Capítulo II.
Rastros de asesinato

Fue un sonido junto a la ventana, un cauto agitar y tirar de sus barrotes, lo que le despertó. Abrió los ojos velozmente, con todas sus facultades alerta, como era su costumbre. Algo acechaba en la ventana; algo redondo y oscuro, con dos puntos brillantes. Con un escalofrío, se percató de que estaba viendo una cabeza humana, y que la tenue luz de las estrellas se reflejaba en sus ojos saltones y en los dientes que asomaban por su boca. Sin mover el cuerpo, el detective aferró su revólver con sigilo; tendido como estaba en la oscuridad del catre, resultaba difícil que el hombre que le observaba pudiera ver ese movimiento. Pero la cabeza desapareció, como si el observador hubiera sido alertado por algún instinto animal.

Harrison se incorporó en el catre, con el cuerpo en tensión, y resistiendo el impulso natural de saltar hacia la ventana y asomarse al exterior. Eso podría ser exactamente lo que quería el hombre que acechaba en el exterior. Había algo letal en todo aquel asunto; evidentemente, aquel tipo había estado intentando entrar. ¿Sería la misma criatura que le había seguido a través del pantano? Una idea repentina acudió a su cerebro. ¿No sería lógico que el chino hubiera apostado a un hombre para que hiciera guardia por si acudía alguien a perseguirle? Harrison se maldijo a sí mismo por no haber pensado antes en ello.

Encendió una cerilla, la acercó a su otra mano y miró su reloj. Ni siquiera eran las diez. La noche era joven aún. Miró abstraído la tosca pared que había junto al catre, difusamente iluminada por el resplandor de la cerilla, y, de repente, dejó escapar el aliento entre los dientes. La cerilla ardió hasta quemarle el dedo, y luego se apagó. Encendió otra y se agachó junto a la pared. En una oquedad entre los troncos de la pared había un cuchillo, cuya hoja, curva y siniestra, mostraba una inquietante mancha oscura. Harrison sintió un escalofrío al comprender lo que aquello implicaba. La sangre podía ser la de algún animal… pero ¿por qué desollar a un conejo o a un jabalí en aquella habitación? ¿Por qué no se había limpiado la hoja? Era como si la hubieran escondido a toda prisa, tras asestar con ella una puñalada mortal.

Asió el arma y la examinó con atención. La sangre se había secado y ennegrecido como si hubieran pasado muchas horas desde que fuera dejada allí. El puñal no era el típico cuchillo de carnicero… Harrison sintió un nuevo escalofrío. Era una daga china. La cerilla se apagó y Harrison hizo lo que habría hecho cualquier otro hombre. Se agachó bajo el catre, el único mueble de la estancia que podría ocultar un objeto de cualquier tamaño, y levantó la manta que colgaba hasta el suelo. En realidad no esperaba encontrar allí el cadáver de Woon Shang. Tan solo actuaba por instinto. Y no encontró ningún cadáver. Su mano, tanteando en la oscuridad, no tocó más que el tosco suelo y los troncos de la pared; luego sus dedos tocaron algo más… algo compacto y resbaladizo, escondido entre los troncos, igual que estuviera el cuchillo.

Cogió el objeto y lo sacó de debajo de la cama; al tacto, parecía un paquete plano de papel burdo, atado con seda aceitada. Tras encender otra cerilla, lo abrió. Su mirada se posó sobre diez grandes billetes; en cada uno de ellos observó la cifra de 1.000 $. Apagó la cerilla y permaneció sentado en la oscuridad, mientras una imagen mental se formaba rápidamente en su conciencia.

De manera que John Bartholomew le había mentido. Sin duda, había alojado al chino, igual que había hecho con Harrison. El detective imaginó una figura borrosa, inclinándose en la oscuridad sobre una figura dormida en aquel mismo catre… y una puñalada asesina con el cuchillo de la propia víctima.

Gruñó de forma inarticulada, con la decepción del cazador de hombres al que han quitado su presa, y seguro de que el cadáver de Woon Shang se estaría pudriendo a esas alturas en alguna viscosa marisma. Al menos tenía el dinero. Había sido muy descuidado por parte de Bartholomew el esconderlo allí. Pero ¿esa así de verdad? Lo cierto era que él mismo había llegado a encontrarlo llevado por una cadena de circunstancias puramente accidentales…

Volvió a tensarse. Bajo la puerta, observó una delgada línea de luz. ¿No se había acostado aún Bartholomew? Pero luego recordó que había visto como la lámpara se apagaba. Harrison se puso en pie y caminó en silencio hacia la puerta cerrada. Al alcanzarla, escuchó un bajo murmullo de voces en la habitación exterior. Los que así hablaban se acercaron más, deteniéndose directamente junto a la puerta. Aguzó el oído y reconoció el suave acento de John Bartholomew.

—No fastidies el asunto —murmuraba el mulato—. Cárgatelo antes de que tenga ocasión de empuñar su revólver. No sospecha nada. Acabo de recordar que dejé el cuchillo del chino en la grieta que hay junto al banco. Pero el detective nunca podrá verlo en la oscuridad. Tenía que venir aquí, a entrometerse, precisamente esta noche. No podemos permitir que vea lo que llegaría a ver si lograra sobrevivir a esta noche.

—Haremos el trabajo rápido y limpio, señó' —murmuró otra voz, con un acento gutural diferente de cualquier otro que Harrison hubiera oído jamás, e imposible de reproducir.

—Muy bien; no tenemos nada que temer de Joe Corley. El Gato del Pantano llevó a cabo mis instrucciones.

—Ese Gato del Pantano e'tá ahora mi'mo rondando por ahí fuera —musitó otro hombre—. No me gu'ta nada. ¿Po' qué no hase él e'te traba'o?

—Es cierto que obedece mis órdenes, aunque no se puede confiar demasiado en él. Pero no podemos quedarnos aquí, hablando de estas cosas. El detective puede despertarse y sospecharía. Abrid la puerta y a por él. Apuñaladle en el catre…

Harrison siempre había sido de la opinión de que la mejor defensa es un buen ataque. No había más que una manera de salir de aquel embolado. Y la puso en práctica sin dudar un segundo. Lanzó su descomunal hombro contra la puerta, abriéndola de golpe, y salió a la habitación exterior, con el arma dispuesta, mientras gritaba:

—¡Manos arriba, malditos!

Había cinco hombres en la habitación; Bartholomew, sujetando la lámpara y tapándola con la mano izquierda, y cuatro más, cuatro gigantes delgados y de miembros grandes, vestidos con ropas de difícil descripción, y unos rasgos siniestros y amarillentos. Cada vino de ellos empuñaba un cuchillo.

Retrocedieron con alaridos contrariados cuando Harrison saltó entre ellos. De forma automática, levantaron las manos, dejando caer sus cuchillos. Durante un instante el detective fue el dueño absoluto de la situación. La tez de Bartholomew se tornó cenicienta, y la lámpara tembló entre sus manos.

—¡Contra la pared! —espetó Harrison.

Le obedecieron, perplejos, mostrándose incapaces de pasar a la acción como efecto de la sorpresa. Harrison sabía que, si debía temer a alguien, ese alguien sería John Bartholomew, en lugar de aquellos voluminosos carniceros.

—Deja la lámpara sobre la mesa —espetó—. Colócate ahí, junto a ellos… ¡Ja!

Bartholomew se había inclinado para dejar la lámpara en la mesa… y luego, veloz como un gato, la empujó contra el suelo, donde se estampó, mientras, con el mismo movimiento, se parapetaba detrás de la mesa. El revólver de Harrison disparó de forma casi simultánea, pero, incluso en la negra oscuridad que siguió, el detective supo que había errado el tiro. Dándose la vuelta, se lanzó hacia la puerta que daba al exterior. Dentro de la cabaña a oscuras no tendría la menor probabilidad contra los cuchillos que los negros estaban ya recogiendo del suelo, mientras gruñían como perros rabiosos. Mientras Harrison corría por el claro, escuchó la voz furiosa de Bartholomew, aullando órdenes a voz en grito. El detective no pensaba tomar la ruta más obvia, el sendero de tierra batida. Rodeó la cabaña y se dirigió hacia los árboles del otro lado. No tenía intención de huir hasta que se viera acorralado. Buscaba un lugar en el que pudiera parapetarse para poder disparar con algo de ventaja. La luna acababa de asomar por encima de los árboles, enfatizando las sombras, en lugar de iluminarlas.

Escuchó como los negros salían gritando de la cabaña, mientras miraban a su alrededor, momentáneamente desorientados. Logró refugiarse en las sombras antes de que pudieran dar la vuelta a la cabaña, y, al mirar por entre los arbustos, les vio correr por el claro como si fueran sabuesos rastreando una presa, aullando de forma primitiva, impelidos por la decepción y la sed de sangre, La creciente luz de la luna lanzaba destellos en las largas hojas de sus cuchillos.

Se adentró más entre los árboles, encontrando el suelo bastante más sólido de lo que había esperado. Luego, de repente, llegó hasta la viscosa orilla de una charca de aguas negras. Algo gruñó y se agitó en el agua, y dos lámparas verdes ardieron de repente como joyas en el agua tintada. Retrocedió, sabiendo bien lo que significaban aquellas luces gemelas. Y, al hacerlo, se topó de bruces con algo que se abrazó a él con unos brazos tan fieros que más parecían pertenecer a un simio.

Harrison se inclinó hacia delante, torciendo su poderosa espalda como un gran gato, y su asaltante salió despedido por encima de su cabeza, estampándose contra el suelo, empuñando aún el abrigo del detective con la ansiosa presa de un animal. Harrison retrocedió, pasándose la espalda del abrigo por encima y liberando sus brazos de las mangas, frenético por liberarse.

El hombre se puso en pie de un salto, justo en el borde de la charca, bufando como una bestia salvaje. Harrison contempló a un corpulento negro medio desnudo, con salvajes jirones de cabello mezclado con barro colgando sobre un rostro que más parecía una máscara contorsionada, y cuyos labios echaban una espuma oscura. Supo entonces, sin el menor asomo de duda, que aquel era el temido Gato del Pantano.

Aferrando aún en su mano izquierda el desgarrado abrigo de Harrison, mostró en su derecha un destello de afilado acero; presintiendo las intenciones del loco, el detective se arrodilló, mientras disparaba su revólver. El cuchillo arrojadizo zumbó junto a su oreja, y, tras el estampido del disparo, el Gato del Pantano trastabilló, y cayó hacia atrás, zambulléndose en el negro estanque. Se escuchó un pesado chapoteo, las aguas se agitaron, levantando espuma, y se vio un atisbo de un hocico puntiagudo y reptilesco, tras lo cual el cuerpo malherido desapareció de la vista.

Harrison retrocedió, asqueado, y escuchó tras él el griterío de los hombres que le buscaban por entre los arbustos. Sus cazadores habían escuchado el disparo. Se ocultó entre las sombras de un grupo de árboles y esperó, arma en mano. Un instante después, vio que John Bartholomew y sus siniestros degolladores se acercaban hasta la orilla de la charca.

Se agruparon en la orilla, boquiabiertos, mientras Bartholomew reía y señalaba un ensangrentado jirón de tela que flotaba sobre las espumeantes aguas.

—¡Es el abrigo de ese estúpido! ¡Debe de haber entrado corriendo en el estanque, y los cocodrilos se han encargado de él! Puedo verles mordisqueando algo, allí, entre las raíces. ¿Oís ese chasquido de los huesos? —la risa de Bartholomew resultaba asquerosa de escuchar—. Bueno —dijo el mulato—. Ya no tenemos que preocuparnos más de él. Si mandan a alguien a buscarle, no tendremos más que decirle la verdad: que cayó al agua y se lo comieron los cocodrilos, igual que le pasó a Celia Pompoloi.

—Cuando encontramo' su cadáve, era algo e'pantoso de vé —musitó uno de los negros del pantano.

—Jamás encontraremos tanto de él —profetizó Bartholomew.

—¿Le contó lo que ha hecho el chino? —preguntó otro de los hombres.

—Me contó lo mismo que dijo el chino; que había matado a un hombre.

—Ojalá hubiera robao un banco —murmuró con ensoñación el morador del pantano—. Ojalá hubiera llevao ensima un buen montón de dine'o.

—Bueno, pues no era así —espetó Bartholomew—. Ya visteis cómo le registré. Ahora volved con los demás y ayudadles a vigilarle. Estos chinos son gente muy resbaladiza, y no podemos correr ningún riesgo con él. ¡Puede que mañana vengan más hombres blancos en su busca, pero, si lo hacen, no va a quedar mucho de él que puedan encontrar! —se rio como si estuviera pensando en algo siniestro, y luego añadió bruscamente— Deprisa, marchaos de aquí. Quiero estar solo. Debo entrar en comunión con los espíritus antes de que llegue la hora, y hay ciertos ritos terribles que debo ejecutar a solas. ¡Marchad!

Los otros inclinaron la cabeza, en un curioso gesto de sumisión, y se alejaron en dirección a claro. El mulato siguió sus pasos, sin prisas.

Harrison observó cómo se alejaban, mientras le daba vueltas en la cabeza a todo lo que acababa de escuchar. Algunas cosas seguían enmarañadas, pero otras, en cambio, habían quedado claras. Por una parte, resultaba obvio que el chino continuaba con vida, y estaba prisionero en alguna parte. Bartholomew había mentido acerca de sus propias relaciones con la gente del pantano; aunque era cierto que no era uno de ellos, no era menos cierto que parecía ser su líder. Y acababa de mentir al hablar del dinero del chino. Harrison recordó la expresión del mulato cuando se lo mencionó. El detective creía que Bartholomew no había llegado a ver el dinero; lo más probable era que Woon Shang, sospechando algún tipo de traición, hubiera decidido esconderlo, justo antes de ser atacado.

Harrison se puso en pie y caminó tras los pasos de los negros. Mientras le siguieran dando por muerto, podría llevar a cabo sus investigaciones sin tener que preocuparse de ser perseguido. Su camisa era de un color mate y oscuro, y no resaltaba en la oscuridad, y el corpulento detective estaba acostumbrado a moverse con sigilo tras un sin fin de aventuras en los siniestros rincones del barrio oriental, en los que siempre vigilaban ojos invisibles, y donde siempre había oídos alerta.

Cuando llegó al límite de los árboles, divisó a los cuatro gigantes que enfilaban el otro extremo del sendero, que se adentraba aún más en el pantano. Caminaban en fila india, con las cabezas inclinadas hacia abajo, agarrándose de la cintura, como si fueran simios. Bartholomew estaba entrando en la cabaña. Harrison hizo un movimiento para seguir a las figuras que desaparecían, pero dudó en aquel proceder. Bartholomew estaba en sus manos. Podía irrumpir en la cabaña, apuntando al mulato con su revólver, y obligarle a revelar dónde mantenía prisionero a Woon Shang… con suerte. Harrison sabía que esa raza hacía gala de una invencible tozudez. Mientras lo sopesaba, Bartholomew volvió a salir de la cabaña y miró a su alrededor con un gesto que denotaba un cierto carácter furtivo. Empuñaba un pesado látigo. Poco después, enfiló por el claro hacia el rincón en el que se ocultaba el detective. Pasó a pocos metros del escondite de Harrison, y la luz de la luna iluminó sus rasgos. Harrison se quedó atónito al percatarse del cambio que había tenido lugar en su rostro, por la siniestra vitalidad y la fuerza malvada que reflejaba.

Harrison alteró sus planes y salió tras él, deseando enterarse de a dónde iría el hombre con tanto secreto. No resultó difícil seguirle. Bartholomew jamás miró hacia atrás, ni siquiera a los lados, sino que se limitó a seguir un tortuoso sendero que discurría por entre charcas cenagosas y aglomeraciones de vegetación podrida, que parecía venenosa incluso a la luz de la luna. Al cabo de un rato, el detective se agachó hasta casi tumbarse; frente al mulato había una pequeña cabaña, casi escondida tras unos árboles que parecían cubrirla con sus hojas como si la taparan con un velo gris. Bartholomew miró en derredor con cautela, extrajo una llave, y manipuló una gran cerradura en la puerta. Harrison estaba convencido de que le habían conducido hasta la prisión de Woon Shang.

Bartholomew desapareció en el interior, cerrando la puerta tras de sí. Una luz brilló a través de las rendijas entre los troncos. Se escuchó entonces un murmullo de voces, demasiado vago como para que Harrison pudiera sacar nada en claro de ellas; le siguió el inconfundible restallar de un látigo sobre carne desnuda, y un agudo grito de dolor. A Harrison se le iluminaron las ideas. Bartholomew había venido en secreto al prisionero, con el fin de torturar al chino… ¿y por qué razón lo haría, si no era para que le revelara el lugar en el que había escondido el dinero, del que Harrison le había hablado? Obviamente, Bartholomew no tenía la menor intención de compartir ese dinero con sus compinches.

Harrison empezó a avanzar con sigilo hacia la cabaña, decidido a irrumpir en ella y poner término a los latigazos. Con mucho gusto le habría pegado un tiro él mismo a Woon Shang, si la ocasión se hubiera presentado, aunque, como hombre blanco, aborrecía la tortura. Pero antes de que hubiera podido llegar a la cabaña, los sonidos cesaron, la luz se apagó, y Bartholomew salió al exterior, secándose el sudor de la frente. Volvió a cerrar la puerta, guardando luego la llave en su bolsillo, y se abrió paso por entre los árboles, mientras golpeaba el látigo enrollado contra la palma de su mano. Harrison, agazapado en las sombras, le dejó marchar. Al que buscaba era a Woon Shang. Ya se encargaría luego de Bartholomew.

Cuando el mulato hubo desaparecido, Harrison se puso en pie y se dirigió hacia la puerta de la cabaña. La ausencia de guardias resultaba un tanto intrigante, sobre todo después de la conversación que había escuchado, pero no gastó tiempo haciendo conjeturas. La puerta estaba asegurada con una cadena cerrada con candado, y enganchada en una escarpia clavada en un tronco. Introdujo el cañón de su revólver en la abertura de la escarpia, y, usándola como palanca, logró que cediera sin la menor dificultad.

Tras abrir la puerta, contempló el interior; estaba muy oscuro como para poder ver bien, pero escuchó la respiración de alguien, mezclada con histéricos sollozos. Encendió una cerilla, miró… y se quedó boquiabierto. Había allí una persona prisionera, encogida en el suelo de tierra. Pero no era Woon Shang. Era una mujer.

Se trataba de una joven mulata, muy atractiva. No llevaba encima más que una breve camisa hecha jirones, y tenía las manos atadas a la espalda. De sus muñecas partía una larga cuerda de cáñamo, amarrada a una pesada argolla en la pared de troncos. Observó a Harrison con expresión salvaje, y sus ojos oscuros reflejaban una mezcla de terror y esperanza. Tenía las mejillas cubiertas de lágrimas.

—¿Quién demonios eres tú? —quiso saber el detective.

—¡Celia Pompoloi! —su voz era rica y musical, a pesar de su histeria—. ¡Por el amor de Dios, hombre blanco, déjame marchar! No voy a poder soportarlo mucho más tiempo. Me moriré. ¡Sé que lo haré!

—Creía que estabas muerta —gruñó él.

—¡Fue obra de John Bartholomew! —exclamó la joven—. Persuadió a una chica amarilla del «exterior» para que entrara en el pantano, y luego la mató, le puso mis ropas, y la arrojó a las marismas, donde los cocodrilos devoraron tanto su cuerpo que nadie pudo darse cuenta de que no era yo. Cuando la gente la encontró, creyó que eran los restos de Celia Pompoloi. Me ha tenido aquí durante tres semanas y me ha torturado todas las noches.

—¿Por qué? —Harrison encontró y encendió un candil clavado en la pared. Luego se agachó y cortó la soga y las ligaduras de las muñecas de la muchacha.

La joven se puso en pie, frotándose las muñecas, doloridas y arañadas. Su reducido atuendo dejaba entrever con claridad la brutalidad de los latigazos que había recibido.

—¡Es un demonio! —los ojos oscuros de la mulata relucieron con un brillo asesino; fueran cuales fueran sus defectos, resultaba evidente que no era una sufridora pasiva—. Vino aquí diciendo que era un sacerdote de la Gran Serpiente. Dijo que venía de Haití, ese perro mentiroso. En realidad es de Santo Domingo, y no es más sacerdote de lo que puedas ser tú. Yo soy la auténtica sacerdotisa de la Serpiente, y la gente me obedecía a mí. Por eso es por lo que se libró de mí. ¡Le mataré!

—Pero ¿por qué te azotó? —preguntó Harrison.

—Porque no le decía lo que deseaba saber —musitó ella con desdén, inclinando la cabeza y colocando un pie desnudo junto al taló del otro, como suelen hacer las colegialas. No parecía que fuera a negarse a contestar a sus preguntas. Su piel blanca y su condición de extraño le hacía ajeno a la política interna del pantano—. Vino hasta aquí para robar la joya, el Corazón de la Gran Serpiente, que nos trajimos de Haití hace ya mucho tiempo. No es ningún sacerdote. Es un impostor. Me propuso que le entregara el Corazón y escapáramos juntos, lejos de mi gente. Cuando me negué, me ató en esta vieja cabaña, donde nadie podría oír mis gritos; la gente del pantano evita este lugar, porque piensa que está maldito. Dijo que seguiría torturándome hasta que le dijera dónde está escondido el Corazón, pero yo jamás se lo habría dicho… ni aunque me hubiera sacado a tiras toda la carne de los huesos. Sólo yo sé ese secreto, porque soy una sacerdotisa de la Serpiente, y la guardiana de su Corazón.

Todo aquello sonaba a Vudú, con un cierto matiz de venganza; su actitud daba por sentado que creía a pies juntillas en su extraño culto.

—¿Sabes algo de un chino llamado Woon Shang? —preguntó el detective.

—John Bartholomew me habló de él en medio de sus bravatas. Vino aquí escapando de la Ley, y Bartholomew prometió que le escondería. Luego convocó a las gentes del pantano, y capturaron al chino, aunque este logró malherir a uno de ellos con su cuchillo. Pero le hicieron prisionero…

—¿Por qué?

Celia se encontraba poseída por ese ánimo vengativo en el que una mujer puede llegar a contar cualquier cosa con la mayor despreocupación, repitiendo cosas que, de otro modo, jamás hubiera mencionado.

—Bartholomew vino aquí diciendo que era un sacerdote de los viejos tiempos. Así es como se ganó el favor de la gente. Les prometió un sacrificio a la vieja usanza, algo que aquí no ha tenido lugar en los últimos treinta años. Solemos ofrecer un gallo blanco y un gallo rojo a la Gran Serpiente. Pero Bartholomew les prometió a la cabra-sin-cuernos. Lo hizo para poder ponerle las manos encima al Corazón, pues sólo en esas ocasiones se puede sacar del lugar en el que está oculto. Tenía pensado apoderarse de él, y luego escapar, después del sacrificio. Pero cuando me negué a ayudarle, desbaraté sus planes. Ahora ya no puede acceder al Corazón, pero debe seguir adelante con el sacrificio, de todos modos. La gente se está impacientando. Si llegara a fallarles, le matarían.

»En un principio, eligió para el sacrificio a un negro del “exterior”, un tal Joe Corley, que se escondía en el campamento; pero cuando vino el chino, Bartholomew decidió que podía resultar tina ofrenda mucho mejor. Bartholomew me ha dicho esta noche que el chino tenía dinero, y que iba a lograr que le dijera dónde lo había escondido, de modo que ahora tendría mucho dinero, además del Corazón, en cuanto yo cediera y le dijera al fin…

—Espera un minuto —interrumpió Harrison—. Deja que digiera esto que has dicho. ¿Qué es lo que ese Bartholomew pretende hacerle a Woon Shang?

—Le ofrecerá a la Gran Serpiente —repuso ella, haciendo un breve gesto de conciliación y adoración, mientras mencionaba el temido nombre.

—¿Un sacrificio humano?

—Sí.

—¡Bien, que me condenen! —musitó él—. Si no me hubiera criado en el Sur, jamás lo habría creído. ¿Cuándo tendrá lugar ese sacrificio?

—¡Esta noche!

—Así que de eso se trata, ¿eh? —Harrison recordó las crípticas instrucciones del mulato a sus secuaces— ¡Diablos! ¿Dónde ocurrirá, y a qué hora?

—Justo antes del amanecer, en lo más profundo del pantano.

—¡Tengo que encontrar a Woon Shang y detener el sacrificio! —exclamó él— ¿Dónde se encuentra el lugar en el que está prisionero?

—Junto al lugar del sacrificio; le vigilan muchos hombres. Nunca conseguirías llegar hasta allí. Te hundirás en las ciénagas y te comerán los cocodrilos. Además, si irrumpieras allí, la gente te despedazaría.

—Tú llévame hasta allí, que ya me encargaré yo de la gente —repuso—. Quieres vengarte de Bartholomew. Muy bien; guíame allí, y haré que obtengas tu venganza. Yo siempre he trabajado solo —reconoció, molesto—, pero estos pantanos son muy diferentes de River Street.

—¡Lo haré! —los ojos de la joven lanzaron destellos, y sus blancos dientes brillaron en medio de una máscara apasionada— Te guiaré hasta el Altar. ¡Juntos, mataremos a ese perro bastardo!

—¿Cuánto tiempo nos llevará llegar hasta allí?

—A mí me llevaría una hora, si fuera sola. Pero llevándote a ti, llevará más tiempo. Mucho más, pues el camino que deberemos seguir es muy largo. No podría ir por el camino que habría usado de haber ido sola.

—Puedo seguirte por cualquier sitio que vayas —gruñó, ligeramente ofendido. Miró su reloj, y luego apagó el candil—. Pongámonos en marcha. Toma la ruta más corta y no te preocupes por mí. Me las arreglaré.

La muchacha le agarró por la muñeca fieramente, y casi le arrastró al otro lado de la puerta, tirando con el ansia de un perro de presa.

—¡Aguarda un minuto! —una idea asaltó la mente del detective—. Si volviera a la cabaña y capturara a Bartholomew…

—Ya no estará allí; estará de camino al lugar del sacrificio; será mejor que le derrotemos allí.