Capítulo V.
Las ratas comen al fin

Maldiciendo, Harrison rebuscó por el suelo, iluminado por el resplandor de los relámpagos. Encontró la linterna rota, y también algo más.
Las gotas de lluvia le golpeaban en el rostro cuando avanzó en dirección a la puerta del cementerio. En un instante, se hallaba sumido en una negrura aterciopelada, y, al siguiente, las losas de las tumbas brillaban blanquecinas bajo el deslumbrante resplandor de los rayos. A Harrison le dolía la cabeza de un modo espantoso. Tan sólo la suerte y un cráneo más duro de lo normal habían salvado su vida. El asesino en potencia debía de haber pensado que el golpe había sido fatal, y se había marchado, llevándose lo poco que quedaba de la cabeza de John Wilkinson para algún espeluznante propósito que no había modo de imaginar. Pero la cabeza había desaparecido.
Harrison parpadeó al pensar que la lluvia llenaría de agua la tumba abierta, pero no tenía ni las fuerzas ni los ánimos necesarios como para volver a cubrirla con tierra. Permanecer por más tiempo en aquel oscuro cementerio podría significar la muerte. El asesino podía volver.
Harrison miró hacia atrás mientras escalaba la verja. La lluvia había puesto nerviosas a las ratas; las raíces hervían de vida, temblando de siniestras sombras con ojos ardientes. Con un escalofrío, Harrison avanzó hacia la camioneta. Penetró en el vehículo, encontró su linterna, y recargó el revólver.
La lluvia se hizo más densa. Dentro de poco, el camino de tierra que llevaba a Lost Knob se convertiría en un rio de fango. En el estado en que se encontraba, no se veía capaz de conducir de vuelta a través de la tormenta por aquella abominable carretera. Pero no podía faltar mucho para el amanecer. La vieja granja podría proporcionarle un refugio hasta que se hiciera de día.
La lluvia caía en una densa cortina, cegándole, y difuminando las ya de por sí inciertas luces mientras avanzaba por la carretera, salpicando de forma ruidosa en los charcos de barro. El viento soplaba por entre los troncos de los robles. En una ocasión, gruñó y se frotó los ojos. ¡Casi habría jurado que, bajo el destello de un relámpago, acababa de vislumbrar una figura desnuda, pintarrajeada y cubierta con plumas, acurrucada entre los árboles!
La calzada discurría por entre una densa arboleda, que asomaba a un barranco escarpado. En lo alto de la colina se alzaba la vieja casona. Innumerables raíces y arbustos bajos invadían el exterior, hasta el destartalado porche. Aparcó el vehículo lo más cerca que pudo de la casa, y salió de él, debatiéndose contra el viento y la lluvia.
Esperaba verse obligado a volar de un disparo la cerradura de la puerta, pero esta se abrió al hacer girar el pomo con sus dedos. Entró tambaleándose en una estancia que olía a moho, macabramente iluminada por los relámpagos que se vislumbraban al otro lado de las ventanas.
Su linterna reveló un tosco banco colocado contra una pared lateral, una pesada mesa tallada a mano, y unas pocas mantas dobladas en una esquina. Desde la pila de mantas, una miríada de sombras furtivas salieron disparadas en todas las direcciones.
¡Ratas! ¡Una vez más, ratas!
¿Acaso no podría escapar nunca de ellas?
Cerró la puerta y encendió la linterna, colocándola sobre la mesa. Una grieta en la pared hacía que la llama bailara, fluctuante, pero no entraba el suficiente viento en la estancia como para apagarla. Había tres puertas, cerradas, que conducían al interior de la casa. El suelo y las paredes estaban llenos de agujeros, excavados por las ratas.
Unos diminutos ojos rojos le observaban desde las aberturas.
Harrison tomó asiento en el banco, colocando a su lado la linterna y la pistola. Sabía bien que, antes de que naciera el día, habría de luchar por su vida. Fuera de allí, en alguna parte en mitad de la tormenta, estaba Peter Wilkinson, con el corazón corrompido por el asesinato, y, o bien aliado con él, o trabajando por cuenta propia, —en cualquier caso sería enemigo del detective—, estaba también aquella misteriosa figura pintarrajeada.
Y aquella figura era la muerte, ya fuera un hombre disfrazado o un espectro indio. En cualquier caso, las contraventanas evitarían que le dispararan desde la oscuridad, y, para llegar hasta él, sus enemigos deberían irrumpir en el cuarto iluminado, dándole al menos una posibilidad de defenderse… y eso era todo cuanto había necesitado siempre el corpulento detective.
Para apartar la mente de los necrófagos ojos rojizos que le vigilaban desde el suelo, Harrison examinó el objeto que había encontrado tirado junto a la linterna rota, allí donde el asesino lo había dejado caer.
Se trataba de un suave óvalo de pedernal, tallado para que encajara en un mango de madera… un tomahawk indio del tipo más antiguo. Y los ojos de Harrison se entrecerraron de repente; había sangre en el pedernal, y parte de ella era suya. Pero, en el otro extremo del óvalo había más sangre, seca y oscura, con un matojo de cabello mucho más claro que el suyo, pegado al ensangrentado filo.
¿La sangre de Joash Sullivan? No. El viejo había sido apuñalado. Pero alguien más había muerto esa noche. La oscuridad había ocultado otra acción macabra…
Las sombras negras correteaban por el suelo. Las ratas regresaban… formas espectrales que se arrastraban fuera de sus agujeros, convergiendo en la pila de mantas de la esquina del fondo… una especie de alfombra arrugada, según observó Harrison, enrollada a un lado en un volumen compacto. Pero ¿por qué habrían de saltar las ratas sobre dicha alfombra? ¿Por qué corretearían arriba y abajo a su alrededor, chillando y mordisqueando la tela?
Había algo espantosamente sugerente en el contorno de dicha alfombra… tina forma que, según miraba con más atención, se fue tornando cada vez más definida y macabra.
Las ratas se apartaron, lanzando chillidos, cuando Harrison cruzó la habitación. Apartó a un lado la alfombra… y, bajo ella, descubrió el cadáver de Peter Wilkinson.
La parte posterior de la cabeza había sido aplastada. El rostro, blanquecino, estaba contorsionado en una espantosa mueca de absoluto pavor.
Durante un instante, la mente de Harrison sopesó las espeluznantes posibilidades que sugería su reciente descubrimiento. Entonces, decidió que debía dominarse, mostrándose indiferente a la susurrante potencia de la aullante y oscura noche, a la agitación de los húmedos árboles negros, y al aura abismal de las viejas montañas… y reconoció la única solución lógica al acertijo.
Con expresión sombría, bajó la mirada hacia el cadáver. El horror que mostrara Peter Wilkinson había sido genuino, al fin y al cabo. Arrastrado por su pánico ciego, se había dejado llevar por los hábitos de su infancia, y había ido a refugiarse en su antiguo hogar… encontrando allí la muerte, en lugar de seguridad.
Harrison se sobresaltó convulsivamente cuando un sonido sobrecogedor llegó hasta sus oídos por encima del rugido de la tormenta… se trataba del horrible canto de guerra de los indios… ¡El asesino estaba muy cerca!
Harrison saltó hacia una ventana cerrada con tablones, se asomó por una grieta en la madera y aguardó al destello de algún relámpago. Cuando se produjo, disparó a través de la ventana, en dirección a una cabeza emplumada que divisó oculta entre los árboles, muy cerca del vehículo aparcado.
En la oscuridad que siguió al relámpago, se agachó, esperando… se produjo un nuevo resplandor blanquecino… el detective lanzó un gruñido explosivo, pero no disparó. La cabeza seguía allí, y pudo echarle un vistazo con más detalle. El relámpago había provocado que brillara, blanca y espectral.
Se trataba del cráneo descarnado de John Wilkinson, tocado con un sombrero de plumas, y atado entre los árboles… y era, además, el cebo de una trampa.
Harrison se volvió, saltando hacia la linterna de la mesa. ¡El espeluznante señuelo había sido colocado para que mantuviera su atención en la parte frontal de la casa, mientras el asesino se deslizaba por su lado hasta entrar por detrás del edificio! Las ratas chillaron, dispersándose. En el momento que Harrison se giraba, una de las puertas interiores comenzó a abrirse. Disparó una bala a través del panel de madera, escuchó un gruñido, y un cuerpo cayó al suelo… y, entonces, justo cuando extendía la mano para alcanzar la linterna, el mundo estalló sobre su cabeza.
¡Se produjo una llamarada cegadora, un trueno ensordecedor, y la vieja casa se tambaleó desde el tejado hasta los cimientos! Un fuego azulado brotó del techo, descendiendo por las paredes hasta llegar al suelo. Un cascote ardiente cayó del techo, rozando en su caída la piel del detective.
Fue como el impacto de un martillo pilón. Hubo un instante de ceguera total, de dolorosa agonía, y Harrison se encontró tirado en el suelo, medio atontado. La linterna yacía extinguida junto a la destrozada mesa, pero la estancia estaba inundada por una luz espectral.
Se dio cuenta de que un rayo había golpeado la casa, por lo que el piso superior estaba en llamas. Intentó incorporarse y buscó su revólver. Se encontraba tirado en el suelo, en mitad de la habitación, y, cuando se disponía a recogerlo, la puerta acribillada a balazos se abrió de forma repentina. Harrison se detuvo en seco.
En el umbral se alzaba un hombre desnudo, excepto por un taparrabos de piel y unos mocasines en los pies. Empuñaba un revólver, con el que apuntaba al detective. La sangre brotaba de una herida en su muslo, mezclándose con la pintura con la que se había embadurnado.
—¡Así que eras tú el que quería convertirse en un potentado del petróleo, Richard! —dijo Harrison.
El otro rio de forma salvaje.
—¡Sí, y lo seré! Y no tendré que compartir la pasta con ninguno de mis malditos hermanos… unos hermanos a los que siempre he odiado, ¡condenados sean! ¡No te muevas! Casi acabas conmigo cuando disparaste a través de la puerta. ¡No pienso correr el menor riesgo contigo! Pero antes de enviarte al Infierno, te lo contaré todo.
»Tan pronto como Peter y tú salisteis hacia el cementerio, me di cuenta de que había cometido un error al limitarme a arañar la superficie de la tumba… sabía que tu pala chocaría con arcilla endurecida, y adivinarías que la tumba no había sido abierta. Entonces supe que tendría que matarte, igual que a Peter. Fui yo el que escondió la rata que habías matado; lo hice cuando los dos mirabais a otro lado, de modo que su desaparición espoleara los temores supersticiosos de Peter.
»Subí a mi caballo, y cabalgué hacia el cementerio a través del bosque. El disfraz de indio era algo en lo que había pensado hacía ya mucho tiempo. Y, gracias a esa infernal carretera, y al pinchazo que os retrasó, pude llegar al cementerio mucho antes que vosotros. Aunque, por el camino, desmonté y me detuve para matar a ese viejo estúpido de Joash Sullivan. Sabía que rondaba por aquí, y temía que, si me veía, pudiera reconocerme.
»Os estaba observando mientras cavabas en la tumba. Cuando a Peter le entró el pánico y escapó al bosque, le di caza, le maté, y traje su cuerpo aquí, a la vieja casa. Luego salí a por ti. Pretendía traer aquí tu cadáver, o mejor dicho tus huesos, después de que las ratas acabaran contigo, como tenían que haber hecho. Luego escuché que se acercaba Joel Middleton, y me vi obligado a escapar… ¡No tengo la menor intención de ponerme a tiro de ese pistolero del diablo!
»Pensaba quemar esta casa con vuestros dos cuerpos. ¡Cuando encontraran vuestros huesos entre las cenizas, la gente creería que Middleton os habría matado a ambos, para después quemar la casa! ¡Y ahora has caído directamente en mis manos al venir justo aquí! ¡Y un rayo ha impactado contra la casa, y la ha incendiado! ¡Oh, los dioses me favorecen esta noche!
Los ojos de Richard ardían con una luz de impía locura, pero el cañón de su pistola se mantenía firme, y Harrison no pudo hacer otra cosa que apretar indefenso sus grandes puños.
—¡Yacerás aquí, con ese necio de Peter! —se mofó Richard, furioso— ¡Con una bala en la cabeza, hasta que tus huesos se queden tan carbonizados que nadie pueda saber jamás cómo moriste! A Joel Middleton le acribillarán a balazos con cualquier excusa, sin darle la oportunidad de hablar. ¡Saúl rabiará el resto de sus días, internado en un manicomio! Y yo, que antes de que amanezca estaré durmiendo plácidamente en mi casa de la aldea, viviré el resto de mis días en medio de la prosperidad y el honor, sin que nadie sospeche jamás… jamás…
Levantó el negro cañón del arma, con los ojos ardientes y los dientes asomando como las fauces de un lobo por entre los labios pintados de negro… su dedo comenzó a apretar el gatillo.
Harrison encogió el cuerpo, tenso, desesperado, sopesando lanzarse con las manos desnudas contra aquel asesino, e intentar enfrentar su fuerza desnuda contra el plomo ardiente que iba a salir del negro cañón del revolver… y entonces…
Con un estampido, una puerta se abrió junto a él, y el espectral resplandor perfiló una alta figura, ataviada con un guardapolvos empapado de lluvia.
Un alarido incoherente resonó hasta el techo, y el arma que empuñaba el fugitivo de negro rugió, implacable. Disparó una y otra vez, llenando la estancia de humo y truenos, y la figura pintada se tambaleó ante el impacto del plomo caliente.
A través del humo, Harrison vio desplomarse a Richard Wilkinson… pero, mientras caía, también él disparaba. El techo se cubrió de llamas, y, bajo su resplandor, Harrison observó que la figura pintarrajeada se agitaba en el suelo, mientras otra forma, mucho más alta, se tambaleaba en la entrada. Richard gritaba de agonía.
Middleton arrojó su arma vacía a los pies de Harrison.
—Escuché el tiroteo y acudí —graznó—. ¡Tengo que admitir que esto deja mi venganza bien cumplida! —se desplomó, y Harrison le agarró mientras caía; era un peso muerto.
Los alaridos de Richard se alzaron hasta un escalofriante frenesí. Las ratas salían en tropel de sus agujeros. La sangre, que cubría el suelo en generosos charcos, había penetrado en sus agujeros, enloqueciéndolas. Ahora avanzaban con decisión, en una horda devoradora que no se detendría ante los gritos, los golpes, o las llamas destructoras, sino que tan sólo obedecía a su propia voracidad malsana.
En una oleada gris negruzca, se abalanzaron sobre el cadáver y sobre el moribundo. El pálido rostro de Peter quedó cubierto por dicha oleada. Los alaridos de Peter se tornaron pastosos, y fueron apagándose. Se agitó, medio cubierto por una temblorosa manta gris compuesta por centenares de pequeñas figuras que chupaban su sangre derramada y mordisqueaban su carne.
Harrison retrocedió por la puerta, llevando consigo al fugitivo muerto. El cadáver de Joel Middleton, asesino y fuera de la ley, se merecía un destino mucho mejor que el que estaba sufriendo el hombre que le había matado.
Para salvar a ese carroñero, Harrison no habría levantado ni un solo dedo, de haber estado en su mano.
Pero no lo estaba. Las ratas del cementerio habían reclamado lo que era suyo. Ya fuera, en el patio, Harrison dejó caer su carga. Por encima del rugir de las llamas se escuchaban aún unos alaridos espantosos, en los que se mezclaba el pánico más monstruoso con el dolor más indecible.
A través del ardiente umbral de la puerta, captó el horrorizado atisbo de una figura descuartizada, que yacía boca arriba, con la boca abierta, cubierta por un centenar de formas que continuaban desgarrándola. Observó una cara que había dejado de serlo, pues se había convertido en una calavera ciega y ensangrentada, que, incluso ahora, seguía gritando. Entonces, la espantosa escena llegó a su final, cuando el ardiente techo del interior se derrumbó con un estruendo atronador, enterrando a las ratas y a su víctima.
Una lluvia de chispas subía hasta el cielo; las llamas ascendían, mientras los muros se desplomaban hacia dentro, y Harrison se apartó de allí, llevando a rastras el cadáver de Joel Middleton, mientras el alba, nublada por la tormenta, aparecía con timidez por entre los riscos cubiertos de robles.