Lezama Lima
Además de Virgilio, el otro escritor cubano con quien tuve una gran amistad fue con José Lezama Lima. Lo conocí a raíz de la publicación de mi novela Celestino antes del alba. Con anterioridad lo había visto en la UNEAC; era un hombre corpulento, enorme, con una gran cruz que llevaba siempre en una cadena que se salía de uno de sus bolsillos laterales. Aquella cruz que exhibía en aquel centro de propaganda comunista que era la UNEAC, era indiscutiblemente una provocación. Fue Fina García Marruz quien me dijo que Lezama tenía interés en conocerme; yo nunca me hubiera atrevido a llamarlo, porque me aterrorizaba un hombre tan tremendamente culto. Había conocido a Alejo Carpentier y sufrí una experiencia desoladora ante aquella persona que manejaba datos, fechas, estilos y cifras como una computadora refinada pero, desde luego, deshumanizada. Mi encuentro con Lezama fue completamente diferente; estaba ante un hombre que había hecho de la literatura su propia vida; ante una de las personas más cultas que he conocido, pero que no hacía de la cultura un medio de ostentación sino, sencillamente, algo a lo cual aferrarse para no morirse; algo vital que lo iluminaba y que a su vez iluminaba a todo el que estuviera a su lado. Lezama era esa persona que tenía el extraño privilegio de irradiar una vitalidad creadora; luego de conversar con él, uno regresaba a casa y se sentaba ante la máquina de escribir, porque era imposible escuchar a aquel hombre y no inspirarse. En él la sabiduría se combinaba con la inocencia. Tenía el don de darle un sentido a la vida de los demás.
La pasión primera de Lezama era la lectura. Tenía además ese don criollo de la risa, del chisme; la risa de Lezama era algo inolvidable, contagioso, que no lo dejaba a uno sentirse totalmente desdichado. Pasaba de las conversaciones más esotéricas al chisme de circunstancias; podía interrumpir su discurso sobre la cultura griega para preguntar si era verdad que José Triana había abandonado la sodomía. Podía también dignificar las cosas más simples convirtiéndolas en algo grandioso.
Virgilio y Lezama tenían muchas cosas diferentes, pero había algo que los unía y era su honestidad intelectual. Ninguno de los dos era capaz de dar un voto a un libro por oportunismo político o por cobardía, y se negaron siempre a hacerle propaganda al régimen; fueron, sobre todo, honestos con su obra, y honestos con ellos mismos.
La publicación en 1966 de Paradiso fue, sencillamente, un acontecimiento heroico desde el punto de vista literario. Creo que nunca se llegó a publicar en Cuba una novela que fuera tan avasalladoramente homosexual; tan extraordinariamente compleja y rica en imágenes, tan cubana, tan latinoamericana, criolla y, a la vez, tan extraña.
En cuanto a Virgilio Piñera, también realizó el acto heroico de presentar en el año 1968 al concurso Casa de las Américas su obra teatral Dos viejos pánicos, reflejo supremo del terror y el miedo que se padecen bajo el régimen de Fidel Castro.
Los dos, naturalmente, fueron condenados al ostracismo, y vivieron en la plena censura y en una suerte de exilio interior, pero ninguno amargó su vida con resentimientos, ninguno dejó, ni por un momento, de escribir; hasta que les llegó la muerte siguieron trabajando, aun cuando muchas veces supieran que aquellos papeles iban a parar a manos de la Seguridad del Estado y que quizá sólo los iba a leer el policía encargado de archivarlos o destruirlos.
Lezama tenía su centro vital en su propia casa; allí, en Trocadero 164, él oficiaba como un mago, como un extraño sacerdote. Conversaba, y el que lo escuchaba, quisiéralo o no, quedaba absolutamente transformado. Virgilio prefería desplegar su vitalidad por toda La Habana; amaba las tertulias literarias fuera de su casa, las conversaciones en el café de la esquina, en las guaguas. Sus gustos sexuales eran más populares que los de Lezama. A Virgilio le gustaban los hombres rudos, los negros, los camioneros, mientras que Lezama tenía preferencias helénicas; tenía un culto extremo hacia la belleza griega y, desde luego, hacia los adolescentes. Virgilio llevaba con asiduidad a la práctica sus realizaciones sexuales, y Lezama era mucho más retraído, quizá por vivir tantos años junto a su madre.
En cierta ocasión Lezama y Virgilio coincidieron en una especie de prostíbulo para hombres que había en La Habana Vieja y Lezama le dijo a Virgilio: «Así que vienes tras la caza del jabalí». Y Virgilio le contestó: «No, he venido, simplemente, a singar con un negro».
La formación de ambos era europea; especialmente francesa. Los dos rendían culto a la literatura francesa. Sin embargo, sus diferencias eran muchas; Lezama practicaba un humanismo católico y Virgilio era ateo. Pero los dos sentían tal amor por la Isla y, principalmente, por La Habana que les era casi imposible alejarse de ella. En cierta ocasión Lezama consiguió un trabajo en la ciudad de Santa Clara, donde sólo tenía que dar unas conferencias con carácter provisional y al otro día regresó, porque le era imposible estar fuera de La Habana. Virgilio pudo al principio de la Revolución quedarse fuera de la Isla; él ya sabía la persecución que se había desatado contra los homosexuales, e incluso ya había estado preso. Sin embargo, regresó. «La maldita circunstancia del agua por todas partes»4 ejercía una atracción a la cual estos hombres no podían sustraerse.
Tuve el privilegio de gozar de la amistad de ambos simultáneamente. A raíz de la separación de Rodríguez Feo de la revista Orígenes y de la fundación de la revista Ciclón, hubo cierto distanciamiento entre Lezama y Virgilio, pero la grandeza de ambos los volvió a unir; la honestidad intelectual de los dos estaba por encima de cualquier discrepancia de carácter. Así, cuando Lezama publicó Paradiso, que le valió la impugnación oficial del régimen y la censura de toda su obra posterior incluida la propia novela Paradiso, que circuló en Cuba casi clandestinamente y que nunca más se volvió a publicar, Virgilio, que no era en aquel momento un amigo íntimo de Lezama, fue el primero en reconocer los valores literarios de aquella obra y el primero en elogiarla públicamente aun antes del famoso artículo de Julio Cortázar.
Lezama también supo reconocer en Virgilio el gran poeta y dramaturgo que éste siempre había sido. Cuando Virgilio cumplió sesenta años, Lezama escribió uno de sus poemas más profundos, «Virgilio Piñera cumple sesenta años».
Al final, estos dos hombres se fueron uniendo, quizá motivados por la persecución, la discriminación y la censura que ambos sufrían. Virgilio visitaba todas las semanas a Lezama, que se había casado con María Luisa Bautista, una amiga de la familia, a quien la madre de Lezama, un momento antes de morir, le rogó a éste que aceptara por esposa. María Luisa era una mujer extraordinaria, valiente, culta y que no tenía pelos en la lengua; insultaba a los funcionarios que iban a pedirle informes a Lezama, pasaba en limpio las obras escritas a mano por Lezama, pues éste nunca llegó a escribir a máquina. Esta mujer llegó a amar profundamente a Lezama a pesar de que nunca tuvieron relaciones sexuales.
María Luisa, por el misterio de la amistad, de la soledad compartida, de la devoción de uno a otro, de la supervivencia en tiempos terribles, salía con una vieja cartera de nylon blanco a hacer las colas por toda La Habana para conseguirle algo de comer a Lezama. Lezama decía: «Ahí va la venada desmelenada». Ella regresaba siempre con algún queso crema, algún yogur; algo para satisfacer el voraz apetito de aquel hombre. A las nueve de la noche María Luisa preparaba el té; se las arreglaba para conseguirlo, no se sabe dónde. Si el té se atrasaba un minuto, Virgilio le recordaba: «María Luisa, se te ha olvidado el té». La reunión de aquellos tres personajes, en aquella casa ya un poco destartalada, que a veces se inundaba, tenía un carácter simbólico; era el fin de una época, de un estilo de vida, de una manera de ver la realidad y superarla mediante la creación artística y una fidelidad a la obra de arte por encima de cualquier circunstancia. Y, además, era como una suerte de conspiración secreta el juntarse y brindarse un apoyo que para ambos era imprescindible.
Cuando María Luisa daba la espalda para hacer el té en la cocina, Virgilio y Lezama se despachaban sobre sus aventuras más o menos eróticas, que ya eran, en realidad, más bien platónicas. Lezama, por ejemplo, le confesaba a Virgilio que Manuel Pereira, el novelista que era amante de Alfredo Guevara, lo iba a visitar y se le sentaba en las piernas provocándole a veces empedernidas erecciones. Virgilio le contaba a Lezama que uno de los actores negros que había formado parte del coro de Electra Garrigó tenía amores con él. Cuando María Luisa llegaba, se interrumpía la conversación.
Un día le hablé a Eliseo Diego de mi admiración por la obra de Virgilio Piñera. Elíseo me miró aterrorizado, y me dijo textualmente: «Virgilio Piñera es el diablo». Cuando pasé a ser su amigo, comprendí que tal vez había en Cuba solamente un intelectual que pudiese superar en inocencia a Virgilio Piñera; ese hombre era Lezama Lima.
En 1969 Lezama leyó en plena Biblioteca Nacional una de las conferencias quizá más extraordinarias de la literatura cubana, titulada «Confluencias». Era la ratificación de la labor creadora, del amor a la palabra, de la lucha por la imagen completa contra todos los que se oponían a ella. La belleza es en sí misma peligrosa, conflictiva, para toda dictadura, porque implica un ámbito que va más allá de los límites en que esa dictadura somete a los seres humanos; es un territorio que se escapa al control de la policía política y donde, por tanto, no pueden reinar. Por eso a los dictadores les irrita y quieren de cualquier modo destruirla. La belleza bajo un sistema dictatorial es siempre disidente, porque toda dictadura es de por sí antiestética, grotesca; practicarla es para el dictador y sus agentes una actitud escapista o reaccionaria. Por esta razón, tanto Lezama como Virgilio terminaron su vida en el ostracismo y abandonados por sus amigos.
El propio Lezama les prohibió, finalmente, a Miguel Barniz y a Pablo Armando Fernández que lo visitaran. Había comprendido que no eran poetas, sino vulgares policías que iban a sacarle cualquier información para, a cambio de ella, ganarse algún viajecito al extranjero.