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Harrison apagó la linterna, espoleado por una furiosa sensación de impotencia. Había fracasado. Aquel disparo lejano había debido acabar con Richard Stanton, y ahora, indudablemente, la cañada había reclamado el cadáver que la casualidad le había robado con anterioridad. Harrison sabía que él mismo estaba en peligro mortal. No estaba tratando con un criminal ordinario. La telaraña de mentiras con las que había embaucado al detective era prueba suficiente de que poseía un intelecto fuera de lo común.

—Y menuda telaraña —murmuró Harrison—. Y menudo actor está hecho. Habría sido capaz de engañar al mismísimo diablo cuando se puso a temblar y a balbucear acerca de su diabólico tío. ¿Por qué toda esta trama tan elaborada? ¿Por qué no se limitó a dispararme, como hizo con Stanton?

La razón parecía obvia. Storley sabía que Harrison no era un hombre al que pudiera sorprender tan fácilmente como a Stanton. Evidentemente, Storley no se atrevía a enfrentarse abiertamente contra la legendaria habilidad de combate del detective.

—Quería que me metiera en algún tipo de trampa —musitó Harrison—. Esa cabaña… me preguntó quién o qué me estaría aguardando en su interior. Si Storley hubiera llegado a saber que Joab pretendía matarme, eso le habría simplificado las cosas; no habría tenido más que echarse a un lado, y dejar que el negro se encargara…

Se sobresaltó cuando un estampido despertó el eco entre los pinos. ¡Otro disparo! Y no muy lejos de la cabaña. Espoleado por la posibilidad que aquello parecía sugerir, el detective corrió en dirección al sonido. En el silencio que siguió al disparo, escuchó el tenso latido de su propio corazón. El sudor corría por su frente, hasta llegar a los ojos, y, cuando sus pies aplastaron varias raíces podridas, le pareció que había hecho más ruido que un toro rabioso. Había perdido la pista. Era como correr en un laberinto. Pero no estaba haciendo tanto ruido como él pensaba, pues, poco después, escuchó claramente los jadeos de un hombre, justo en frente.

Alguien se apoyaba rendido sobre el tronco de un árbol, mientras gemía una imprecación. Atrás, en el bosque, una rama se partió con un agudo chasquido. Los dedos de Harrison se cerraron sobre el hombro de un hombre, provocando un alarido que denotaba unos nervios deshechos. Tras zafarse de la presa del detective, el sujeto se precipitó hacia un árbol, y cayó, exhausto. Justo en ese instante, atrás, entre la negra espesura, una llamarada naranja perforó la noche, y una bala impactó contra las ramas más cercanas. Harrison disparó en dirección al destello, y se lanzó al suelo, cayendo casi encima de la figura postrada.

—¡Stanton! —susurró Harrison— ¡Creí que habías muerto!

—¿Quién demonios es usted? —escupió el otro—. Su voz me resulta familiar, pero estoy demasiado confuso para reconocerla.

—Soy Steve Harrison —gruñó el detective, con los oídos alerta a cualquier sonido que pudiera producirse en el bosque, a su alrededor—. ¿Ese de ahí es John Storley?

—Sí. Me desperté hace cosa de una hora, y descubrí que alguien estaba manipulando la puerta. Me asomé por una rendija, y vi que un hombre encendía una cerilla para examinar la puerta. Le reconocí como Storley, y entonces lo recordé todo. Fue él quien me dejó al borde de la muerte. He estado aturdido muchos días. Entonces, mientras él se dedicaba a forzar la puerta de la cabaña, me las arreglé para escabullirme por la ventana de atrás. Pero me oyó, y salió detrás de mí. Tiene un arma de fuego de un metro de largo… Oh, Dios, me he pasado la última hora jugando con él al gato y el ratón. Cada vez que pensaba que había logrado darle esquinazo, salía de la nada y me disparaba. ¡Está aquí mismo, ahora, a nuestro alrededor!

Los nervios de Stanton estaban hechos pedazos. Temblaba como una hoja. Con gran cautela, Harrison se puso de rodillas. No escuchó el menor sonido. Era razonable suponer que su inesperado disparo había sorprendido a Storley, volviéndole más precavido. Pero el hombre poseía una ventaja terrible, dado que estaba familiarizado con aquellos bosques.

—No hay casas en varios kilómetros a la redonda, ni tampoco teléfonos —musitó el detective—. Vamos a tener que resolver este asunto nosotros solos. Aunque, si pudiéramos volver a la mansión, podríamos defender el fuerte hasta que la luz del día nos diera alguna oportunidad.

—Pero ¿cómo? —quiso saber Stanton— He estado corriendo en la oscuridad, intentando encontrar un lugar en el que esconderme. Supongo que me he estado moviendo en círculos. No tengo la menor idea de dónde estamos.

—Yo sí —gruñó Harrison—. Sígueme. Agárrate a mi abrigo, y mantén la cabeza bajada.

Comenzaron a moverse en la dirección en la que, según sabía Harrison, debía encontrarse el camino que llevaba de la cañada a la mansión. No le extrañó que Stanton hubiera sido incapaz de eludir a Storley, incluso en aquella oscuridad. No paraba de tropezar y de dar traspiés, por mucho que fuera agarrado a Harrison, y el detective maldijo el ruido que estaban haciendo, esperando continuamente que una bala se estampara en su cuerpo, pero lograron encontrar el sendero sin ser molestados.

—¿Y ahora, hacia dónde? —susurró Stanton, agarrando aún el abrigo de Harrison con mano sudorosa.

—Por la senda… ¡No! ¡Al suelo!

Harrison empujó a Stanton y se dejó caer a su lado, en el preciso instante en que un arma resonaba en el sendero. La bala pasó por encima de sus cabezas, y Harrison devolvió el fuego desde el suelo. Rodó hasta la negrura que rodeaba el sendero, arrastrando con él al confundido Stanton.

—Debí haber sabido que se supondría que nos dirigíamos al sendero —graznó—. Sabe que estoy contigo; no podría ser ningún otro. Por ese motivo no nos ha seguido. Atajó por el bosque hasta el sendero y nos esperó allí. Está entre nosotros y la mansión.

—¿No podemos ir en la otra dirección? —urgió el tembloroso Stanton.

—Eso nos llevaría a la cañada —gruñó Harrison—. Además, estoy cansado de correr. Tendremos que enfrentarnos a él. El tiene que venir a por nosotros, y tenemos las mismas posibilidades que él. Quédate quieto y en silencio.

Comenzó entonces un tenso período de espera. Harrison escuchaba intensamente, esperando cualquier sonido que le indicara que Storley se arrastraba hacia ellos, mientras sentía que Stanton estaba a punto de derrumbarse por la histeria; de modo que, con el fin de calmar su mente, musitó:

—¿Por qué desapareciste? ¿Qué razón tenías para no querer testificar contra Stark?

—No tenía ninguna razón —replicó Stanton—. Este asunto no tiene nada que ver con Stark.

—Entonces, ¿por qué Storley está intentando matarte? —gruñó Harrison con impaciencia.

—Te lo diré —dijo Stanton, acercando la boca a la oreja de Harrison, de modo que sus susurros no pudieran ser oídos a menos de un metro de distancia—. Me enviaron una carta desde Vendison, firmada por un tal J. J. Ashley, abogado. Me contaba que era el ejecutor de un testamento, y que estaba intentando encontrar a los herederos perdidos. Decía que había visto mi foto en los periódicos, en la noticia sobre el juicio de Stark, y pensaba que estaba emparentado con la familia a la que había pertenecido la fortuna. Me envió algún dinero para los gastos del viaje, y me urgió para que acudiera a Vendison a entrevistarme con él. Dijo que volvería con tiempo suficiente como para testificar en el juicio, y me pidió que lo mantuviera en secreto, porque, según dijo, algunas de las personas que intentaban hacerse con la fortuna, carecían por completo de escrúpulos…

—Eso concuerda con el fragmento de carta que encontré en tu apartamento —gruñó Harrison.

—¿Eh? Bueno, la gente como yo siempre suele estar sin un centavo, y aprovecha lo que puede. Esto tenía buen aspecto. De modo que me marché, y me encontré en Vendison con un tipo, que me trajo directamente aquí. Dijo ser Ashley. Llegamos a una gran mansión… y eso es todo lo que recuerdo hasta que desperté en una cabaña, con una muchacha negra vendándome la cabeza. No supo decirme por qué Ashley —al que ella llamaba John Storley— había intentado matarme. Me había golpeado en la cabeza, pero el arma sólo había penetrado en el cuero cabelludo. La muchacha ha estado cuidando de mí, porque tiene muy buen corazón. Creo que he sufrido amnesia, pero, de todos modos, planeaba salir de aquí mañana por la noche. Me daba miedo que Ashley —o, mejor dicho, Storley— pudiera encontrarme y matarme. Empezaba a recobrar las suficientes fuerzas como para intentar escapar. La chica le tenía demasiado miedo como para llamar a la policía o buscar a alguien que viniera a por mí, pero se ofreció a guiarme hasta la carretera principal. ¡Escucha!

—Sólo es el viento —murmuró Harrison—. No puede acercarse a nosotros sin que le oigamos. Continúa.

—Bueno, eso es todo. Desde luego, Storley es uno de esos otros herederos sin escrúpulos sobre los que Ashley me previno. Pretende quedarse con toda la fortuna para él solo…

—¡Silencio! —susurró Harrison, poniéndose en tensión, mientras una rama se rompía en las cercanías.

—¿Vamos a quedarnos aquí tirados hasta que se acerque lo bastante como para volarnos la cabeza? —susurró Stanton—. ¡Se está haciendo de día!

Harrison maldijo en voz baja. No era la luz del día lo que estaba iluminando el oscuro firmamento. Estaba saliendo la luna; un orbe creciente, alto y tardío, que no proporcionaba una verdadera luminosidad, sino tan sólo un vago e ilusorio resplandor que, en cierto modo, era aún peor que la oscuridad absoluta.

Pero aquella luz fue su salvación. Harrison jamás supo cómo se las había arreglado Storley para localizar su posición exacta, y cómo había logrado acercarse hasta ellos con tanto silencio, como no fuera por el instinto que suelen poseer aquellos que viven en el bosque; pero se giró de repente, mientras Stanton lanzaba un salvaje alarido, justo a tiempo para ver una borrosa figura que se lanzaba sobre ellos. Las dos armas dispararon de manera simultánea. Una bala pasó rozando la oreja de Harrison, y la figura en sombras se tambaleó como un borracho, mientras emitía un aullido de furia y dolor. Entonces, la figura avanzó de forma implacable, y Harrison viendo que el brazo derecho de su atacante parecía colgar inútil, contuvo el impulso de disparar, y se aprestó a combatir con el hombre herido. Demasiado tarde se apercibió del destello de acero que brillaba en la otra mano de su atacante.

Agarró la muñeca que comenzaba a descender con el cuchillo, y luego se enzarzó en un combate letal con un sujeto enloquecido y jadeante, cuyo frenesí le daba a sus músculos la fuerza de cables de acero.

Por un instante, a Harrison le resultó muy difícil apartar aquel cuchillo de su garganta, mientras aullaba un estridente aviso a Stanton, que tropezaba en torno a ellos y que, evidentemente, estaba en peligro de recibir alguna de las puñaladas perdidas que Harrison lograba bloquear.

Los ojos de Storley centelleaban a la tenue luz de la luna como si fueran los de un perro rabioso, y le salía espuma de entre los dientes. Pero ni siquiera el frenesí de la locura podía prevalecer mucho tiempo contra la fuerza bruta que animaba el gigantesco corpachón de Harrison. Agarrando con ambas manos el brazo izquierdo de Storley, lo retorció hasta que los huesos parecieron a punto de salirse del hombro.

Lentamente, los dedos perdieron fuerza, y dejaron caer el cuchillo, que se estrelló contra el suelo.

—Tranquilito, Storley —espetó Harrison—. No quiero tener que hacerte más daño.

—¡Nunca me cogerás vivo! —aulló Storley, debatiéndose de su presa de hierro. Y entonces Stanton, que en su confusión no se daba cuenta de que la lucha había terminado, y creyendo que así ayudaría a su aliado, cogió la pistola de Harrison por el cañón, y golpeó con ella con la mejor intención. Mientras golpeaba, un violento empellón de Storley cambió la posición de ambos contendientes, y la culata del arma se estampó contra el cráneo de Harrison.

El detective gruñó y trastabilló, relajando su presa. Storley le golpeó salvajemente en el rostro, y, tras liberarse, salió corriendo por el sendero.

—¡Condenado estúpido! —gimió el detective, arrebatando el arma de las perplejas manos de Stanton, y corriendo en pos del fugitivo. La creciente luz le mostró que Storley corría por el sendero, por delante de él. Sus pasos comenzaban a renquear, y el brazo roto colgaba a un lado de manera grotesca, pero Harrison se dio cuenta de que no iba a poder alcanzarle. La cabaña de ahumar carne estaba justo frente a ellos, y Storley podría refugiarse en ella antes de que lograra atraparle.

—¡Alto o disparo, Storley! —aulló Harrison.

—¡Dispara… y vete al infierno! —replicó un grito salvaje—. ¡Jamás me cogerás vivo!

—¡Te dispararé en la pierna! —rugió el detective, maldiciendo el mareo que empezaba a sentir y las lucecitas que bailaban ante sus ojos.

Apuntó el arma y disparó, y Storley se echó a un lado, mientras la bala se estrellaba contra el suelo, cerca de su pie. No intentaba esconderse en el bosque; se dirigía derecho a la cabaña, aparentemente poseído por la locura. La siguiente bala de Harrison impactó contra su pierna, pero el impulso que llevaba le ayudó a precipitarse contra la puerta de la cabaña, cayendo contra ella con las manos extendidas. Cuando la puerta se abría hacia dentro, como consecuencia del impacto, tanto el hombre, como la cabaña, como la luz de la luna, desaparecieron ante una gigantesca y cegadora llamarada, y los pinos se agitaron con una explosión devastadora. Harrison cayó al suelo de espaldas, y yació allí, temporalmente ciego y sordo por aquella espantosa confusión. Cuando logró ponerse en pie, aturdido, observó la escena con asombro. No quedaba el menor rastro de la cabaña: tan sólo unos pocos troncos retorcidos, entre los que yacían algunos fragmentos de ropa desgarrada.

—Esa era la trampa que me tenía preparada —musitó Harrison—. Dinamita, dispuesta para estallar en cuanto abriera la puerta. Dios mío, ¿cuánto puso ahí dentro? Si llego a entrar me habría evaporado en el aire… como acaba de hacer él. Supongo que no mezcló a los negros en su plan, porque no quería que pudieran tener algo con lo que amenazarle. Y lo más probable es que no les mandara fuera esta noche porque deseara tener una coartada, por si alguien conseguía seguirme el rastro hasta aquí, e investigaba mi desaparición. Si no hubiera sido porque sorprendió a Rachel llevando la comida, probablemente se habría quedado en su cuarto, con los negros dispuestos a jurar que estaba allí, mientras yo me escabullía, me metía en una cabaña llena de dinamita, y saltaba en pedazos, directo al infierno. ¡Un bonito accidente! ¡Ja!

Stanton se acercaba por el sendero; ofrecía un aspecto salvaje y patético, con sus ropas reducidas a jirones y la venda en su cabeza.

—¿Qué ha pasado? —empezó a balbucear—. Esa explosión…

—La había preparado para mí —gruñó Harrison.

—Pero al que quería matar era a mí, no a ti. Esa herencia…

Harrison soltó un improperio.

—Había oído hablar de chacales que están dispuestos a hacer cualquier cosa por un bocado como ese, pero jamás esperé encontrar a uno. Métetelo en la cabeza: el abogado Ashley no existe. Fue Storley el que te escribió esa carta. No hay ninguna herencia. No hay ninguna fortuna esperando a sus herederos perdidos. No era más que un cebo para hacerte venir aquí, del mismo modo que te usó a ti como cebo para hacerme venir a mí. Lo que pretendía era que ninguno de los dos pudiéramos testificar en el juicio contra Edward Stark.

—Pero ¿por qué? Sé que los gangsters suelen matar a los testigos, pero Storley no era ningún gángster, ni tampoco Stark. Stark no es más que un tipo que mató a su amante por celos. Y no veo que conexión puede haber entre Stark y John Storley…

—Una conexión vital —replicó Harrison, rebuscando en su bolsillo—. También yo estaba extrañado, hasta que encontré esta fotografía. Eso fue lo que me hizo darme cuenta de que Storley me estaba mintiendo, y que me había traído aquí para matarme. Y por eso supe que esa cabaña era una trampa. Él me había dicho que entrara en ella —extrajo la fotografía que había encontrado en el cajón roto.

Mostraba a dos jóvenes, uno de ellos era apenas un muchacho, con pantalones cortos. A pesar de su juventud, sus rostros eran inconfundibles. El mayor era John Storley; el rostro del otro le resultaría familiar a cualquier que hubiera leído los periódicos en cualquier lugar de Estados Unidos… era el rostro del hombre al cual el testimonio de Richard Stanton iba a enviar a la horca. En la parte posterior de la fotografía estaba escrito con letra cuidada: «John y Edward Storley, 1916».

—¡Eran hermanos! —exclamó Stanton—. Pero…

—Evidentemente, Edward Storley cambió de apellido cuando salió al mundo para hacer fortuna —gruñó Harrison—. Suele suceder… a mucha gente no le gusta que le relacionen con un apellido en decadencia, o con un pasado conocido. Pero la lealtad familiar ardía aún entre ellos, y era fuerte en John Storley. Es una pena que una cualidad tan noble haya servido a un propósito tan vil.