportunidad rezaré a Corian para pedir perdón. Quien quiera unirse a mí será bienvenido —dijo Gareth con cara avinagrada.
—Perdonaremos a los orcos más jóvenes —dijo Vladawen—, aunque coincido en que es muy probable que no vaya a resultar clemente. Ahora, acabemos con esto y larguémonos de aquí.