Capítulo 1.
Se escuchó un grito, seguido del espeluznante chirrido de unos frenos torturados, y la figura de la acera saltó a un lado, desesperada, justo en el instante en que el veloz automóvil impactaba contra el bordillo con un estruendo de cristales rotos y acero retorcido. El hombre que iba al volante, al que el impacto le había hecho salir despedido del asiento, atravesando casi la puerta, no hizo el menor intento por liberarse. Se limitó a cubrir su rostro con las manos mientras gemía:
—¡Lo he hecho! ¡Lo he hecho! ¡Oh, Dios mío, lo he hecho, a pesar de mí mismo!
Steve Harrison captó esos frenéticos gemidos mientras salía de un salto de su propio automóvil, que acababa de aparcar en la acera frente al vehículo siniestrado. Al llegar a la altura de este, el hombre que había saltado a un lado para evitar ser atropellado, se hallaba inclinado sobre el volante, apagando el motor, mientras agarraba de los hombros al tembloroso conductor.
—¡Edward! —exclamó— ¿Estás herido?
El que así se llamaba, alzó un rostro demacrado e incrédulo, y, con un grito inarticulado, agarró las muñecas del otro hombre con sus dedos delgados y nerviosos.
—¡Jim! ¡No estás muerto! ¡No te he atropellado! —agarraba los brazos del joven como si no pudiera creer que fuera verdad lo que estaba viendo.
—¿A mí? ¡No! —rio el muchacho. Era un joven bien formado, con un rostro sincero e inteligente—. Levanté la vista cuando chirriaron tus frenos, y salté a un lado justo a tiempo. Aunque no sabía si tú habías muerto. ¿Qué ha pasado?
Harrison, que permanecía en silencio, vio cómo una sombra cruzaba los finos y sensibles rasgos del joven llamado Edward; parecía como si deseara ocultar algo, mientras se apartaba de su amigo.
—No lo sé, —musitó—. Debo de haber perdido el control del automóvil. Me acercaba a saludarte… y lo siguiente que supe fue que algo se torció, y vi que te encontrabas directamente delante de mi camino… ¡Dios! —volvió a bajar la cabeza y sus estrechos hombros se pusieron a temblar.
—¡No le des más vueltas! —el otro le palmeó la espalda con simpatía—. Sal de ahí y déjame ver si estás herido. No, —añadió cuando el otro, temblando, le obedeció—, por lo que veo, estás bien, aunque el morro de esta monada ha quedado hecho un asco. Espera aquí mientras me acerco a esa casa para telefonear al taller de reparaciones… —y el tal Jim, que parecía disfrutar de una hiperabundancia de energía, salió corriendo al jardín más cercano y llamó a una puerta.
El llamado Edward siguió sus pasos con mirada sombría, suspiró, meneó la cabeza… y, aparentemente, reparó por primera vez en la presencia de Harrison. El joven retrocedió un paso, ahogando una exclamación; obviamente, tenía los nervios deshechos.
—¡Oh, discúlpeme! —soltó—. No le había visto…
En aquella calle tranquila de las afueras, flanqueada de árboles, no había muchedumbres de curiosos a los que contener. Sin hacer el menor comentario, Harrison se inclinó sobre el automóvil. En el interior de la casa se escuchó el timbre del teléfono.
—No logro imaginar cómo… —empezó a decir Edward, no muy convencido, como si se viera obligado a hablar, en contra de su voluntad.
—Yo sí.
Harrison se irguió, alto, oscuro y casi brutalmente musculoso en contraste con el sobrecogido muchacho de cabello lacio y suave, y complexión ligera. Este último se puso en tensión, mientras estudiaba el oscuro e inescrutable semblante del policía.
—¿Quién… quién es usted? —acertó a preguntar.
—Me llamo Harrison. Soy detective de la policía —gruñó el grandullón.
El rostro del joven perdió el color, mientras se apoyaba sobre la chapa del vehículo, al borde del colapso.
—¡Entonces lo sabe! —susurró—. Pero ¿cómo es posible? Yo no pretendía hacer esto… ¡al menos de forma consciente! ¡Le juro que no quería hacerlo! Algo se torció…
—Claro que sí —gruñó Harrison, examinando el volante—. Ha debido de tener algún problema en el circuito de frenos; tranquilo, muchacho, podría haberle pasado a cualquiera.
—¡Oh! —el joven se tambaleó, desplomándose sobre la acera, como si estuviera muerto. En ese instante, Jim salió corriendo de la casa, gritando con alegría, hasta que vio a Harrison que atendía a su amigo. Entonces gritó de forma explosiva, y se arrodilló junto a él, pálido de ansiedad.
—Se ha desmayado —gruñó Harrison, con su habitual parquedad de palabras—. Le llevaré a su casa. ¿Dónde vive?
Jim le dio la dirección, y Harrison asintió.
—Muy bien. Quédese aquí, cuidando del coche. Se recuperará.
Y, cogiendo en brazos el cuerpo inerte del muchacho con una facilidad que sorprendió al otro joven, el corpulento detective le colocó en su propio vehículo, un pequeño descapotable. Edward recobraba la consciencia cuando el detective le depositó en un asiento y se sentó a su lado. Gruñó, tembló, y se llevó una mano a los ojos; entonces pareció recordar. Sus primeras palabras fueron:
—Entonces, ¿fue un accidente?
—¿Qué otra cosa si no? —el detective le dedicó una larga mirada con el rabillo del ojo. Harrison se estaba tomando una de sus poco habituales vacaciones en aquella ciudad pequeña y tranquila, pero los instintos de su profesión eran en él demasiado fuertes como para no responder ante tales estímulos.
—Nada —musitó Edward, mientras su tez adquiría una tonalidad grisácea.
—Escucha, chico —dijo bruscamente el detective—. No acabo de verlo claro. Es normal que un accidente ordinario te deje conmocionado, pero aquí hay algo más profundo que una histeria normal y corriente. Estás muerto de miedo. Te oí mientras hablabas contigo mismo después del golpe, y decías cosas muy raras. Y, desde entonces, has actuado de forma muy extraña. Ya sé que no estrellaste tu coche de forma deliberada, en un intento por matar al muchacho de ahí atrás… Jim, le llamaste…
—Clanton —murmuró el joven de forma mecánica—. James Clanton. Yo soy Edward Willington.
—Muy bien. Hay algo que te atormenta. ¿Por qué no me lo cuentas? Claro está que no es asunto mío, pero a lo mejor podría ayudarte. De cualquier modo, me gustaría intentarlo. Lo llevo en la sangre —meditó Harrison, hablando más para sí mismo que para su compañero—. Había venido aquí buscando mis primeras vacaciones en tres años, y si me he marchado tan lejos es porque aquí no conozco ni a un alma; y todo para olvidarme de las guerras entre tongs y de los asesinos lanzadores de hachas. Y ya estoy otra vez metiendo las narices en problemas, porque mi naturaleza no me permite dejar de hacerlo durante más de una hora.
»Algo te preocupa, muchacho. Actúas como algunos hombres que he visto antes, que se ven forzados a perpetrar un crimen que no desean cometer.
—¡Eso es! —musitó el joven Willington, con los puños apretados y el rostro aún más sombrío de lo que Harrison hubiera podido creer posible—. Estoy siendo obligado a algo… y voy a decírselo. Puede que me envíe entre rejas al manicomio, pero no voy a poder aguantar todo esto durante más tiempo.
—Estoy de vacaciones —le recordó Harrison—. No puedo actuar de forma oficial.
—Bien —empezó Willington abruptamente—. Algo está haciendo presa en mi mente… algo psíquico… o incluso peor. Durante más de un mes he tenido la sensación vaga e incómoda de un peligro inminente que no podía definir. Últimamente ha sido más fuerte… como si algo de fuera me estuviera susurrando… ¡Susurrando! —volvió a estremecerse.
»He estado teniendo toda clase de malos sueños y pesadillas… y todos ellos parecen centrarse en torno a mi mejor amigo, James Clanton. Aunque yo jamás le haría daño a propósito, ni por todo el oro del mundo. Pero, últimamente, he sentido como si algún poder inexorable me estuviera forzando a hacerle daño… o, al menos, me estuviera insistiendo en que se lo haga. He empezado a preguntarme qué significarán todos esos susurros…
—¿Qué quieres decir con «susurros»? —quiso saber Harrison.
Willington hizo un gesto de desamparo.
—Es como si algo de fuera me estuviera urgiendo, empujándome, repitiendo la misma orden una y otra vez, acaparando mi mente hasta que no pueda pensar en nada más. ¡Y anoche lo escuché! En mi habitación, mientras dormía… o yacía medio dormido… un susurro siniestro y suave. Decía: «¡Mata a James Clanton!»
Harrison gruñó, ocultando a duras penas su incredulidad.
—Era tan tangible… era casi como una voz real —continuó Willington—. Me incorporé de un brinco y encendí la luz. Claro está que no había nadie más, allí. Entonces me di cuenta de que no podía ser el susurro normal de una persona… ¡Debía de ser algún impulso loco o malvado de mi propia alma! Era la voz de la locura, que susurraba en mi propia mente, tan alto que mis oídos físicos creían escucharla. Oh, Dios, ¿me estoy volviendo loco? —entonces gimió como un alma torturada.
—¿Estás seguro de que no había nadie escondido en tu habitación? —preguntó Harrison.
—La puerta estaba cerrada por dentro. Todas las demás habitaciones de esa planta están desocupadas y cerradas con llave. No, no había nadie. Era mi propio cerebro. He estado evitando a Jim últimamente, porque no sé cuando mi obsesión podría imponerse, obligándome a matarle. Dicen que los lunáticos siempre matan a aquellos que más significan para ellos. Cuando le vi en la acera, hace un momento, le avisé sin pensar, y luego ocurrió el accidente… me encontraba aturdido… atontado. Pensé que lo había hecho de forma deliberada —una vez más, Willington enterró el rostro entre las manos. Su voz prosiguió, amortiguada—. Me mataría a mí mismo antes de hacerle daño a Jim Clanton. Y también preferiría morir, antes que ir a un manicomio.
—Relájate, muchacho —avisó el corpulento detective—. Si solieras pasarte por los barrios orientales de las grandes ciudades, tal como yo hago, no te sorprenderías de casi nada, o al menos no te preocuparías por ello. Tú no estás loco —aunque pronunció aquellas palabras, estaba muy lejos de pensar de ese modo—. ¿Es esta tu casa?
Willington asintió, y Harrison aparcó ante una gran mansión bastante vieja, cuya pintura resquebrajada sugería que había vivido días mejores. En la amplia terraza exterior flanqueada de pilares se sentaba un hombre maduro, medio oculto por el periódico que sostenía. Les dedicó una mirada casual, saludó con la cabeza y siguió leyendo.
—¿Quién es ese? —gruñó Harrison.
—Mi tío, Abner Jeppard —replicó el joven—. Es mi tutor. ¿No entra usted?
—No. ¿Vivís aquí solos, tú y él?
—No es que estemos exactamente solos. Hay una pareja de criados; duermen fuera, en el bungalow del servicio, que está en el patio trasero. Me gustaría que usted…
—¿Le has contado a tu tío algo de este asunto? —quiso saber Harrison.
—No. No quería preocuparle. Tiene el corazón delicado, y se altera con frecuencia. Además, tenemos tan poco en común que jamás le he hecho lo que llamaríamos una confidencia. Cada uno vive su vida.
—¿Puedes arreglártelas para hacerme entrar en tu casa a escondidas esta noche? —preguntó abruptamente el detective— ¿Puedes colarme en tu habitación de modo que nadie, ni tu tío ni los criados, se enteren de ello?
—Pero… —empezó a decir Willington, muy extrañado, antes de ser interrumpido por el detective.
—¿Qué habitación es la tuya?
—Esa de ahí, arriba, en el ala izquierda. Desde aquí se puede ver una de sus ventanas.
—¡Muy bien! —espetó Harrison— Hay un montón de arbustos y árboles justo debajo. Arréglatelas para dejar una escalera de mano apoyada en la fachada, justo bajo tu ventana, y deja la ventana sin cerrar. Y, por cierto, comprueba todas las habitaciones de arriba antes de irte a dormir, y ata un cordón negro en la bajada de las escaleras, justo a la altura de los tobillos de un hombre. Estaré vigilando tu ventana. En cuanto apagues la luz, me colaré en tu habitación. Espérame, y no le digas nada a nadie, ni siquiera a tu tío.
La conversación se llevó a cabo en una voz tan baja que no pudo llegar a los oídos del hombre del porche, ni de ningún otro de la casa.
—Muy bien. Desde sus dependencias, los criados no pueden divisar lo que ocurre en el ala izquierda. Y mi tío estará roncando en el piso de abajo, al otro lado de la casa. Pero no logro entender…
—No tienes que hacerlo —gruñó Harrison—. Eso déjamelo a mí.