El teatro y la granja
A mi abuelo ya le habían intervenido la pequeña bodega con la cual sobrevivía, y ahora se pasaba el tiempo recostado en un taburete contra la venduta cerrada, hablando solo. No leía ya el periódico, ni tampoco la revista Bohemia, que ya no era tampoco aquella revista liberal, desenfadada, crítica, que mi abuelo nos leía allá en el monte. Para esta fecha no era otra cosa que un instrumento más en manos de Castro y de su nuevo régimen. La prensa ya estaba casi completamente controlada. La libertad era una cosa de la que se hablaba casi incesantemente pero que no se ejercía; había libertad para decir que había libertad o para ensalzar al régimen, pero jamás para criticarlo.
Uno de los acontecimientos quizá más monstruosos que sucedió por aquella época fue el famoso juicio contra Marcos Rodríguez; un joven que de pronto se vio acusado de haber sido delator cuando Batista. En este juicio se vieron involucrados varios dirigentes de la Revolución que, para «limpiarse», atacaron violentamente a Marcos Rodríguez. Nunca se sabrá si fue cierto o no que Marcos Rodríguez delató a unos estudiantes de la Universidad de La Habana a quienes la policía de Batista había asesinado. Lo que sí fue obvio fue la grandilocuencia y teatralidad, tan características de Fidel Castro, en medio del juicio. Aquellos juicios donde se condenaba a muerte a una persona eran, realmente, espectáculos teatrales. Habíamos vuelto a la época de Nerón; a la época en que las multitudes se saciaban viendo cómo se condenaba a muerte o se asesinaba a un ser humano ante sus ojos.
Fidel Castro no sólo era y es el Máximo Líder, sino también el fiscal general. En una ocasión en que un tribunal honesto no quiso condenar a una serie de aviadores que habían sido acusados de bombardear la ciudad de Santiago de Cuba, cosa que en realidad nunca hicieron, Fidel se erigió como fiscal y los condenó a veinte y treinta años de prisión. El juez barbudo que los había declarado inocentes se suicidó. Todo esto ya nos daba la medida de lo que era aquel nuevo régimen. Sin embargo, todavía había ciertas esperanzas; siempre hay ciertas esperanzas, sobre todo para los cobardes. Yo era uno de ellos; uno de esos jóvenes cobardes o esperanzados que aún pensaban que aquel gobierno podía ofrecerles algo.
A finales de 1961 yo fui para mi primera granja a contar pollos, a inventariar las nuevas propiedades que el Estado había intervenido y llevar una contabilidad donde nunca se sabía el precio de nada, ni de dónde habían salido ninguna de aquellas propiedades. Por otra parte, el hurto que incesantemente realizaban los mismos funcionarios de la granja hacía imposible mantener al día aquellos libros donde nunca cuadraban las cifras y donde sólo se reflejaba una cosa: que las pérdidas eran mucho mayores que las ganancias.
La granja era un territorio vasto y aburrido donde, en medio de gallinas ponedoras y el estruendo incesante de los gallos, imperaba el tedio de gente que trabajaba por un sueldo miserable. Era hasta cierto punto patético ver a los campesinos trabajar ahora en una tierra que ya no les pertenecía; ya no eran campesinos y mucho menos propietarios, eran jornaleros a los que no les importaba el rendimiento de su trabajo ni la calidad del mismo. También venían obreros que después del trabajo se iban en camiones hacia los pueblos donde vivían. Pero era imposible realizar un trabajo agrícola o la cría de animales con personas ajenas a esa especie de misterio que es la reproducción o el cultivo de las plantas. La planta sabe quién la ama o quién la desconoce; no crece y fructifica cuando es una persona inexperta la que la tiene bajo su cuidado. Sólo las personas que han vivido en el campo y aman la naturaleza y conocen sus secretos están capacitadas para cultivar la tierra. Cultivar la tierra es un acto de amor, es una acción legendaria; la planta y la semilla requieren una complicidad tácita con quien las cultiva.
En aquella granja yo ganaba setenta y nueve pesos, y le daba parte a mi madre. La situación económica en mi casa seguía siendo grave, más ahora con la intervención de la bodega de mi abuelo, al que se le había prometido el pago de una indemnización.
Creo que en de treinta pesos al mes, pero había que llenar incesantes papeles y esperar no se sabe cuánto tiempo. Otra vez nuestra compañera más íntima era el hambre. La gente llegaba a la granja rogando porque les vendieran huevos y pollos; algunos ofrecían pagar lo que les pidieran por un pollo, pero se les negaba la venta porque una granja «del pueblo no podía vender a particulares. Una vez llegó un hombre en un auto y cuando se le negó la venta, abrió la boca y dijo: «Aquí tengo un cáncer». Tenía una lengua Horrorosa, morada, gigantesca. El jefe de la granja creo que le vendió dos pollos.