II.

La finca de James Willoughby asomaba a la parte este del South Park. Tan sólo una alta verja separaba el parque de sus terrenos particulares. La gran casa de tres plantas, —desproporcionadamente grande, para pertenecer a un soltero— se erguía entre árboles y setos cuidadosamente podados, sobre un prado llano y cubierto de césped bien cortado. Había luces en las dos plantas de abajo, pero la tercera estaba a oscuras. Harrison sabía que el estudio de Willoughby ocupaba una gran parte del segundo piso, en el ala oeste de la casa. Desde aquella estancia no se filtraba el menor atisbo de luz por entre los gruesos barrotes. Evidentemente, en el interior se habían cerrado las cortinas y las persianas. El corpulento detective gruñó con aprobación mientras examinaba el exterior de la casa.

Sabía que había un policía de paisano colocado en cada esquina del edificio, y notó que el seto estaba aplastado en el punto en el que habría estado colocado el hombre designado para hacer guardia en el lado oeste. Mientras se rascaba la nuca, vio un automóvil en frente de la casa, orientado hacia el sur, y supo que pertenecía al Jefe Hoolihan.

Con la intención de tomar un pequeño atajo por la llanura, se deslizó por entre el seto, y, como no deseaba que le dispararan por error, llamó suavemente:

—¡Eh, Harper!

No hubo respuesta. Harrison se acercó al seto.

—¿Te has dormido en tu puesto? —murmuró enfadado— Eh, ¿qué es esto?

Acababa de tropezar con algo bajo la sombra de los arbustos. Su rayo de luz, apresuradamente dirigido, relució sobre el blanco rostro de un hombre, tendido boca arriba.

Los rasgos estaban manchados de sangre; junto a él había un sombrero arrugado, y una pistola sin disparar yacía en el suelo, cerca de su mano inerte.

—¡Apuñalado por la espalda! —musitó Harrison—. ¿Qué…?

Apartando a un lado los arbustos, observó la casa. En aquel ala, una chimenea ornamental se alzaba del suelo al tejado, hasta sobresalir por encima de este. Sus ojos se convirtieron en estrechas rendijas al observar cierta ventana de la tercera planta, a la que podía accederse con facilidad si uno trepaba por esa chimenea. Todas las demás ventanas estaban cerradas; pero esa estaba abierta.

Con frenética rapidez, salió de entre los arbustos y corrió por la llanura, encorvándose como un oso a la carga, sorprendentemente ágil para alguien de su corpulencia. Mientras doblaba la esquina de la casa y se lanzaba hacia las escaleras, un hombre salió velozmente de entre las sombras de la entrada principal, y le apuntó con su pistola, para después bajarla con una exclamación, al reconocerle.

—¿Dónde está Hoolihan? —espetó el detective.

—Arriba, con el viejo Willoughby. ¿Qué pasa?

—Se han cargado a Harper, —graznó Harrison—. Sal ahí fuera; ya sabes dónde estaba apostado. Espera allí hasta que te llame. Si ves a alguien a quien no reconozcas, intentando salir de la casa… ¡cárgatelo! Enviaré a un hombre para que tome tu puesto aquí.

Entró por la puerta principal y vio a cuatro hombres con ropas de paisano que permanecían de guardia en el vestíbulo central.

—Jackson, —espetó—, ocupa el puesto de Hanson en la entrada. Le he enviado a la fachada oeste. El resto, estad alerta para cualquier cosa.

Tras subir a toda prisa por las escaleras, entró en el estudio de la segunda planta, y emitió un suspiro de alivio cuando encontró a sus ocupantes aparentemente tranquilos.

Las cortinas estaban echadas, y sólo estaba abierta la puerta que salía al pasillo. Willoughby estaba allí: un hombre alto y delgado, con una nariz tan afilada como una cimitarra y una barbilla huesuda y agresiva. El Jefe Hoolihan, grande, rubicundo, y robusto como un oso, bramó unas palabras de bienvenida.

—¿Están todos tus hombres abajo? —preguntó Harrison.

—Claro; nada puede pasar a través de ellos, y yo estoy aquí, con el señor Willoughby…

—Y en un par de minutos los dos habríais estado rastrillando grava en el Infierno —espetó Harrison—. ¿No te había dicho que estamos tratando con orientales? Has concentrado abajo todas tus fuerzas, sin pensar en ningún momento en que la muerte podría deslizarse sobre vosotros desde arriba. Pero no hay tiempo ni para apagar la luz. Sr. Willoughby, escóndase en esa alcoba. Jefe, quédate delante de él y vigila la puerta que da al pasillo. Voy a dejarla abierta. Cerrarla con llave no serviría de nada, con la gente contra la que nos enfrentamos. Si la atraviesa alguien a quien no conozcas, dispara a matar.

—¿Qué diablos estás diciendo, Harrison? —quiso saber Hoolihan.

—¡Lo que digo es que uno de los asesinos de Yarghouz Barolass ha entrado en esta casa! —espetó Harrison— Y puede que sean más de uno; de todos modos, está arriba, en alguna parte. ¿Es esta la única escalera, señor Willoughby? ¿No hay otra detrás?

—Es la única de la casa —repuso el millonario—. En el tercer piso sólo hay dormitorios.

—¿Dónde está el interruptor de la luz para el pasillo de esa planta?

—Junto al comienzo de la escalera, a mano izquierda; pero no irá usted a…

—Colóquense en sus puestos y hagan lo que he dicho, —gruñó Harrison, saliendo de nuevo al pasillo.

Examinó la escalera que discurría hacia la tercera planta, y cuya parte superior estaba envuelta en las sombras. Arriba, en alguna parte, acechaba un asesino sin alma… un verdugo mongol, entrenado en el arte del asesinato, y que sólo vivía para cumplir la voluntad de su amo. Harrison se disponía a llamar a los hombres de abajo, pero lo pensó mejor. Si levantaba la voz, pondría en guardia al asesino que acechaba en el piso de arriba. Mostrando los dientes, empezó a subir por la escalera. Era consciente de que su figura quedaba perfilada por la luz que venía de abajo, y se dio cuenta del desesperado descuido de su acción; pero hacía ya mucho que había aprendido a no enfrentarse con sutileza a los hijos de oriente. Una acción directa, aunque desesperada, era siempre la mejor opción. No tenía miedo de recibir una bala mientras subía; los mongoles preferían matar en silencio; pero un cuchillo arrojadizo podía matar tan deprisa como el plomo ardiente. Su única posibilidad radicaba en remontar la escalera.

Subió los últimos escalones como un relámpago, sin atreverse a emplear su linterna, se sumergió en las tinieblas del vestíbulo superior, tanteando la pared frenéticamente, en busca del interruptor de la luz. En ese instante notó vida y movimiento en la oscuridad que se cernía frente a él, y sus dedos encontraron lo que andaban buscando. Una pisada en el suelo, junto a él, le galvanizó, y, mientras se echaba hacia atrás de forma instintiva, algo pasó junto a su pecho y se empotró contra la pared. Apretó entonces el interruptor con sus dedos crispados, y la luz inundó el vestíbulo superior.

Encorvado, y casi al alcance de su mano, un gigante de piel de cobre, con la cabeza afeitada, tiraba de la empuñadura de un cuchillo curvo, que se había enterrado profundamente en el empanelado de madera de la pared. Levantó la cabeza, aturdido por la luz, mostrando sus dientes amarillentos en una mueca bestial.

Harrison acaba de subir desde una zona iluminada. Sus ojos se acostumbraron con mayor rapidez a la repentina luminosidad. Lanzó un izquierdazo como un martillo directo a la mandíbula del mongol. El asesino se desplomó al suelo, inerte.

Hoolihan bramaba en el piso de abajo.

—Quédate allí —respondió Harrison—. Envíame aquí arriba a uno de los muchachos, con las esposas. Voy a registrar los dormitorios.

Cosa que hizo, encendiendo las luces, con el arma a punto, pero sin encontrar a ningún otro asesino escondido. Evidentemente Yarghouz Barolass consideraba que uno sería suficiente. Y lo habría sido, de no ser por el corpulento detective.

Tras comprobar todas las ventanas y cerrarlas a conciencia, regresó al estudio, al que habían conducido al prisionero. El hombre había recobrado el sentido y permanecía sentado en un diván, esposado. Sólo los ojos negros y ofidios, parecían estar vivos en su rostro de cobre.

—Un mongol; está claro, —musitó Harrison—. No es un Chino.

—¿De qué va todo esto? —se quejó Hoolihan, incómodo aún tras haberse dado cuenta de que un invasor había podido entrar en la casa, burlando su cordón policial.

—Muy fácil. Este tipo se deslizó detrás de Harper y le dejó frío. Algunos de estos tíos te pueden acertar en el diente que quieran de tu boca. Con todo ese seto y esos arbustos, fue cosa de niños. Oye, manda a un par de muchachos para que metan en la casa el cadáver de Harper, ¿de acuerdo? Volviendo con lo nuestro: tras ocuparse del pobre Harper, subió por esa bonita chimenea. Eso también fue cosa de niños. Yo mismo podría haberlo hecho. A nadie se le había ocurrido cerrar los pestillos de las ventanas de esa planta, porque nadie esperaba recibir un ataque desde esa dirección.

»Sr. Willoughby, ¿sabe usted algo acerca de Yarghouz Barolass?

—Nunca he oído hablar de él, —declaró el filántropo, y, aunque Harrison le estudió con atención, quedó impresionado por el aura de sinceridad en la voz de Willoughby.

—Bueno, pues es una especie de fakir místico —dijo Harrison—. Suele operar en Levant Street, y sus víctimas suelen ser señoras ancianas, con más dinero que sentido común… unas crédulas. Logra que se interesen por el Taoísmo y el Lamaísmo, y luego juega con sus supersticiones y las chantajea. Conozco su juego, pero nunca he sido capaz de echarle el guante, porque sus víctimas nunca han consentido en denunciarle. Pero es la persona que está detrás de estos ataques contra su vida.

—Entonces, ¿por qué no vamos y le arrestamos? —quiso saber Hoolihan.

—Porque no sabemos dónde está. Sabe que yo sé que está mezclado en este asunto. Joey Glick me lo escupió, justo antes de diñarla. Sí, Joey ha muerto… envenenado; también eso ha sido obra de Yarghouz. A estas horas, Yarghouz se habrá marchado de sus escondrijos habituales, y estará oculto en alguna parte… probablemente en alguna madriguera subterránea que no podremos encontrar ni en un centenar de años, ahora que Joey está muerto.

—Pues vamos a sacárselo a este amarillo, —sugirió Hoolihan.

Harrison sonrió fríamente.

—Te cansarías hasta la muerte, y no lograrías hacerle hablar. Hay otro más, atado en un taxi en mitad del parque. Manda a un par de muchachos a por él, y a ver qué sacas de esta parejita. Pero ya te aviso que no vas a poder sacarles gran cosa. Ven aquí un momento, Hoolihan —y, llevándole aparte, dijo en voz baja—: Estoy seguro de que Job Hopkins fue envenenado de la misma forma en que se han cargado a Joey Glick. ¿Recuerdas algo inusual en la muerte de Richard Lynch?

—Bueno, en su muerte no mucho; pero esa noche, alguien intentó, aparentemente, robar y mutilar su cadáver…

—¿Qué quieres decir con mutilar? —quiso saber Harrison.

—Bueno, un celador escuchó un ruido, entró en la sala, y encontró el cuerpo de Lynch en el suelo, como si alguien hubiera intentado llevárselo a rastras, y entonces, seguramente, se asustó… ¡Porque al cadáver le habían sido arrancados la mayor parte de los dientes!

—Bueno, no sabría explicarte lo de los dientes, —gruñó Harrison—. A lo mejor se le partieron en el atropello que mató a Lynch. Pero te voy a decir cuál es mi corazonada: Yarghouz Barolass está robando los cadáveres de hombres acaudalados, figurándose que va a poder sacarle a sus familias un buen precio por ellos. Si no se mueren lo bastante deprisa, él mismo se encarga de enviarles a otro barrio.

Hoolihan maldijo, conmocionado por el horror.

—Pero Willoughby no tiene ninguna familia.

—Bueno, supongo que se figuran que los beneficiarios de su testamento cederán a ese chantaje. Ahora escucha: me voy a llevar tu coche, para hacerle una visita a la tumba de Job Hopkins. Me han soplado que van a intentar robar su cadáver mañana por la noche. Creo que lo intentarán esta misma noche, sabiendo como saben que yo puedo haberme enterado del asunto. Creo que intentarán adelantarse a mí. Puede que ya lo hayan hecho, por culpa de todo este retraso. Confiaba en haberme marchado de aquí hace ya un buen rato.

»No, no necesito ayuda. Tus pies planos resultarían más un estorbo que una ayuda en un asunto como este. Quédate aquí con Willoughby. Coloca hombres arriba, y no solamente abajo. No permitas que Willoughby abra ningún paquete que pueda recibir, y no dejes siquiera que conteste al teléfono. Voy a pasarme por la cripta de Hopkins, y no sé cuándo podré estar de vuelta; puede que esté fuera toda la noche. Eso dependerá de cuando vengan —o de si vienen— a robar el cadáver.