La revista Mariel

Había también una pequeña colonia de cubanos llegados por el Mariel en Nueva York que a cada rato nos reuníamos y leíamos nuestros textos. El apartamento de René Cifuentes en la Octava Avenida era uno de los sitios de las reuniones; allí se hablaba de cualquier cosa, se criticaba, se leía. A veces se anunciaba una fiesta de disfraces y cada cual se disfrazaba y era imposible reconocerse uno mismo cuando se miraba en el espejo.

En Miami estaba Juan Abreu y otro grupo de amigos también llegados por el Mariel, como Carlos Victoria y Luis de la Paz; en Washington estaba Roberto Valero, estudiando en la Universidad de Georgetown; en Nueva York estaban Reinaldo García, a quien yo le había perdonado ya su prudencia, René Cifuentes y yo mismo. Se decidió fundar con todos aquellos marielitos la revista Mariel. Aquella revista se hizo debajo de una mata de pino cuando yo fui a visitar a Juan a Miami; no teníamos, desde luego, ningún local ni la menor idea de cómo hacer una revista; tampoco teníamos un centavo. La asesora literaria de la revista fue, sin embargo, Lydia Cabrera, quien se brindó de manera entusiasta a ayudarnos. La revista tenía que ser costeada por nosotros mismos, que teníamos que imponemos una cuota y pagarla rigurosamente. Nunca contamos con ninguna ayuda oficial. El primer número salió en la primavera de 1983 y fue dedicado a José Lezama Lima; era el sueño y la ilusión que Juan y yo teníamos desde hacía muchos años, cuando vivíamos en Cuba. Era como el renacimiento de aquella revista que llamamos Ah, la marea y que hacíamos clandestinamente en el Parque Lenin. Todos estábamos casi en la miseria, pero sacrificamos el poco dinero que ganábamos para crear aquella revista; fue para nosotros un gran acontecimiento. Tenía que ser una revista que sorprendiera al mismo exilio y, desde luego, a Fidel Castro. Irreverente, aquella revista no tenía paz con nadie, se le hacían homenajes a los grandes escritores, se destapaba a los hipócritas y era contraria a la moral burguesa característica de un gran grupo de personas de Miami. En la misma revista hicimos un número consagrado al homosexualismo en Cuba, y se le hacían entrevistas a personas que padecían los prejuicios de una sociedad muchas veces conservadora y reaccionaria como era la de Miami y, en gran parte, la de Estados Unidos. La revista no caía bien, excepto a un pequeño grupo de intelectuales liberales; lógicamente, no podía caer bien a la izquierda festiva de Estados Unidos y a los hipócritas de esa izquierda, ni a los comunistas, ni a los agentes cubanos dispersos por todo el mundo, especialmente, por Estados Unidos, ni tampoco podía caerle bien, desde luego, a las poetisas de Miami. Todas las gentes establecidas en este país nos miraban como seres extraños; pero la revista siguió publicándose durante unos años. Recuerdo que yo mismo escribí un artículo titulado «Elogio de las Furias», donde decía que las Furias eran las únicas diosas que debían inspirarnos siempre, y me apoyaba en toda una serie de textos que iban desde La Ilíada hasta La Isla en peso, de Virgilio Piñera. No teníamos que guardar ninguna forma ni aspirábamos a ningún cargo. Yo nunca ni siquiera aspiré ni aspiro a ser ciudadano norteamericano. Después, algunos de los integrantes del comité de la revista se acobardaron o se alejaron. Debido también a problemas económicos, la revista tuvo que cerrar, pero ahí quedaron algunos números que constituyen un verdadero reto para la literatura del exilio y también para la literatura cubana en general.

Otro de los grandes éxitos de aquel momento fue la película Conducta impropia, de Néstor Almendros y Orlando Jiménez Leal. La película era el primer gran documento en el cual se denunciaba abiertamente la persecución que sufrían en Cuba los homosexuales y toda persona que no tuviese una conducta conservadora dentro del régimen de Fidel Castro; hasta aparecían los campos de la UMAP, personajes entrevistados que habían estado en esos campos, documentos represivos. Era además una película desenfadada, hecha con un gran sentido del humor; aparecían las locas que habían salido huyendo de Cuba y ahora eran travestis que cantaban en algún cabaret de Nueva York; aparecía el mismo Fidel Castro enfundado en su batahola verde, haciendo más bien el ridículo. La película tuvo una gran resonancia internacional, levantó polémicas enfurecidas y ganó el Premio de los Derechos Humanos como el mejor documental exhibido en Europa ese año.

Al gobierno de Castro le preocupó tanto aquella película que nombró a un grupo de locas oficiales, casi todas del Ministerio del Interior, para que se pasearan por todo el mundo dando conferencias y diciendo que en Cuba no perseguían a las locas. Aquellas pobres locas tenían incluso que partirse delante de todo un público y hacerse más afeminadas de lo que eran para demostrar que, irrebatiblemente, en Cuba no había persecución a los homosexuales. Claro, una vez que regresaron a Cuba tuvieron nuevamente que guardar sus plumas y no hemos vuelto a saber qué fue de aquella delegación oficial de locas cubanas. De todos modos, nos deben de estar agradecidas a nosotros, pues gracias a esa película pudieron darse su viajecito por Europa.

Néstor Almendros es un español republicano que salió huyendo de España durante la dictadura de Franco; vivió en Cuba y allí padeció la dictadura de Batista y luego la de Castro. Es un ejemplo de dignidad intelectual y artística y su actitud ha sido decisiva y valiente, aunque en muchos aspectos lo haya perjudicado. Famoso y con una excelente posición económica, pudo no habernos ayudado, lo cual hubiese sido hasta comprensible. La inmensa mayoría de los intelectuales norteamericanos, para dárselas de progresistas y traficar con el resentimiento lógico de los pueblos sometidos a otras calamidades, casi siempre han apoyado o han hecho la vista gorda ante los crímenes de Fidel Castro. Ahora, con la superestalinización del régimen castrista, que critica hasta las propias revistas soviéticas, me imagino que algunos intelectuales norteamericanos por conveniencias políticas y económicas estarán cambiando de mentalidad. Pero no se pueden olvidar la inmensa propaganda y las conexiones internacionales del gobierno de Cuba, mantenidas durante más de treinta años; tienen sus casas culturales, sus librerías, sus casas editoriales, sus agencias publicitarias diseminadas por el mundo entero y, sobre todo, en occidente, que es donde les interesa operar.

Yo recuerdo que, cuando llegué a Estados Unidos, un cubano en Washington me dijo lo siguiente: «Nunca te vayas a pelear con la izquierda». Para ellos, pelearse con la izquierda significaba atacar al gobierno de Castro. Pero cómo podía yo después de veinte años de represión callarme aquellos crímenes. Por otra parte, nunca me he considerado un ser ni de izquierda ni de derecha, ni quiero que se me catalogue bajo ninguna etiqueta oportunista y política; yo digo mi verdad, lo mismo que un judío que haya sufrido el racismo o un ruso que haya estado en un gulag, o cualquier ser humano que haya tenido ojos para ver las cosas tal como son; grito, luego, existo. Pero esa actitud me ha costado muy cara; tanto desde el punto de vista económico como desde el de la difusión de mis libros; tal es así, que cuando salí de Cuba mis novelas eran textos de estudio en la Universidad de Nueva York y a medida que yo tomé una posición radical contra la dictadura castrista, la profesora de literatura Haydée Vitale Rivera fue suprimiendo mis libros de su curso hasta el punto de no dejar ninguno. Y así lo hizo también con todos los demás cubanos que se habían asilado. Al final, en el programa sólo quedaban algunas novelas de Alejo Carpentier. Eso me ha pasado en muchas universidades de Estados Unidos y en el mundo entero; irónicamente, yo estando preso y confinado en Cuba, tenía más oportunidades editoriales porque, por lo menos, allí no me dejaban hablar y las editoriales extranjeras podían poner que yo era un escritor que residía en La Habana.

Desde luego, esta actitud no sólo se ha extendido a mí, sino a todos los cubanos exiliados, porque en el destierro no tenemos a un país que nos represente; vivimos como si nos estuviesen perdonando la vida; siempre a punto de ser rechazados. No tenemos un país, sino un contrapaís; la burocracia de Fidel Castro, siempre dispuesta a todo tipo de intrigas y componendas para aniquilamos intelectualmente y si es posible físicamente. Esas situaciones han desatado entre muchos intelectuales cubanos cierta cautela.

Esa cautela política tiene su base sobre todo en el miedo a morirse de hambre; algunos ya no se atreven a firmar un documento crítico contra la dictadura castrista, otros prefieren sumergirse en un letargo apolítico y escriben artículos sobre Bélgica; la cobardía siempre es patética, pero la injusticia y la estupidez resultan mucho más irritantes.

Uno de los casos de injusticia intelectual más conocidos de este siglo fue el de Jorge Luis Borges, a quien sistemáticamente se le negó el premio Nobel, sencillamente, por su actitud política. Borges es uno de los escritores latinoamericanos más importantes del siglo; tal vez el más importante; sin embargo, el Premio Nobel se lo dieron a Gabriel García Márquez, pastiche de Faulkner, amigo personal de Castro y oportunista nato. Su obra, además de algunos méritos, está permeada por un populismo de baratija que no está a la altura de los grandes escritores que han muerto en el olvido o han sido postergados.

Antes que anochezca
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