46
Lanza en mano, Gareth fijó su vista en las olas color carmesí. Sabía que, si algo atacaba a Vladawen mientras éste estaba en el agua, era bastante improbable que cualquiera a bordo del Doncella Fantasma pudiera hacer algo para ayudarlo. Con todo, suponía que un paladín debía estar preparado, aunque fuera sólo por si acaso.
De repente, la cabeza del elfo irrumpió en la superficie. Gareth, nada más ver su expresión, más sombría que simplemente disgustada, se hizo una idea de lo que había ocurrido. Contuvo su impaciencia hasta ayudar a Vladawen a trepar a la cubierta, y entonces no pudo reprimir por más tiempo la pregunta.
—¿Lo encontraste, no es así?
—Sí —respondió el Matatitanes.
Aunque había dispuesto de semanas para ir acostumbrándose a la idea, Gareth se sintió igualmente atónito ante el pensamiento de que el Sacudemontañas yaciera encadenado justo bajo sus pies. Por supuesto, siempre había sabido que Kadum, el más poderoso de los titanes, destructor de ciudades, protagonista de las más horripilantes historias, aún moraba en el fondo del océano, pero quizá una parte de él nunca hubiera acabado de creerlo. Se preguntaba si cabría la posibilidad de tragarse una poción para respirar en el agua, zambullirse y contemplar aquella maravilla por sí mismo.
—¿Qué aspecto tenía? —preguntó.
—Era grande. —Vladawen se giró hacia Khemaitas—. ¿Has oído hablar alguna vez de la Reina Ran?
—Ya he oído ese nombre antes —contestó el capitán—. No sé exactamente qué se supone que es, pero muchos de los que navegan por el Mar Sangriento dicen que dirige una horda de brujas marinas, hombres tiburón y krakens.
—Afortunadamente, imagino, no me he acercado lo suficiente para verla por mí mismo, pero me dijo que su guarida yace en el borde del mismo abismo en el que hallé a Kadum. Sugiero que estéis listos para partir en cuanto vuelva a subir a cubierta.
—¿Tienes que volver a sumergirte? —preguntó Lilly.
—Sí —dijo Vladawen apartándose el pelo mojado y teñido de rojo que le tapaba los ojos—. El Sacudemontañas me mostrará lo que necesito saber, pero antes debo pagar un precio.
La asesina se puso tensa.
—¿Cómo? ¿Es que quiere que le entregues su alma?
El clérigo sonrió con amargura.
—Es aún peor. —Entonces se giró hacia Ópalo—. Amiga mía, cuando te entregué el cuerno de dragón mi intención fue la de que pudieras quedártelo para siempre. Nadie merece más ese tesoro, o puede ser más proclive a utilizarlo de forma apropiada. Sin embargo, me temo que debo pedirte que me lo devuelvas.
La maga alargó el bastón que sostenía, que de repente se convirtió en un refulgente y brillante cuerno. El encantamiento de Numadaya había ido perdiendo fuerza últimamente, y la figura del cuerno había ido apareciendo entre parpadeos de ilusión y realidad.
—Tómalo y no te preocupes. Ya te lo dije desde el principio, es demasiado grandioso para alguien como yo.
—Gracias —dijo Vladawen en respuesta—. Si salimos de ésta con vida, encontraré un modo de agradecértelo. —Entonces fue hacia el barril del agua—. Dejadme beber un trago y volveré ahí abajo.
—¡No! —gritó Gareth—. No puedes.
—Es la única forma —dijo Vladawen con un suspiro.
—Pero dijiste —insistió el paladín— que el artefacto incrementa el poder de un conjurador de acuerdo con el potencial que éste tiene. Con Jandaveos fuera de este mundo no te queda demasiada magia, de modo que el cuerno sólo te hace un poco más fuerte. Ópalo es una maga consumada, y por ello el artefacto incrementa su magia de forma considerable. De ser esto cierto, ¿qué no hará con un titán?
—Lo desconozco.
—¿Y si le hace crecer un nuevo corazón? ¿O rompe sus cadenas?
—No creo que tenga tanto poder. Espero que no.
—Pero podría ser. Tú eres el Matatitanes. Paraste los pies a los mismísimos dioses, nadie hizo más por poner freno a su poder. ¿Cómo puedes siquiera considerar ahora hacer algo que servirá para hacerlos regresar?
—¿Y por qué no iba a hacerlo? No hay muchas opciones más. Escucha, como yo lo veo, si entrego el talismán es posible que provoque daño algún día, pero también puede ser que no. Al contrario, sabemos con absoluta certeza que, si no aceptamos las condiciones de Kadum, antes que acabe el invierno Jandaveos se alzará como príncipe del mal, condenando a mi pueblo a la extinción y a tu ciudad al desastre bajo los pies de su peor enemigo. Debemos concentrarnos en matar al dragón que ahora mismo abre sus fauces para engullirnos, y dejar para mañana la sierpe que pueda venir en un futuro.
—De acuerdo, pero no me gusta nada. —Gareth se dio la vuelta y se alejó. Esperaba parecer simplemente enfurruñado. En realidad pensaba con frenesí.
Incluso después de las semanas que llevaba a bordo del Doncella, sabía relativamente poco acerca de los elfos abandonados. A pesar de ello, simpatizaba con su situación, tanto como odiaba pensar en hacer algo que sirviera para ayudar al infame Dar'Tan a subyugar la ciudad que había jurado proteger.
Los titanes habían exterminado a miles de razas sólo porque las encontraban aburridas, y no había muchos que dudaran que, de no haber encontrado oposición, podrían haber acabado destruyendo también hasta al último de los humanos, elfos, enanos y medianos. Seguramente los nobles fines de Vladawen no servían para justificar el auxilio y socorro de un enemigo semejante.
Por el sol y las estrellas, el propio Corian, empleando el colosal gólem que aún permanecía en la Ciudad Templo, había ayudado a aprisionar a Kadum después que Belsamez lo derribara. ¿Cómo podía uno de los campeones del Vengador quedarse sin hacer nada mientras un insensato se esforzaba por deshacer el trabajo de su dios?
Gareth era incapaz de permanecer impasible. Estaba seguro de que la razón por la que su deidad lo había inspirado a unirse a aquel viaje era para impedir esa farsa. La pregunta era, ¿cómo?
Vladawen ya había demostrado que era capaz de derrotar a Gareth en un duelo, e incluso aunque no fuera el caso, el paladín era superado ampliamente en número, pues no había duda de que todos a bordo se pondrían del lado del Matatitanes. A primera vista, parecía que el campeón del Vengador tenía las manos atadas.
O quizá no. Aunque prefería con mucho enfrentarse a sus enemigos espada contra espada, como cualquier caballero haría, una de las primeras cosas que había descubierto en su vida, mientras pescaba peces como arponero en el puerto de Mithril, era que tenía un don natural arrojando la lanza. Si se giraba de repente, cogiendo a todos por sorpresa, quizá tendría una oportunidad de ensartarle al Matatitanes el cuello con su lanza, allí donde la armadura de conchas de mar no lo protegía. Entonces podría coger el cuerno de cristal y despedazarlo con su espada larga, acabando con el poder de aquel artefacto para siempre. Después, el resto de los elfos abandonados querrían tomar represalias, pero no había ningún paladín que viviera sin esperar el martirio.
Esforzándose por no hacerlo evidente, asió la empuñadura de la lanza para arrojarla, mientras se aseguraba a sí mismo que no estaba actuando de forma deshonrosa. El mismísimo Barconius, el más grande paladín que había conocido nunca Mithril, había recurrido en ocasiones al engaño y las emboscadas cuando las circunstancias más abrumadoras hacían imposible un desafío de caballeros o un ataque frontal. Gareth se esforzaba por no recordar cuando había luchado hombro con hombro con Vladawen, o la camaradería que había compartido con sus compañeros de la tripulación en aquellas pasadas semanas. Era cierto que seguía sintiéndose como un extraño allí, pero también debía reconocer que era por culpa de su propia naturaleza, y nada más. La tripulación, el Matatitanes, Ópalo, incluso Lilly se habían esforzado por ser realmente amistosos con él.
Maldita sea, debía dejar de pensar y actuar, ahora que aún podía hacerlo.
Se giro y arrojó la lanza con tanta fuerza y determinación como nunca antes había encontrado en su vida. El arma sobrevoló la barandilla del barco y voló hacia el mar escarlata.
La tripulación entera del barco gritó sorprendida. Muchos echaron a correr para ver qué amenaza podía haber provocado aquella reacción en Gareth.
Vladawen, no obstante, entendió bien lo que ocurría. Volvió a colocar el cazo de peltre del agua y fue caminando hasta el joven que acababa de intentar matarlo.
—Gracias por contenerte —murmuró.
—No sé por qué lo hice —dijo Gareth—. Tenía la cabeza hecha un lío. No tenía miedo a lo que los demás pudieran hacerme. Cuando llegó el momento, solo... me pasé en el giro.
—Puede que Corian te guiara.
—Me gustaría poder saberlo con certeza. —Por un momento, odió al elfo por llevarlo por los grises e inseguros caminos por los que ahora serpenteaba, sin importar que hubiera sido él quien eligiera embarcarse en ellos—. Asegurémonos de matar al dragón que hoy nos amenaza.