8

Barrio Tormenta, el distrito de más dudosa reputación de Puerto Bahía, situado en su extremo oriental, hacía aquella noche honor a su nombre. Del mar llegaba una lluvia helada que batía contra chabolas y casuchas, congelando a Vladawen a pesar de su manto. Los esporádicos relámpagos iluminaban las siluetas de los barcos atados en sus amarraderos.

Con un masculino atuendo, enfundada en una bufanda y un sombrero de ala caída, Ópalo agarraba el cuerno de dragón al que Baryoi, en un último gesto de buena voluntad, había dado la apariencia mágica de un cetro aparentemente normal. La maga contemplaba con tristeza el batir del agua.

—Desde luego no es la noche perfecta para dar una vuelta en barco.

Bhando sonrió. Con su nariz chata y sus dientes torcidos, el marino parecía tener algún rastro de sangre orea, especialmente cuando mostró su dentadura con una sonrisita.

—No os preocupéis, señora —dijo señalando a uno de los barcos del puerto—. Mirad, ése que está ahí es el Doncella Fantasma, y está tan cerca que casi podrías alcanzarlo de un salto.

—Y por tu bien espero que sepas navegar en aguas revueltas —dijo Lillatu—. Puede que no encontremos la calma en el mar en todo el viaje. —Entonces se dejó caer torpemente desde el ruinoso embarcadero hasta el esquife.

Encaramándose con cautela, pero desdeñando cualquier ayuda, Ópalo siguió a la asesina, y tras ella pasó Vladawen. Bhando soltó amarras, saltó a bordo y ocupó su lugar en el timón antes que la gabarra comenzara a abandonar el embarcadero. Un instante después, dejaron el puerto atrás.

Vladawen escudriñó el horizonte, a través de la oscuridad y el aguacero.

—¿Estás ansioso por ver de nuevo a los de tu estirpe? —preguntó Lillatu.

El elfo se encogió de hombros.

—Por alguna razón, no tanto como podría haber esperado. Lo que más me alegra ahora es que estemos acabando con todo tan deprisa.

—No cantes victoria aún.

—Lo sé, lo sé. Pero con un poco de suerte...

El bote de remos se sacudió entonces con violencia, ascendiendo en el aire, y volvió a aterrizar con fuerza en el agua. Perplejo, Vladawen miró a un lado y otro. El bote parecía haber arremetido contra las olas. Bhando buscaba a tientas recuperar los remos.

El marinero lanzó una mirada desconfiada.

—Creo que el tiempo está algo peor de lo que creía. —Una nueva ola batió contra el esquife y estuvo a punto de hacerlo volcar—. ¡Cuidado, no vayáis a caer por la borda, no en el Mar Sangriento! ¡Si no os ahogáis, os volveríais locos antes de poder nadar de vuelta a tierra firme!

Ignorando el traicionero y desequilibrante piso, Lillatu abandonó de un salto su asiento y arremetió contra Bhando, colocándole su daga en la garganta.

—Creo que ya acordamos el precio a pagar —dijo—, así que no pienses en asustarnos para que lo subamos. Cumple con tu trabajo o te mataré y seré yo misma quien mueva los remos de este maldito bote.

El barquero se encogió.

—¡De acuerdo! ¡Quiero decir, no sé de qué me hablas! Os estoy llevando a donde me dijisteis, como prometí. —Entonces enderezó de nuevo el bote, y la asesina regresó a su asiento.

El Doncella Fantasma era un velero de alquiler de un solo mástil, que no se diferenciaba demasiado de los innumerables botes que surcaban comerciando los puertos de Ghelspad o Termana, excepto por la belleza de su mascarón de proa. Con un brillo pálido a la luz de los candiles que colgaban de la proa, la talla representaba a una esbelta muchacha elfa de semblante triste, cubierta con un vestido de gasa. Presumiblemente debía representar a una "doncella fantasma", y por ello, para muchos una elección no demasiado apropiada para un mascarón de proa. No obstante, por alguna extraña razón a Vladawen lo atrajo su aspecto a primera vista. Quizá fuera simplemente que ejemplificaba las elaboradas artesanías de su tierra natal.

Cuando el esquife estuvo lo suficientemente cerca de su destino, Bhando hizo señas al barco de mayor tamaño, y el desafortunado marinero que estaba de guardia devolvió el saludo. Tras un breve intercambio de palabras, dejó caer una escalera de cuerda por la borda.

Ahora sí que te pagaré ese extra —dijo Vladawen mientras dejaba una moneda al marinero—, para que nos esperes.

Bhando sonrió contemplando el brillo de la plata en la palma de su mano.

—Podéis confiar en mí.

Lillatu se encaramó por la escalera. Ópalo contempló con recelo el ascenso que la esperaba, masculló un conjuro y se dispuso a flotar para subir al barco. Vladawen trepó tras ella y una ráfaga de viento estuvo a punto de hacer volar su cinta de tela plateada, aquella cuyo encantamiento alteraba la apariencia de sus ojos. El elfo la sostuvo para evitar perderla.

El vigía era un elfo abandonado media cabeza más bajo que Lillatu, e incluso más enjuto que Vladawen.

—De modo que queréis ver al capitán —gruñó sin más preámbulos.

Vladawen se quedó sorprendido. Muy orgullosa de sus modales, su gente rara vez se mostraba tan brusca, y aún más especialmente con otro elfo. Era posible que el marinero tuviera demasiado frío, o estuviera demasiado mojado y cansado para mostrarse cortés.

—Nos gustaría, si es posible.

—Acompañadme, pues —dijo el marinero indicándoles el camino. Por el aspecto del bote, la mayor parte de su tripulación debía de dormir en la reluciente cubierta, batida por la lluvia, incluso en los momentos de mayor inclemencia del tiempo, y parte del cargamento ocupaba también la misma posición. Con todo, el velero poseía algunos espacios cubiertos, incluyendo el camarote situado en la proa, que era evidentemente el lugar al que lo conducía el marinero.

—¡Maldito! —exclamó repentinamente Lillatu. Vladawen miró por encima de la cubierta, imitándola, y vio como Bhando se alejaba de ellos batiendo los remos.

—Oh, bueno —dijo Vladawen—. Este barco tiene un bote. Supongo que podremos persuadir a la tripulación para que nos lleve de vuelta al puerto, en caso de que sea necesario.

—Venga, daos prisa. —El marinero golpeó entonces la escotilla—. ¿Capitán Khemaitas? Son... bueno, hay alguien que quiere veros.

Transcurridos unos instantes, la puerta se abrió y por ella asomó un nuevo elfo abandonado. Su vivo semblante tenía un rastro de cinismo, y su jubón de seda roja repleto de intrincados dibujos de triángulos enlazados entre sí resultaba extravagante, incluso para los estándares de cuidado con los que su gente atendía sus vestiduras. Sobre la blusa llevaba una peculiar coraza hecha de conchas, y en un fajín dorado sostenía un estoque tan hermoso casi como el de Vladawen. En general, parecía un cortesano vestido para atender a su rey, más que un capitán que pasara una noche lluviosa pero tranquila a bordo de su barco, anclado a salvo en un puerto conocido.

Khemaitas estudió de arriba abajo a los recién llegados.

—Parecéis surgidos de un naufragio. Realmente debéis tener algo urgente que contar si habéis venido hasta aquí a remo en una noche así. Me pregunto si coincidiré con vosotros en tal apreciación.

—Queremos arrendar vuestra nave para partir al amanecer —dijo Vladawen—, si es posible.

El capitán elfo se carcajeó.

—Me temo que no lo es. La mayor parte de la tripulación está en tierra, repartida por todo Puerto Bahía, bebiendo y en busca de fulanas. No podré reunirlos esta noche, y aunque pudiera hacerlo, no estarían en las mejores condiciones para ponerse manos a la obra. Aun así, quizá podamos llegar a un acuerdo que os plazca. Entrad y hablemos sobre ello. Al menos podréis cobijaros de la lluvia.

La estancia era bastante estrecha. Se trataba de un camarote pequeño, con su cofre, su escritorio abatible y su cama, y un candil que desde luego no bastaba para iluminar un cuarto ocupado por cuatro personas. Finalmente, cuando todos estuvieron embutidos lo más cómodamente posible, el marinero se pronunció:

—Presumo que sabréis que soy el lugarteniente Khemaitas, al mando de la Dama Fantasma, pero yo desconozco vuestros nombres.

Vladawen pasó a su compatriota elfo una bolsa de piel de cerdo. Khemaitas esparció los contenidos sobre la palma de su mano, donde brillaron incluso bajo la titilante luz amarillenta de la lámpara.

—Señor Diamante, Señorita Esmeralda y Señorita Rubí —dijo el capitán—. Unos nombres realmente sugerentes.

—Tenemos más gemas como esas —dijo Vladawen, y de hecho, gracias a la generosidad de Gasslander, así era—. Bastantes, espero, para que nuestros nombres carezcan de importancia. Suficientes para persuadiros de aceptar los riesgos.

—Eso depende de qué se trate.

—Desearíamos hacernos a la mar tan pronto como ésta esté practicable, y embarcar rumbo al lugar donde Kadum yace prisionero. Allí echaréis el ancla mientras yo me doy un baño. Después de eso, nos traeréis de vuelta aquí.

El marinero hizo ademán de escupir y esbozó una señal en el aire, como espantando la mala suerte.

—De modo que sois adorador de un titán.

—¿Importaría algo que lo fuera? Se rumorea que vos y vuestra tripulación os habéis pasado al contrabando e incluso a la piratería de tiempo en tiempo.

—¿De veras? Bueno, si lo hicimos, creo que no lo admitiría ante un extraño, ¿no creéis? En mi opinión debemos vivir como nos corresponda, y esperar respetar el equilibrio en el proceso. Eso no significa necesariamente que queramos confraternizar con los druidas.

—No soy ningún druida, ni siquiera uno de esos adoradores de Denev. —Vladawen se quitó la cinta del pelo, poniendo fin a la ilusión que disimulaba el verdadero aspecto de sus ojos color negro y plata.

Khemaitas negó con la cabeza.

—¿Se supone que eso va a hacer cambiar mi opinión sobre vos? Ahora que veo que sois también de Termana, encuentro aún más desconcertante vuestro apego por los titanes. No se si estaréis informado, pero fue un titán quien acabó con nuestro dios y nuestra raza, y todavía algunos de nosotros agonizamos esperando nuestra muerte.

—Lo sé bien, y creedme, no es mi intención servir a ningún titán. La cuestión es que debo formular una pregunta al Sangrante.

—¿De qué pregunta se trata?

—Es un asunto complicado.

—Tengo toda la noche. —Entonces un golpe de lluvia más fuerte arremetió contra la cubierta, sobre sus cabezas—. Y si queréis que conduzca al Dama hasta aguas prohibidas, antes deberéis convencerme. No pienso hacer nada así a ciegas, ni a cambio de todas las joyas de Ghelspad.

—Entonces buscaremos a algún otro que lo haga —dijo Vladawen—. ¿Es posible que nos lleve alguien a remo de vuelta al puerto?

El clérigo había esperado que la amenaza de perder la fortuna prometida hiciera a Khemaitas cambiar de actitud, pero el marino lo sorprendió y se limitó a decir:

—Sí. Esperad aquí, a cobijo de la lluvia, mientras los hombres preparan el bote.

Vladawen intercambió miradas con Lillatu y Ópalo. Habían esperado encontrarse con un capitán tan ávido y carente de principios que no le fuera a importar quiénes fueran o por qué quisieran acercarse a Kadum, pero había resultado que Khemaitas no encajaba en ese patrón. Bueno, quizá no fuera malo. Puede que incluso fuera mejor así.

El clérigo se levantó y se retiró la capa. Lo confinado del camarote privó a la acción de cualquier teatralidad que pudiera haber tenido, pero bastó con que Vladawen dejara ver colgando junto a su cuerpo su daga, su látigo, su ballesta de mano y su estoque. Gran número de canciones e historias de Termana mencionaban esa combinación exacta de armas, del mismo modo que describían la espada de plata con la indescriptible gema azulada en la empuñadura.

Por primera vez, el gesto sarcástico de Khemaitas abandonó su semblante, al tiempo que sus ojos oscuros se abrieron de sorpresa.

—¿Eres el Matatitanes?

—Sí.

—Todos te creen muerto.

—Tras los desastres que acaecieron a nuestra gente, me recluí ahogado en lamentos.

Lillatu resopló.

—Es una buena forma de decirlo.

—Y ahora —dijo Khemaitas—, ¿has vuelto para matar a Kadum?

—No, sólo quiero hablar con él. Como dije antes, mi empresa es complicada, pero puede resumirse en lo siguiente: hay una posibilidad de que El Que Permanece pueda alzarse de su tumba para sanar a nuestra raza, devolviéndonos así nuestra longevidad y nuestra fertilidad a un tiempo. Kadum puede decirme cómo conseguirlo.

El capitán negó con la cabeza.

—Si eso es cierto, ¿por qué no me lo dijisteis desde el principio?

—Tengo enemigos que quieren impedir la resurrección del dios. Muy probablemente estarán tratando de darme caza ahora mismo, aquí en Mithril. En consecuencia, consideré prudente ocultar mi identidad a todo el mundo y comportarme como un bribón más entre los bribones. No obstante, ahora que sabéis la verdad, ¿me ayudaréis?

—Yo... me gustaría hacerlo, si realmente podéis hacer lo que decís.

—De veras puede —dijo Lillatu—. Como dijo, el asunto es bastante peliagudo. Llevamos trabajando en él ya más de un año. Al ayudar a Vladawen, tanto Ópalo como yo hemos visto cosas que prueban que es posible tener éxito.

—En ese caso, quizá podamos meter prisa a la tripulación para que vuelva a bordo antes del mediodía. Perdonadme un momento. —Khemaitas se puso en pie, se abrió paso entre sus invitados y regresó a la noche lluviosa, cerrando la escotilla a su paso.

Ópalo esbozó una de sus nada frecuentes sonrisas.

—Ha sido más fácil de lo que había esperado.

—Así lo espero —dijo Vladawen.

—¿Qué ocurre?

El elfo trataba de averiguar qué se traía el capitán entre manos.

—Puede que nada. Pero le di a Bhando dinero, y la promesa de más. Debería haber esperado. ¿Cuántos otros posibles pasajeros ansiosos por pagar saldrían a encontrarse con él en una noche como ésta?

—Le diste bastante para pagarse un estofado, una cerveza y una mujer. ¿Cuánto más necesitaría? Si fueras él, ¿habrías preferido irte a pasar un buen rato, o te quedarías parado en medio de la lluvia helada achicando agua de tu barco?

—Podrías estar en lo cierto —dijo Vladawen—, ¿pero por qué el marinero que nos hizo subir a bordo se comportó entonces tan extrañamente?

—¿Lo hizo?

—Parecía estar inquieto.

—Me pregunto —dijo Lillatu— por qué Khemaitas llevaba consigo su espada y su armadura cuando nos recibió. Claro que ninguno de nosotros vagamos por ahí desarmados, y siempre empuñamos alguna hoja o conjuro. Pero nosotros somos personas desesperadas, con enemigos dispuestos a echarse sobre nosotros a la menor oportunidad.

Ópalo frunció el ceño.

—Piensas que el capitán es uno de nuestros enemigos, y que por ello no querría encontrarse con nosotros sin tener a mano algún modo de defenderse, por temor a que pudiéramos averiguar sus verdaderas intenciones.

—Creo —dijo la asesina— que si quisiera poner una trampa a Vladawen, podría adivinar que querría acercarse al barco, de entre todos los del puerto, que está atestado de elfos abandonados. Entonces lo vigilaría, o incluso compraría los servicios del capitán en caso de tener la oportunidad.

—Espero que estemos equivocados —dijo Vladawen abriendo la escotilla y sacando la cabeza.

Una docena o más de enjutas figuras esperaba en la cubierta, empuñando espadas que resplandecían con los estallidos de los relámpagos. Parecía que, después de todo, la tripulación no se había ido a darse una vuelta. Estaban embutidos debajo de la cubierta del barco, aguardando ocultos a que Khemaitas diera la orden acordada. Uno de ellos estaba apostado en la popa, abriendo y cerrando el obturador de un candil, haciendo sin duda señales visuales a un contacto en tierra.

De repente, una luz latió en las cercanías del mástil del buque y un humano envuelto en una túnica, con un bastón en su mano, surgió entre la penumbra. ¿Sería Kolvas? Vladawen no alcanzaba a distinguirlo, y por el momento aquello tampoco importaba demasiado.

El elfo volvió la vista hacia sus camaradas.

—Ahí fuera está apostada toda la tripulación, y también un lanzador de conjuros. Tenemos que salir de aquí enseguida.

—¿A qué esperas para empezar a moverte, entonces? —preguntó Lillatu.