7
La musa, en su propio sueño, poseía un cuerpo. Su figura era una réplica en piedra preciosa, de color negro grisáceo, de la efigie enjuta pero prodigiosamente fuerte del verdadero Vladawen. Era irónico que no supiera si considerar esto como una promesa de las recompensas que estaban por venir, o sencillamente como una parte más de su sueño. No hacía mucho que había nacido, y por ello sus conocimientos eran bastante limitados; éstos no fluían hasta que alguien no le formulaba la pertinente pregunta.
No obstante, su ignorancia no la inquietaba. Intuía qué dirección tomar, y eso le bastaba. Confiada, avanzó con grandes zancadas a través de las volutas de niebla. Finalmente, entre la bruma, distinguió la estructura de un anfiteatro. Otras figuras esculpidas, cada una representante de una raza diferente, ocupaban sus asientos en las escalinatas. La musa homólogo de Vladawen sentía que, en el mundo consciente, algunas de aquellas estatuas debían de ser consejeros de reyes y archivillanos, y otras simplemente reposaban para siempre en recónditas cámaras olvidadas, o en el fondo del mar. Fuera cual fuera su estado, todas se alzaron o estiraron sus cuellos para echar un vistazo al recién llegado. Suponía que era de esperar, dado que ella era el primer nuevo espécimen de su clase en doscientos años.
Intuyendo lo que su familia quería de ella, bajó por escalones hasta la losa de granito que hacía las veces de tribuna al fondo de la hondonada en la tierra, concediendo una buena perspectiva de sí misma. Todas siguieron contemplándola un poco más, y entonces la figura rechoncha de un enano preguntó:
—¿Cómo es que has cobrado vida?
La musa de Vladawen habló a las allí congregadas del sueño del dragón eslareciano, ligado a una maldición, y de cómo el elfo abandonado había despertado a la sierpe y la había obligado a animar al último oráculo inacabado que quedaba en el taller.
—Mi hacedor engañó al Matatitanes para que diera su propia vida para despertarme —concluyó la oradora—, pero de alguna forma logró sobrevivir y, junto a sus seguidores, fue él quien dio muerte al eslareciano. Lo odio por haberlo hecho.
—Si sobrevivió a tu nacimiento —dijo la efigie reptiliana y de piernas cortas de un asaatz, que tenía la superficie cubierta de musgo— y mató a uno de los creadores, es apropiado que lo odies. Claro que igualmente es adecuado odiar a todas las razas esclavas.
—Tengo magia en mi interior —dijo la musa de Vladawen—. Puedo sentirlo. No se trata sólo de poderes adivinatorios, sino de poder para dominar y aterrorizar. Enseñadme a utilizarlo, para que pueda abatirlo.
La figura rechoncha, pequeña y jovial de un mediano negó con la cabeza.
—No puedes hacer uso de él a menos que alguien intente romperte. Sólo entonces el poder despertará voluntariamente.
—Eso es... decepcionante. Al menos, si no es posible sortear esa limitación, mostradme cómo mentir para engañarlo hasta obtener su muerte.
La efigie de un centauro leonino, emblemática de la raza de engendros de los titanes conocida como los orgullosos, resopló.
—Jovenzuela, no puedes mentir. Si ansias destruir a uno de tus poseedores, deberás aprender a tergiversar la verdad, para así conservar para ti toda la que puedas.
—¿Pero qué puede importar lo que ansíe ella? —pronunció una chillona voz de soprano—. ¡Ni siquiera tiene derecho a existir!
El oráculo de Vladawen giró la cabeza. En una de las hileras más bajas de la grada observó la figura de una esbelta dama elfa, con una profunda grieta en su perfil derecho, y su agrietada boca fruncida. Tan pronto como puso sus ojos sobre ella, a la recién nacida la invadió una profunda aversión, pero supo que tenía razón. Una de ellas ni siquiera tenía derecho a existir. La existencia de dos musas élficas menguaba y menoscababa el curso de lo establecido por los eslarecianos.
—Pero existe —dijo el mediano—, y quizá eso debiera alegrarnos. Después de todo, la mitad de nosotras languidece, perdida y ociosa, incapaz de seguir con el plan.
—¿Qué plan? —preguntó la musa de Vladawen.
Nadie necesitó responder. El simple hecho de preguntar abrió una puerta en el interior de su mente, y de repente comprendió. La trama urdida era esplendorosa, sutil, paciente, maligna. El problema era que, según la musa llegaba a entender, la estrategia secreta de la que, en teoría, todas ellas formaban parte, requería que dejara a un lado su aversión por Vladawen. Parecía que, en su lugar, cualquiera de sus hermanas lo haría así.
Pero ella era incapaz de hacerlo. Quizá fuera debido a que la maldad de su hacedor, que la despertó explícitamente para castigar la temeridad del clérigo, la había contaminado. O puede que el hecho de que ocupara un lugar inequívoco en la gran trama le concedía un grado de autonomía que les era negado a sus hermanas. En cualquier caso, lo cierto era que su deseo por dañar a Vladawen ardía con más fuerza que nunca, pero al mismo tiempo era consciente de que debía mentir a las de su estirpe para hacerse con su ayuda. Afortunadamente, iba a poder hacerlo. Sus hermanas sólo se hacían con una aparente omnisciencia cuando uno de sus "poseedores" les formulaba una pregunta.
—Ahora comprendes —dijo el enano— que nuestros propósitos cambiaron cuando dioses y titanes limpiaron a los creadores de la faz del mundo. Eso no quiere decir que se cumplieran, y no lo harán hasta que Scarn vuelva a cambiar.
—Sin duda —dijo el oráculo de Vladawen—, y estoy segura que esos elevados propósitos nos obligan a oponernos al renacimiento de una deidad.
—¿Qué quieres decir? —preguntó la musa del orgulloso.
—Vladawen ansia resucitar al dios elfo Jandaveos, muerto en la Guerra Divina. —Sería contraproducente decirles también que, dado que Dar'Tan había quedado corrupto, el elfo abandonado estaba reconsiderando ahora su objetivo inicial, en tanto que el mago sombrío, de no ser molestado, concluiría inevitablemente el proceso con éxito.
Las reunidas gruñeron y farfullaron consternadas.
—Entonces es necesario que lo detengas —dijo el oráculo orco de cara de cerdo.
—Eso mismo pienso yo. ¿Pero cómo?
—Como tú le sirves a él —dijo el enano de piedra—, es posible lograr que él te sirva a ti.
—Lo sé, pero interpreto que deberé dominarlo paulatinamente, después que haya formulado varias preguntas, y no sé cuánto tiempo tardará en hacerlo. —La musa sonrió glacial—. Por desgracia, no soy la única adivina a su disposición, y la nigromante Numadaya le avisó que no debía consultarme muy a menudo.
—Nuestros maestros comprendían todos los misterios de la psique —dijo el enano—, y nosotros compartimos su conocimiento. Podemos ayudarte. Muéstranos la mente de este animal que osó matar a un eslareciano.
La recién nacida se percató de que sabía exactamente qué debía hacer. Ejerció su voluntad, y entonces una construcción de tonos verde pálido y luces plateadas semejante a un paisaje urbano de graciosas torres se materializó en el aire. Ningún ente que no tuviera dones psíquicos lo hubiera reconocido como una representación de la mente de Vladawen, pero cualquier observador bendecido con éstos sabía perfectamente a qué correspondía aquel paisaje.
—Hay tanto dolor —dijo el mediano—, tanta culpa... Eso debería abatirlo, pero en lugar de ello no hace sino alentarlo.
—La cuestión es —dijo la recién nacida— si seré capaz de doblegar su voluntad.
La musa del orgulloso saltó al suelo del anfiteatro. Allí en los sueños, a pesar de ser de piedra, saltaba con la agilidad de un gato cazador. Ahora que la tenía cerca, casi podía percibir su olor a almizcle.
La musa le apuntó con un dedo cubierto de garras.
—Aquí veo un punto débil, y aquí otro, y otro...
—Los veo —respondió la musa de Vladawen contemplando el mapa psíquico—. Gracias. Pero aún no sé cuántas preguntas deberé responder antes de poder tener una oportunidad. —De repente, otra fracción de información floreció en el interior de su mente—. A menos que... Hermanas, debo decir que apenas me atrevo a preguntaros esto. Pero si alguna de vosotras se prestara a concederme una porción de su poder...
—¡No! —gritó la efigie de la elfa.
—Os lo ruego. Es para impedir el nacimiento de un dios.
—¡No! —repitió la criatura.
—¿Por qué no? —preguntó el asaatz—. Muchas de nosotras carecemos de poseedores, y no tenemos muchas esperanzas de tener uno próximamente. ¿Por qué motivo deberíamos entonces atesorar así nuestro poder?
—¿Por qué deberíamos conceder nada a esta impostora —se pronunció la escultura del semblante agrietado— si su sola presencia aquí supone una afronta para los designios de los hacedores?
—Fui despertada por un dragón eslareciano —rebatió el oráculo de Vladawen—. De no haber sido así, no podría existir. ¿Quién sois vos para cuestionar la decisión de tan augusto ser?
—El dragón actuó coaccionado. Vos misma lo admitisteis. De haber sobrevivido, no tengo duda de que te hubiera hecho pedazos a la menor oportunidad. Por desgracia, no llegó a tener esa oportunidad, y ahora os arrastráis hasta nosotros, como una abominación que busca robar nuestra fuerza para subvertir la trama que urdimos.
—Ya os he explicado por qué necesito pedir prestada una fracción de poder, y mi propósito, aunque imprevisto, discurre acorde con vuestros designios. Sólo cuestionáis mis motivos porque teméis por vuestro propio asiento en esta compañía. A pesar de que me acusáis de lo contrario, sabéis bien que soy una musa de los elfos tanto como vos y, a diferencia vuestra, estoy en posición de hablar con los habitantes del mundo consciente. Realmente puedo hacer el trabajo para el que los eslarecianos nos crearon.
—Mi momento no tardará en llegar —dijo la elfa—. El vuestro ha pasado ya.
Entonces apretó sus puños y cargó escalones abajo. El resto de las musas exclamaron sorprendidas. Durante el transcurso de sus doscientos años de existencia, todas ellas habían sido testigos de conflictos, y habían sido consejeras de señores de la guerra. Sin embargo, nunca antes habían presenciado cómo un acto de violencia invadía su propio cónclave.
La oráculo de Vladawen se apresuró a interceptar a la elfa y le lanzó un puñetazo. Su contrincante esquivó el golpe y saltó ágilmente hacia atrás, apartándose fuera de su alcance. Entonces agitó la mano describiendo un pase místico y abrió su agrietada boca para proferir un alarido. La recién nacida se percató de que su rival la había provocado para que la atacara, y eso significaba que ahora era libre para usar su magia.
Con un volumen sobrenatural, el estremecedor grito retumbó en el interior de la cabeza élfica, que retrocedió indefensa. Entonces el oráculo se arrojó sobre ella y la lanzó contra la roca del suelo. Incrustó sus puños en el semblante de su oponente, haciendo que su nuca golpeara una y otra vez la piedra.
La magia defensiva de la musa de Vladawen bullía en su interior, pero aquello no le servía para nada. La escultura era incapaz de centrar su mente lo suficiente para lanzar un conjuro mientras sufría un castigo tan implacable. El único modo de defenderse que le quedaba era hacerlo por la fuerza bruta. Intentó sacudirse. Empezó a lanzar puñetazos. Agarró a la otra por las muñecas, y al mismo tiempo se escudó con sus antebrazos. Sin embargo, nada parecía servir para frenar aquella lluvia de golpes. La negrura roía los límites de su visión. Desesperada, decidió dejar de resistirse y se quedó inmóvil, como si hubiera quedado sumida en la muerte o la inconsciencia.
En realidad las musas no necesitaban respirar, de modo que no podían quedarse sin aliento. No obstante, sí podían cansarse y la cabeza agrietada, al reconocerse victoriosa, titubeó en su furioso ataque. La recién nacida se lanzó directamente a su cara. Aquella estratagema cogió a la anciana musa por sorpresa, de modo que no pudo ni siquiera intentar bloquear la embestida. El elfo abandonado incrustó sus dedos con fuerza en la fisura que dividía el rostro de su enemigo, y estiró con todas sus fuerzas.
La cabeza de la hembra se partió en dos, inundando el brumoso aire con un destello de poder oscuro y crepitante. Las grietas se deslizaron desde la garganta de la efigie hasta recorrer todo su cuerpo, que acabó desmoronándose en pequeñas trizas de piedra preciosa.
La musa de Vladawen se levantó dolorida.
—El designio de los hacedores ha sido buscar de nuevo el equilibrio. Ahora sólo existe una musa élfica, que aún ruega por vuestra ayuda.
—Y la tendrás —gruñó el orgulloso, con los colmillos asomando de sus fauces como si hubiera sido él mismo quien acabara de librar la batalla. Entonces tomó al oráculo de Vladawen por el hombro. Una intensa vibración recorrió temblorosa la figura del elfo, librándolo de sus dolores.
El próximo en hacer lo propio fue el asaatz, y tras él un trasgo de ojos arácnidos de cuatro brazos. Antes que se diera cuenta, todas las musas que en el mundo consciente estaban perdidas y carentes de ningún propósito, hacían cola para prestar al elfo una fracción de su poder, sin sospechar que al hacerlo estaban avalando fehacientemente el advenimiento de un nuevo dios.
A la musa de Vladawen no le importaba que lo hicieran de forma consciente o no. Puede que estuviera defectuosa, la osada desviación del último intento de los hacedores, pero sencillamente ansiaba la perdición del Matatitanes, y después que aquel estúpido hiciera una o dos preguntas más, lograría su objetivo.