Capítulo IV.
Las ratas del Infierno

A la mente entumecida de Harrison le pareció que yacía en la negrura del lodo oscuro del Averno, tina negrura iluminada por destellos de las llamas de los fuegos eternos. Los triunfantes chillidos de los demonios resonaban en sus oídos, mientras le atacaban con sus fauces rojas y calientes. Ahora los veía… monstruosidades danzantes, con hocicos puntiagudos, orejas retorcidas, ojos rojos y dientes brillantes… un dolor agudo y lacerante recorrió su carne.

Y, de repente, las brumas se aclararon. No yacía en el lodo del infierno, sino encima de un ataúd, en el fondo de una fosa; las hogueras eran, en realidad, los destellos de los relámpagos en el cielo negro; y los demonios eran ratas, que se apiñaban sobre él en incontables hordas, clavando en su carne unos dientes tan afilados como cuchillos.

Harrison aulló y se agitó de forma convulsiva, y, tras sus movimientos, las ratas retrocedieron alarmadas. Pero no abandonaron la tumba; se apretujaron sólidamente contra las paredes, con sus ojos rojos brillando de odio.

Harrison supo que debía de haber permanecido sin sentido tan sólo unos pocos segundos. De otro modo, aquellos necrófagos grises habrían arrancado ya toda la carne de sus huesos… al igual que habían devorado la carne muerta de la cabeza del hombre sobre cuyo ataúd se encontraba tirado.

El cuerpo le escocía en varias decenas de pequeñas heridas, y tenía las ropas empapadas con su propia sangre.

Maldiciendo, intentó levantarse… ¡y un escalofrío de pánico se apoderó de él! Al caer, su brazo izquierdo había quedado atrapado en la ranura del féretro, que estaba parcialmente abierto, y el peso de propio cuerpo había aplastado la tapa del ataúd contra su mano. Harrison intentó hacer frente a una enloquecida oleada de pavor.

No podía liberar la mano, a menos que pudiera levantar su cuerpo de encima de la tapa del féretro… pero el hecho de tener la mano atrapada, era lo que le mantenía postrado allí.

¡Estaba atrapado!

¡En la tumba de un hombre asesinado, con la mano atrapada en el ataúd de un cadáver decapitado, con un millar de necrófagas ratas grises, dispuestas a arrancar la carne de su cuerpo aún vivo!

Como sintiendo su indefensión, las ratas se abalanzaron sobre él. Harrison luchó por su vida, como un hombre inmerso en una pesadilla. Golpeó, lanzó alaridos, maldijo, y las aporreó con el revólver de seis tiros que empuñaba aún en la mano derecha.

Sus fauces se clavaron en él, rasgando ropa y carne, mientras sus fétidos alientos acres le causaban nauseas; casi había quedado cubierto por completo por sus cuerpos ávidos y temblorosos. Intentó quitárselas de encima, golpeando con frenesí con demoledores golpes de la culata de su revólver de seis tiros.

Los caníbales vivos se abalanzaban sobre sus hermanos muertos. Llevado por la desesperación, el detective se giró de medio lado y clavó el cañón de su revólver contra la tapa del ataúd.

Ante el destello del disparo y su correspondiente estampido, las ratas escaparon en todas direcciones. Apretó el gatillo una y otra vez, hasta quedarse sin cartuchos. Las pesadas balas destrozaron la tapa, abriendo un gran agujero junto al borde. Harrison logró, al fin, sacar su mano entumecida a través de aquella abertura.

Tembloroso y jadeante, salió de la fosa y, aún aturdido, se incorporó hasta ponerse en pie. Tenía sangre seca en el pelo, debido al golpe del hacha espectral que se había estampado contra su cuero cabelludo, y una riada de sangre manaba de varias decenas de pequeñas heridas causadas por los innumerables mordiscos que su carne había sufrido. Los relámpagos caían de forma constante, aunque la linterna seguía encendida. Pero ya no estaba colocada en el suelo.

Parecía estar suspendida en medio del aire… luego se dio cuenta de que pendía de la mano de un hombre… un sujeto alto con un guardapolvo negro, y cuyos ojos ardían amenazadores bajo el ala ancha de un sombrero. Con la otra mano, empuñaba una pistola, cuyo cañón apuntaba directamente al pecho del detective.

—¡Usted debe ser ese condenado poli de ciudad que Pete Wilkinson trajo aquí para que me diera caza! —gruñó el hombre.

—¡Entonces, usted es Joel Middleton! —gruñó Harrison.

—¡Ya lo creo que sí! —se jactó el fugitivo— ¿Dónde está ese viejo diablo de Pete?

—Se asustó y se marchó corriendo.

—Se habrá vuelto loco, igual que Saúl —se burló Middleton—. Bueno, pues dígale que llevo mucho tiempo reservando una bala para su gordo pellejo. Y también otra para Dick.

—¿Por qué ha venido aquí? —quiso saber Harrison.

—Oí disparos. Llegué aquí justo a tiempo para verle salir de la tumba. ¿Qué le ha pasado? ¿Quién le ha partido la crisma?

—No sé su nombre —repuso Harrison, acariciando su dolorida cabeza.

—Bueno, eso a mí me da igual. Pero quería decirle que no he sido yo el que le ha cortado la cabeza a John. Le maté porque se lo merecía —el fugitivo escupió y dejó escapar una imprecación—. ¡Pero eso otro… no lo he hecho!

—Ya sé que no fue usted —replicó Harrison.

—¿Eh? —el proscrito estaba obviamente asombrado.

—¿Sabía usted en qué habitaciones dormían los Wilkinson en su casa de la aldea?

—No —repuso Middleton con desprecio—. No he estado en su casa en la vida.

—Ya suponía que no. Pero quien quiera que fuera el que colocó la cabeza en la mesilla de Saúl, conocía la casa. La puerta trasera de la cocina tenía la única cerradura que podía ser forzada sin despertar a nadie en el proceso. La cerradura de la puerta de Saúl estaba estropeada. Usted no podía saber todas esas cosas. Desde el principio me pareció un trabajo efectuado desde dentro. La cerradura de la cocina fue forzada para que pareciera que alguien había entrado desde el exterior.

»Richard contó algunas cosas que me hicieron pensar que se trataba de Peter. Decidí traerle conmigo al cementerio, y comprobar si sus nervios podían aguantar una acusación directa, junto a la tumba abierta de su hermano. Pero toqué terreno firme, y supe que la tumba no había sido abierta. Eso me desconcertó, y le estuve dando mil vueltas a lo que había descubierto. Pero, después de todo, es muy sencillo.

»Peter quería librarse de sus hermanos. Cuando usted mató a John, le inspiró la manera de desembarazarse de Saúl. El cuerpo de John permaneció en su ataúd en el almacén de los Wilkinson, hasta que fue colocado en la fosa al día siguiente. Nadie veló el cadáver. A Peter le resultó muy sencillo entrar en el almacén mientras sus hermanos dormían, abrir la tapa del féretro y seccionar la cabeza de John. Con el fin de conservarla, la colocó en hielo, o algo parecido. Cuando yo la toqué, estaba casi congelada.

»Nadie sabía lo que había pasado, porque el ataúd no volvió a ser abierto. John era ateo, y la ceremonia fue de lo más breve. El féretro no volvió a ser abierto para que sus amigos le miraran por última vez, como suele ser la costumbre habitual. Entonces, esta noche, la cabeza fue colocada en la habitación de Saúl, provocando que se volviera loco de remate.

»No sé por qué Peter esperó hasta esta noche, o por qué me hizo llamar para que me encargara del caso. Supongo que, en parte, también él debe de estar un poco loco. No creo que tuviera intención de matarme cuando me trajo aquí esta noche.

Pero cuando descubrió que yo sabía que la tumba no había sido abierta hasta esta misma noche, supo que su juego había concluido. Por mi parte, debería de haber sido lo bastante listo como para mantener la boca cerrada, pero estaba tan seguro de que Peter había abierto la fosa para conseguir la cabeza que, cuando descubría que, en realidad, la tumba no había sido abierta, hablé de forma involuntaria, sin detenerme a pensar en otra alternativa. Peter fingió un ataque de pánico y huyó de aquí. Luego envió a su socio para que me matara.

—¿De quién se trata? —quiso saber Middleton.

—¿Cómo voy a saberlo? ¡Algún tipo que parece un indio!

—¡Esa vieja historia acerca de un fantasma Tonkawa se le ha metido en el cerebro! —se mofó Middleton.

—Yo no he dicho que fuera un fantasma —repuso Harrison, algo picado—. ¡Era un tipo lo bastante real como para matar a su buen amigo Joash Sullivan!

—¿Qué? —aulló Middleton— ¿Han matado a Joash? ¿Quién lo ha hecho?

—El fantasma Tonkawa, sea quien sea en realidad. El cadáver está tendido a un kilómetro y medio de aquí, junto a la carretera. Puede ir a verlo si no me cree.

Middleton dejó escapar un gemido espantoso.

—¡Por Dios que voy a matar a alguien por esto! ¡Quédese donde está! ¡No me apetece disparar contra un hombre desarmado, pero si intenta arrestarme, le mataré, tan seguro como que voy a ir al infierno! De modo que quédese atrás. ¡Voy a marcharme, y no intente seguirme!

Un instante después, Middleton tiró la linterna contra el suelo, donde se estampó con un estallido de cristales rotos.

Harrison parpadeó en la repentina negrura que le envolvió continuación, y el siguiente relámpago le mostró que se encontraba solo en el antiguo cementerio.

El fugitivo se había marchado.