1.
El lugar estaba rodeado de una niebla siniestra, como si alguien hubiese abierto los ventanales, dejando entrar la bruma que solía ascender desde los muelles podridos, y que intentaba penetrar por todas las cerraduras de River Street. Pero, esta noche en particular, se trataba de un tipo diferente de bruma, pues arrastraba el hálito acre y exótico del opio, aunque tampoco se trataba de eso. La estancia de la planta baja se hallaba casi tan a oscuras como la misma calle, tan sólo iluminada por la parpadeante luz de unas bombillas situadas en la húmeda pared. La mortecina luz apenas servía para mostrar las tendidas figuras del usual grupo de adictos de la zona de River Street. Podían cambiar de un fumadero a otro, aunque, en los últimos tiempos, se decía que algunos de los que habían entrado en aquel tugurio, no habían vuelto a salir.
El narcótico Nirvana proporcionaba una falsa paz, una que poseía un alto precio, aunque, en esta noche en concreto, tal precio iba a ser aún más alto de lo normal. La escena continuó así unos instantes, pero, de súbito, la masiva puerta de roble se abrió hacia dentro con un fuerte empellón, como golpeada por una vetusta máquina de asedio. Evidentemente, ni tan siquiera aquello era capaz de atraer la atención de los drogadictos del lugar, que se hallaban completamente narcotizados, pero el repentino estruendo que más parecía una explosión, puso en acción a ciertos sujetos que debían haber fingido la ensoñación de la droga. Tras despojarse de las mantas que los cubrían, un grupo de corpulentos orientales armados, de diversas nacionalidades, se lanzaron como tigres para hacer frente al desafío que les ofrecía el ejército que invadía su santuario privado. Pues, en efecto, se trataba de un ejército: uno compuesto por un solo hombre, llamado Steve Harrison.
El ejército encarnado de River Street aposentó los pies con fuerza mientras sus puños mostraban el brillo azulado de sendas automáticas, que se aprestaban a disparar una ráfaga contra el grupo de asesinos orientales. Tras vaciar los cargadores, Harrison tiró a un lado las pistolas y echó mano al cuchillo gurkha que ocultaba en su cinturón de factura oriental. Descargó un golpe con la fuerza de una guillotina, quebrando el cráneo del primer asesino que se acercaba a él tras esquivar la granizada de balas. La sangre vertida por la hoja del Himalaya salpicó a Harrison, que logró liberar el cuchillo de la cabeza destrozada justo a tiempo para eludir un tajo que acababan de lanzarle. Harrison se aferró al brazo de su oponente, y le empotró el codo contra el costado, dejándole sin aliento el tiempo suficiente para volver a usar su hoja. A punto estuvo de partirlo en dos, e interrumpió el tajo lo justo para evitar separarlo en dos, pues debía detener un nuevo cuchillo que asomaba por arriba.
Fue el más puro azar lo que salvó al detective de su siguiente atacante, pues, por un instante, resbaló con las vísceras que fluían con generosidad en un charco del suelo. Dio un traspiés con una mano seccionada que tenía bajo sus zapatos, y se desplomó, alejándose en el último instante de la cachiporra que se dirigía a su cabeza. Sus rizos negros se agitaron sudorosos, y, bajo ellos, sus ojos azules relucieron de furia y determinación. Dejó caer el cuchillo y lanzó uno de sus habituales puñetazos contra el único oponente que quedaba en pie, y que no estaba destinado a permanecer así por más tiempo. El descomunal puño impactó contra la barbada mandíbula provocando un estampido que recordaba al ruido que emite una rama podrida al partirse.
Harrison se incorporó, ya solo, empapado en su propio sudor y en la sangre de sus enemigos. Su aguda mirada escrutó la penumbra del tugurio, en busca de nuevos atacantes, aunque en realidad había que considerarlos defensores. No quedaba nadie. El lugar parecía estar cubierto de cadáveres, pero Harrison se percató de que la mayoría de los cuerpos tendidos pertenecían a los clientes, que se agitaban en sus mórbidas ensoñaciones. Con una sola excepción. Un súbito alarido provocó un escalofrío en la espina dorsal del corpulento detective. Tras escrutar la estancia una vez más, convencido de que el curioso alarido debía de delatar la presencia de uno de los demonios de los Once Infiernos Carmesí de la leyenda asiática, se agazapó, esperando el inminente ataque. Poco después, descubría la procedencia de aquel impío sonido. Se trataba de uno de los fardos de carne abotagada que había tendidos en el suelo.
De repente, la narcótica flacidez de la figura, dio paso a una serie de maníacas convulsiones, como si el sujeto estuviera siendo asado en las parrillas del averno. Harrison había contemplado ya numerosos ataques provocados por la droga en mal estado, pero jamás había visto nada parecido. Se acercó al jergón que no paraba de agitarse, presa de una especie de terror supersticioso que el anterior combate no había sido capaz de despertarle. ¿Acaso ese pobre diablo estaría poseído por los demonios? Tras debatirse contra el terror ancestral heredado de sus antepasados celtas, Steve extendió la mano, agarrando la temblorosa figura con puño de acero. Incluso a él, con su fuerza colosal, le resultó difícil agarrarle unos instantes para verle la cara, que reconoció de forma vaga, como si perteneciera a alguien a quien no había visto en muchos años. Una voz interior le aconsejó que debía llevarse a aquel pobre hombre hasta un lugar más seguro.
Harrison se daba cuenta de que no tenía más que unos segundos para actuar. En cualquier momento, una nueva horda de asiáticos podía lanzarse sobre él, de manera que propinó un veloz puñetazo en la mandíbula a aquella carcasa viviente, para que dejara de debatirse. Aquello pareció calmarlo, claro, de modo que el corpulento hombre de la ley le colocó sobre sus hombros como si fuera un mero saco de patatas. Prefirió salir por el mismo lugar por el que había entrado. Sabía bien que esos demonios de ojos rasgados no se atreverían jamás a seguirle al exterior. Hasta en River Street, aquella habría sido una acción demasiado osada para cualquier grupo que tuviera algo que esconder. La carne de Harrison, que se habría sobrecogido por el siniestro ambiente del fumadero, se tonificó ante el frescor revitalizante del aire nocturno. Incluso el viscoso abrazo de la neblina del río resultaba agradable.
Tras depositar su carga en el asiento posterior de un vehículo que le estaba esperando, Harrison gritó una orden al conductor, y se dispuso a disparar al exterior, sin dejar de vigilar la figura inerte que yacía junto a él. Mientras el pequeño automóvil marchaba a todo gas hacia el Hospital de Santa Inés, justo a la entrada del distrito oriental, Harrison extendió la mano para volver hacia sí el rostro del hombre inconsciente.
—¡Por Judas Iscariote! —imprecó, sobresaltando al conductor, un policía en horas de descanso, que siempre se mostraba dispuesto a colaborar en los poco ortodoxas acciones justicieras de Harrison, y que ahora, cogido por sorpresa, perdió el control del auto un instante, avanzando en zigzag— ¡Creí de debían haberle descubierto y asesinado antes de que yo llegara! —proseguía a voz en grito Harrison, muy sorprendido—. ¡Pero es él!
—¿Quién, Steve? ¿Quién es? —espetó de soslayo el atónito conductor, mientras enderezaba el volante, intentando controlar el vehículo, que no paraba de dar bandazos.
—Es Jong Tso, esa rata chivata que me ha metido en este condenado berenjenal. Resulta que me llamó por teléfono a comisaría, en plena noche, y por suerte me había quedado hasta tarde. Le pregunté a Jong Tso si tenía alguna información sobre esa red de traficantes, pero me dijo que se trataba de otra cosa, de algo demasiado grande. Mencionó a una de esas sociedades secretas orientales, llamada el Tong Negro. Decía que estaban poniendo en circulación una droga muy peligrosa.
Tras estacionar junto a la entrada de urgencias, Bill Waterman, el conductor, se dio la vuelta con una mirada de incrédulo estupor.
—¿Te dijo él eso? Vamos, Steve, tú y yo sabemos que a Jong Tso le dan igual las partidas de droga adulterada. Antes le mordería una serpiente al Espíritu Santo que se preocuparía Jong Tso por algo así.
Entre ambos, sacaron la figura inerte del interior del vehículo, asiéndole por las sandalias y las axilas. Steve replicó:
—Ya lo sé. Pero lo cierto es que, por eso mismo, me intrigó. Pensé que debía de tratarse de algo poco normal, de modo que quedé en reunirme con él. Le encontré en uno de esos bares del muelle, y me contó la historia, o parte de ella. Aunque aún sigue siendo un misterio, y, ahora, mucho más. Jong Tso mencionó que estaba preocupado porque tenía ciertas amistades e incluso parientes que habían desaparecido tras entrar en uno de estos tugurios, como el que acabamos de atacar. Algunos lograron regresar, pero no tardaron en morir. Sabían que estaban mal, pero no se atrevían a acudir a un médico, porque la escoria de su clase no se atreve a mostrarse en público. Jong Tso y yo nos pusimos de acuerdo en que intentaría infiltrarse, cambiando la droga en el último instante, para ver si podía enterarse de lo que se cocía ahí dentro.
Tras ingresar al pequeño chino, el detective y el policía continuaron la conversación en la sala de espera.
—Pero Steve, en River Street hay muchos médicos que se dedican a atender a las ratas de los muelles como él, cuando estos necesitan que alguien les lama las heridas. ¿Por qué no acudieron a ellos esos chinos?
—Algunos sí lo hicieron. Pero la mayoría de los doctores no quisieron atenderles. Aunque al principio sí que lo hicieron, pero luego se negaron, remisos, como si estuvieran en el ajo y no quisieran meterse en problemas. Por eso he traído aquí a Jong Tso, para que le atienda un médico blanco. Quizá no pueda descubrir lo que le pasa, pero, si lo logra, al menos nos lo dirá.
Tras aquello, los dos amigos guardaron silencio. Bill, que había decidido ayudar a su amigo tras un agotador día de trabajo, estaba rendido, y cedió al sueño. Harrison, apenas consciente de sus ronquidos, abrió una revista pulp de historias picantes, que había comprado en el quiosco de fuera. Pero las encantadoras jovencitas de las fotografías no lograban distraer su mente, que trabajaba ya a toda velocidad. No podía pensar en nada que no fuese la misteriosa amenaza que se cernía sobre River Street, una amenaza mucho más siniestra dado que aún no conocía su alcance. ¿Cómo prepararse contra algo que desconocía? Steve jamás rehuía los combates, pero necesitaba saber a qué se enfrentaba.
El cansancio se apoderó de Steve antes de que la lujuria pudiera tentarle. Al igual que su compañero, cayó en los brazos de Morfeo, hasta que notó cómo un médico le tiraba del brazo para despertarle, mientras decía con tono urgente:
—¿De dónde narices ha sacado a ese hombre? Y aún más importante: ¿de dónde ha sacado él ese… ese veneno se ha metido en el cuerpo?
Tras intentar componer un poco su arrugado sombrero y la corbata destrozada, Harrison parpadeó mientras balbucía:
—Bien, doc, no estoy muy seguro de que pueda decírselo, al menos hasta que usted me cuente qué le pasa a ese canijo… perdón, a mi amigo. Es un asunto de la policía, ¿sabe? —mientras hablaba, Steve sacó su identificación, así como la placa policial. Entonces, el médico se mostró aún más asustado.
—¡Debí haberlo sabido! Por favor, agentes, acompáñenme.
Tras aquello, los tres hombres cruzaron la puerta de vaivén y penetraron en un pasillo del hospital. El olor del desinfectante saturó sus fosas nasales casi con tanta fuerza como hiciera el opio, hacía tan sólo un par de horas. No estuvieron allí más que un instante, lo justo para que el doctor murmurara unas instrucciones al oído de una enfermera, tras lo cual volvió a reunirse con ellos.
—Permitan que me presente. Soy el doctor Randall Bennet. Pasen por aquí, señores.
Abrió una puerta que conducía a una oficina chapada con paneles de madera de roble, y repleta de certificados y títulos de numerosas instituciones científicas. Algunos de ellos no parecían haber sido expedidos en los Estados Unidos, al menos en lo que al idioma se refería. Steve, que apenas contaba con los estudios básicos, los contempló admirado. Él daba por sentado que había aprendido todo lo necesario en la universidad de las calles, pero respetaba a los hombres que se consagraban a sus respectivos oficios. Cuando tornó su mirada hacia el elegante escritorio de caoba, tras el cual el doctor estaba sentando su esbelta figura en un elaborado sillón de cuero, Steve observó que el científico acababa de extraer de la estantería un enorme libro de extraña apariencia, para después abrirlo por un lugar señalado.
—Al principio, creía que tenía que estar equivocado en mi diagnóstico, pero ni siquiera las siguientes pruebas ofrecieron algún dato que pudiera encajar con las dolencias más comunes. Tuve una corazonada, y le eché una ojeada a esta antigualla. Ya saben que a los médicos no nos suele gustar rendirnos, y a veces somos capaces de cualquier cosa para no darnos por vencidos. De modo que esto, para mí, era mi última carta a jugar.
—¿Qué es eso, doc? —gruñó Harrison—. ¿Algo así como una biblia?
—En cierto sentido, sí, señor Harrison —el doctor guardó silencio un instante, para limpiar sus gafas, como si necesitara unos segundos para decidir cuántos de sus secretos podía arriesgarse a revelar a aquellos extraños—. Ni siquiera estoy seguro de que deba contarles esto. Pero ¿ha dicho usted que el caso de su amigo no es el único? Supongo que, si de verdad se está propagando, no va a haber más remedio que acabar con ello.
Harrison se adelantó en su asiento, impaciente por el críptico modo de hablar del doctor.
—¿Acabar con qué, doc? ¡Habrá que saberlo!
—Es cierto. En primer lugar, lo mejor será que les hable de este libro; de otro modo no le encontraría demasiado sentido a lo que viene después —señaló el gastado canto del enorme volumen—. ¿Leen el alemán?
—No. Solo el inglés. Hasta ahora me ha bastado con eso. Así que tendrá usted que decirme lo que pone.
—El título es «Unaussprechlichen Kulten». Significa «Cultos Inmencionables», o mejor, «Innombrables». Se trata de una suerte de enciclopedia de la locura y la pesadilla, recopilada hace muchos años por un anciano erudito alemán de nombre Von Junzt. Ese hombre poseía una sed insaciable de conocimientos insólitos, y sus coetáneos llegaron a compararle con el mismísimo doctor Fausto.
—¿No estará diciendo que ese tal Von Junzt vendió su alma a cambio de lo que hay en ese libro? —discutió Harrison, con actitud escéptica, pero empezando a sentir de nuevo esa extraña sensación de inquietud.
—¿Que si vendió su alma? Bueno… sí, supongo que algo así debió de hacer. El libro incluye narraciones de sus viajes a lugares insólitos y prohibidos, algunos de los cuales han sido considerados como un puro mito por los eruditos más respetables. En cierto capítulo, afirma incluso que el infierno es un lugar real, situado en cierta parte de este planeta, y que él había estado allí. Prefiero no mencionar lo que decía haber aprendido en ese lugar. No creo que fueran a dormir mejor que yo.
Harrison frunció el ceño con interés y aprensión.
—¿Cómo se ha hecho con ese libro, doc? No me parece que sea legal imprimir algo así.
—Es cierto. No lo es, y yo opino igual que usted: jamás debería imprimirse. Esto de aquí es la edición de Bridewall. Está muy resumida, aunque se dice que existen otras versiones, mucho más raras, y que incluyen el texto completo. No puedo ni imaginar qué horrores acecharán en esas páginas. Esta edición la encontré no muy lejos de aquí, en una covacha de River Street. Me hicieron llamar por una urgencia médica. Era un caso de violencia en las calles, y, cuando llegué, ya era demasiado tarde. Le habían disparado a un hombre frente a una librería, que en realidad no era más que una tapadera para otros trabajitos más siniestros que se hacían en la trastienda del local. Por lo visto, alguien se había deshecho de un cargamento de libros antiguos, que habían sido robados de una mansión de las afueras. Tras sumar dos y dos, acabé suponiendo que habrían pertenecido al anciano John Grimlan. ¿Han oído hablar de él?
Harrison estaba fascinado. Por supuesto que había escuchado antes ese nombre, al que se asociaban numerosas historias que le ponían a uno los pelos de punta. No obstante, se limitó a asentir.
—Por lo que supongo, los ladrones irrumpieron en la casa después de la muerte del anciano, y pensaron que los libros podían ser antigüedades de gran valor. Creían que iban a poder venderlos fácilmente, pero se encontraron con que nadie quería quedarse con ellos. En River Street, la gente sabe acerca de este tipo de cosas. Al final hubieron de venderlos por unos pocos centavos, sólo por quitárselos de encima. Descubrí el título por azar, y compré el volumen por una suma ridícula. No obstante lo barato que me salió, el precio que he pagado por leerlo después, ha sido muy elevado. Verán ustedes: este libro había sido la comidilla durante años en el mundo médico, pues se decía que Von Junzt había catalogado toda clase de hierbas, drogas, y, sobre todo venenos… algunos dignos de los Borgia. Pero, con frecuencia, y en pequeñas dosis, algunas de esas sustancias pueden emplearse como medicinas, o incluso de anestesia. Jamás le había prestado al tema demasiada atención, ya que dudaba incluso de la existencia del libro. Pero, cuando lo vi, me dije que tenía que saberlo. Los rumores resultaron ciertos. Encontré la información en un apartado dedicado a las sectas asesinas. No creerían ustedes algunos de los modos que han ideado los seres humanos para exterminarse entre sí. Muchas de esas muertes se consideran hoy en día casos extraños, porque la ciencia médica no conoce lo que Von Junzt averiguó.
—Oiga, doc, ¿me está usted diciendo que a ese Jong Tso de ahí dentro le han suministrado una de esas drogas? ¿Saldrá de esta?
El médico negó con la cabeza.
—No. Me temo que el chino ya ha muerto. Mejor para él. Créanme si les digo que habría sido mucho peor de haber sobrevivido. Pero sí, claro que tiene usted razón: fue una de esas drogas que mencionaba Von Junzt, una que llaman el Loto Negro. Si alguien está suministrándola por ahí, lo que hay en juego es mucho más gordo que una banda local de traficantes. Y el auténtico peligro no es la droga en sí, por espantosa que resulte, sino los poderes que cultivan esa sustancia, y para qué la emplean. No fue pensada para algo tan superfluo como los antros de drogadictos, señor Harrison.
Steve se incorporó, presintiendo que la entrevista tocaba a su fin.
—Pues bien, ¿para qué sirve, entonces?
El médico bajó la mirada, fijándola en el escritorio.
—Mucho me temo que no tengo claros los detalles. Como ya he dicho, la edición de que dispongo está muy recortada. Albergo ciertas sospechas, pero resultan demasiado vagas como para que le sean de alguna utilidad. No poseo las respuestas. Tan solo pretendía mostrarles qué clase de enigma me han traído cuando me entregaron a ese amigo suyo, que ha muerto.
—Gracias, doc —gruñó Harrison.
Cuando se dirigía ya a la puerta, más confuso que antes, y con Bill a su lado, aventuró:
—Me parece que he oído de alguien que podría tener esas respuestas o que, cuanto menos, podría saber cómo obtenerlas.