La escuela

A los seis años comencé a ir a la escuela; era la escuela rural número noventa y uno del barrio de Perronales, donde nosotros vivíamos. Aquel barrio lo formaban unas sabanas y unas lomas bastante despobladas; todo él era atravesado por un camino real que no era más que una explanada de tierra que iba a desembocar al pueblo de Holguín, situado a unas cuatro o cinco leguas de distancia. Perronales estaba entre Holguín y Gibara, un pueblo que era puerto de mar y que yo todavía no había visitado. La escuela estaba lejos de la casa y yo tenía que ir a caballo. La primera vez que fui me llevó mi madre. La escuela era una casa grande de yaguas con techo de guano, igual que el bohío en que nosotros vivíamos. La maestra era de Holguín. Tenía que tomar un ómnibus o una guagua, como se dice en Cuba, y luego caminar varios kilómetros a pie; en el primer paso del Río Lirio uno de los alumnos mayores iba a recogerla a caballo y la llevaba hasta la escuela. Era una mujer dotada de una sabiduría y de un candor innatos; tenía ese don, que no sé si todavía existe en las maestras actuales, de comunicarse con cada alumno y enseñarles a todos las asignaturas desde el primero hasta el sexto grado. Las clases duraban más de seis horas y los fines de semana había una especie de velada literaria que entonces se llamaba «El Beso a la Patria». Luego de saludar a la bandera, cada alumno tenía que recitar un poema que había aprendido de memoria. Yo tomaba mucho interés en recitar mi poema, aunque siempre me equivocaba. Una vez el aula se vino abajo por el estruendo de la risa, cuando recitando el poema «Los dos príncipes», de José Martí, en vez de decir el verso «entra y sale un perro triste», dije: «entra y sale un perro flaco». La solemnidad de aquel poema, que hablaba de los funerales de dos príncipes, no admitía un perro flaco; seguramente mi subconsciente me traicionó y yo trastoqué el perro de Martí por Vigilante, el perro flaco y huevero de nuestra casa.

Desde luego, yo me enamoré de algunos de mis condiscípulos. Recuerdo a uno, Guillermo, violento, guapo, altanero, un poco enloquecido, que se sentaba detrás de mí y me pinchaba con su lápiz. Nunca llegamos a tener relaciones eróticas, sólo miradas y juegos de mano; los típicos retozos de la infancia detrás de los cuales se oculta el deseo, el capricho y a veces hasta el amor; pero, en la práctica, a lo más que se llegaba era a que uno le enseñara el sexo al otro, así como por casualidad, mientras se orinaba. El más atrevido era Darío, un muchacho de doce años; cuando regresábamos del colegio, él, desde su caballo, se sacaba su miembro, por cierto bastante considerable, y lo exhibía a todo el que quisiese contemplar aquella maravilla.

Aunque yo no tuve relaciones con aquellos muchachos, por lo menos su amistad me sirvió para comprender que las masturbaciones solitarias que yo practicaba no eran algo insólito ni iban a causarme la muerte. Todos aquellos muchachos se pasaban la vida hablando de la última «paja» que se habían hecho y gozaban de una magnífica salud.

Mis relaciones sexuales de por entonces fueron con los animales. Primero, las gallinas, las chivas, las puercas. Cuando crecí un poco más, las yeguas; templarse una yegua era un acto generalmente colectivo. Todos los muchachos nos subíamos a una piedra para poder estar a la altura del animal y disfrutábamos de aquel placer; era un hueco caliente y, para nosotros, infinito.

No sé si el verdadero placer consistía en hacer el acto sexual con la yegua o si la verdadera excitación provenía de ver a los demás haciéndolo. El caso es que, uno por uno, todos los muchachos de la escuela, algunos de mis primos y algunos incluso de aquellos jóvenes que se bañaban desnudos en el río, hacíamos el amor con la yegua.

Sin embargo, mi primera relación sexual con otra persona no fue con uno de aquellos muchachos, sino con Dulce Ofelia, mi prima, que también comía tierra igual que yo. Debo adelantarme a aclarar que eso de comer tierra no es nada literario ni sensacional; en el campo todos los muchachos lo hacían; no pertenece a la categoría del realismo mágico, ni nada por el estilo; había que comer algo y como lo que había era tierra, tal vez por eso se comía... Mi prima y yo jugábamos a los médicos detrás de la cama y no recuerdo por qué extraña prescripción facultativa, terminábamos siempre desnudos y abrazados; aunque aquellos juegos se prolongaron durante meses, nunca llegamos a practicar la penetración, ni el acto consumado. Quizá todo se debía a una torpeza de nuestra precocidad.

El acto consumado, en este caso, la penetración recíproca, se realizó con mi primo Orlando. Yo tenía unos ocho años y él tenía doce. Me fascinaba el sexo de Orlando y él se complacía en mostrármelo cada vez que le era posible; era algo grande, oscuro, cuya piel, una vez erecto, se descorría y mostraba un glande rosado que pedía, con pequeños saltos, ser acariciado. Una vez, mientras estábamos encaramados en una mata de ciruela, Orlando me mostraba su hermoso glande cuando se le cayó el sombrero; todos éramos guajiros con sombrero. Yo me apoderé del suyo, eché a correr y me escondí detrás de una planta, en un lugar apartado; él comprendió exactamente lo que yo quería; nos bajamos los pantalones y empezamos a masturbamos. La cosa consistió en que él me la metió y después, a petición suya, yo se la metí a él; todo esto entre un vuelo de moscas y otros insectos que, al parecer, también querían participar en el festín.

Cuando terminamos, yo me sentía absolutamente culpable, pero no completamente satisfecho; sentía un enorme miedo y me parecía que habíamos hecho algo terrible, que de alguna forma me había condenado para el resto de mi vida. Orlando se tiró en la hierba y a los pocos minutos los dos estábamos de nuevo retozando. «Ahora sí que no tengo escapatoria», pensé o creo que pensé, mientras, agachado, Orlando me cogía por detrás. Mientras Orlando me la metía, yo pensaba en mi madre, en todo aquello que ella durante tantos años jamás había hecho con un hombre y yo hacía allí mismo, en la arboleda, al alcance de su voz que ya me llamaba para comer. Corriendo me desenganché de Orlando y corrí para la casa. Desde luego, ninguno de los dos habíamos eyaculado. En realidad, creo que lo único que había satisfecho era mi curiosidad.

Antes que anochezca
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