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Rascar, rascar y rascar.

Ópalo había estado buscando a tientas en la oscuridad del compartimiento en el que estaba encerrada durante mucho tiempo, tratando de encontrar algún borde afilado contra el que poder desgastar las cuerdas que amarraban sus muñecas a la espalda. No pudo encontrar nada semejante. Sin embargo, finalmente había dado con una de las estacas redondeadas de madera que mantenían fija la estructura de la nave. Sobresalía un poco de la plancha donde estaba clavada, y había decidido que aquello podría servir. Tras horas de esforzado trabajo, tenía las muñecas en carne viva y los brazos y hombros doloridos por el incómodo y repetitivo movimiento. Era incapaz de establecer si había conseguido deshilachar algo sus ataduras. En realidad, parecían tan firmes como al principio.

De todas formas, aunque aquel esfuerzo fuera inútil e incómodo, probablemente era mejor que limitarse a permanecer tumbada, dándole vueltas al problema en el que estaba metida. El caso era que le irritaba que ella, que ordinariamente era capaz de poner cuerdas a bailar y hacer trucos con ellas a voluntad, estuviera encontrando tantas dificultades con ésta en particular. Nindom se hubiera carcajeado ante aquella ironía.

La trampilla se abrió con un chasquido y la maga detuvo sus esfuerzos rápidamente. Khemaitas bajó por el hueco, llevando consigo una bandeja. Cuando le quitó la mordaza, Ópalo dio comienzo a otra misión de desgaste: la de discutir con él. Los dioses no habían bendecido a Ópalo con la belleza, la elocuencia o el encanto, y por ello consideraba esa táctica aún más inútil que arremeter contra la resistente cuerda que le ataba las manos. No obstante, tampoco se le ocurrían muchas otras alternativas.

—Conseguimos pescar algo —dijo Khemaitas.

—En el Mar Sangriento. Genial —respondió ella con una mueca de asco.

—No está contaminado. El cocinero sabe distinguirlo bien. —El capitán pirata dio a la maga un sorbo de agua, y después le acercó un caliente bocado de carne blanca hojaldrada. Si la sangre de Kadum la había contaminado, desde luego su agradable y suave sabor no lo revelaban.

—Me dijiste que sería la tripulación quien se ocuparía de mí —dijo entonces Ópalo—. Pero siempre acabas viniendo tú. No parece una tarea muy apropiada para un capitán.

—Levin y Kolvas creen que puedes sernos útil, así que estoy asegurándome de que estás bien cuidada.

—Creo que tienes miedo de que hable con los demás elfos. No quieres que averigüen quién era Vladawen, o cuál era su misión.

—Como yo, han jurado proteger a la reina, y la aman en la misma medida que yo lo hago —dijo endureciendo el gesto.

—Imagino que ni siquiera habrás compartido la noticia de que el verdadero nombre de vuestro dios es Jandaveos. Querrían saber cómo has podido averiguar algo así.

—Se lo comunicaré cuando llegue el momento —dijo mientras le ponía en la boca otro bocado.

—Entonces quizá sea para cuando se alce como una farsa de todo lo que antaño representaba.

—Si quieres la cena, y poder usar la cabeza un rato, déjate de cháchara y come. Si no, te morirás de hambre hasta mañana.

—De acuerdo, me callaré. —Así mantuvo su promesa hasta que el capitán estuvo a punto de marcharse de nuevo. Entonces preguntó—: ¿Cómo se llamaba la reina?

—Roshayla —dijo tras dudar por un momento.

—Qué hermoso nombre. No existe en Wexland. Te preocupas mucho por ella. ¿Erais los dos...?

Khemaitas sonrió con tristeza.

—No. Tiempo atrás imaginé que, si podía probar mi valía, podría pedírselo sin que sonara presuntuoso. Entonces estalló la Guerra Divina y adquirí esos honores que había ansiado, pero ni ella ni yo dispusimos de tiempo para escribir notas de amor o perdernos en el gran laberinto de los enamorados. Finalmente, ella acabó convirtiéndose en lo que es ahora.

—¿Ama ella a Jandaveos?

—Sí, era devota suya —dijo tras dudar de nuevo.

—Me pregunto qué sentirá al verlo regresar como una abominación.

—Ya te he dicho que no estoy dispuesto a discutir ese asunto contigo.

—Si amaba a sus súbditos, me pregunto cómo se sentirá al saber que, por ella, ayudaste a condenarlos a la extinción.

El capitán alzó la mano para abofetear a la maga, pero entonces se contuvo. La volvió a amordazar, recogió el candil y los platos y salió por la trampilla, volviendo a dejarla en la oscuridad. La maga de nuevo buscó a tientas hasta dar con el pequeño saliente de madera, y retomó su penosa tarea.