Capítulo I.
La senda del pantano
—Esta es la única senda que conduce al pantano, señor —el guía de Steve Harrison señaló con un largo dedo al estrecho sendero que discurría por entre los robles y cipreses.
Harrison encogió sus descomunales hombros. Los alrededores no resultaban en absoluto acogedores, con aquellas largas sombras del sol de media tarde proyectando siniestros dedos en la penumbra que reinaba entre los árboles cubiertos de musgo.
—Debería usted esperar hasta que amanezca —opinó el guía, un sujeto alto y desgarbado con botas de vaquero y un guardapolvo arrugado—. Se está haciendo muy tarde, y no es buena idea meterse en el pantano después de que anochezca.
—No puedo esperar, Rogers —replicó el detective—. El hombre que estoy persiguiendo podría haberse marchado por la mañana.
—Tendrá que salir por este camino —informó Rogers, mientras seguían avanzando—. No hay otro modo de entrar o salir. Si su hombre intenta abrirse camino hasta el terreno firme del otro lado, acabará engullido entre las tierras movedizas, o en la panza de un cocodrilo. Hay muchos de esos bichos. Y supongo que él no estará muy acostumbrado a viajar por un pantano, ¿verdad?
—No creo que haya estado antes en uno, en toda su vida. Se ha criado en la ciudad.
—Pues entonces no se apartará de la senda —predijo Rogers con total confianza.
—Por otro lado, a lo mejor no se da cuenta del peligro —gruñó Harrison.
—¿Qué decía que había hecho? —inquirió Rogers, escupiendo un amasijo de tabaco mascado en dirección a un escarabajo que se arrastraba por el oscuro suelo.
—Golpeó a un viejo chino en la cabeza con un machete de cortar carne y le robó los ahorros de toda una vida… diez mil dólares, en diez billetes de mil. El viejo ha muerto, dejando una nietecita que no tendrá ni un centavo, a no ser que consiga recuperar el dinero. Esa es una de las razones por las que quiero atrapar a esa rata antes de que logre escabullirse. Quiero recuperar ese dinero, para dárselo a la chiquilla.
—¿Y cree usted que el chino al que vieron hace un par de días entrando por esta senda, era ese mismo que anda buscando?
—No puede ser otro —espetó Harrison—. Le hemos estado siguiendo los pasos por medio continente, bloqueando los puertos y las fronteras. Nos estábamos acercando a él cuando, de algún modo, logró darnos esquinazo. Este era ya el único lugar que le quedaba para esconderse. Llevo demasiado tiempo dándole caza para demorarme ahora. Si se ahoga en un pantano, lo más probable es que no le encontremos jamás, y el dinero se habrá perdido para siempre. El hombre al que asesinó era un anciano chino, honesto y bondadoso. En cambio, este tipo, Woon Shang, es malo de todas las formas posibles.
—Pues va a encontrarse con gente aún peor en este sitio —rumió Rogers—. En estas marismas no viven más que unos pocos negros. No son morenos del tipo común, como los que viven fuera, o en la ciudad. Estos vinieron aquí hace cincuenta o sesenta años… refugiados de Haití, o de algún otro país de esos. Ya sabe usted que no estamos muy lejos de la costa. Son muy suyos, y rara vez salen del pantano. Lo consideran su hogar, y no les gustan los extraños. ¿Qué es eso?
Se encontraban rodeando un charco en el camino, y descubrieron algo que yacía en el suelo frente a ellos… algo negro, empapado de rojo, que gruñía y se movía de forma convulsiva.
—¡Es un negro! —exclamó Rogers— Le han apuñalado.
No hacía falta ser un experto para deducir aquello. Se inclinaron sobre el cuerpo y Rogers vociferó una profana expresión de reconocimiento.
—¡Pero si yo conozco a este tipo! No es una rata del pantano. Es Joe Corley, que apuñaló a otro negro el mes pasado, en un baile, y se escapó. Apostaría a que ha estado escondido en el pantano desde entonces. ¡Joe! ¡Joe Corley!
El moribundo gruñó y movió sus ojos vidriosos; su piel se mostraba cenicienta, ante la proximidad de una muerte segura.
—¿Quién te ha apuñalado, Joe? —quiso saber Rogers.
—¡El Gato del Pantano! —el jadeo resultó casi inaudible. Rogers lanzó un juramento y miró temeroso en torno suyo, como si esperase que alguien saltara sobre ellos desde los árboles.
—Yo intentaba salir de allí… —musitó el negro.
—¿Para qué? —inquirió Rogers— ¿Acaso no sabías que te esperaba la cárcel si te atrapábamos?
—Prefería ir a la trena que verme mezclado en… en las diabólicas… cosas que se cuecen… en el pantano —la voz fue perdiendo fuerza, mientras el esfuerzo por hablar se volvía cada vez más arduo.
—¿A qué te refieres, Joe? —preguntó incómodo Rogers.
—Negros Vudú —murmuró Corley con voz entrecortada—. Cogieron a ese chino y me amenazaron… no querían que me marchara… y entonces John Bartholomew… ¡uuuugh!
Un torrente de sangre fluyó por las comisuras de sus gruesos labios; se tensó en una breve convulsión, y luego quedó inmóvil.
—¡Ha muerto! —susurró Rogers, observando la senda del pantano con los ojos dilatados.
—Habló de un chino —dijo Harrison—. Eso confirma que estamos en la pista correcta. Tendremos que dejarle aquí por un tiempo. Ya no podemos hacer nada por él. Pongámonos en marcha.
—¿De verdad quiere usted seguir adelante, después de esto? —exclamó Rogers.
—¿Por qué no?
—Señor Harrison —dijo Rogers con voz solemne— me ha ofrecido usted una buena suma por guiarle por este pantano. Pero juego limpio cuando le digo que no hay suficiente dinero en el mundo como para hacerme entrar allí ahora, con la noche a punto de caer.
—Pero ¿por qué? —protestó Harrison— Sólo porque este hombre se enzarzó en una lucha con unos de los de su calaña…
—Es mucho más que eso —declaró Rogers con tono resuelto—. Este negro estaba intentando marcharse del pantano cuando lo apuñalaron. Sabía que le esperaba la cárcel en cuanto saliera de aquí, pero estaba decidido a pesar de todo; eso significa que algo le había asustado hasta hacerle ver las estrellas. ¿Ha escuchado lo que ha dicho acerca de que el Gato del Pantano le había apuñalado?
—¿Y bien?
—Pues bien, el Gato del Pantano es un negro loco que vive en las marismas. Ha pasado ya tanto tiempo desde que algún hombre blanco declaró haberle visto, que ya empezaba a creer que no era más que un mito que los negros de «fuera» contaban para asustar a la gente, con el fin de que no entraran en el pantano. Pero esto demuestra que no es así. Ha matado a Joe Corley. Y nos matará a nosotros si nos sorprende en la oscuridad. ¡Por Dios, si hasta podría estar acechándonos ahora mismo! —aquel pensamiento turbó tanto a Rogers que desenfundó un gran revólver de seis tiros con un cañón enorme, y miró a su alrededor, masticando el tabaco con una rapidez tal que mostraba a las claras su preocupación.
—¿Quién es ese otro tipo que mencionó, John Bartholomew? —inquirió Harrison.
—No lo sé. Jamás oí hablar de él. Vamos, salgamos de aquí. Convenceremos a un par de muchachos y volveremos luego a por el cadáver de Joe.
—Yo voy a seguir —gruñó Harrison, poniéndose en pie y sacudiéndose las manos.
Rogers le observó, perplejo.
—¡Pero hombre, usted está loco! Se perderá…
—No, si sigo el sendero.
—Bueno, pues entonces el Gato del Pantano acabará con usted, o si no lo harán los cocodrilos…
—Correré ese riesgo —replicó Harrison con brusquedad—. Woon Shang está en algún lugar de este pantano. Si se las arregla para salir de aquí, antes de que le ponga las manos encima, podría escaparse. Voy a ir tras él.
—Pero, si se espera, organizaremos una partida de búsqueda, y saldremos tras él a primera hora de la mañana —urgió Rogers.
Harrison no intentó explicar al hombre su preferencia casi obsesiva por trabajar solo. Sin hacer más comentarios, se dio la vuelta y avanzó por el estrecho sendero. Rogers aulló tras él:
—¡Es usted un loco del Infierno! ¡Si logra avanzar lo suficiente como para llegar a la cabaña de Celia Pompoloi, será mejor que se quede ahí a pasar la noche! Es la gran jefa de los negros. Y es la primera cabaña que se encontrará. Yo me vuelvo al pueblo, a organizar una batida. Y mañana por la mañana vendremos… —las palabras se volvieron ininteligibles por la frondosidad de la vegetación, mientras Harrison torcía por un giro de la senda, perdiendo de vista al otro hombre.
Mientras avanzaba, el detective observó que las hojas podridas estaban salpicadas de sangre, y que había marcas que parecían indicar que algo pesado había sido arrastrado por el camino. Obviamente, Joe Corley se había arrastrado cierta distancia desde que fuera atacado. Harrison se lo imaginó, arrastrándose sobre la tripa, como una serpiente malherida. El hombre debía de haber poseído una vitalidad muy intensa, para lograr avanzar tanto con una herida mortal en la espalda. Y su miedo debía de haber sido desesperado, para impulsarle de ese modo.
Harrison ya no divisaba el sol, pero sabía que debía de estar a punto de ocultarse. Las sombras se extendían mientras él se adentraba cada vez más en las profundidades del pantano. Comenzó a descubrir algunas manchas de lodo negruzco sobre los árboles, y el sendero se volvió cada vez más tortuoso, mientras discurría para evitar las viscosas plantas. Harrison prosiguió su camino sin detenerse. La densa vegetación podía ocultar a un fugitivo desesperado, pero no era entre los árboles, sino en las destartaladas cabañas de los moradores del pantano, donde esperaba encontrar al hombre que estaba cazando. Un chino criado en la ciudad, con temor a la soledad e incapaz de valérselas por sí solo, buscaría la compañía de otros hombres, aunque estos fueran negros.
El detective se giró de repente. A su alrededor, en la penumbra, el pantano parecía estar despertando. Los insectos elevaban sus voces estridentes, las alas de búhos y murciélagos batían en el aire, y los sapos croaban sobre los nenúfares. Pero acababa de escuchar un sonido que no tenía nada que ver con todo aquello. Se trataba de un movimiento sigiloso, entre los árboles, que avanzaba junto al camino de manera sólida. Harrison empuñó su revólver del 45 y esperó. No ocurrió nada. Pero, en la soledad primigenia, los instintos de un hombre se agudizan sobremanera. El detective sentía que estaba siendo observado por ojos invisibles; casi podía sentir la intensidad de aquella mirada. ¿Se trataría del chino, después de todo?
Un arbusto junto al sendero se movió sin que lo agitara la menor brisa. Harrison atravesó de un salto la cortina de colgantes cipreses, con el arma a punto, y gritando una orden. Sus pies se hundieron en un lodo resbaladizo, tropezó con la vegetación podrida, y sintió el musgo viscoso contra el rostro. No había nada tras el arbusto, pero juraría que había llegado a ver como se movía una forma sombría, desapareciendo a continuación por entre unos árboles, a poca distancia de allí. Mientras dudaba, bajó la mirada y observó unas marcas claras sobre el cieno. Se arrodilló para examinarlas. Se trataba de las huellas de unos pies grandes, planos y desnudos. El lodo comenzaba a cubrir la depresión formada por las pisadas. Un hombre había estado observándole tras ese arbusto.
Tras encogerse de hombros, Harrison regresó al sendero. Esa huella no pertenecía a Woon Shang, y el detective no andaba buscando a nadie más. Resultaba natural que alguno de los moradores del pantano espiara a los extraños. El detective gritó un saludo a la envolvente oscuridad, para asegurar al observador invisible que sus intenciones eran amistosas. No hubo respuesta. Harrison se dio la vuelta y continuó avanzando por el sendero, sin sentirse del todo cómodo, y escuchando, de vez en cuando, un débil roce en las hojas, y otro tipo de sonidos que parecían indicar que alguien se movía siguiendo un curso paralelo al sendero. No hacía falta ser un genio para saber que estaba siendo seguido por un ser invisible y posiblemente hostil.
Estaba tan oscuro que seguía el camino más por instinto que por visión. A su alrededor resonaban misteriosos gritos de animales y pájaros extraños, y, de vez en cuando, el profundo eco de un gruñido, que le mantuvo intrigado hasta que lo reconoció como el bramido de un gran cocodrilo. Se preguntó si aquellas bestias con escamas cruzarían el sendero alguna vez, y cómo se las arreglaría para evitarlos el tipo que le estaba siguiendo en la oscuridad. Mientras pensaba en ello, un nuevo chasquido resonó junto al camino, mucho más cerca que la otra vez. Harrison maldijo suavemente, intentando distinguir algo en la estigia negrura que se extendía más allá de las ramas cubiertas de musgo. El tipo se estaba acercando cada vez más a él, aprovechándose de la creciente oscuridad.
Había una siniestra implicación en todo aquello, que provocó que la carne de Harrison se sobrecogiera un poco. Aquella senda pantanosa, plagada de reptiles, no era el lugar más adecuado para combatir contra un negro enloquecido… pues le parecía probable que el desconocido observador fuera el asesino de Joe Corley. Harrison meditaba sobre el asunto cuando una luz parpadeó por entre los árboles, frente a él. Apresurando sus pasos, salió abruptamente de la oscuridad hasta un crepúsculo grisáceo.
Había alcanzado una plataforma de terreno sólido, en el que los árboles, más delgados, dejaban ver los últimos rayos grises del ocaso. Mostraba una negra muralla de ramas ondulantes en torno al pequeño claro, y, a través de sus agujeros, a ambos lados, Harrison captó un atisbo de aguas oscuras. En el claro se alzaba una cabaña de troncos toscamente cortados, y, a través de una pequeña ventana brillaba la luz de una lámpara de aceite.
Cuando Harrison emergió de entre la espesura, miró hacia atrás, pero no vio movimientos entre los helechos, ni escuchó el menor sonido de persecución. El sendero, difusamente marcado en la tierra compacta, pasaba junto a la cabaña y desaparecía en la penumbra que había más allá. Aquella cabaña debía de ser la morada de Celia Pompoloi que Rogers había mencionado. Harrison avanzó hacia allí y llamó a la tosca puerta fabricada a mano.
Hubo movimiento en el interior, y la puerta se abrió. Harrison no estaba preparado para la figura que apareció ante él. Había esperado encontrar algún patán descalzo; en lugar de eso, vio a un hombre alto, de constitución poderosa, impecablemente vestido, y cuyos rasgos regulares y piel clara revelaban una sangre mestiza.
—Buenas noches, señor —el acento denotaba una educación por encima de la media.
—Me llamo Harrison —dijo bruscamente el detective, mostrando su placa—. Voy detrás de un criminal que ha escapado hasta aquí… un asesino chino llamado Woon Shang. ¿Sabes algo de él?
—Sí, señor —replicó el otro con presteza—. Ese hombre pasó junto a mi cabaña hace tres días.
—¿Dónde está ahora? —quiso saber Harrison.
El otro abrió las manos, en un gesto curiosamente latino.
—No sabría decirle. Interactúo muy poco con el resto de la gente que habita en el pantano, pero sostengo la teoría de que permanece escondido con ellos, en alguna parte. No le he visto volver a pasar junto a mi cabaña, regresando por el sendero.
—¿Podrías guiarme hasta esas otras cabañas?
—Con mucho gusto, señor; a la luz del día.
—Me gustaría ir esta noche —gruñó Harrison.
—Eso es imposible, señor —protestó el otro—. Resultaría de lo más peligroso. Ya ha corrido un gran riesgo viniendo hasta aquí, usted solo. Las otras cabañas se adentran mucho más en el pantano. Jamás salimos de nuestras chozas cuando es de noche; hay demasiadas cosas en el pantano que resultan peligrosas para los seres humanos.
—¿Por ejemplo el Gato del Pantano? —gruñó Harrison.
El hombre le lanzó una rápida mirada inquisitiva.
—Mató a un hombre de color llamado Joe Corley, hace pocas horas —dijo el detective—. Encontré a Corley en el sendero. Y, si no me equivoco, ese mismo lunático me ha estado siguiendo durante la última media hora.
El mulato evidenció una inquietud considerable, y miró hacia el extremo del claro, escrutando las sombras.
—Entre —urgió—. Si el Gato del Pantano anda suelto esta noche, ningún hombre está a salvo en el exterior. Entre y pase aquí la noche, conmigo, y, al alba, le conduciré hasta todas las cabañas del pantano.
Harrison no vio que hubiera otro plan mejor. Después de todo, le parecía absurdo avanzar dando tumbos en la oscuridad de la noche, en una marisma desconocida. Se dio cuenta de que había cometido un error al venir solo, mientras anochecía; pero trabajar a solas se había convertido en un hábito, y le reconcomía una fuerte sensación de haberse precipitado. Siguiendo la pista, había llegado a media tarde a la pequeña ciudad al borde de los pantanos, y se sumergió en la espesura sin dudar. Ahora tenía sus dudas acerca de la sabiduría de tal acción.
—¿Esta es la cabaña de Celia Pompoloi? —preguntó.
—Lo era —repuso el mulato—. Murió hace tres semanas. Yo vivo aquí solo. Me llamo John Bartholomew.
Harrison levantó la cabeza con un movimiento brusco, y observó al hombre con renovado interés. John Bartholomew; Joe Corley había musitado ese nombre justo antes de morir.
—¿Conocías a Joe Corley? —quiso saber.
—Ligeramente; se refugió en el pantano para esconderse de la ley. Era un ser humano del tipo más bajo posible, aunque, como es natural, me entristece oír que ha muerto.
—¿Qué hace un hombre de tu inteligencia y educación en una jungla como esta? —preguntó el detective a quemarropa.
Bartholomew sonrió con cierta amargura.
—Uno no siempre puede elegir su entorno, Sr. Harrison. Los lugares desolados del mundo proporcionan refugio a toda clase de gente, no sólo a los criminales. Algunos acuden a los pantanos como su hombre chino, huyendo de la justicia. Otros vienen para olvidar amargas decepciones que han caído sobre ellos por las circunstancias de la vida.
Harrison estudió el interior de la cabaña, mientras Bartholomew colocaba una robusta barra atravesando la puerta. No había más que dos habitaciones, una junto a la otra, y conectadas con una puerta de recia construcción. El suelo de baldosas estaba limpio, y la habitación parcamente amueblada; una mesa, mantas, un banco apoyado contra la pared… y todo ello confeccionado a mano. Había una chimenea, sobre la que colgaban primitivos utensilios de cocina, y una marmita cubierta con un trapo.
—¿Le apetece algo de beicon frito con cachas de avena? —preguntó Bartholomew— ¿O quizás una taza de café? No tengo mucho que ofrecerle, pero…
—No, gracias, disfruté de un almuerzo considerable antes de adentrarme en el pantano. Prefiero que me hables acerca de esta gente.
—Como dije antes, interactúo muy poco con ellos —replicó Bartholomew—. Se agrupan por clanes, son muy supersticiosos, y es mucho lo que se callan. No son como las otras gentes de color. Sus padres llegaron aquí procedentes de Haití, poco después de una de las sangrientas revoluciones que han maldecido en el pasado esa infortunada isla. Poseen curiosas costumbres. ¿Ha oído usted hablar del culto del Vudú?
Harrison asintió.
—Esta gente son vuduístas. Sé que celebran misteriosos cónclaves en lo más profundo de los pantanos. He escuchado tambores redoblando en la noche, y he visto el destello de las hogueras a través de los árboles. En ocasiones, me he sentido un tanto intranquilo en cuanto a mi seguridad. Este tipo de gente es capaz de llegar a unos extremos de lo más sangrientos, cuando sus primitivas naturalezas se encuentran enloquecidas por los bestiales ritos del Vudú.
—¿Por qué no vienen los blancos y acaban con todo esto? —quiso saber Harrison.
—No saben nada sobre ello. Nadie viene aquí nunca, a menos que sea un fugitivo de la ley. La gente del pantano lleva a cabo sus propios ritos sin la menos interferencia externa.
»Celia Pompoloi, que una vez ocupó esta misma cabaña, era una mujer de considerable inteligencia y alguna educación; era la única moradora del pantano que, en ocasiones, salía al “exterior”, que es como llaman al mundo de fuera, e incluso asistió a la escuela. Aunque, según he llegado a enterarme, era la sacerdotisa del culto y presidía todos los rituales. Tengo el convencimiento de que encontró su final durante una de esas saturnalias. Su cadáver fue encontrado en las marismas, tan terriblemente mutilado por los cocodrilos que sólo pudieron reconocerla por la ropa que llevaba.
—¿Y qué hay del Gato del Pantano? —preguntó Harrison.
—Es un maníaco que vive en las marismas como si fuera una bestia salvaje, y sólo es violento de manera esporádica; pero, en esas ocasiones, resulta algo digno de horror.
—¿Mataría al chino si tuviera la oportunidad?
—Cuando le da el arrebato, sería capaz de matar a cualquiera. ¿Dice usted que ese chino es un asesino?
—Asesino y ladrón —gruñó Harrison—. Robó diez de los grandes al hombre al que asesinó.
Bartholomew levantó la mirada con renovado interés, comenzó a decir algo, y luego, de manera evidente, cambió de opinión.
Harrison se puso en pie, bostezando.
—Creo que me voy a echar un rato —anunció.
Bartholomew cogió la lámpara y condujo a su huésped a la habitación de atrás, que era del mismo tamaño de la otra, pero cuyo único mobiliario consistía en un banco y un catre.
—No tengo más que una lámpara, señor —dijo Bartholomew—. La dejaré aquí, con usted.
—No te preocupes —gruñó Harrison, que sufría una secreta aversión hacia las lámparas de aceite, por haberle explotado una de ellas durante su infancia—. Veo como un gato en la oscuridad. No la necesito.
Tras disculparse por lo rudimentario de las instalaciones y desearle un buen sueño nocturno, Bartholomew se despidió, saludando con una inclinación de cabeza, y la puerta se cerró. Harrison, llevado por la fuerza de la costumbre, estudió la habitación. La luz de las estrellas penetraba a través de una ventana diminuta, la cual, según notó, estaba reforzada con pesadas barras de madera. No había más puerta que aquella por la que había entrado. Se tumbó en el catre completamente vestido, sin quitarse siquiera los zapatos, y ponderó su situación con ánimo sombrío. Le atormentaba el temor de que Woon Shang pudiera escapar de él, después de todo. ¿Y si el chino aprovechaba para deslizarse ahora mismo por la senda por la que él había penetrado en los pantanos? Era cierto que los oficiales locales de la ley hacían guardia en los límites de los pantanos, pero Woon Shang podría lograr esquivarles amparado por la oscuridad de la noche. Y ¿qué pasaría si había otra forma de salir de allí, que sólo conocían las gentes del pantano? Y, si Bartholomew, tal como él mismo había dicho, no se relacionaba casi con sus vecinos, ¿qué seguridad podía tener de que el mulato podría guiarle hasta el escondite del chino? Estas y otras dudas le asaltaron mientras yacía tendido, escuchando los suaves sonidos de su anfitrión, que se retiraba a dormir, y mientras observaba como la delgada línea de luz bajo la puerta se extinguía al apagarse la lámpara. Por último, Harrison envió todas sus dudas al diablo, y se quedó dormido.