Capítulo III.
La sombra emplumada

Las nubes habían tapado las estrellas. El aire era cálido y sofocante. La estrecha carretera rural que se adentraba al oeste de las montañas era atroz. Pero Peter Wilkinson manejaba con habilidad su viejo Ford Modelo T, y la aldea no tardó en perderse de vista por detrás de ellos. Dejaron de ver casas. A cada lado de la calzada, el denso bosque de robles se apelmazaba, cada vez más denso, contra las verjas de alambre que lo separaban de la carretera.

Peter rompió el silencio bruscamente:

—¿Cómo lograría esa rata entrar en nuestra casa? Abundan en los bosques que bordean la cañada, y suelen habitar en todos los cementerios locales de las montañas. Pero nunca antes había visto una en la aldea. Debió de seguir a Joel Middleton cuando este trajo la cabeza…

Un estampido y un monótono golpeteo arrancaron una maldición de los labios de Harrison. El vehículo se detuvo con un chirriar de frenos.

—Un pinchazo —musitó Peter—. No tardaré mucho en cambiar el neumático. Usted vigile el bosque. Joel Middleton podría estar escondido en cualquier parte.

Aquel parecía un buen consejo. Mientras Peter se debatía con el metal oxidado y una llanta tozuda, Harrison, revólver en mano, se plantó entre él y el grupo más cercano de árboles. El viento nocturno soplaba implacable por entre las hojas, y, en una ocasión, creyó atisbar el resplandor de unos ojos pequeños entre las ramas.

—Esto ya está —anunció Peter al fin, bajando el gato—. Hemos perdido mucho tiempo.

¡Escuche! —avisó Harrison, con el cuerpo en tensión. No lejos de allí, hacia el oeste, acababa de sonar un repentino alarido de miedo y dolor. Luego se escuchó el impacto de pies que corrían por el duro suelo, y el crujido de los arbustos, como si alguien huyera a ciegas por el sotobosque, a tan solo un par de cientos de metros de la carretera. En un instante, Harri— son saltó por encima de la verja de alambre, y corrió en dirección al sonido.

—¡Socorro! ¡Socorro! —era una voz presa del terror más absoluto— ¡Dios todopoderoso! ¡Auxilio!

—¡Por aquí! —aulló Harrison, irrumpiendo en un claro del bosque. Evidentemente, el fugitivo invisible alteró el rumbo de su huida en respuesta a aquel grito, pues las pisadas se escucharon más cerca; luego volvió a escucharse un terrible alarido, y una figura salió tambaleándose de entre los arbustos en el lado opuesto del claro, y cayó al suelo de cabeza.

La tenue luz de las estrellas mostraba una figura difusa y encogida, con una forma más oscura en la espalda. Harrison captó un destello de acero, y escuchó el sonido de un golpe. Levantó el revólver y disparó al azar. Al escuchar el estampido del disparo, la forma más oscura se separó de la que estaba tendida, se puso en pie de un salto y desapareció entre los arbustos. Harrison avanzó a la carrera, con un extraño escalofrío recorriendo su columna vertebral, debido a lo que había creído ver bajo el resplandor del disparo.

Se agazapó en el borde del sotobosque y escrutó en su interior. La figura en sombras se había marchado tal como vino, sin dejar el menor rastro, excepto el hombre que yacía tendido en el claro, gruñendo.

Harrison se inclinó sobre este, enfocándole con su linterna. Era un hombre viejo, una figura salvaje y descuidada, con barba blanca y un cabello revuelto y canoso. La barba estaba teñida de rojo, y manaba sangre de una profunda herida en su espalda.

—¿Quién le ha hecho esto? —quiso saber Harrison, viendo que resultaba imposible contener la hemorragia. El viejo se estaba muriendo—. ¿Ha sido Joel Middleton?

—¡No puede haber sido él! —Peter había seguido al detective—. Este hombre es el viejo Joash Sullivan, un buen amigo de Joel. Está medio loco, pero siempre he sospechado que se mantenía en contacto con Joel y le traía comida y noticias…

—Joel Middleton, —musitó el anciano—. Estaba intentando encontrarle, para contarle lo que ha pasado con la cabeza de John…

—¿Dónde se esconde Joel? —exigió el detective.

Sullivan dejó escapar un torrente de sangre por la boca, escupió y negó con la cabeza.

—¡No lo sabréis por mí! —dirigió su mirada a Peter con la escalofriante expresión de los moribundos—. ¿Estás llevando la cabeza de tu hermano de regreso a su tumba, Peter Wilkinson? ¡Ten cuidado, no sea que vayas a encontrarte con tu propia tumba, antes de que termine la noche! ¡Maldigo vuestro nombre! ¡El diablo ya es dueño de vuestras almas, y las ratas del cementerio devorarán vuestra carne! ¡Los espectros de los difuntos caminan en la noche!

—¿A qué se refiere? —quiso saber Harrison— ¿Quién le ha apuñalado?

—¡Un hombre muerto! —Sullivan estaba a punto de morir de un momento a otro—. Me encontré con él cuando volvía de visitar a Joel Middleton. ¡Es Lobo Cazador, el jefe Tonkawa que tu abuelo asesinó hace ya tantos años, Peter Wilkinson! Me dio caza y me apuñaló. ¡Le vi claramente, a la luz de las estrellas… desnudo y con un taparrabos, pintado y lleno de plumas, igual que le vi cuando era un niño, justo antes de que tu abuelo le asesinara!

»¡Ha sido Lobo Cazador el que ha sacado de la tumba a tu hermano y le ha cortado la cabeza! —la voz de Sullivan se había convertido en un susurro de agonía—. Ha vuelto del Infierno para cumplir la maldición que lanzó sobre tu abuelo, cuando este le disparó por la espalda, para quedarse con las tierras que reclamaba su tribu. ¡Cuidado! ¡Su espectro camina por la noche! Las ratas del cementerio son sus servidoras. Las ratas del cementerio…

Una riada de sangre brotó por entre su barba blanca, y echó hacia atrás la cabeza, muerto.

Harrison se puso en pie, con gesto sombrío.

—Dejémosle aquí. Recogeremos su cadáver cuando volvamos a la ciudad. Ahora vamos al cementerio.

—¿Nos atreveremos? —el rostro de Peter se había puesto lívido—. No temo a ningún ser humano, ni siquiera a Joel Middleton, pero un espectro…

—¡No sea estúpido! —escupió Harrison— ¿No había dicho antes que este viejo estaba medio loco?

—Pero ¿qué pasa si Joel Middleton está escondido por aquí cerca…?

—¡Ya me encargaré yo de él! —Harrison tenía una confianza invencible en su propia habilidad de lucha. Lo que no contó a Peter, mientras regresaban al automóvil, fue que había llegado a vislumbrar el aspecto del asesino, gracias al destello de su disparo. El recuerdo de esa visión aún le erizaba el cabello de la nuca.

Aquella figura estaba desnuda excepto por un taparrabos, unos mocasines y un tocado de plumas en la cabeza.

—¿Quién era Lobo Cazador? —preguntó mientras el automóvil volvía a ponerse en marcha.

—Fue un jefe Tonkawa —musitó Peter—. Fue amigo de mi abuelo, pero al final terminó siendo asesinado por él, como bien dijo Joash. Dicen que sus huesos han yacido en el viejo cementerio, hasta el día de hoy.

Peter guardó silencio después de eso, y la expresión de su rostro inducía a pensar que era presa de mórbidas conjeturas.

A unos seis kilómetros de la ciudad, la carretera salía del bosque hasta salir a un claro. Se trataba del cementerio de los Wilkinson. Una verja de alambre oxidado rodeaba un conjunto de tumbas cuyas blancas losas se inclinaban en los ángulos más inusitados. El suelo estaba cubierto de raíces y malas hierbas, que se alzaban por encima de las tumbas.

Los troncos de los robles se apiñaban a ambos lados, y la calzada discurría entre ellos hasta adentrarse en el claro, cruzando una puerta en la verja. Por encima de las copas de los árboles, a poco más de medio kilómetro en dirección oeste, se veía una masa informe que Harrison identificó como el tejado de una casa.

—La vieja granja de los Wilkinson —repuso Peter, respondiendo a su mirada interrogativa—. Yo nací aquí, igual que mis hermanos. No ha vivido nadie en ella desde que nos mudamos a la aldea, hace diez años.

Los nervios de Peter estaban muy alterados. Lanzó una mirada aterrada a los negros bosques que le rodeaban, y sus manos temblaban cuando encendió una linterna que sacó del automóvil. Parpadeó al recoger el objeto redondo envuelto en tela que descansaba en el asiento trasero; quizás estuviera visualizando el rostro frío, blanco y pétreo que se hallaba oculto bajo la tela.

Mientras entraban en el cementerio y guiaba el camino por entre las tumbas cubiertas de raíces, murmuró:

—Somos irnos estúpidos. Si Joel Middleton se esconde aquí al lado, entre los robles, acabará con nosotros con tanta facilidad como si cazara conejos.

Harrison no contestó, y, un momento después, Peter se detuvo y enfocó la linterna sobre un montículo desprovisto de hierbajos y raíces. La superficie estaba revuelta, pero aparentemente tapada, y Peter exclamó:

—¡Mire! Esperaba encontrar una tumba abierta. ¿Por qué cree que se tomaría el trabajo de volverla a tapar con tierra?

—Ya veremos —gruñó Harrison—. ¿Se ve con ánimos para volver a cavar en esa tumba?

—Ya he visto la cabeza decapitada de mi hermano —repuso Peter con expresión adusta—. Creo que soy lo bastante hombre como para descubrir su cuerpo sin cabeza sin desmayarme. Hay herramientas en la caseta que está en la esquina de la verja. Iré a traerlas.

Regresó al cabo de un minuto con un pico y una pala, depositó la linterna encendida sobre el suelo, y, junto a ella, la cabeza envuelta en tela. Peter estaba pálido, y el sudor caía por su frente en gruesos goterones. La linterna arrojaba unas sombras grotescamente distorsionadas sobre las tumbas cubiertas de raíces. El aire era opresivo. De forma ocasional, se observaban tenues parpadeos de luz a su alrededor.

—¿Qué es eso? —Harrison se detuvo, con el pico en alto. En torno suyo resonaban suaves ruidos por entre las raíces. Más allá del círculo de la luz de la linterna, decenas de diminutos puntos de luz roja brillaban observándoles.

—¡Ratas! —Peter lanzó una piedra y los puntitos de luz desaparecieron, aunque se escucharon varios chillidos— Las hay a centenares en este cementerio. Creo que serían capaces de devorar a un hombre vivo, si le encontraran lo bastante indefenso. ¡Largo de aquí, malditas siervas de Satán!

Harrison aferró con fuerza la pala y empezó a quitar los montones de tierra suelta.

—No debería ser un trabajo muy duro —gruñó—. Si el profanador ha cavado hoy, o ayer por la noche, la mayor parte de la tierra estará suelta…

Se detuvo en seco, con la pala incrustada en la tierra, y una sensación espeluznante en los cortos cabellos de la nuca. En el tenso silencio, escuchó a las ratas del cementerio, correteando por la hierba.

—¿Qué sucede? —una nueva palidez se apoderó del rostro de Peter.

—He tocado tierra sólida —dijo Harrison lentamente—. En tres días, este suelo arcilloso se endurece hasta adquirir la dureza de un ladrillo. Pero, si Middleton o algún otro hubiera abierto esta tumba para después volver a taparla, el suelo estaría suelto, y la tierra blanda. No lo está. ¡Tras las primeras paladas, el suelo está compacto y duro! ¡La parte de arriba está arañada y revuelta, pero esta tumba no se ha excavado desde que fue tapada hace tres días!

Peter se tambaleó, lanzando un grito inhumano.

—¡Entonces es cierto! —aulló—. ¡Lobo Cazador ha vuelto! ¡Ha subido desde el Infierno y se ha llevado la cabeza de John sin necesidad de abrir la tumba! ¡Mandó a su demonio familiar a nuestra casa, con la forma de una rata! ¡Una rata espectral, que no podía ser matada! ¡Suéltame, maldito seas!

Pues Harrison acababa de sujetarle, mientras gruñía:

—¡Intente dominarse, Peter!

Pero Peter le golpeó en el brazo y se liberó. Se dio la vuelta y corrió… no hacia el vehículo aparcado fuera del cementerio, sino hacia la verja del extremo opuesto. Saltó por encima del alambre oxidado con un sonido de tela rasgada, y desapareció en el bosque, sin prestar atención a los gritos de Harrison.

—¡Infiernos! —Harrison recuperó el equilibro y lanzó toda clase de imprecaciones. ¿Dónde podrían ocurrir ese tipo de cosas, como no fuera en el condado de las montañas negras? Furioso, volvió a asir las herramientas y golpeó la arcilla compactada, cocida bajo un sol abrasador hasta adquirir la dureza del hierro templado.

El sudor manaba por su frente a borbotones, mientras gruñía y juraba en voz alta, pero logró perseverar, gracias a la fuerza de sus músculos macizos. Estaba decidido a probar, o a descartar, una sospecha que se había arraigado en su cerebro… la sospecha de que el cadáver de John Wilkinson jamás había llegado a descansar en esa tumba.

A lo lejos, el cielo comenzó a mostrar relámpagos, que centelleaban cada vez más cercanos; y con mayor frecuencia, y, desde el oeste, le llegó el bajo murmullo de los truenos. Una brisa ocasional hizo parpadear la linterna y, mientras el montón de tierra junto a la fosa se hacía más alto, y el hombre que allí cavaba se hundía más y más en la tierra, el correteo que se escuchaba sobre la hierba se volvió más intenso, e innumerables ojos rojos comenzaron a brillar entre las raíces. Harrison escuchó los espeluznantes chasquidos de diminutas mandíbulas a su alrededor, y lanzó una imprecación al recordar ciertas leyendas sobrecogedoras, susurradas por los negros de la región en que se crio, y que hacían referencia a las ratas del cementerio.

La fosa no era profunda. Ningún Wilkinson se tomaba un trabajo excesivo por los que ya estaban muertos. Al fin, el tosco ataúd se mostró ante él, desprovisto de tierra. Con la punta del pico, enganchó una esquina de la tapa, y acercó la linterna. Una exclamación de asombro escapó de entre sus labios. El ataúd no estaba vacío. Contenía un cuerpo putrefacto, y sin cabeza.

Harrison trepó para salir de la fosa, mientras su mente zumbaba, intentando unir las piezas del rompecabezas. Las toscas piezas iban encajando en su lugar, formando un patrón todavía difuso e incompleto, pero iba tomando forma. Buscó con la mirada la cabeza envuelta en tela, y sufrió un escalofrío de terror.

¡La cabeza había desaparecido!

Por un instante, Harrison sintió como sus manos se cubrían de sudor frío. Luego escuchó unos chillidos estruendosos, y el chasquido de unas fauces diminutas.

Levantó la linterna e iluminó los alrededores. Bajo el reflejo, vislumbró un trapo blanco sobre la hierba, cerca de un matojo de arbustos que habían invadido el claro. Se trataba de la tela con la que se había envuelto la cabeza. Más allá, una especie de montículo en movimiento se agitaba y temblaba, evidenciando una vida nauseabunda.

Con un alarido de horror, se dirigió hacia allí, golpeando y dando patadas. Las ratas del cementerio abandonaron la cabeza con chillidos de furia, dispersándose ante él como veloces sombras negras. Y Harrison se estremeció. A la luz de la linterna, ya no había una cara que pudiera mirarle con los ojos vidriosos, sirio un cráneo, blanco y sonriente, del cual tan sólo colgaban algunos jirones de carne mordisqueada.

Mientras el detective excavaba en la fosa de John Wilkinson, las ratas del cementerio se habían comido la carne de la cabeza de John Wilkinson.

Harrison se agachó, y recogió el espantoso objeto, que ahora resultaba espeluznante. Volvió a taparlo con la tela y, mientras se incorporaba, un escalofrío de pavor le dominó por completo.

Estaba rodeado por todas partes por un sólido círculo de resplandecientes brasas rojizas que le miraban desde la hierba. El miedo las obligaba aún a mantenerse apartadas, pero las ratas del cementerio le había cercado, lanzando chillidos de odio.

Los negros decían de ellas que eran Demonios en realidad, y, en aquel instante, Harrison estuvo dispuesto a aceptarlo.

Retrocedieron a su paso mientras se dirigía hacia la tumba, y el detective no vio la oscura figura que salió de entre los arbustos por detrás de él. Los truenos sonaban más cerca, amortiguando incluso los chillidos de las ratas, pero logró escuchar las veloces pisadas que sonaban detrás suyo, un instante antes de recibir el golpe.

Se dio la vuelta, empuñando su revólver y bajando la cabeza, pero, mientras lo hacía, algo que recordaba bastante al impacto de un relámpago estalló en su cabeza, con una lluvia de chispas frente a sus ojos.

Mientras caía hacia atrás, disparó a ciegas, y lanzó un alarido cuando el destello del disparo le mostró una figura de horror, medio desnuda, pintada y con la cabeza tocada de plumas, que permanecía tensa con un tomahawk levantado… en el instante de la caída, se dio cuenta de que la tumba abierta estaba justo detrás, y se precipitaba hacia el fondo.

Su cuerpo impactó con el fondo de la fosa, y su cabeza se estrelló contra el borde del ataúd con un golpe demoledor. Su poderoso cuerpo quedó inerte; y, como sombras al acecho, de todas partes, acudieron corriendo las ratas del cementerio, arrojándose a la tumba en un frenesí de hambre voraz y sed de sangre.