14
Mientras Lillatu y Vladawen subían dando tumbos las escaleras, dejaban tras de sí un reguero de gotas de sangre y agua. Las primeras parecían pertenecer al elfo. La herida en su espalda aún sangraba, y se preguntaba si el responsable sería algún perverso encantamiento del estoque de Khemaitas.
Tras toquetear el pomo de la puerta del dormitorio, y comprobar que ésta no se abría, se dio cuenta de algo más. El cuarto estaba cerrado, y la llave que le había dado el posadero estaba en el fondo del puerto, junto a su cinto y su morral.
Vladawen estampó la base de su mano contra el panel de la puerta. Ésta se abrió con estrépito; el elfo aún tenía fuerza para poder hacer algo así, pero la violencia del golpe hizo que un nuevo latigazo de dolor le recorriera la espalda. Empezó a tambalearse y Lillatu, gruñendo de dolor, lo cogió para impedir que se cayera.
Ambos entraron haciendo eses en el destartalado y minúsculo cuartucho y se derrumbaron sobre la cama medio vencida, que estuvo a punto de romperse bajo su peso. Una vez así, se limitaron a quedarse despatarrados hasta recuperar el aliento. A Vladawen se le había quedado atrapado el estoque de plata de forma incómoda bajo uno de sus muslos, pero no tenía energías suficientes para moverlo.
—Necesitamos mandar a alguien a buscar a un sanador —resopló por fin Lillatu.
—No —dijo Vladawen—, no debemos aventurarnos tanto. Muy posiblemente, el enemigo nos estará buscando ahora mismo. Deberemos ser nosotros mismos quienes salgamos a buscar ayuda.
La asesina frunció el ceño.
—¿Pero vas a ser capaz de dar un solo paso más?
—Tendré que serlo. Rasga las sábanas y prepárame un vendaje, quizá eso haga que pierda menos sangre.
—No hay problema con eso, pero ¿adonde iremos? Conozco por encima las calles de Mithril, pero aun así... —Lillatu hizo un amago de escupir—. El que hayan estado a punto de arrancarme el corazón me ha dejado aturdida, pues había olvidado que podemos tener la respuesta a cualquier pregunta que queramos hacer.
—Y principalmente ése es el motivo que nos ha hecho arriesgarnos a venir de vuelta hasta aquí. —El elfo bajó de la cama y buscó a tientas en el suelo, bajo ella. La musa eslareciana y una bolsa de joyas y monedas estaban aún donde él las había escondido, envueltas en los conjuros de invisibilidad que había lanzado sobre ellos.
Lo arrastró todo hasta sacarlo. En circunstancias normales, ni siquiera se percataba de la pesadez de la escultura de piedra preciosa de color gris-oscuro; normalmente sólo la encontraba algo incómoda de llevar por su tamaño, pero ahora sentía que era lo suficientemente pesada como para hacerle apretar los dientes mientras la levantaba hasta su regazo.
Tras farfullar una palabra de poder y ejercitar un tembloroso pase místico, el elfo volvió a hacer visible a la musa.
—Despierta —dijo.
Los ojos de aquel busto, los mismos ojos de color negro y plata que a Vladawen tanto le disgustaba verse en el espejo, se abrieron de par en par. Los orbes inspeccionaron a su señor y a Lillatu, y entonces lanzaron una mirada lasciva.
—Debo interpretar —dijo la talla— que las cosas no han discurrido según lo planeado.
—Buscamos cura —dijo Vladawen—. Y en un lugar en el que los agentes de Belsamez y Dar'Tan no puedan encontrarnos.
—Entonces quizá deberíais acudir a los reputados clérigos de Corian.
—No debemos arriesgarnos a desvelar nuestra presencia a las autoridades locales. No podemos confiar en que nos permitan seguir adelante con nuestra misión.
—Pero —dijo Lillatu— debe haber alguien en Barrio Tormenta que pueda sanarnos a cambio de unas monedas, sin hacer ninguna pregunta. Suele haber ese tipo de personas en esta clase de distritos.
—Es posible —dijo la musa— que de ser así podáis encontrar a esa persona por vosotros mismos, dado que sabéis tanto sobre este asunto.
—¡Maldita sea! —espetó la asesina—. Es posible que pueda estar muriéndome, que haya estado a punto de quedarme sin corazón, pero aún tengo fuerza para abrir esa contraventana y lanzarte por ella. Será un buen golpe. Hay unos buenos adoquines ahí abajo.
—Probad a ver qué pasa. Puede que os entre vértigo, os tropecéis y caigáis detrás de mí. Así comprobaremos qué es más resistente, si mi piedra o vuestros huesos.
—¡Ya basta! —espetó Vladawen. Enfurecerse hacía que las heridas le dolieran aun más—. Creo que ya te di órdenes de respetar a mis compañeros.
La musa entornó sus ojos.
—Como deseéis, hermano, como deseéis.
—Ahora responde a la pregunta que te formulé, como te obliga tu naturaleza.
—Lo haré gustosamente. Mi consejo es que visitéis a un apotecario llamado Daz. Vive a cuatro calles de aquí. Puedo guiaros, si lo deseáis.
—Así lo haremos —dijo Vladawen mientras procedía a quitarse el fajín, el pellejo de piel de cuello alto y la camisa de seda, bufando de dolor cuando el tejido rozó sus heridas. Entonces se colocó a la musa bajo el brazo y luchó por ponerse en pie.
La habitación giró a su alrededor y el elfo cayó de rodillas al suelo. La escultura se le escapó de las manos y rodó por el suelo de la estancia. Desde la habitación de aliado se escuchó un somnoliento quejido de protesta por aquel jaleo.
—¿Qué ocurre? —preguntó Lillatu, apoyándose a tientas en el hombro de Vladawen.
—No estoy seguro —gruño éste, y así era en realidad. Había dejado de sentir el dolor agudo o la debilidad que lo habían aquejado tan sólo un instante antes, pero ahora su mente y su voluntad parecían haberse separado de su cuerpo, como si fueran a cobrar vida propia. Aquella sensación le recordaba a los momentos de más profunda meditación, o al instante inicial de un viaje astral, pero no era ninguna de esas cosas. Era un proceso que escapaba a su control. Aquello le hacía sentirse aturdido, y le provocaba un malestar indefinible. Respiró profundamente varias veces hasta que la sensación se desvaneció y por fin pudo levantar la cabeza—. Ya estoy bien.
—¿Qué te pasaba? —preguntó Lillatu.
—Imagino que locura transitoria. Mientras nadábamos, llegué a preguntarme si la sangre de Kadum podría afectarnos. Esperemos que este tal Daz pueda extraernos el veneno con sus curas.
Vladawen alargó la mano para coger la musa. Al levantarla, vio que mostraba una expresión de irritación que difería bastante de sus habituales sonrisitas y muecas desdeñosas. No se interesaba más por sus sentimientos de lo que ella lo hacía por los suyos, así que supuso que sencillamente no le debía gustar rodar por el suelo, y dejó de pensar en ello.