3.

Llegó el día que se había llegado a conocerse de forma extraoficial como el Martes de Carnaval de River Street, el día en que varios festivales religiosos importantes y menos importantes de las numerosas y muy distintas sectas representadas en el distrito oriental, se lanzaban a las atestadas calles para celebrar sus tótems favoritos. Parecía como si se hubiera vuelto atrás en el tiempo y, Steve Harrison, Antón Zarnak y el criado de este último, Akbar Singh, pasearan por las intrincadas callejuelas de la antigua Tiro. En un rincón, cuatro pares de brazos fornidos soportaban el tabernáculo de un oscuro weli, o santón mahometano, rodeados por una multitud enfervorecida de musulmanes que soltaban espuma por la boca y se azotaban mientras recitaban versos del Corán. En otra esquina, un grupo de devotos de Siva, igualmente ebrios de divinidad, arrastraban los pies en estado de trance mientras se introducían pinchos y agujas en una carne que no parecía contener sangre. Dos dragones chinos de papel flotaban elegantes entre las multitudes, sostenidos por titiriteros ocultos. Steve sabía que el festival no era más que una fachada para comenzar la temporada de caza de turistas e inocentes. Oh sí, los carteristas habían salido en oleadas y adoraban al único dios que conocían: Mammón.

Harrison, Zarnak y Akbar Singh pasearon entre la multitud con la mayor discreción posible, cubiertos con disfraces que ocultaban su identidad. Para cualquier paseante casual, debían de parecer un acaudalado oriental flanqueado por dos robustos guardaespaldas, una visión no del todo desacostumbrada. Akbar Singh sólo llevaba maquillaje facial para ocultar su rostro, pero su señor se había vestido con las delicadas sedas de un mercader del mundo antiguo. Un velo ocultaba también sus rasgos, aunque eran muy pocos los que, incluso en River Street, habrían podido ponerle rostro al conocido pero misterioso nombre de Antón Zarnak. Steve Harrison era, a su manera, tan famoso como él, sólo que su rostro blanco y su traje eran inconfundibles en aquel ambiente. De manera que, ese día, parecía casi el gemelo de Akbar Singh, pues la mayor parte de su poderosa complexión quedaba escondida en su mayor parte.

Y fue precisamente Steve el primero que notó algo extraño en la escena.

—Oiga, doc —susurró— ¡eche un vistazo a eso! ¿Ha visto alguna vez un dragón chino como ese? —su dedo enguantado señaló un misterioso batiburrillo de papel maché y miembros de colores brillantes, que acababa de salir, retorciéndose, de uno de los callejones. Se parecía más a un pulpo o a una sepia que a cualquier otra cosa.

—Ciertamente, es muy extraño. Representa el ídolo de cierta secta o culto casi desconocido. No obstante, no creo que fuera muy lógico que los siervos de los Primigenios se mostraran tan a las claras. Me preguntó si no lo estarán empleando como una…

—¡Distracción! —terminó Steve, apartando de un manotazo las partes de su disfraz que más le estorbaban. Pues, de la entrada de un callejón opuesto, tan oscuro como la noche aún a plena luz del día, surgía ahora una miríada de diminutos monstruos asesinos de hombres, las pequeñas pero odiadas figuras de los aborrecidos tcho-tcho. Harrison y Akbar Singh no perdieron un segundo, y desenfundaron sus armas para enfrentarse a las dagas desenvainadas y a las pistolas de sus diminutos oponentes. Una oleada de alarma recorrió la multitud, que se deshizo en un momento, dispersándose en todas las direcciones como la niebla matinal. Algunos buscaron el cobijo de los soportales, y otros incluso las alcantarillas. Y, aunque ni Steve ni su compañero sikh pudieron permitirse el lujo de notarlo en ese instante, Zarnak también había desaparecido. Si había sucumbido al ataque sorpresa durante los primeros segundos, o bien había decidido que una distracción podía volverse contra sus autores, era imposible decirlo.

Los tcho-tcho se lanzaron sobre los dos gigantes como perros de presa contra dos leones. Todo parecía estar en contra suya, pero al menos, Steve se dio cuenta de que esa táctica impedía que los demás se unieran a la escaramuza. El cuerpo principal de atacantes servía de involuntario freno para los demás. Steve los derribaba furioso, empleando su cuchillo gurkha y su bastón. Durante los últimos días de espera, había perfeccionado su habilidad con aquella extraña arma y ahora lo volteaba y propinaba golpes con una precisión implacable. Si bien conseguía atestar un corte profundo aquí o una puñalada allá, parecía que el más ligero toque con el bastón de cabeza de felino fuera suficiente para incapacitar a la mayoría de los tcho-tcho. Zarnak había anticipado que los miembros de la banda, cuando decidieran revelar su presencia, habrían intentado fortalecerse por medio de la magia negra, la misma que habían usado en vano, una generación antes, en la Rebelión de los Bóxer. La victoria británica había sido lograda por un margen muy estrecho, gracias al secreto empleo de ese mismo bastón fetiche, que con tan contundente eficacia empleaba ahora Steve. Parecía que el refuerzo mágico de los tcho-tcho, al igual que el de los bóxer antes que ellos, los hiciera en realidad más vulnerables al contraataque de la magia de la vara de Salomón.

Sin atreverse a sacar sus pistolas a tan corta distancia, Steve no tardó no obstante en equilibrar la balanza, sajando los cuerpos de los diabólicos enanos, y arrojándolos a un lado como si estuviera segando el trigo o sacando la fruta del tronco de un árbol. Su cuchillo y su bastón destrozaban sin parar la carne pagana. Con enfebrecidos esfuerzos, obstaculizados por la misma voluminosidad de sus ataques, los tcho-tcho herían a más de los suyos que a las víctimas que acosaban. Aunque empapados con la sangre de una docena de arañazos y heridas leves, ninguno de los dos robustos combatientes había sufrido aún una herida grave, aunque, para entonces, los dos habían ya infligido muchas. Mientras partía un redondo y calvo cráneo tcho-tcho hasta llegar a los verdosos dientes, Akbar Singh gritó:

—¡Así son las batallas cuando unos asesinos cobardes se enfrentan a dos guerreros en campo abierto!

Pero Steve era de otra opinión. Se le ocurrió de repente que, con tantos asesinos entrenados lanzados contra ellos dos, no importa con cuánta valentía pelearan… ya deberían haberse encontrado con la parca, a no ser que… bien… ¡a no ser que los asesinos hubieran recibido órdenes de no matarles! ¿Y si, en lugar de eso, tenían órdenes de capturar…?

Cuando llegó a esa conclusión, una cachiporra puntuó la frase por él. Ni siquiera se enteró de que caía al suelo, rodeado por un enjambre de complacidos tcho-tcho. Y tampoco vio cómo Akbar Singh seguía su destino apenas un momento después.

Una eternidad después, Steve Harrison sintió que cambiaba el escenario de su pesadilla. Ahora parecía estar tendido y atado en un calabozo con apenas un leve atisbo de luz. Intentó girar el cuerpo y se dio cuenta de que no podía. Parecía estar atado a algo que se lo impedía. Se dio cuenta enseguida de que estaba despierto, de que los febriles sueños habían concluido. ¿Le habrían drogado para mantenerlo inconsciente una vez que los efectos de la cachiporra hubieran desaparecido? Sus ojos empezaron a adaptarse a la penumbra. Las formas comenzaron a aclararse centímetro a centímetro, y también los olores. Al momento se percató de que lo habían atado cara a cara con un cadáver, y que este no era precisamente reciente. ¿Acaso era eso lo que los diablos tcho-tcho entendían por una broma sádica, dejarle morir así, amarrado a alguien que se le había adelantado en el desagradable reino de los muertos?

Harrison sabía, con el pragmatismo propio de sus bárbaros ancestros, que no debía dejarse llevar por el horror de la situación. Lo único que podía hacer era enfocar aquello como una trampa más, y empezar a buscar una salida; ya se permitiría luego atormentarse ante aquel sadismo. De modo que comenzó a evaluar su situación. Los infructuosos intentos de flexionar sus músculos revelaron de inmediato que no estaba atado por las muñecas, como había esperado, sino por debajo de los codos. Tenía los antebrazos libres, al igual que los que colgaban lacios del fiambre que tenía frente a él. Con las piernas pasaba igual: estaban atadas a los miembros putrefactos del otro, justo por encima de la rodilla. A lo mejor, si tiraba del muerto hasta uno de los muros, era posible que lograra levantarse, junto con su carga, hasta ponerse de pie. Luego, si se las apañaba para mantener el equilibrio con aquel saco de patatas podridas que colgaba delante de él, quizá pudiera llegar hasta la puerta de la celda y ver lo segura que era. Podría serlo menos de lo que pensaban sus captores.

Tras emitir unos cuantos gruñidos, y bañado por el sudor, a pesar del frío mohoso de la mazmorra, Steve casi había logrado su objetivo cuando un nuevo golpe de efecto le dejó sin aliento. Pues, cuando fue capaz de levantarse hacia un fugitivo rayo de luz grisácea que penetraba por una rendija de la puerta de roble, se quedó horrorizado al comprobar que conocía el rostro, o la retorcida caricatura de rostro, del hombre que tenía frente a él: ¡Era Bill! ¡El pobre Bill Waterman!

De modo que los tcho-tcho se habían hecho con él. Habían esquivado la vigilancia policial (no era difícil, y el mismo Steve acostumbraba a hacerlo), y habían aniquilado a su víctima. Steve se dio cuenta de ello mientras se deslizaba hacia el suelo una vez más, arrastrado por el peso de su compañero muerto. Pero, mientras se preparaba para el siguiente intento, algo le sorprendió de nuevo, y fue algo aún peor.

Sintió que el cadáver que había bajo él empezaba a agitarse con una animación blasfema. El vello de la nuca se le erizó con un temor supersticioso y quedó bañado en sudor frío. Allí tenía el más miserable de todos los poderes del averno: el hechizo del zombie. De repente, sintió que él mismo era la carga, que su forma no debía parecer más que una molestia a la fuerza sobrehumana del diablo que acababa de poseer la carcasa vacía de su amigo. La cosa que tenía bajo él empezó a temblar, a estremecerse, y luego a voltearse con una agilidad casi ofidia, para deshacerse del mortal que tenía encima. ¡Steve no podía apartar de su mente la imagen grotesca de un jinete en un rodeo a lomos del corcel del diablo! ¿Habría algún modo de que pudiera ganar esta prueba y salvar su alma?

De forma instintiva, el detective supo que no podía permitir que su oponente consiguiera moverse con libertad. Aquel fantasma de miembros de hierro había roto ya una de las ligaduras de las piernas y estaba trabajando en una de las cuerdas de los brazos. Steve sabía que debía intentar mantenerlo tendido y fuera de equilibrio; si dejaba que ese espectro se liberara, jamás sobreviviría a sus desgarradoras zarpas. De modo que invocó todos sus conocimientos de lucha libre, aprendidos muchos años antes en competiciones de aficionados a bordo de barcos, mientras navegaba en un mercancías de una a otra costa de los Mares del Sur. Empleó el gran volumen de su cuerpo como instrumento, y cambió su centro de gravedad para desequilibrar a su macabro oponente y tirarlo contra el duro suelo. No se atrevió a levantar sus manos libres en busca de la garganta de esa cosa que había sido Bill, por si acaso este aprovechaba la ocasión y cerraba una mano más poderosa y diabólica alrededor de la tráquea del propio Steve.

Fue durante sus aventuras en Oriente y los Mares del Sur cuando descubrió los ancestrales males que luego se había sentido obligado a combatir en River Street. Entre ellos estaba el odioso rito del rolang, el cadáver que baila. En él, o eso se susurraba en secreto, el adepto místico se sometía de forma voluntaria a la misma competición en la que ahora se veía inmerso. Si pudiera conservar la cordura el tiempo suficiente, tendría la oportunidad de conseguir un gran poder ocultista gracias a aquella prueba. ¿Pero cuál era el secreto para poder incapacitar a aquel orco nigromántico antes de que fuera demasiado tarde? Aquello había pasado hacía ya mucho tiempo, y Steve, entonces joven, y atrapado por el ingenio racionalista de la juventud, no había prestado demasiada atención. ¡Ojalá pudiera recordarlo!

Ahora, los ojos muertos del rolang se habían abierto… las pupilas perdidas comenzaban a recobrar la vista, y contemplaban a Steve con una inteligencia totalmente deshumanizada que provenía de los abismos del averno. La boca, medio deshecha, empezó a abrirse, y Steve no supo qué era peor, si el hedor a osario o la demoníaca carcajada.

Sintió que la locura y la muerte no estaban ya lejos, y que él mismo tampoco estaba muy lejos de darles la bienvenida. ¡Si al menos pudiera recordar! Y luego le llegó una voz desde muy lejos.

Steve creyó, al principio, que era la voz de su oponente, que lo llamaba desde las remotas regiones del Tártaro.

—¡La lengua, sahib Steve! ¡Arráncale la lengua!

Pero no… Steve se dio cuenta de ello, sobreponiéndose a su un pánico supersticioso… ¡aquella era la voz de un hombre vivo! ¡Tenía que ser Akbar Singh!

De algún modo, había conseguido liberarse y ahora estaba intentando rescatar a Steve. ¿Qué había dicho? ¿La lengua? Eso no tenía el menor sentido. Quizá la locura había venido en su busca. Pero algo le impulsó a intentar la repugnante sugerencia. A pesar de las náuseas que sentía, Harrison abrió sus propios dientes apretados, y con una expresión, involuntariamente burlona le dio un beso indescriptible a su contrapartida infernal. El colmo de la asquerosidad aconteció cuando rebuscó con la lengua en aquella cloaca, en busca del muñón encogido de la lengua del muerto. Pero la encontró, y, tras atraparla entre sus propias mandíbulas, la mordió con fuerza hasta arrancarla por fin. Ya la tenía; la escupió al suelo en tinieblas que tenía a sus pies, y sintió que la forma fantasmal se quedaba sin fuerzas, y su repentino peso lo arrastraba al suelo con él.

Entonces, la puerta se abrió de golpe, y la gigantesca figura de Akbar Singh se perfiló en el umbral. Se arrodilló, extrajo el cuchillo de Steve, y cortó las ligaduras que aún quedaban. Abrazó la tambaleante figura de Steve, ayudándole a salir de la diminuta estancia, hasta un pasillo.

Bajo la brillante luz del corredor, el detective observó que estaba totalmente repleto de cadáveres destrozados de guardias tcho-tcho. La enorme bota del sikh encontró una cabeza tcho-tcho despegada del tronco, y la lanzó de una patada contra la pared de piedra como si fuera un melón podrido.

—Hay muchos más de estos diablos de lo que ninguno de los dos habíamos creído, sahib Steve, pero la mayoría están congregados en otro lugar, al que nos dirigimos ahora —como respuesta a la muda interrogación de su compañero, Akbar Singh le explicó—: Pusieron muy pocos de sus compañeros para vigilarme. Les hice creer que seguía inconsciente hasta que pude pillarles desprevenidos. La verdad es que tenían preparadas para mí unas torturas muy ingeniosas, pero, alabado sea Nam, pude anticiparlas. Ahora, esos diablos probarán multiplicados sus propios terrores, en los infiernos a los que los he enviado.

Harrison ya era totalmente capaz de caminar junto al sikh por los intrincados pasillos, curiosamente desprovistos de caminantes a excepción de ellos mismos.

—¡He tenido mucha suerte de que aparecieras en ese momento, amigo! Pero… ¿y Zarnak? ¿Se lo llevaron a él también? ¿Sabes dónde lo tienen?

—He investigado algo el posible paradero de mi señor, pero lo desconozco, como indigno siervo que soy. Y, no obstante, sí que he encontrado algo —de entre los pliegues de su raído abrigo de seda sacó un bastón tallado de aspecto familiar y se lo entregó a Steve, que lo cogió agradecido.

—Pero sigue habiendo una cosa que no comprendo, Akbar Singh. Con esto podrías haberte cepillado al zombie en un segundo, ¿no?

—Creo que no. Ni siquiera el propio Zarnak se atrevería a emplear el poder del báculo. Sólo lo puede despertar y controlar aquel que está destinado a empuñarlo. Y si yo me hubiera interpuesto físicamente… yo temo por mi alma inmortal, igual que tú temiste por la tuya. El poder del rolang es grande y los medios de detenerlo son escasos.

Las dos figuras habían disminuido su avance, y Harrison siguió el ejemplo del otro y se agachó para continuar avanzando agazapado. Mientras seguían por lo que parecía ser un túnel de alcantarillado en desuso, Harrison susurró:

—Entonces, ¿dónde estamos? Normalmente me oriento bastante bien en cualquier parte del distrito oriental, pero no logro situar este antro.

—No podría jurarlo, amigo mío, pero imagino que nos encontramos en unos túneles que conducen a los muelles desde un almacén. Resulta probable que los diablos tcho-tcho se tropezaran con ellos y encontraran un nuevo uso a los restos de una antigua operación de contrabando. Si estoy en lo cierto, estamos saliendo de una zona de celdas de retención, probablemente diseñadas para la trata de blancas; estarnos muy cerca del almacén en sí. Sin duda hemos seguido el camino por el que nos llevaron a la perdición que nos habían destinado. ¿Oyes los cánticos un poco más allá? Acerquémonos un poco más.

Un momento después, los dos agradecían la oportunidad de poder erguirse de nuevo, aunque eso no disminuyó su cautela.

Mientras abrían con sumo cuidado un panel de la pared de lo que parecía ser un antiguo despacho de contabilidad, escucharon con más claridad los sonidos que los agudos oídos del sikh habían detectado tinos segundos antes. Harrison envidiaba los afinados sentidos de su compañero. Parecía, en efecto, un cántico rítmico y átono. Alguien guiaba, y otras muchas voces le seguían. De modo que había un líder. ¿Quién sería el cerebro de la organización? Por lo que respectaba a Harrison, ese maldito ya podía ir considerándose hombre muerto.

El coro de voces, que se escuchaban cada vez más altas, dio a Steve una pista acerca de sus primitivos miedos. En lo más profundo de su corazón, sabía que sus antepasados celtas habían expulsado a los reptilescos parientes de los oscuros enanos, de los espacios abiertos en los que habitaba el hombre. Su cuchillo se moría de ganas de teñirse en esa sangre pestilente. Parecía saber que su fornido compañero compartía ese mismo odio primigenio hacia la Gente Pequeña. La antigua mitología del pueblo de Akbar Singh los conocía con el nombre de Asuras, los eternos enemigos de los dioses arios.

Mientras los dos hombres avanzaban centímetro a centímetro hacia un lugar privilegiado, ocultos aún, y esperando, lograron divisar con nitidez la solitaria figura solitaria que se alzaba tras un altar de ónice situado sobre un estrado adornado con tapices, a un extremo de la gran cámara de dos plantas. Tenía los brazos extendidos, y en ocasiones los alzaba como si estuviera suplicando. Al principio, Harrison pensó que aún estaban demasiado lejos como para distinguir las palabras que pronunciaba, pero pronto se dio cuenta de que aquel cántico no estaba en ningún idioma que conociera… posiblemente era la misma mezcolanza pagana que había oído salir de la boca delirante de Bill Waterman, pocos días atrás. Sí. Eran las mismas palabras:

¡la! ¡la! ¡Lloigor! ¡Zhar fhtagn! ¡Cfyak vulgtlm vultlang!

Sintió una vaga náusea al escuchar aquellas palabras arcanas. Tenían un eco extraño, como si despertaran un acorde en algún nivel más profundo y olvidado, más allá del simple oído.

Akbar Singh sacudió de repente los robustos hombros que tenía a su lado, sacando a Harrison del hipnótico sopor que comenzaba a embrujarle.

—¡Es lo que yo temía, sahib Steve! ¡Ha abierto el Portal y Algo se ha dignado a responder a su invocación!

Los sonidos del cántico habían cambiado de un modo sutil, adoptando una cualidad más atenuada como si esperaran y ansiaran algo. La calidad de la luz también había cambiado. Tenía un aspecto parecido al de la penumbra que anuncia un huracán. Y, en ese perturbado ambiente, comenzó a perfilarse una Forma… algo difícil de comprender para la mente del observador, pero que recordaba de un modo vago a ese pulpo de papel que habían contemplado durante el festival de River Street. Parecía haber un batiburrillo de brazos cruzados, de antenas o tentáculos, que oscurecían el cuerpo central del cual surgían. Se escuchó un gran chapoteo, aunque no había agua visible. Y aquella Forma se expandía, como cuando una nube de humo comienza a evaporarse; sólo que esta no se evaporaba, pues, al expandirse, se hacía más nítida.

Los tentáculos se agitaban ya sobre los arrodillados enanos, cuya adoración había convocado a la criatura. Algunos de ellos temblaban, vencidos por el temor religioso, mientras que otros parecían dispuestos para huir aterrorizados, dudando quizá sólo por temor a que la huida fuera la acción más peligrosa, y no al revés.

La escena permaneció así durante un instante más, antes de que dos terceras partes de los tcho-tcho se lanzaran hacia las puertas.

Los dos intrusos se levantaron de su escondite; el hecho de que los descubrieran parecía ya irrelevante, de manera que se dirigieron al estrado, pues la sombría capucha del misterioso maestro de ceremonias acababa de caer a un lado, revelando el rostro perlado de sudor de… ¡Antón Zarnak! Ahora estaba empleando el idioma mandarín, una lengua que Steve conocía un poco.

—¡Oh, muy sagrado Zhar, destruye a estos profanadores de los Misterios, al igual que, en un tiempo, acabaste con los hombres de Leng! ¡Iáo Thamungazoth, hazlo por tu nombre!

Eso fue todo lo que Steve logró entender, ya que la letanía de Zarnak quedó ahogada por los gritos de los tcho-tcho que escapaban. A pesar de su aparente torpeza, los apéndices gigantes de aquella reluciente aparición golpeaban con rapidez, y con un efecto letal. Los aterrados enanos desaparecían uno por uno, envueltos en el llameante abrazo de su implacable perseguidor. El portavoz de Zhar había hablado y sus palabras no habían sido en vano. Steve y Akbar Singh habían detenido su temerario avance y ahora regresaban a su escondite, sin saber si ello les protegería de los misteriosos tentáculos de aquella Cosa. Cuando se atrevieron a levantar de nuevo la mirada, después de extinguidos los chillidos, la ondulante ola letal flotaba aún por el aire.

—Creo que es lo que mi señor llamaba el Tulku de Zhar, una imagen proyectada del dios que duerme en inquieto reposo en una caverna de las profundidades de la Meseta de Sung. ¡Pero observa a mi maestro! ¡Mucho me temo que le hemos perdido!

Zarnak permanecía de pie, con las manos separadas y los ojos muy abiertos. Ya no hablaba, y el nebuloso ente continuaba expandiéndose. Ahora que ya conocía a sus víctimas comenzó a avanzar en la misma dirección que tomaran los tcho-tcho que intentaban huir. ¿Pensaba atrapar a los pocos que no había logrado aniquilar? Pero Steve habría estado dispuesto a jurar que ninguno de ellos había logrado llegar tan lejos. Y eso significaba… Miró el lívido rostro de Akbar Singh.

—¡No es capaz de expulsarlo! ¡Se ha despertado su hambre y piensa salir a River Street!

—Me temo que tiene razón, sahib. Pero ¿qué podemos hacer? ¡Ojalá la muerte se encargara de esa cosa, por Nam!

Pero Harrison ya no le escuchaba. Volvía a estar atento al eco de lo que sus ancestros supieron una vez. El báculo con la cabeza de gato comenzó a calentarse de un modo extraño en su puño cada vez más pálido. Supo que había algo que podía intentar. Tras ponerse en pie, susurró:

—Lo siento, Akbar Singh. ¡Perdóneme, doc!

Y, tras ello, arrojó por el aire el afilado bastón, que avanzó por la tétrica penumbra como si fuera una jabalina… ¡derecho hacia el desprotegido pecho de Antón Zarnak!

El fornido sikh lanzó un lamento cuando el proyectil alcanzó su destino, y Zarnak se desplomó sin fuerzas. Pero, en ese mismo instante, el fantasmal visitante del enigmático corazón de Asia desapareció, como si el sol se hubiera alzado, cortando la densa neblina matinal que brotaba del mar. Seguros ya de estar a salvo, los dos hombres corrieron hacia el estrado. Había un cadáver, desde luego, pero era el de un tcho-tcho maniatado… sin duda un sacerdote que había pensado que iba a desempeñar una ceremonia muy distinta. Zarnak debía de haberse deshecho de él de alguna forma, antes de que apareciera la muchedumbre. Harrison rasgó varios metros del tapiz que envolvía los restos del altar, por si el cadáver de Zarnak se había caído por allí, pero su búsqueda fue infructuosa. Tampoco parecía haber señal alguna del báculo. Akbar Singh se limitó a dejar que Harrison siguiera a solas con su frenética búsqueda. Por lo que respectaba a él, parecía resignado a aceptar la misteriosa desaparición.

—¿No podría ser que Zarnak haya regresado junto al avatar de su dios hasta su retiro en algún lugar de Asia? Eso es lo que me inclino a creer. No vamos a encontrarle, aunque no voy a impedir que le sigas buscando, amigo mío.

—¿Qué narices quieres decir? —preguntó el atónito detective; tenía la sensación de que, después de todo cuanto había contemplado, incluso la teoría más estrafalaria del sikh podía acabar siendo cierta—. ¿Está muerto, o vivo?

—Sé tan poco como tú. En realidad, no está en nuestra mano saber si fue el mismo doctor Zarnak quien estuvo presente ante nosotros en forma física. Lo mismo podría haberse tratado de un tulku… no lo sé. Me limitaré a regresar a su morada, a esperarle. Quizás, algún día, pueda volver a emplear mis servicios… y, quizá… ¿quién puede decirlo…?, quizás tenga también necesidad de los tuyos. Ve en paz, hermano mío.

Sin más palabras, Steve dio media vuelta y se dirigió a la puerta. El sikh tenía razón en una cosa: ese lugar era un almacén, uno de los más viejos y destartalados de los muelles. A los pocos minutos, mientras su figura se perfilaba contra la bendita luz del amanecer, Harrison caminaba con paso cansado por River Street, sin percatarse apenas de las miradas de curiosidad que le dedicaban los pocos trabajadores honrados que habían madrugado a esas horas intempestivas. Mientras cruzaba el distrito oriental, su robusto corpachón, encorvado por el cansancio, sintió por vez primera que, a pesar de lo exótico y misterioso de aquel lugar, había vuelto a penetrar en el mundo real, paseando por sus vetustas calles.