IV.
No faltaba mucho para el alba cuando Harrison penetró en el humeante tugurio situado junto a los muelles que los chinos denominaban la Casa de los Sueños, y cuyo destartalado exterior enmascaraba un fumadero de opio subterráneo. Tan sólo un escuálido muchacho chino vigilaba tras el mostrador; levantó la mirada sin aparente sorpresa. Sin mediar palabra, condujo a Harrison hasta una cortina al fondo de la tienda y, tras echarla a un lado, reveló una puerta. El detective empuñó su revólver bajo el abrigo; sus nervios estaban tensos con la emoción que sentiría cualquier hombre que se metiera de forma deliberada en lo que podría convertirse en una trampa mortal. El muchacho llamó a la puerta, con un golpeteo monótono, y una voz le respondió desde el interior. Harrison dio un respingo. Reconocía esa voz. El muchacho abrió la puerta, saludó con la cabeza y se marchó. Harrison entró, cerrando la puerta detrás de él.
Se encontraba en una estancia agradable, cubierta con divanes y cojines de seda. Si había otras puertas, se hallaban ocultas tras las colgaduras de terciopelo negro que, decoradas con resplandecientes dragones, cubrían las paredes. En un diván pegado a la pared descansaba una figura robusta y panzuda, ataviada de seda negra, y con una capucha de terciopelo sobre su cráneo afeitado.
—¡Así que has venido, al fin y al cabo! —suspiró el detective—. No te muevas, Yarghouz Barolass. Te estoy apuntando con el arma que llevo bajo el abrigo. Tu banda no podrá acabar conmigo con la suficiente rapidez como para que antes no te quite de en medio.
—¿Por qué me amenazas, detective? —el rostro de Yarghouz Barolass resultaba inexpresivo; el rostro cuadrado y apergaminado de un mongol del Gobi, con labios anchos y delgados y unos resplandecientes ojos negros. Su inglés era impecable—. Como ves, confío en ti. Estoy aquí, solo. El muchacho que te dejó entrar dice que has venido solo. Muy bien. Has mantenido tu palabra, y yo mantendré mi promesa. Por el momento, hay una tregua entre nosotros, y estoy dispuesto a hacer un trato, tal como sugeriste.
—¿Como yo sugerí? —preguntó Harrison.
—No albergo deseos de hacer daño al Sr. Willoughby, al igual que tampoco deseaba especialmente hacer daño a ninguno de los otros caballeros, —dijo Yarghouz Barolass—. Pero conociéndoles como yo les conocía… por medio de informes y una vigilancia discreta… se me ocurrió que jamás podría obtener lo que deseaba, mientras siguieran con vida. De modo que no me molesté en entablar negociaciones con ellos.
—De modo que también quieres el diente de Willoughby.
—Yo no —explicó Yarghouz Barolass—. Se trata de una honorable persona de China, el nieto de un anciano que, tal como suelen hacer los viejos, farfulló en su lecho de muerte una sarta de secretos que ni la tortura podría haber arrancado de su mente tozuda. El nieto en cuestión, Yah Lai, ha logrado ascender a una posición similar a la de un Señor de la Guerra. Escuchó los balbuceos de su abuelo, un antiguo sacamuelas. Encontró una fórmula, escrita en código, y descubrió que los símbolos clave estaban grabados en los dientes de tres viejos. Me hizo llegar una petición, prometiéndome una gran recompensa. Tengo en mi haber un diente, procurado a partir de la desafortunada persona de Richard Lynch. Ahora, si tú me ofreces el otro… el de Job Hopkins… tal como prometiste, quizás podamos alcanzar un compromiso mediante el cual al Sr. Willoughby se le permitiría seguir con vida, a cambio de su diente, tal como prometiste.
—¿Como yo prometí? —exclamó Harrison— Pero ¿de qué estás hablando? Yo no he hecho ninguna promesa; y, desde luego, yo no tengo el diente de Job Hopkins. Lo tienes tú.
—Todo esto es innecesario, —objetó Yarghouz, con tono cortante—. Posees una reputación de hombre veraz, a pesar de tu naturaleza violenta. Y fue, precisamente, porque confiaba en tu reputación de hombre honesto, por lo que acepté este encuentro. Por supuesto, yo ya sabía que tenías en tu poder el diente de Hopkins. Cuando mis torpes sirvientes, tras dispersarse, asustados por tu presencia cuando salían de la cripta, se reunieron de nuevo en el lugar acordado, descubrieron que aquel a quién habían confiado la mandíbula que contenía el preciado diente, no estaba entre ellos. Regresaron al cementerio, y encontraron su cadáver, pero no llevaba encima el diente. Resultaba obvio que le habías matado, y se lo habías quitado.
Harrison quedó tan conmocionado ante aquel inesperado giro, que permaneció sin habla, con la mente envuelta en un remolino de asombro.
Yarghouz Barolass continuó tranquilamente:
—Ya estaba a punto de enviar a mis sirvientes, en un nuevo intento por hacernos contigo, cuando tu agente me telefoneó… aunque cómo pudo localizarme por teléfono, es un misterio en el que aún debo indagar… y me anunció que estabas dispuesto a encontrarte conmigo en la Casa de los Sueños, y a darme el diente de Job Hopkins, a cambio de la oportunidad de negociar en persona por la vida del Sr. Willoughby. Sabiendo que eres un hombre de honor, accedí, confiando en ti…
—¡Esto es una locura! —exclamó Harrison^ Yo no te llamé, ni tampoco hice que nadie te llamara. Fuiste tú, o mejor dicho, uno de tus hombres, el que me llamó a mí.
—¡No fue así! —Yarghouz se puso en pie, y su orondo cuerpo temblaba de ira y sospecha, bajo el atuendo de seda negra. Sus ojos devinieron en ranuras, y su ancha boca se contrajo en una mueca cruel—. ¿Niegas que hayas prometido entregarme el diente de Job Hopkins?
—¡Claro que sí! —espetó Harrison—. Nunca lo he tenido, y, lo que es más, jamás te he «prometido» nada, como tú dices…
—¡Mentiroso! —Yarghouz escupió el epíteto como el silbido de una serpiente—. Me has engañado… y traicionado… abusado de mi confianza en tu corrupto honor para poder atraparme…
—Mantén la calma, —avisó Harrison—. Recuerda que tengo un Colt del 45 apuntándote.
—¡Si disparas, morirás! —replicó Yarghouz—. Aún no sé cuál es tu juego, pero sé que si me disparas, caeremos juntos. Estúpido, ¿de verdad crees que mantendría una promesa hecha a un perro bárbaro? Tras esa cortina está la entrada a un túnel por el que podría haber escapado si cualquiera de tus estúpidos policías, en el caso de que los trajeras contigo, hubieran entrado en esta habitación. Te han estado apuntando desde que entraste por esa puerta, pues hay un hombre escondido detrás de los tapices. ¡Intenta detenerme y morirás!
—Creo que estás diciendo la verdad cuando dices que no me has llamado, —dijo Harrison lentamente—. Creo que, por algún motivo, alguien nos engañó a los dos. A ti te llamaron en mi nombre, y a mí me llamaron en el tuyo.
Yarghouz se detuvo en seco cuando comenzaba a retroceder. Bajo la luz de las lámparas, sus ojos parecían negras joyas maléficas.
—¿Más mentiras? —preguntó, inseguro.
—No; creo que alguien de tu banda te está traicionando. Ahora, tranquilo; no voy a sacar una pistola. Sólo voy a mostrarte el cuchillo que encontré clavado en la espalda del tipo que pareces creer que maté yo.
Extrajo la hoja del interior de su abrigo, con la mano izquierda, —la derecha empuñaba aún el revólver en el bolsillo de su abrigo—, y la dejó caer en el diván.
Yarghouz la examinó. Sus ojos rasgados relucieron con un resplandor terrible; su piel amarilla se tornó cenicienta. Exclamó algo en su propio idioma, que Harrison no pudo comprender. Tras un torrente de sonidos sibilinos, no tardó en volver a hablar inglés:
—¡Ahora lo entiendo todo! ¡Todo este asunto era demasiado sutil para la mente de un bárbaro! ¡Que los maten a todos! —y, girándose hacia el tapiz que había tras el diván, aulló—: ¡Gutchluk!
No hubo respuesta, pero Harrison creyó ver cómo la negra colgadura de terciopelo se abombaba ligeramente. Con la tez del color de las cenizas, Yarghouz Barolass descorrió el tapiz, ignorando la orden de Harrison que le conminaba a detenerse; tras agarrar el tapiz y deslizado hacia un lado… algo brilló entre el terciopelo, como un haz de luz blanquecina. El alarido de Yarghouz se transformó en un espeluznante gorgoteo. Su cabeza se proyectó hacia delante, mientras el resto de su cuerpo caía hacia atrás, y se desplomó entre los cojines del suelo, agarrando la empuñadura de una daga sinuosa que sobresalía de su pecho. Las manos como garras del mongol soltaron la empuñadura teñida de carmesí, se extendieron y aferraron la gruesa alfombra del suelo; un espasmo convulsivo recorrió su cuerpo, y, luego, sus dedos amarillos y de uñas afiladas se quedaron inertes.
Arma en mano, Harrison avanzó un cauto paso hacia los tapices… y se detuvo en seco, observando a la figura que se movía imperturbable tras las colgaduras: un hombre alto de piel amarilla, con la túnica de un mandarín, que sonreía e inclinaba la cabeza en una reverencia, mientras mantenía las manos ocultas en las amplias mangas de su túnica.
—¡Has matado a Yarghouz Barolass! —acusó el detective.
—En verdad que este ser malvado ha sido despachado para reunirse con sus ancestros, y que tal acción ha sido llevada a cabo por mi mano, —reconoció el mandarín—. No temas. El mongol que te apuntaba desde una mirilla con una escopeta recortada, ha partido de igual guisa de esta vida incierta, y lo ha hecho de forma súbita y silenciosa. Mi gente se ha adueñado esta noche de la Casa de los Sueños. Todo lo que te pedimos es que no hagas el menor intento por demorar nuestra partida.
—¿Quién eres? —quiso saber Harrison.
—No soy sino un humilde sirviente de Fang Yin, Señor de Pekín. Cuando se descubrió que estos seres indignos buscaban una fórmula en América con la que podrían ayudar al advenedizo Yah Lai a derrocar el gobierno de China, me enviaron un mensaje para que me apresurara a acudir aquí. A punto estuve de llegar demasiado tarde. Dos hombres habían muerto ya, y un tercero estaba amenazado.
»Al instante, envié a mis sirvientes para que interceptaran a los malvados Hijos de Erlik en la cripta que habían profanado. Pero, debido a tu aparición, los mongoles se asustaron, dispersándose en la huida, antes de que nuestra trampa pudiera cerrarse, pues mis sirvientes podrían haberles capturado a todos en una emboscada. A pesar de ello, se las arreglaron para matar a aquel que llevaba encima la reliquia que buscaba Yarghouz, y me la entregaron.
»Me tomé la libertad de hacerme pasar por un sirviente del mongol cuando hablé contigo, así como pretendí ser un agente chino a tu servicio cuando hablé con Yarghouz. Todo se desarrolló tal como yo deseaba. Tentado ante la posibilidad de conseguir el segundo diente, cuya pérdida le había desquiciado, Yarghouz salió de su bien guardado escondrijo secreto, y cayó directamente en mis manos. Te hice venir aquí para que presenciaras su ejecución, de modo que pudieras darte cuenta de que el Sr. Willoughby ha dejado de estar en peligro. Fang Yin no ambiciona conquistar un imperio global; tan sólo desea conservar lo que ya tiene. Y resulta evidente que es perfectamente capaz de hacerlo, ahora que hemos acabado con la amenaza de ese gas del diablo. Y ahora debo marcharme. Yarghouz había llevado a cabo unos minuciosos preparativos para escapar del país. Creo que me aprovecharé de los recursos de su plan de huida.
—¡Aguarda un minuto! —exclamó Harrison— Voy a tener que arrestarte por el asesinato de esta rata.
—Lo lamento, —murmuró el mandarín— pero ahora tengo mucha prisa. No es necesario que levantes tu revólver. Te he jurado que no se te causaría el menor daño, y mantendré mi palabra.
Mientras así hablaba, las luces se apagaron de repente. Harrison saltó hacia delante, maldiciendo, y agarrando los tapices que habían susurrado suavemente en la oscuridad, como si un cuerpo hubiera pasado entre ellos. Sus dedos no pudieron tantear más que paredes sólidas, y, cuando al fin volvió la luz, se encontraba solo en la estancia, y, tras las colgaduras, una pesada puerta había sido cerrada desde el otro lado. En el diván había algo que brillaba bajo la luz de la lámpara, y Harrison bajó la mirada para examinar un diente de oro, curiosamente tallado.