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Cuando Vladawen encontró por fin a Kadum, su primer pensamiento fue bastante sencillo: había olvidado lo enormes que eran los titanes.
Si eso era posible, Kadum parecía ser aún más grande que el propio Chern, una colosal figura verde y negra encadenada a una roca gigantesca. Tenía en el pecho una enorme hendidura, la herida dejada cuando Belsamez le arrancó el corazón, y la sangre manaba de ella de forma incesante, formando una nube de sustancia rojiza.
A pesar de las cadenas que lo sujetaban y de la herida aparentemente letal que presentaba, Vladawen dudaba que cualquier persona pudiera mirar a aquel titán y seguir impertérrito. Aun en su calamitosa situación irradiaba fuerza y malignidad, y aunque el elfo llevaba ya sumergiéndose en su búsqueda desde hacía nueve días, habiendo derrotado en el proceso a media docena de estrafalarias criaturas marinas, aún necesitaba hacer uso de su férrea voluntad para continuar el descenso hasta alcanzar al titán.
Al aproximarse lo suficiente, distinguió las incrustaciones de coral en la cola bífida y en las escamosas extremidades del Sacudemontañas, y las anémonas y otras pequeñas criaturas que moraban en los pliegues de su piel. Vladawen sólo podía suponer que siendo éstas tan pequeñas y el Sangrante tan enorme, no debían de ser conscientes de su verdadera naturaleza. De no ser así, incluso el más tonto de los animales, hasta un vegetal, no osaría a acercarse a él.
El elfo flotaba frente al semblante de Kadum como un mosquito que volara frente a la nariz de una persona cualquiera. El Padre de los Monstruos poseía unos rasgos en cierto modo propios de reptiles, incluidas unas fauces de enormes colmillos que Vladawen recordaba bramando enrabietadas o riendo con alborozo. Ahora estaban cerradas, y los colmillos de marfil estaban ocultos al fin. Los ojos bajo las huesudas protuberancias de sus cejas brillaban con la intensa blancura propia de una perla.
—¡Hola, Sacudemontañas! —dijo Vladawen. El agua hacía que su voz sonara extraña y distorsionada en sus oídos, pero debía bastar para empezar una conversación. Después de eso, si para Kadum era difícil comprenderlo o, por el contrario, lo encontraba desagradable, probablemente podría comunicarse con su visitante a través de la mente.
Sin embargo, por el momento no parecía ser consciente del saludo que le dirigía.
—¡Kadum! —gritó Vladawen con toda la fuerza que pudo reunir. El gigante siguió sin inmutarse.
Vladawen frunció el ceño. ¿Pasaría los años el titán tullido en una absoluta inconsciencia? De ser así, ¿cómo harían los dementes druidas que se suponía que solían comunicarse con él para despertarlo? Puede que tuvieran algún ritual, una información clave que la musa eslareciana había ocultado con maldad cuando él, como su poseedor, no le había formulado la pregunta apropiada.
Fuera como fuese, Vladawen suponía que iba a tener que intentar algo menos refinado. Después de todo, había estado en el bando de los enemigos de los titanes, no formando parte de las filas de sus adoradores. Aunque ningún ser inferior a ellos podía quedarse mirándolos sin sobrecogerse, paradójicamente, el contemplar a Kadum en su estado mutilado, encadenado e inmóvil, más que atenuar hacía más intenso ese sentimiento. Por ello, impelido por una emoción de impiedad y también inquietud, el elfo desenvainó su estoque y nadó hacia el semblante del Sacudemontañas.
Entonces algo cambió en los ojos de Kadum. Vladawen era incapaz de determinar exactamente qué. Quizá fuese una sombra agitándose en lo profundo de aquella blancura. Intentó retroceder dando patadas al agua, y una punzada de fuerza semejante al golpe de un martillo de guerra arremetió contra su psique. Durante un instante se convulsionó agonizando, y entonces:
Fue un niño pequeño adormilado, luchando por mantenerse despierto lo suficiente para escuchar el final de la canción de cuna que le cantaba su madre.
Fue un novicio que se entregaba a Jandaveos, con el aire oliendo a incienso y cientos de velas brillando en la penumbra.
Tejió flores silvestres en una guirnalda para entregarla a la doncella que esperaba desposar.
Su maestro de esgrima volvió a corregir su postura, y él se preguntó cómo podía ser tan complicado hacer que su pie derecho apuntara hacia al frente, y mantenerlo en esa posición.
Cabalgó a casa regresando de la guerra con los eslarecianos, triunfante y aún perplejo por el fin que habían encontrado sus adversarios.
Estuvo sentado con las piernas cruzadas sobre un frío suelo de baldosas, meditando, buscando en su interior el nombre sagrado que era incapaz de recordar. Cada poco, la gente se presentaba ante él para molestarlo, instándolo a beber, comer o dormir, y él los ignoraba tanto como podía.
Fue consciente de que llevaba años sin poner un pie en el exterior del ruinoso y abandonado templo que habitaba, y se preguntó, sin preocuparse demasiado, si estaría volviéndose loco.
Él y Lillatu estuvieron solos, y ella le concedió por ello la sonrisa más dulce que el resto del mundo pudiera llegar a ver jamás.
Vladawen revivió todas estas experiencias y otras innumerables, todas al unísono. Una parte de él comprendió que eran recuerdos, tanto como fue consciente de que la mente finita y lineal de un elfo no debía funcionar de aquel modo. Pudo sentir los elementos de percepción y raciocinio pulverizándose y desmenuzándose.
Por fin la experiencia vio su final, aunque sentía en su cráneo retumbar un eco silencioso. Vagamente, se dio cuenta de que había perdido el conocimiento. Miró a un lado a otro, y el terror que sintió lo desperezó del todo.
Kadum había abierto sus enormes fauces serpenteantes, sus dientes eran largos como la altura de un elfo, y Vladawen estuvo a punto de caer absorbido en ellas. Intentó alejarse a nado, a la desesperada. El elfo sentía como lo perseguía la rugiente risa de la Gran Bestia.
—Se dice —dijo Kadum— que mataste a Chern deslizándote por su garganta. Pensé que quizá querrías probar el mismo truco conmigo.
Vladawen tomó aliento para intentar calmarse.
—Me alivia escuchar vuestra voz. Temí que no quisierais hablarme.
—Sueño bastante a menudo —dijo el gigante—, no tengo muchas otras cosas que hacer. Sin embargo, quizá ahora llame a la Reina Ran, que mora en el borde de este abismo. Si lo deseara, ella y sus vasallos se arrojarían sobre ti para devorar hasta el último de tus huesos, y despedazarían tu buque.
—Lo que ocurre —apuntó Vladawen— es que nuestra guerra ha terminado.
—Eso nunca, «Matatitanes». Yo no dejo de recordar, ni de odiar. No le tenía cariño a Chern, pero cuando lo mataste cambiaste el devenir de los acontecimientos.
—Es posible, pero no tuvo relación alguna con vuestra propia perdición. Belsamez os derrocó con sus engaños, eso fue todo. Desvalijasteis mis recuerdos. ¿Entendéis ahora el motivo de mi visita?
—Jandaveos regresará de entre los muertos. Tú deseas que lo haga de forma amistosa, tus enemigos lo quieren despiadado. En lo que a mí respecta, no veo diferencia alguna. Odio por igual a toda nuestra amotinada progenie, ya sea oscura o luminosa.
—¿Es eso cierto, u odiáis a la Asesina más amargamente que al resto? Ella se ha situado en mi contra, y si me ayudáis a desbaratar sus planes, en cierto modo podréis cobraros venganza.
—Una ínfima venganza.
—¿Y no es eso mejor que nada? Si yo prevalezco, contaré a todos cómo lo conseguí. El mundo conocerá que, incluso en su prisión, el poderoso Kadum aún posee el poder de derrotar a los dioses.
El Que Permanece a menudo había hecho referencia a la vanidad del Sacudemontañas, y Vladawen suponía que no tenía nada que perder intentando apelar a la misma. Muchos podrían considerar insensato dedicar ostensibles halagos a uno de los poderes primordiales del cosmos, pero el clérigo siempre había juzgado que los titanes, a pesar de todas sus milagrosas aptitudes, no poseían un raciocinio especialmente brillante o sofisticado. Su fuerza era tal que no lo necesitaban.
Considerando las palabras de su interlocutor, Kadum guardó un largo silencio, hasta que Vladawen llegó a preguntarse si sencillamente habría vuelto a entrar en trance. Finalmente, el Padre de los Monstruos gruñó:
—Quizá odie a Belsamez más de lo que pueda detestar a un insignificante elfo. Desde luego no encontraría dificultad alguna en enseñarte el saber que anhelas. Pero tendrás que darme algo a cambio.
—Lo que sea —dijo Vladawen.
Aunque, al escuchar el precio establecido por el titán, se sintió desfallecer.