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Steve Harrison extrajo una hoja doblada de papel del interior de su bolsillo, y volvió a examinarla a la luz del crepúsculo que se zambullía entre los pinares. Leyó, tal y como hiciera antes una docena de veces, el mensaje escrito en la nota:
Puedo conducirle ante Richard Stanton, el hombre que está buscando. Acuda a Storley Manor, cerca de Crescentville. Pero, por el amor de Dios, venga solo, no le hable a nadie de sus planes, y no revele a nadie su verdadera identidad, hasta que yo me haya dado a conocer ante usted.
El que está solo
Harrison volvió a mirar aquella enigmática firma. Al igual que el resto del mensaje, había sido realizada con una máquina de escribir. No había modo de saber si el autor era hombre o mujer. El sobre que había contenido la nota, llevaba el matasellos de Crescentville.
Tras encogerse de hombros, dobló la nota, volvió a colocarla en su bolsillo y avanzó por el sendero en penumbra que discurría por entre los pinos. Estaba corriendo un gran riesgo al seguir a ciegas una pista como esa, pero el corpulento detective estaba acostumbrado a asumir riesgos semejantes. Al menos era una pista, aunque resultara ser falsa; era la única salida del callejón sin salida al que se enfrentaba.
En el silencio que se cernía sobre los pinares, creyó distinguir un tenue y distante sonido de neumáticos, que le informó de que la camioneta, que le había traído hasta el punto en que la senda desembocaba en a la carretera, se encontraba ya en su viaje de regreso a Crescentville. Notó una peculiar sensación de aislamiento al sentir alejarse aquel sonido. A ambos lados del camino los pinos se alzaban en torno suyo, formando intrincados laberintos en los que la vista no podía penetrar más que unos pocos metros. En algún lugar, muy cerca, el sol se estaba poniendo, y la noche no tardaría en extenderse por el bosque…
Algo zumbó de manera siniestra junto a la oreja de Harrison, y se clavó sólidamente en un árbol. Tras darse la vuelta y agacharse, empuñando un enorme revólver del calibre 45, el detective vio cómo las ramas de un árbol temblaban a pocos metros de distancia.
—¡Sal de ahí! —ordenó. Sólo el silencio le respondió.
Se acercó al lugar con un par de zancadas, pero no había nadie tras el árbol. La densa alfombra de hojas secas no mostraba el menor rastro de pisadas. Pero, en el grueso pino que había tenido al lado hacía un instante, ahora había clavado un cuchillo que no podía haberse materializado en mitad del aire.
Al darse cuenta de lo inútil que resultaría lanzarse a ciegas por entre los árboles tras el asesino en potencia, Harrison regresó al sendero y examinó el cuchillo con interés profesional. Era grande, tosco y letal, obviamente hecho a mano; la hoja había sido afilada a partir de una pieza metálica de mayor tamaño, y la empuñadura de madera estaba cortada a mano, y atada a la hoja con alambre. Ese tipo de cuchillos caseros eran muy habituales en los distritos del sur.
Prefirió dejarlo clavado en el árbol. Era demasiado grande y estaba demasiado afilado como para intentar llevarlo escondido. Prosiguió su camino a paso vivo, y con una incómoda sensación entre sus omóplatos. Si otro proyectil salía zumbando de entre las ramas, este no fallaría. Además, estaba preocupado. Aquel atentado parecía sugerir que alguien conocía tanto su identidad como su misión. El hombre al que estaba buscando no era un asesino, pero muchos individuos se pueden llegar a convertir en asesinos bajo el convulsivo influjo del miedo.
El camino discurría tortuosamente, tan rodeado de ramas, que jamás permitiría el paso de un vehículo a motor, y, en medio de la creciente penumbra, bajo los árboles, llegó a vislumbrar un suave destello por entre las agujas de pino… algo que podía haber sido una hoja afilada, o incluso un ser humano acechante. Fue consciente de una profunda sensación de alivio cuando un enorme caserón asomó por encima de las copas de los árboles, delante de él.
El camino ascendía hacia la casa, y terminaba en ella. Los pinos rodeaban el claro como una muralla sólida. Incluso bajo aquella luz incierta, la vetustez y degradación de la casona resultaban evidentes, y, tras ella, un amasijo de graneros, cobertizos y cercados, mostraban los mismos signos de abandono. Algunos árboles jóvenes comenzaban a crecer en lo que antaño habían sido patios y jardines. Una débil luz parpadeaba en la parte posterior del caserón. El hombre que había acercado a Harrison hasta el sendero, desde el pueblo de Crescentville, le había dicho al detective que Storley Manor había visto días mejores. En la envolvente oscuridad, con la suave brisa gimiendo a través de los pinos, aquel lugar resultaba tan ominoso y deprimente, como inhóspito y desolado.
Tras ascender por un amplio porche con pilares de madera, Harrison llamó a la puerta, sobresaltándose ante el sonido de sus propios nudillos, que habían resonado como un trueno ante la siniestra quietud. Tras unos instantes, se escucharon unos pasos en el interior, la puerta se abrió, y un rostro ovalado se perfiló en la penumbra.
—¿Si, señor? —la simple frase era una interrogación en sí misma.
—Me llamo Buckner —dijo Harrison—. Me hallaba conduciendo desde Crescentville cuando mi automóvil se averió en la carretera principal, cerca del desvío que conduce hasta aquí. Sabiendo que no podía regresar a pie hasta Crescentville antes de que anocheciera, he seguido ese camino, con la esperanza de encontrar alguna casa en la que poder pasar la noche. Si pudiera darme alojamiento…
—¡Por supuesto! ¡Por supuesto! ¡Adelante, señor Buckner! —la invitación era sincera, y fue pronunciada sin dudar. Harrison entró en un amplio vestíbulo en penumbra, y el otro gritó— ¡Rachel, trae una lámpara! —y, volviéndose a Harrison, se disculpó— Estamos tan acostumbrados a esta vieja casa que por lo general solemos orientarnos sin el menor problema en la oscuridad; estamos tan lejos del pueblo que no tenemos electricidad.
Una lámpara de queroseno apareció junto a una puerta, en las manos de una joven mulata. Su resplandor amarillo iluminaba el moreno rostro de la muchacha, coronado de cabello negro, y se reflejaba en el blanco de sus ojos. Así mismo, Harrison pudo observar a su anfitrión con mayor claridad… un hombre alto y esbelto, con un semblante sensible e intelectual, y una frente alta, coronada por una mata de cabello gris.
—Soy John Storley, señor —dijo el hombre—. Sea bienvenido a Storley Manor… o a lo que la edad y las circunstancias adversas han hecho de esta casa. Estaba a punto de sentarme a cenar ¿Querría unirse a mí?
Harrison asintió, y fue escoltado por el amplio vestíbulo hasta un comedor de gran tamaño, que daba a la cocina. Había allí una amplia mesa, pero sólo habían dispuesto un servicio. En una esquina, otra figura se hallaba reclinada en una mecedora. Se trataba de un hombre, que parecía dormido, y sus rasgos resultaban casi invisibles tras su cabello revuelto y su gran barba gris.
—Mi tío, William Blaine, —dijo Storley—. Es sordo, mudo y ciego.
Harrison volvió a mirar al hombre con la mórbida fascinación que un hombre normal siente hacia lo anormal. Su chaqueta, ajada y remendada, no lograba ocultar sus anchos hombros ni la fuerza de la figura sentada.
—Fue un hombre muy fuerte en su juventud —dijo Storley, como si hubiera leído los pensamientos de Harrison—. La enfermedad, provocada por una vida disipada, terminó reduciéndole al presente estado. Aunque tampoco tendría a nadie al que poder ver, excepto yo.
La joven mulata, Rachel, había colocado un servicio para Harrison, y el detective tomó asiento tras ser invitado por Storley. Mientras empezaba a dar buena cuenta —con evidente alivio— del maíz tostado, el beicon, los huevos, las gachas de avena y el café, preguntó de forma casual:
—¿No tiene usted familia, señor Storley?
—Todos los habitantes de la casa son los que puede ver en estos momentos, señor Buckner —respondió el otro, incluyendo con su gesto a un enorme negro que acababa de entrar en la cocina desde el porche exterior, llevando una pila de leña—. Ese de ahí es Joab, que se encarga de todos los trabajos pesados. Aunque no lo son tanto, teniendo en cuenta que sólo tiene que cuidar del tío William y de mí. Hace cuarenta años, antes del descalabro de la fortuna familiar, esta vieja casa se ganó el título de Storley Manor, que aún la representa, a pesar de su actual condición ruinosa.
Harrison pensó que, entonces, una de aquellas cuatro personas debía de haberle enviado el mensaje. Pero ¿cuál? Observó furtivamente a Storley, que masticaba aburrido en el otro extremo de la gran mesa. Contempló a William Blaine, sentado inmóvil en su gran mecedora, mientras era alimentado como un bebé por la joven Rachel. Examinó a la propia Rachel, y también al gigantesco Joab, que apareció un momento en la puerta de la cocina. Al fijarse, sorprendió un brillo siniestro en la mirada que le dedicó el negro. Pero cuando el gigante de color se dio cuenta de que su huésped le observaba, inclinó la cabeza en una grotesca reverencia, y se quitó de la vista.
¿Sabría él emplear la vieja máquina de escribir con la que se había escrito la carta? Bien, podía ser perfectamente, con la atención que se estaba dedicando esos días a la educación de la gente de color. La mujer, Rachel, parecía poseer una inteligencia por encima de la media; cuando hablaba, no lo hacía con el deje pastoso habitual en su raza. Harrison detestaba trabajar a ciegas. Pero, hasta que el desconocido escritor se identificara a sí mismo, o a sí misma, no podía hacer ningún movimiento. No se atrevía a poner a prueba a ninguna de esas personas, por temor a delatarse ante la persona equivocada. Sentía una atmósfera siniestra. Había miedo y sospecha en esa casa, y también duplicidad. La aprensión que se reflejaba en el mensaje lo dejaba claro. Su mirada vagó por los inexpresivos rasgos del sordomudo. Incluso un hombre ciego, sordo y mudo podía usar una máquina de escribir.
Rachel llegó de la cocina, recogió la vacía taza de café de Harrison y regresó a sus quehaceres. Regresó poco después, precedida por el fragante aroma de la humeante taza. Al colocarla sobre el plato del detective, el débil tintineo de la vajilla atrajo la atención de Harrison. Observó que la mano morena que depositaba la taza temblaba violentamente. Aparentando una mirada casual, observó el rostro de la muchacha, y lo que vio allí le sobresaltó, aunque logró permanecer impasible. La tostada piel de la mulata había adoptado un tono grisáceo; sus cenicientas mejillas estaban cubiertas de sudor y sus ojos brillaban de miedo. La joven se alejó rápidamente.
Mientras asía la taza con aire ausente, fingiendo atender la inocua charla de su anfitrión, Harrison meditó sobre el comportamiento de la mulata. ¿Por qué se había llevado la taza a la cocina para rellenarla? Había rellenado dos veces la taza de John Storley, y en las dos ocasiones había llevado la cafetera hasta la mesa. Harrison se llevó la taza a los labios, levantando la mirada mientras lo hacía; vio que el rostro de Rachel le miraba desde la puerta; se mordía los labios con los dientes, y sus ojos, muy abiertos, reflejaban tensión y una horrible fascinación. Al notar la mirada de Harrison sobre ella, se dio la vuelta y entró en la cocina. El detective volvió a dejar la taza, sin probarla. No podía explicar el motivo, pero estaba seguro de que acababan de intentar envenenarle, igual que estaba seguro de que le habían lanzado un cuchillo por entre los árboles cuando estaba en el bosque.
La persona que le había arrojado el cuchillo podría haber llegado a la mansión antes que él, atajando sin duda por el bosque. Pero dudaba de la habilidad de esa mujer para lanzar aquella arma tan pesada con la fuerza suficiente como para clavarla profundamente en la corteza de un árbol. Ese cuchillo lo había arrojado un hombre fuerte. Pero ¿por qué? La única explicación era que alguien le había reconocido, y no pensaba dejar que se llevara con él a Richard Stanton. Su mentón se tensó con una férrea determinación. Aunque si el propio Stanton estaba detrás de aquellos intentos de asesinato ¿por qué motivo? No estaba intentando encerrarle en la cárcel. Tan sólo deseaba que testificara en un juicio, que enviaría a la silla a un brutal asesino.
Harrison se arrellanó en su asiento, decidido a no comer ni beber nada más en esa casa, y Storley, viendo que su huésped parecía haber calmado su apetito, apartó de igual forma su propio plato.
—Debo disculparme por esta dieta tan frugal —dijo—. Su calidad está en consonancia con la fortuna del nombre de los Storley. Pero hubo un tiempo, señor Buckner…
Harrison escuchó pacientemente la charla acerca de las desvanecidas glorias de Storley Manor; siendo él mismo un sureño, comprendía la psicología de la aristocracia decadente, que vivía rodeada de las ruinas de su pasado.
—Queda al menos un consuelo —decía Storley—. No tengo hijos a los que ceder mi legado de pobreza. Soy el último de mi linaje —guardó silencio un instante, y entonces añadió, con el tono sutilmente cambiado—. Sí. En verdad que soy el que está solo.
El sobresalto de Harrison resultó casi perceptible, a pesar de sí mismo; sus ojos se posaron en Storley, y un chispazo eléctrico de entendimiento centelleó entre los dos. Entonces Storley miró en dirección a la silenciosa figura de la esquina; el movimiento fue furtivo, casi imperceptible, pero denotaba una tensa advertencia que Harrison sólo pudo interpretar como un aviso de peligro. El detective no dijo nada, pero hizo lo posible por mitigar la tensión liando y encendiendo un cigarrillo. El que está solo… había creído que significaba —si es que significaba algo— que el desconocido autor del mensaje vivía a solas. Ahora se dio cuenta de que significaba otra cosa: que el autor del mensaje estaba solo en medio de un grupo hostil. ¿A quién temería Storley… a Rachel o a Joab? ¿Cuál era el papel que jugaba la silenciosa figura del rincón? Harrison no sabía si no era más que una sospecha, pero cierto instinto oculto parecía otorgar al minusválido un aspecto casi siniestro.
—Estará usted cansado, señor Buckner —dijo Storley—. Seguro que está deseando retirarse —era una afirmación, en lugar de una pregunta, de modo que Harrison decidió seguir lo que parecía ser una pista.
—Sí, eso creo —repuso el detective.
—Le enseñaré su cuarto. ¡No, no, Rachel, dame la lámpara! —Storley se puso en pie, muy nervioso, y casi arrebató la lámpara de las manos de la mujer, que ya había empezado a moverse con la intención de guiar a su huésped.
Mientras seguía a su anfitrión fuera del comedor, Harrison sintió cómo varios pares de ojos fieros le taladraban la espalda. No se atrevió a darse la vuelta para comprobar si dichos ojos pertenecían a los negros o a aquel que aparentaba ceguera.
Storley subió por un tramo de escaleras, atravesó un amplio pasillo en penumbra, y abrió una puerta. La habitación, al igual que el pasillo, olía a viejo. Harrison supuso que no había sido ocupada en muchos años. Storley colocó la lámpara sobre una mesa pequeña, y, volviéndose, agarró la solapa de Harrison con una mano temblorosa. Los ojos de Storley parecían salvajes a la luz de la lámpara, y sus mejillas brillaban de sudor. Su excitación, o su miedo, se parecían al que había mostrado Rachel poco antes.
—¿Es usted el detective Stephen Harrison? —susurró— ¿Ha venido en respuesta a mi carta?
—Sí, en efecto. Yo…
—¡Hable más bajo! —el tono era urgente—. En esta casa, las paredes tienen oídos. Debo volver antes de que él empiece a sospechar. ¿Está usted solo? ¿Le ha hablado a alguien de mi mensaje?
—No.
—¡Bien! —el hombre suspiró con sincero alivio— Era la única manera. Él tiene un modo casi sobrenatural de enterarse de las cosas. Ha interpretado usted muy bien su papel, pero el menor desliz podría significar la muerte para ambos. La discreción ha sido, y va a ser, nuestra única salvación. Ahora entendámonos. ¿Busca usted a Richard Stanton, sobre cuyo testimonio depende la causa criminal impuesta contra Edward Stark, convicto de asesinato?
—Es correcto —repuso Harrison—. La vista del juicio ha sido fijada para la semana que viene. Pero, hace una semana, Richard Stanton desapareció sin dejar rastro. No le habíamos vigilado muy de cerca, porque no parecía haber motivo para que se escabullera, pero…
—Richard Stanton se oculta a menos de un tiro de piedra de esta casa —le interrumpió Storley.
—Entonces, ¿por qué no…? —empezó el detective, pero su compañero le impuso silencio levantando la mano. Storley temblaba como si estuviera enfermo.
—No hable tan alto, en el nombre de Dios. Debo darle mi mensaje y salir deprisa, antes de que nadie pueda sospechar. Si me descuido, podría costarme la vida.
»Eche usted el cerrojo y apague la luz, pero no se duerma. No se atreva a salir de su habitación hasta que sea media noche, cuando no habrá moros en la costa. Baje con sigilo por la escalera y salga por la puerta que dejaré abierta en el vestíbulo. Luego siga el camino que encontrará, y que discurre por entre los pinos, hasta que llegue a una pequeña cabaña de troncos, que antes usábamos para ahumar y almacenar la carne. Entre y espéreme allí. Llegaré en pocos minutos, y le conduciré al lugar en el que se esconde Richard Stanton. Ahora debo irme.
—Pero ¿quién es esa persona a la que tiene tanto miedo? —preguntó Harrison.
—Ya le ha visto —se estremeció Storley—. Se trata de William Blaine, que, en realidad, no es ni ciego, ni sordo, ni mudo, sino la maldad encarnada… un diablo o un loco. Sólo Dios sabe qué.
—Pero ¿por qué está escondiendo a Stanton? —insistió Harrison— Y además, ¿por qué Stanton desapareció de ese modo?
—No puedo pararme a explicarle nada —jadeó Storley—. ¡Debo irme!
—Pero hay algo que tiene que saber —argumentó Harrison—. Alguien en esta casa sabe quién soy. Han intentado…
—¡Señó Storleh! —la voz rica y musical de Rachel flotó desde las escaleras— ¡Oh, señó Storleh!
Storley se sobresaltó violentamente, y se alejó de la mano de Harrison, que intentaba retenerle.
—¡No me puedo arriesgar! —jadeó—. ¡Tengo que irme! ¡Confíe en mí! ¡Siga mis instrucciones y todo irá bien!
Luego, a toda prisa, se dirigió a la puerta y desapareció, antes de que Harrison pudiera contarle que habían atentado dos veces contra su vida.