Holguín

A medida que la dictadura de Batista continuaba en el poder, la situación económica se hacía peor, al menos para los campesinos pobres como mi abuelo o para mis tíos, que ya casi nunca encontraban trabajo en los centrales azucareros a los que iban a cortar caña. Mi tío Rigoberto se pasó más de cuatro meses fuera de casa y todos pensábamos que había encontrado trabajo en algún central azucarero; al cabo de ese tiempo volvió sin un centavo y con unas fiebres terribles; había deambulado por casi toda la provincia de Oriente sin encontrar ningún lugar donde lo admitieran como cortador de caña. Mi abuela lo curó con unos cocimientos.

La situación económica se hizo tan difícil que mi abuelo decidió vender la finca —unas tres caballerías de tierra— y mudarse para Holguín, donde pensaba abrir una pequeña tienda para vender viandas y frutas. Desde hacía años mi abuelo y mi abuela querían vender la finca, pero nunca se ponían de acuerdo. El caso es que, finalmente, vendieron la finca; se la vendieron a uno de los yernos de mi abuelo, que en aquel momento era batistiano y tenía cierta posición económica.

Vino un camión del pueblo y allí se echaron todas las cosas: los bastidores, los taburetes, los balances de la sala. ¡Cómo lloraban mi abuela, mi abuelo, mis tías, mi madre, yo mismo! Sin duda, en aquella casa de yagua y guano, donde tanta hambre habíamos pasado, también habíamos vivido los mejores momentos de nuestra vida; terminaba tal vez una época de absoluta miseria y aislamiento, pero también de un encanto, una expansión, un misterio y una libertad, que ya no íbamos a encontrar en ninguna parte y mucho menos en un pueblo como Holguín.

Holguín era para mí —ya por entonces un adolescente— el tedio absoluto. Pueblo chato, comercial, cuadrado, absolutamente carente de misterio y de personalidad; pueblo calenturiento y sin un recodo donde se pudiera tomar un poco de sombra o un sitio donde uno pudiera dejar libre la imaginación. El pueblo se levanta en medio de una explanada desoladora, coronado al final por una loma pelada, la Loma de la Cruz, llamada así porque al final se erguía una enorme cruz de concreto; la loma tiene numerosas escaleras de concreto que conducen a la cruz. Holguín, dominado por aquella cruz, a mí me parecía un cementerio; en aquella cruz apareció una vez un hombre ahorcado. Yo veía Holguín como una inmensa tumba; sus casas bajas similaban panteones castigados por el sol.

Una vez, por puro aburrimiento, fui al cementerio de Holguín; descubrí que era una réplica de la ciudad entera; los panteones eran iguales que las casas, aunque más pequeños, chatos y desnudos; eran cajones de cemento. Yo pensé en todos los habitantes de aquel pueblo y en mi propia familia, viviendo tantos años en aquellas casas-cajones para luego ir a parar a aquellos cajones menores. Creo que allí mismo me prometí irme de aquel pueblo cuando pudiera, y, si fuera posible, no regresar nunca; morir bien lejos era mi sueño, pero no era fácil de realizar. ¿Dónde ir sin dinero? Y, por otra parte, el pueblo, como todo sitio siniestro, ejercía cierta atracción fatal; inculcaba ciertos desánimos y una resignación que le impedía a la gente marcharse.

Yo trabajaba en una fábrica de dulces de guayaba; me levantaba por la mañana y empezaba a hacer cajas de madera donde luego se depositaba la mermelada hirviente, que luego se endurecía y formaba aquellas barras que tenían una etiqueta que decía «Dulce de Guayaba La Caridad», donde figuraba una Virgen de la Caridad. No creo que hubiese mucha caridad por parte del dueño de la fábrica, que nos hacía trabajar hasta doce horas por un peso al día. El día del cobro yo me iba para el cine, que era el único lugar mágico de Holguín; el único lugar al que uno podía entrar y escapar de la ciudad, al menos por unas horas. Por entonces iba solo al cine, pues me gustaba disfrutar de aquel espectáculo sin compartirlo con nadie. Me sentaba en el gallinero, que era el lugar más barato, y veía a veces hasta tres películas por cinco centavos. Era un enorme placer ver a aquellas gentes cabalgando praderas, lanzándose por unos ríos enormes o matándose a tiros, mientras yo me moría de aburrimiento en aquel pueblo sin mar, sin ríos, ni praderas, ni bosques, ni nada que pudiera ofrecerme algún interés.

Quizás influido por aquellas películas, casi siempre norteamericanas o mexicanas, o quién sabe por qué, comencé a escribir novelas. Cuando no iba al cine, yo me iba para mi casa y al son de los ronquidos de mis abuelos comenzaba a escribir; así llegaba a veces la madrugada y de la máquina de escribir —que me había vendido en diecisiete pesos mi primo Renán— iba para la fábrica de dulces de guayaba donde, mientras hacía las cajas de madera, seguía pensando en mis novelas; a veces me daba un martillazo en un dedo y no me quedaba más remedio que volver a la realidad. Las cajas que yo hacía eran cada vez peores y escribía enormes y horribles novelas con títulos como ¡Qué dura es la vida! y Adiós, mundo cruel Por cierto, creo que mi madre aún conserva esas novelas en Holguín y dice que son lo mejor que yo he escrito.

Mis tías y mi madre, ya en Holguín, pudieron tener una radio eléctrica y ahora podían escuchar todas a la vez la misma novela que oían en el campo. Creo que esas novelas radiales, que yo también escuchaba, influyeron en mis novelas escritas hacia los trece años.

Antes que anochezca
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