Adiós a la granja

En aquel momento el gobierno revolucionario convocó a los contadores agrícolas, por medio de la prensa, para que todos aquellos que quisieran se presentaran a un curso de planificación en la Universidad de La Habana. Sencillamente, había que enviar una solicitud y después, en caso de ser aprobada, mandaban un telegrama con la aceptación. A mí me enviaron el telegrama y tenía que presentarme en el Hotel Nacional en una semana. No lo pensé. Dejaba atrás una granja llena de gallinas escandalosas, un mundo lleno de gente inconforme, maloliente, desarrapada y mal pagada, unos amores frustrados y un pueblo como Holguín, ajeno a todo lo que fuese la belleza tanto espiritual como arquitectónica.

Cuando llegué al Hotel Nacional me encontré con el hecho de que casi todos los jóvenes que se habían graduado como contadores agrícolas estaban allí; todos habían decidido estudiar planificación con la esperanza de poder dejar la granja donde se encontraban como contadores y algunos ya como administradores. No era para menos, aquellos sitios eran espantosos. A la hora de pagarle a los trabajadores siempre se armaba un escándalo enorme; decían que se les habían robado horas, que el listero no había reportado su trabajo. Por cierto, en todas aquellas granjas había algún técnico soviético; el de la mía se llamaba Vladimir y era el típico ruso campesino: no sé si sabía o no de pollos, pero era el dirigente ideológico de la granja. Vladimir era, creo, absolutamente casto; vivía con otros rusos en un chalet. En realidad, todo aquel engranaje de las granjas del pueblo estaba dirigido por los soviéticos; nosotros éramos instrumentos que realizábamos una labor secundaria y los rusos determinaban lo que debía o no hacerse. Sin hablar ni siquiera español, en la mayoría de los casos, aquellos rusos se habían convertido en los jefes de los guajiros cubanos.

En el Hotel Nacional estábamos todos esperando hacer unos exámenes selectivos, ya que solamente iban a dejar a unos cincuenta jóvenes para estudiar planificación. Afortunadamente, fui uno de los cincuenta en aprobar aquel curso en la Universidad de La Habana y los seleccionados fuimos a vivir al hotel Habana Libre. A mí me tocó dormir en una habitación con Pedro Morejón, un estudiante medio deforme y absolutamente extremista, y con Monzón, el experto en chulear a los homosexuales; guapo como era, siguió viviendo de eso y me contaba sus aventuras con los bailarines del Ballet Nacional, que le pagaban hasta treinta pesos por mamarle la pinga; para él aquello era una sorpresa, pues además del placer enorme del que disfrutaba, era bien pagado.

Yo me mantenía aún fiel al recuerdo de Raúl, y además sentía mucho miedo de que fuera descubierta mi condición homosexual en La Habana, aunque allí, en aquel momento, todavía no había una vigilancia excesiva. Por lo demás, las clases en la universidad nos llevaban todo el día; eran clases de economía política, trigonometría, matemáticas, planificación. El director del curso era Pedro Marinello, creo que sobrino o hermano de Juan Marinello. Más tarde Pedro Marinello desapareció; decían que era agente de la CIA, que era la etiqueta que le pegaban, desde entonces, a cualquiera que disentía del régimen de Fidel Castro.

Tuvimos un magnífico profesor de geografía económica que hablaba, sin embargo, de todo menos de esa materia. Nos contaba de sus viajes por el mundo, por África, por el desierto, cómo cabalgaba en un camello que no quería caminar ni para atrás ni para «alante». Hablaba de sus experiencias amorosas en París, de las mujeres que lo habían amado, hablaba de literatura, nos citaba a los grandes escritores. Era un humanista, un hombre con sentido artístico. Se llamaba Juan Pérez de la Riva. Más tarde cayó en desgracia, e intentó suicidarse varias veces sin fortuna. Venía de una familia millonaria y era uno de los cuadros de la Revolución. Fue uno de los pocos de su familia que había aceptado el cambio social y se había quedado en Cuba. Podía ir a París y ver a su familia, pero cada vez que iba, se tiraba de un puente con la esperanza de suicidarse y nunca lo logró. Era un hombre siempre enamorado de las alumnas y sin suerte con ellas. Su esposa, Sara, era también profesora y bibliotecaria de la universidad; creo que lo quería y por eso le toleraba aquellos amoríos. Finalmente, encontró a una muchacha que se enamoró de él, y entonces, súbitamente, a Pérez de la Riva le salió un cáncer en la garganta. Ya no quería morirse, pero murió entonces. No tuvo que suicidarse.

El gobierno de Fidel Castro descubrió que no era rentable tenemos a nosotros viviendo en el hotel Habana Libre, existiendo huéspedes mucho más distinguidos que alojar en aquellas habitaciones. Por lo demás, la mayoría de nosotros éramos guajiros y no sabíamos bien cómo cerrar una pila de agua, o como dar con el agua caliente y la fría a la vez; algunas alfombras se inundaron, algunos pisos se convirtieron casi en piscinas en el antiguo Habana Hilton. Lo menos que imaginó nunca el señor Hilton fue que algún día aquel lujoso hotel se llenaría de guajiros que no sabían ni siquiera cómo funcionaban las duchas.

Nos llevaron para unos albergues en Rancho Boyeros y de allí nos trasladaban en camiones hasta la Universidad de La Habana. Allí pude comprobar que muchos de mis condiscípulos tenían relaciones sexuales entre sí, que algunos lo hacían abiertamente; había como una tolerancia secreta por parte de los demás. Allí también se llegaba a hablar de Sartre. Recuerdo que acostado en una litera me leí por primera vez Aire frío, de Virgilio Piñera.

Uno de mis mejores amigos era Roberto Bolívar, hijo de Natalia Bolívar, una vieja militante socialista que desde luego estaba muy integrada al carro de la Revolución castrista. Bolívar me confesó abiertamente que era homosexual y me contaba sus aventuras con los jóvenes allí, en Rancho Boyeros, invitándome a participar en esas aventuras, a lo cual yo me negaba rotundamente; no quería hacer vida pública homosexual, pues aún pensaba que tal vez yo podía «regenerarme»; ésa era la palabra que utilizaba para argumentarme que yo era una persona con un defecto y que tenía que suprimir ese defecto. Pero la naturaleza y mi autenticidad estaban por encima de mis propios prejuicios.

Un día fui con Bolívar a la Biblioteca Nacional. En el departamento de música me presentó a todos sus amigos; todos eran homosexuales. Algunos me hicieron proposiciones y yo las rechacé ofendido, pero a la noche siguiente volví de nuevo a aquel mismo lugar.

El gobierno revolucionario no sólo quería que estudiáramos planificación, sino también nos hacía trabajar para que nos pagáramos de alguna manera las clases. Así, me llevaron a trabajar al INRA, es decir, al Instituto Nacional de la Reforma Agraria, en un edificio construido por Batista, como la Plaza de la Revolución (desde donde habla Fidel Castro) así como todos los edificios que la rodean, inclusive el mismo Palacio de la Revolución. Al principio dirigía el INRA Carlos Rafael Rodríguez y después el propio Castro. Roberto Bolívar y yo alquilamos una habitación en una casa de huéspedes cerca de este lugar. En las habitaciones dormíamos tres o cuatro hombres; era como un sitio de una novela picaresca de Quevedo o de Cervantes. Incesantemente, había un tráfico de gente que entraba y salía; gente de paso que cualquiera «levantaba» en la esquina y traía a acostarse a la cama. A veces no se podía dormir con los estruendos eróticos que realizaba Bolívar en la cama de al lado; siempre hallaba algún tipo cerca de la casa y pasaba la noche entre unos gorjeos realmente alucinantes.

El hambre era grande, porque con setenta y nueve pesos no teníamos para poder pagarnos un almuerzo y una comida diaria. Por eso de noche nos levantábamos y asaltábamos a tientas el refrigerador de Cusa, la dueña de la casa de huéspedes. Rápidamente, ella se dio cuenta de nuestros robos y le puso un candado, pero nosotros nos las arreglamos para abrir el candado y comer lo que allí hubiese. Por último, Cusa le puso unas meditas al refrigerador y lo escondía en su propio cuarto. Cusa era una vieja enorme, blanca y corpulenta, que podía darse el lujo de arrastrar aquel refrigerador gigantesco todas las noches hasta su habitación.

La situación económica también nos hacía cambiar de casa con bastante frecuencia; en un año recuerdo haberme mudado once veces. Era el año de 1963 y ya se agudizaban las persecuciones sexuales; muchos de los amigos de Roberto Bolívar ya habían pasado a los campos de concentración de la UMAP,2 pero yo todavía no era un homosexual confeso. No tenía relaciones de ningún tipo y vivía reprimido, escuchando los estertores y los espasmos de Roberto y su partenaire, mientras yo, solitario, me masturbaba.

En Cuba se realizaba ese tipo de «fleteo» típico que tal vez se hacía en cualquier otro lugar del mundo; uno caminaba unas cuadras y un joven seguía caminando detrás de uno; uno se paraba en la esquina y él se paraba un momento; después uno echaba a caminar otra vez y el joven seguía caminando detrás y, finalmente, el fósforo, la hora, el tiempo, la usual pregunta de si uno vive cerca. Así conocí a un joven y lo llevé a mi cuarto. Era un hombre guapo, tal vez de dieciocho o veintiún años, con más experiencia que yo. Hasta ese momento yo, en las pocas relaciones que había tenido, hacía el papel de activo, pero este joven no estaba dispuesto a eso; él quería poseerme y realmente lo hizo con tal maestría que lo logró, y yo disfruté de aquel logro. Se llamaba Miguel, y después de aquel día nos vimos a menudo; tenía hasta un automóvil, cosa difícil ya en aquella época, e íbamos a la casa de unos amigos o salíamos por las afueras de la ciudad. Ya los hoteles se hacían muy difíciles en La Habana para dos hombres. Cuando, desaforadamente, realizábamos el amor, Miguel siempre me poseía y yo pasé de activo a receptor y esto me satisfacía plenamente.

Con Miguel conocí el mundo de la farándula habanera; las grandes putas que bailaban en Tropicana o en el cabaret llamado Nocturno, que estaba situado donde ahora está Coppelia. Aquellas mujeres, algunas muy bellas, tenían relaciones con comandantes o altos dirigentes del gobierno y podían tener una residencia cerca del Malecón o en Miramar. Recuerdo una fiesta, un día de san Lázaro, en la casa de una de ellas. Fue una fiesta enorme, donde estaba toda la gente de la farándula; hasta la misma Alicia Alonso fue allí y tocó un san Lázaro inmenso iluminado. Las cantantes famosas, como Elena Burque y todas las demás, estaban allí también. Miguel era muy conocido dentro de aquel mundo y yo me sentía un poco extraño siendo el amante de aquel personaje.

Por las noches íbamos a algún cabaret, ya fuera Tropicana o el cabaret de los hoteles Capri, Habana Libre, Riviera. Martha Estrada era la estrella del momento y, desde luego, Miguel era su amigo.

El 31 de diciembre de 1963 lo pasamos juntos. A las doce de la noche Miguel me abrazó llorando y me dijo: «Es increíble que ya Fidel lleve cuatro años en el poder». Infeliz: pensaba que aquel tiempo era demasiado. El terminó arrestado y llevado a uno de los campos de concentración de la UMAP. No lo volví a ver nunca más, ni siquiera en el exilio he vuelto a saber de él. A veces pienso que lo mataron en el campo de concentración; era colérico, indisciplinado y amante de la vida.

Con la pérdida de Miguel volví a deambular por las calles de La Habana. Un día conocí a un hombre de cierta edad; se mostró muy amable y me llevó a su casa. Era pintor y se llamaba Raúl Martínez. Se convirtió en mi amante y yo volví de nuevo a hacer mi papel activo en el sexo, que era lo que complacía a Raúl y, por otra parte, yo me sentía bien de cualquier manera si la persona me gustaba. Raúl era una especie de padre para mí; me enseñaba cosas que yo desconocía en arte, en pintura, en literatura. Vivía con alguien que había sido su amante y ahora era su amigo; un dramaturgo de segunda categoría que en aquel momento gozaba de cierta fama, porque había hecho unas melopeas más o menos laudatorias al régimen. Abelardo Estorino se llamaba.

Yo me quedaba en la casa de Raúl y Estorino. Raúl tenía además, un estudio en la Casa de las Américas a donde yo lo iba a visitar también, y allí, entre los lienzos, hacíamos el amor, a sólo unos pasos de Haydée Santamaría, que más tarde terminó pegándose un tiro en la cabeza, pero que por entonces reinaba en ese mismo edificio.

Antes que anochezca
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