La prisión
El Castillo del Morro es una fortaleza colonial que fue construida por los españoles para defenderse de los ataques de corsarios y piratas al puerto de La Habana. Es un lugar húmedo que está precisamente enclavado en una roca y que constituye una prisión marina. La construcción tiene un estilo medieval con un puente levadizo, por el cual pasamos para entrar en ella. Luego, atravesamos un enorme túnel oscuro, cruzamos el rastrillo y entramos en la prisión.
A mí me llevaron para «admisión», que es una especie de celda donde reciben a todos los presos y los clasifican por delito, edad y preferencias sexuales, antes de ser llevados al interior de aquel castillo medieval donde cumplirían su condena. Insólitamente, el oficial de la Seguridad del Estado que me había capturado, y que esperaba recibir un ascenso por ello, y el alto oficial llamado Víctor no pudieron pasar el rastrillo; tal vez en aquel momento estaban tan nerviosos como yo y por eso no supieron hacer valer su jerarquía. Además, iban vestidos de civiles. Lo cierto es que yo entré en medio de la confusión con el carné a nombre de Adrián Faustino Sotolongo, la brújula, el reloj y con todas las pastillas alucinógenas.
En la celda de admisión había como cincuenta presos; algunos por delitos comunes, otros por accidentes de tráfico y otros por motivos políticos. Lo que más me impresionó al llegar allí fue el ruido; cientos y cientos de presos desfilaban hacia el comedor; parecían extraños monstruos; se gritaban entre sí y se saludaban, formando una especie de bramido unánime. El ruido siempre se ha impuesto en mi vida desde la infancia; todo lo que he escrito en mi vida lo he hecho contra el ruido de los demás. Creo que los cubanos se caracterizan por producir mido; es como una condición innata en ellos y también es parte de su condición exhibicionista; no saben gozar o sufrir en silencio, sino molestando a los demás.
Aquella prisión era tal vez la peor de toda La Habana. Allí iban a parar los peores delincuentes; toda la prisión era para delincuentes comunes, con excepción de una pequeña galera destinada a los presos políticos pendientes de juicio o de sentencia.
Yo quería conservar el reloj a toda costa para dárselo a mi madre, y me lo escondí en el calzoncillo. Un preso mayor con el cual hice luego amistad y que ya había tenido experiencia en varias cárceles, me dijo que escondiera rápidamente aquel reloj. Cuando le enseñé la brújula, me comentó que era increíble que hubiera podido entrar allí con aquel artefacto. Eduardo, que era como se llamaba aquel hombre, me dijo que en algunos casos le habían echado ocho años de cárcel a algunas personas por el solo hecho de tener una brújula encima, y que debía echarla inmediatamente por el caño del inodoro para que no pudieran probarme que la tenía.
Las pastillas alucinógenas que aún tenía conmigo, tomadas en una dosis excesiva, podían provocar la muerte. Yo le temía a la tortura y temía comprometer a mis amigos, algunos de los cuales se habían arriesgado mucho por mí. Y por ello, me tomé un puñado de aquellas píldoras y luego tomé un poco de agua. Los otros presos me pidieron que les diera también, ya que en la cárcel las píldoras son como una especie de droga que permite la evasión.
Después de tomarme las píldoras, me tiré cerca de un rústico y hermoso camionero que había cometido no sé qué delito contra las leyes del tránsito. Yo no pensaba despertarme jamás, pero a los tres días recuperé el conocimiento en el hospital de la prisión: una galera llena de personas con enfermedades infecciosas. El médico me dijo que me había salvado de milagro; que todos esperaban que no recuperara el conocimiento y muriera de un infarto.
Ahora, toda mi energía de antaño, con la que disfrutaba de cientos de adolescentes, quedaría encerrada en una galera con doscientos cincuenta criminales.
El mar desde la prisión era algo remoto, situado detrás de una doble reja. Yo era un simple preso común, sin ninguna influencia para acercarme a aquellas rejas y ver, al menos desde lejos, el mar. Además, no quería verlo ya, del mismo modo que me negaba a las proposiciones eróticas de los presos. No era lo mismo hacer el amor con alguien libre que hacerlo con un cuerpo esclavizado en una reja, que tal vez lo escogía a uno como objeto erótico porque no existía algo mejor a su alcance o porque, sencillamente, se moría de aburrimiento.
Me negaba a hacer el amor con los presidiarios aunque algunos, a pesar del hambre y del maltrato, eran bastante apetecibles. No había ninguna grandeza en aquel acto; hubiera sido rebajarse. Además, era muy peligroso; esos delincuentes, después de que poseían a un preso, se sentían dueños de esa persona y de sus pocas propiedades. Las relaciones sexuales se convierten, en una cárcel, en algo sórdido que se realiza bajo el signo de la sumisión y el sometimiento, del chantaje y de la violencia; incluso, en muchas ocasiones, del crimen.
Lo bello de la relación sexual está en la espontaneidad de la conquista y del secreto en que se realiza esa conquista. En la cárcel todo es evidente y mezquino; el propio sistema carcelario hace que el preso se sienta como un animal y cualquier forma del sexo es algo humillante.
Cuando llegué al Morro llevaba aún La Ilíada de Homero; me faltaba por leer el último canto. Quería leerlo y olvidarme de todo lo que me rodeaba, pero era difícil; mi cuerpo se negaba a aceptar que estaba encerrado, que ya no podía correr por el campo, y aunque mi inteligencia tratara de explicárselo, él no comprendía que tuviera que permanecer meses o años en una litera llena de chinchas, en medio de aquel calor horrible. El cuerpo sufre más que el alma, porque esta última encuentra siempre algo a lo cual aferrarse: un recuerdo, una esperanza.
La peste y el calor eran insoportables. Ir al baño era ya una odisea; aquel baño no era sino un hueco donde todo el mundo defecaba; era imposible llegar allí sin llenarse de mierda los pies, los tobillos, y después, no había agua para limpiarse. Pobre cuerpo; el alma nada podía hacer por él en aquellas circunstancias.
Aquella cárcel era, por otra parte, el imperio del ruido; era como si todos los ruidos que me habían estado persiguiendo durante toda mi vida, se hubieran reunido en uno solo en aquel sitio donde yo estaba obligado a escucharlo precisamente por mi condición de preso: por no poder escapar.
Entré en el Morro rodeado de una fama siniestra que fue, sin embargo, lo que me permitió mantenerme vivo en medio de todos los asesinos que había en aquel lugar. Con tal de capturarme, las autoridades cubanas habían desplegado contra mí toda una campaña en la que no se me calificaba como preso político o como escritor, sino como un asesino que había violado a varias mujeres y que había asesinado a una anciana. Así, mi foto aparecía en estaciones de policía y en lugares públicos con todos esos cargos. De manera que, cuando entré en el Morro, muchos presos me reconocieron como el violador, el asesino y el agente de la CIA; todo esto me cubrió de una aureola y de cierto respeto, aun entre los propios asesinos.
De este modo, sólo dormí en el suelo la primera noche en aquella galera número siete donde me habían internado, que no era por cierto para homosexuales, sino para reclusos que habían cometido diversos crímenes. Los homosexuales ocupaban las dos peores galeras del Morro; eran unas galeras subterráneas en la planta baja, que se llenaban de agua cuando subía la marea; era un sitio asfixiante y sin baño. A los homosexuales no se les trataba allí como a seres humanos, sino como bestias. Eran los últimos en salir a comer y por eso los veíamos pasar; por cualquier cosa insignificante que hicieran, los golpeaban cruelmente. Los soldados que nos cuidaban, que se hacían llamar «combatientes» ellos mismos, eran reclutas castigados y de alguna manera tenían que volcar su furia y lo hacían contra los homosexuales. Por supuesto, nadie allí les decía homosexuales, sino maricones o, en el mejor de los casos, locas. Aquella galera de las locas era, realmente, el último círculo del Infierno; hay que tener en cuenta que muchos de aquellos homosexuales eran seres terribles a los cuales la discriminación y la miseria los había hecho cometer delitos comunes. Sin embargo, no habían perdido el sentido del humor y con las propias sábanas se hacían faldas, encargaban betún a sus familiares y con él se maquillaban y se hacían grandes ojeras; hasta con la propia cal de las paredes se maquillaban. A veces, cuando salían a tomar el sol en la azotea del Morro, era un verdadero espectáculo. El sol era un privilegio que estaba racionado para los presos; nos sacaban una vez al mes o cada quince días, por un período de una hora. Las locas asistían a este evento como si fuera uno de los más extraordinarios de sus vidas, y en realidad casi lo era; desde aquella azotea no sólo se veía el sol, sino el mar y podíamos ver también La Habana, una ciudad en la que tanto habíamos sufrido, pero que desde allí parecía un paraíso. Para aquellas salidas las locas se engalanaban, se ponían los trapos más insólitos y se fabricaban pelucas con sogas conseguidas quién sabe cómo, se maquillaban y se ponían tacones hechos con pedazos de madera, a los que llamaban zuecos. Desde luego, ya no tenían nada que perder; quizá nunca tuvieron nada que perder y, por lo tanto, podían darse el lujo de ser auténticas, de «partirse», de hacer chistes y hasta de decirle algo a uno de los combatientes. Esto, por supuesto, podía costarles perder el sol por tres meses, que era lo peor que le podía pasar a un preso, ya que en el sol uno podía matarse las chinchas, sacarse un poco los piojos y los caránganos, que son unos insectos que se alojan y caminan por debajo de la piel hasta que le hacen a uno la vida imposible, impidiéndole el sueño.
Mi litera era la última de la fila, junto a una claraboya. Allí pasé bastante frío y cuando llovía me entraba el agua; la luz de la farola del Morro entraba cada dos o tres minutos por aquel hueco y me iluminaba el rostro; era difícil dormir con aquella enorme luz girando sobre mi rostro, además del ruido de los presos y de las luces interiores de la propia prisión, que nunca se apagaban.
Dormía abrazado a La Ilíada, oliendo sus páginas. Para hacer algo, organicé unas clases de francés en la prisión; siempre hay gente interesada en aprender algo en una prisión y hasta los mismos asesinos pueden gustar de la lengua francesa; por otra parte, no todos allí eran asesinos. Había, por ejemplo, un pobre padre de familia con todos sus hijos que habían sido condenados a cinco años de cárcel porque habían matado una de sus vacas para comérsela con su familia, pero las leyes de Castro prohíben hacerlo. Cierto es también que otros estaban presos por matar vacas ajenas para vender la carne en la bolsa negra; pero el hambre en Cuba es tan grande que la gente se disputaba desesperadamente aquellos pedazos de carne vendidos en bolsa negra a un precio altísimo.
Muchos presos en mi galera decían que estaban allí por «pinguicidio»; este delito consistía en violación de mujeres o de menores. Pero «pinguicidio» incluía cualquier cosa; por ejemplo, estaba preso conmigo un hombre que, mientras se bañaba, había sido visto por unas viejas y éstas lo denunciaron; aquel hombre estaba en prisión por haberse bañado desnudo en el patio de su casa. Había algunos que sí habían violado por la fuerza y hasta con deformaciones de rostros; para ésos el fiscal había pedido pena de muerte y, finalmente, cumplían treinta años de cárcel. Allí muchos aún no sabían la cantidad de años que tendrían que cumplir; a mí me esperaban de ocho a quince años, a otros treinta o pena de muerte, de acuerdo con la petición fiscal.
Los presos siempre se las arreglaban para saber el delito de los demás; los mismos guardias chismorreaban y le contaban a unos lo que los otros habían hecho. Había un joven que vestido de militar se había metido en una casa y robado a todo el mundo; era un delito grave por haber utilizado el uniforme del ejército de Fidel Castro para delinquir.
Una vez al mes teníamos una hora para recibir las visitas. Yo no recibía ninguna porque mi madre estaba en Holguín y además yo no quería que me visitaran; me entretenía mirando cómo los demás presos recibían a sus familiares. Los familiares de aquel muchacho esperaban que fuera una corta sentencia, pero no fue así; treinta años fue la pena que le impusieron. No puedo olvidar a aquella madre, a las hermanas, a la novia, cómo gritaban; él trataba de consolarlos, pero los gritos de la madre eran terribles. Treinta años.
Para las clases de francés no había libros, por supuesto; pero poco a poco conseguimos algunas hojas de papel, algunos lápices y otras cosas. Yo dictaba las clases desde mi litera; participaban algunos jóvenes y otras personas mayores. Era, en realidad, algo difícil poder pronunciar y darse a entender en francés en medio de aquella gritería, pero ellos aprendieron, al menos, algunas oraciones; a veces, podíamos hasta sostener ya algún diálogo en francés. Las clases tenían casi un horario fijo, después de las comidas, y se prolongaban a veces hasta dos horas.
Un preso, que había estado ya varias veces en prisión por causas políticas y ahora estaba allí por una causa común, me ayudó un poco a sobrevivir en aquellas circunstancias; Antonio Cordero se llamaba. Este hombre se las sabía todas; lo primero que había que aprender allí era a no morirse de hambre. El me aconsejó que no me comiera el pan en la comida, sino que lo guardara. Los presos se comían todo lo poco que les daban desaforadamente; era un poco de arroz, un poco de espaguetis sin sal y un pedazo de pan. Se almorzaba a las diez de la mañana y la comida no era hasta las seis o las siete de la noche; si uno no guardaba el pan, se moría de hambre con aquella cantidad miserable de comida que nos daban. Unas veces, por razones que nunca nos explicaban, no había comida y no se podía resistir tanto rato sin comer nada; entonces aquel pedazo de pan viejo era un tesoro, que no debía comerse de una vez, sino a pedacitos cada tres horas, y después un poco de agua. Conseguir azúcar era una verdadera odisea; a veces dejaban entrar una libra o dos de azúcar en la jaba, cuando venía la visita; un agua de azúcar en el Morro era uno de los tragos más deliciosos que se podían paladear. Mis amigos, los estudiantes de francés, formaron una cooperativa en la que yo no tenía nada que aportar, pero en la que ellos me aceptaron como miembro; la cosa consistía en aportar lo que los familiares traían durante la visita y hacer una especie de bolsa común para luego hacer una merienda colectiva.
Desde luego, no era fácil allí conservar el agua ni el azúcar, ni siquiera las almohadas o las colchas para dormir. Los presos más peligrosos y el «mandante» de la galera se robaban todo aquello. A veces, había que ir a comer con las pocas pertenencias que uno tuviese; un pedazo de pan, un poco de azúcar y hasta la misma almohada. Yo no me desprendía de La Ilíada, que sabía era muy codiciada por los presos, no por sus valores literarias, sino porque con sus páginas podían hacer una especie de cigarros que fabricaban con la tripa de algunas colchonetas y almohadas, enrolladas en papel; los libros eran muy deseados por los presos para usarlos también como papel sanitario en aquellos baños llenos de mierda y de moscas que después nos sobrevolaban todo el año, alimentándose de nuestra propia mierda acumulada. Mi cuarto quedaba cerca de aquel lugar y no sólo tenía que soportar la peste, sino el ruido de los vientres que descargaban. En ocasiones, y con intención, le ponían a la comida no sé qué condimento para que la gente se fuese en diarreas; era horrible sentir desde mi cama aquellos vientres desovándose furiosamente, aquellos pedos incesantes, aquel excremento cayendo sobre el excremento al lado de mi galera llena de moscas. La peste ya se había impregnado en nuestros cuerpos como parte de nosotros mismos porque el acto de bañarse era otra cosa casi teórica; una vez cada quince días, cuando había visita, los mandantes de la prisión acumulaban agua en unos tanques y nos ponían a todos desnudos a hacer una larga fila hasta pasar por frente al tanque, donde estaban ellos; cogían un jarro de agua y nos lo tiraban, seguíamos haciendo fila y enjabonándonos hasta pasar otra vez por entre los mandantes que nos tiraban otro jarro de agua, y ése era el baño que nos dábamos. Desde luego, era imposible bañarse con dos jarros de agua, pero era un enorme consuelo poder recibir ese baño. Los mandantes se situaban en la parte superior del tanque con unos palos y, si alguien intentaba repetir el baño, le caían a golpes. Desde luego, entre ellos había bugarrones que se fijaban en los muchachos que tenían buen cuerpo y los cortejaban después, o estaba la loca que se las había arreglado para estar allí con su amante. En el mismo baño vi una vez cómo toda la mandancia se templaba a un adolescente que ni siquiera era homosexual. En una ocasión el muchacho pidió que lo trasladaran, y habló con un combatiente y le explicó lo que estaba pasando, pero el combatiente no le hizo caso; así que tuvo que seguir dándole el culo sin deseos a toda aquella gente. Desde luego, además de dejarse templar, tenía que lavarle la ropa a todos aquellos hombres, cuidarle las cosas, darles parte de la comida que le tocaba. Aquellas pobres locas o los adolescentes forzados tenían que echarles fresco y espantarles las moscas como si fueran las esclavas de aquellos delincuentes.
Cada vez que llegaban muchachos jóvenes, a los que les llamaban «carne fresca», éstos eran violados por aquellos delincuentes. Los mandantes tenían unos palos con pinchos y al que se negaba le traspasaban las piernas con aquellos clavos; era difícil negarse. Primero tenían que mamarle la pinga y luego dejarse poseer; si no, le clavaban los pinchos en las piernas. Algunos que no podían soportarlo se suicidaban. El suicidio no era fácil allí dentro, pero algunos aprovechaban el momento de ir a tomar el sol; estábamos en la azotea del castillo a una gran altura y si uno se lanzaba desde aquella altura se estrellaba contra las piedras del Morro; muchos se lanzaron. Un muchacho que yo conocía se lanzó e insólitamente no se mató; se fracturó las dos piernas y se quedó paralítico. Al cabo de un mes, lo vi de nuevo llegar a la galera en una silla de ruedas.
Estos muchachos se quejaban a la dirección o a los combatientes acerca de los abusos que con ellos se cometían, pero no se les ponía mucha atención. Había una celda donde sólo estaban adolescentes, pero era la más infernal de todas; aquellos presos eran más feroces y desalmados.
Aquellos muchachos que sin ser homosexuales eran violados incesantemente por aquellos hombres, acababan confesándose locas para que los llevaran para la galera de los maricones, donde por lo menos no iban a ser violados por aquellas locas. Pero tampoco allí había sosiego; las locas, por una u otra razón, odiaban a aquellos que venían de singar con los hombres y los envidiaban y siempre se las arreglaban para desfigurarles el rostro. Además, las rencillas entre las locas eran algo siniestro; siempre había una violencia en el ambiente que se descargaba sobre el más infeliz.
Las locas preparaban unas armas llamadas «entizados», que eran unos palos llenos de cuchillas de afeitar, y con ellos, por dondequiera que fuera golpeada una persona, se la hería.
Los presidiarios delincuentes que no eran locas utilizaban el pincho, que era el palo con un clavo al final, la navaja, el puñal o algún hierro al que le hubieran sacado filo. Pero las locas utilizaban el entizado porque con él era difícil matar a alguien, pero se desfiguraba a la persona. Una vez que alguien era atacado con el entizado, quedaba lleno de heridas que no eran muy profundas pero que dejaban cicatrices para siempre. Cuando dos locas se fajaban con el entizado, el objetivo de cada una era llegarle a la otra al rostro y cruzárselo varias veces con aquellas cuchillas. Terminaban convertidas en una bola de sangre.
Los combatientes no tomaban partido en aquellas batallas; se divertían por el contrario viéndolas despedazarse. Estas escenas tenían más bien lugar antes de comer, en el patio, quizá por contar con más espacio. En las celdas el espacio es muy reducido y, a veces, uno corría riesgos mortales al bajarse de la litera si, casualmente, le pisaba una mano o la cara al que dormía abajo; esa persona podía pensar que era una ofensa y podía matarlo a uno. Para bajarme, yo me tiraba o rodaba por el palo de la cabecera, sin molestar mucho a la otra persona; después al caer al piso, había que tener cuidado también, porque en el piso dormía alguien que no tenía litera y uno podía pisarlo. Pude comprobar que la inmensa mayoría de aquellas gentes, incluyendo a los asesinos, eran retrasados mentales; por eso desataban aquella violencia por cualquier cosa, tomando a pecho cualquier insignificancia. Pero al Gobierno no les interesaba llevarlos a un hospital mental.
Había locas que, a pesar de todo, disfrutaban pasándose a toda la galera. No obstante, corrían un riesgo enorme porque los presos terminan enamorándose de la loca que se tiemplan y la celan y, por «hombría», terminan dándole un navajazo o picándole la cara sencillamente porque la loca miró para otra portañuela o porque alguien le ofreció un trago de café, o porque saludó a otro de los macharranes de la cárcel. Además, si te veían con un hombre, eras objeto de chantaje y tenías que pasarte a toda la prisión. También corrías el riesgo de ser atacado por la loca envidiosa que veía que te habías puesto un buen macharrán y desataba toda una serie de intrigas contra ti; la peor de ellas: podía decir que eras chivato y que trabajabas para los combatientes delatando a los presidiarios.
Yo no tuve relaciones sexuales en la prisión; no solamente por precaución, sino porque no tenía sentido; el amor es algo libre y la prisión es algo monstruoso, donde el amor se convierte en algo bestial. De todos modos, yo era también el delincuente que había violado a una vieja, asesinado a no sé cuántas personas y agente de la CIA. Había llegado además, en aquel estado de euforia que me produjeron las pastillas que me había tomado; los otros presos no pensaron nunca que yo había intentado suicidarme, sino que me había tomado aquellas pastillas para disfrutar de un estado eufórico y evadirme de aquella realidad; luego supe que las pastillas de ese tipo eran muy codiciadas por los presos con ese fin. A mí me llamaban allí «el empastillado», porque durante semanas caminé dando tumbos y en el comedor, cuando me daban la bandeja con la comida, me iba para atrás y para adelante y la bandeja a veces caía al piso.
Pero con el tiempo, como todo se sabe, se supo que yo era escritor. No sé qué pensaron aquellos presos comunes acerca del significado de la palabra escritor pero muchos vinieron a partir de entonces para que yo les escribiera sus cartas de amor a las novias o las cartas a sus familiares. Lo cierto es que monté una especie de escritorio en mi galera y allí acudían todos a que yo les redactara sus cartas; algunos tenían el problema de que a las visitas venían dos o tres novias a la vez y yo tenía entonces que redactar dos o tres explicaciones diferentes, disculpándome siempre ante todas aquellas mujeres; me convertí en el novio o marido literario de todos los presidiarios del Morro.
Cuando llegaban aquellas mujeres a las visitas y se abrazaban con sus maridos o sus novios, yo me sentía reconfortado, porque gracias a mí se había logrado aquella reconciliación. Muchos presos querían pagarme por aquellos favores, pero el dinero allí no tenía sentido ni permitían tenerlo; la mejor forma de pago era con cigarros; un buen cigarro era en la cárcel un privilegio. Era muy difícil tenerlos, porque sólo dejaban pasar una cajetilla cada quince días y era muy difícil obtener del exterior cualquier cosa fuera de lo estipulado por la cárcel, ya que, antes de las visitas y después de ellas, éramos sometidos, desnudos, a una rigurosa requisa.
Siempre me llamó la atención el hecho de que muchos soldados usaran espejuelos oscuros; la razón la descubrí después y era que algunos se erotizaban; simplemente, se ponían los espejuelos oscuros para poder ver los cuerpos desnudos de los presidiarios, para poder verles el sexo y las nalgas a los presos, sin que los demás guardias o el mismo presidiario lo pudieran notar. Con los espejuelos oscuros podían «vacilamos» desnudos y nadie sabía para dónde estaba mirando el soldado. Realmente, debía de ser un gran placer para aquellos hombres vemos desfilar frente a ellos desnudos; a veces la requisa se hacía minuciosa y no sé por qué hacían que nos pusiéramos en cuatro patas y nos abriéramos las nalgas y nos levantáramos los testículos y el sexo. Al parecer se temía que pasáramos a la galera algún mensaje, alguna pastilla o cualquier tipo de objeto prohibido; nada se podía pasar y mucho menos dinero. Casi siempre este tipo de requisa se le hacía a los presos jóvenes y bien parecidos. Querían no sólo verlos, sino humillarlos, haciéndolos abrirse las nalgas de ese modo, siendo muchachos varoniles.
Sin embargo, existía una forma de burlar la requisa; esto lo hacía un grupo de locas expertas llamadas «las maleteros». Los reclusos le daban a las maleteros lo que los familiares les habían traído a ellos, es decir, cajas de cigarros, algún dinero, pastillas, crucifijos, anillos, todo lo que fuese. Las maleteros ponían todo aquello en una bolsa de nylon, iban al baño y se lo metían todo en el culo. Algunas maleteros tenían una capacidad realmente sorprendente y de esa manera transportaban hasta cinco y seis cajas de cigarros, cientos de pastillas, cadenas de oro y muchos objetos más. Desde luego, por más que se requisara a una maletero, era imposible saber lo que guardaba en el culo; se lo introducían bien adentro y, una vez que llegaban a su galera, lo primero que hacían era correr al baño y descargar la mercancía. Naturalmente, cobraban por este transporte un diez por ciento, un veinte y a veces hasta un cincuenta por ciento de la mercancía que transportaban; pero era un transporte seguro.
Una vez, una loca que le decían la Macantaya se negó a entregar una caja de cigarros que había transportado para unos presos y se armó una gran riña. La loca supo mantener a los presos a raya con un entizado y además con un pincho. Se formó tal escándalo cuando la Macantaya le picó la cara a uno de los reclamantes de la mercancía que la enviaron a la celda de castigo.
Los presos comunes tienen una especie de memoria recurrente que no perdona a quienes les han ofendido y practican la ética de la venganza. Aquel grupo de presos juró vengarse de ella y provocó una especie de riña entre ellos mismos, se dieron de puñaladas leves y fueron a parar a la celda de castigo donde estaba la Macantaya y esa misma noche le cortaron la cabeza, es decir, la guillotinaron. El cuerpo sin cabeza de la loca se descubrió como a los tres días por la peste, porque los combatientes no entran a la celda de castigo y desde lejos se veía el cuerpo de la Macantaya y parecía que estaba durmiendo. Todos estos presos fueron llevados a la prisión de La Cabaña y fueron fusilados, porque en el Morro ya no se fusilaba; de ahí que siempre que la gente era llevada a la celda de castigo se temía que de allí fuera trasladada a la prisión de La Cabaña y luego fusilada.
Esas cuentas a saldar por cuestiones de honor eran incesantes en el Morro. Aquellos delincuentes, que cargaban a veces con varios crímenes serios, tenían una especie de puritanismo exagerado; no perdonaban si otro le tocaba una nalga o le mentaba la madre. Juraban matarse uno al otro y, generalmente, lo hacían. Lógicamente, cuando un preso se veía en peligro de muerte trataba de que lo cambiaran a otra galera y a veces lo lograban. Entonces, el preso que había jurado venganza se las arreglaba para vigilarlo y esperaba una oportunidad en que coincidieran en la visita, en el comedor o en la azotea el día de sol y lo mataba en la primera oportunidad clavándole un pincho o una navaja.
En una ocasión que era día de visita, estaba yo en la fila y había un preso con el cual había hablado unas palabras. Todo sucedió tan rápidamente que apenas me di cuenta de lo que había sucedido. Llegó otro preso, sacó un enorme pincho y se lo clavó en el pecho al preso que estaba junto a mí, el cual se llevó la mano al corazón, se dobló y cayó muerto. Lo que más me sorprendió fue el rostro del asesino y la actitud que éste cobró una vez cumplida su venganza; quedó como estático, pálido, inmóvil y con el pincho entre las manos. Un guardia se acercó y lo desarmó sin que él hiciera ningún ademán de resistencia; estaba como hechizado. Supongo que después lo fusilarían.
Los actos de violencia de los presos eran a veces contra sí mismos; en una ocasión amaneció en mi celda un joven ahorcado. Dijeron que tenía problemas políticos y que se había vuelto loco; pero no era para menos estando allí; hasta yo creo que él estaba medio loco. Fue muy raro que pudiera ahorcarse en una galera con doscientas personas; yo creo que algún grupo de presos enemigos lo ahorcó quizá por problemas sexuales pues era un joven muy bien parecido; tal vez lo mataron y después lo ahorcaron para que pareciera un suicidio.
También en estos casos de aparente suicidio estaba, a veces, la mano larga del Estado. Allí en nuestra celda, llena de presos comunes, había gente de la Seguridad del Estado; era difícil poder descubrirlos, pues a veces se pasaban un año recibiendo golpes y viviendo en medio del excremento, como nosotros, y luego resultaban ser oficiales de la Seguridad que estaban allí para informar sobre cualquier actividad política que tuviéramos los presos en la cárcel. A veces también perseguían a algún preso determinado que había sido puesto en la galera de los comunes, pero que cargaba sobre sus espaldas algún historial político como era, por ejemplo, mi propio caso. Más adelante descubrí a algunos de estos oficiales; eso ocurrió cuando yo estaba en la galera de los trabajadores. Algunos de esos presos, misteriosamente, no iban a dormir a la galera y los guardias no se sobresaltaban por eso; me di cuenta de que esas noches les daban permiso para ir a ver a su familia. Aquellos seres eran tenebrosos porque podían matar a cualquiera allí mismo de un navajazo. Nadie sabía que había sido un oficial de la Seguridad del Estado, sino un preso más que le clavaba un cuchillo a otro; una vez que asesinaba al otro preso, era sacado de la galera, supuestamente para ser ajusticiado y no le volvíamos a ver más; seguramente lo ascendían de teniente a capitán o algo por el estilo.
Pero también había gente que se suicidaba. Este fue el caso de la Maléfica, una loca negra que se estiraba las pasas allí, en medio de la cárcel; tenía una cara horrible. Dicen que había matado a algunas personas; se burlaba de todo el mundo y no respetaba ni a los guardias, por lo que, desde luego, era tratada a patadas y bayonetazos. La Maléfica sacó, un día a la hora de comer, un pincho que durante más de un mes había afilado contra el piso de cemento; todo el mundo pensó que iba a matar a alguien, pero ella dijo que no se le acercara nadie, dio un giro con el pincho y se cortó el cuello. Un autodegollamiento; nunca volveré a ver un acto como aquél. Se desangró en el patio de la prisión, mientras las otras locas armaban un alboroto enorme. La Maléfica, mientras se desangraba, seguía girando con el pincho y gritando que no se le acercara nadie, hasta que cayó muerta. Los combatientes se divirtieron y se rieron bastante aquel día; después arrastraron el cuerpo ensangrentado de la Maléfica y se lo llevaron, supongo que para enterrarlo. Los guardias eran personajes sádicos que tal vez habían sido escogidos por ese «mérito» para que trabajasen allí; o tal vez se habían vuelto sádicos en aquel ambiente. Aquellos hombres gozaban maltratándonos; había un oriental de unos veinte años que se erotizaba golpeando a los presos, pero lo hacía de manera tan evidente que incluso se agarraba el miembro, al parecer enorme. Era impresionante ver aquel falo enorme irguiéndose por debajo de la tela del pantalón mientras un preso era pateado.
En ocasiones en que, por ejemplo, encontraban un arma en una galera, los combatientes pretendían que los presos dijeran a quién pertenecía. Lógicamente, nadie decía una palabra porque aquello podía costarle la vida. Entonces el castigo era colectivo y, verdaderamente, draconiano. Nos llevaban para el patio y allí nos obligaban a bajarnos los pantalones y un guardia con un palo nos empezaba a dar estacazos en las nalgas o en la espalda hasta que se cansaba de hacerlo. Los hombres se contenían y no gritaban, pero las locas gritaban desaforadamente mientras eran apaleadas. El oriental de la pinga grande se erotizaba viendo aquello; yo creo que eyaculaba.
Cuando nos daban aquellas palizas era únicamente cuando se podía dormir en aquella galera porque nadie tenía ánimo para ponerse a hablar; estábamos molidos a golpes.
Para sobrevivir, un preso llamado Camagüey se las ingenió en el Morro para tener un anzuelo que lanzaba con bolitas de pan por el hueco de la claraboya que quedaba al lado de mi cama y pescaba gorriones, que al parecer estaban tan hambrientos como nosotros; a veces pescaba algún totí o una golondrina; era un pescador de pájaros que pescaba en el aire en vez de pescar en el mar. Camagüey tenía un arte especial para llevarse bien con todo el mundo y ser respetado; quizá porque había intentado irse de Cuba como cinco veces y siempre había sido capturado. El caso es que él preparaba aquella sopa de gorriones y nadie lo molestaba; ni siquiera los mandantes. Tenía tacto para sobrevivir y sentido del humor y yo disfrutaba de sus sopas de gorriones que mucho me ayudaron.
En la cárcel, si bien no tuve relaciones sexuales con nadie, como antes he dicho, sí tuve un romance platónico con Sixto, un negro oriental que era cocinero. Algunos decían que era un asesino, pero otros decían que lo que había matado eran unas cuantas vacas clandestinamente. Sixto me tomó aprecio y cuando terminaba la faena en la cocina me invitaba a comer. Yo considero que él era, casi seguramente, un asesino, porque esos cargos no se los daban a personas que no tuvieran carácter; un asesino que tuviera varios muertos encima era la persona ideal para repartir la comida en la cocina; era implacable y honesto y no le daba ni un grano más de arroz a nadie aunque lo amenazaran de muerte. Sixto se sentaba en la litera a hablar de cualquier bobería; me tomó cariño y yo también, pero nunca me propuso nada; ni siquiera un «disparo», que era una especie de relación sexual, muy común en la prisión, que se realizaba como por telepatía mutua. El disparo consistía en algo misterioso, imposible casi de descubrir; dos personas se ponían de acuerdo para realizar el disparo; el pasivo se bajaba los pantalones en la litera y el activo, desde una distancia considerable, se masturbaba y cuando eyaculaba, el pasivo se tapaba las nalgas; Sixto nunca me pidió hacerlo. Cuando salí del Morro supe que lo habían matado con un enorme cuchillo de cocina por una disputa, creo que con otro que había sido cocinero y al cual Sixto le negó otro cucharón de sopa.
No vi la muerte de Sixto pero sí vi la de Cara de Buey, que era un bugarrón famoso en el Morro; creo que estaba preso por haber violado a unos muchachos. Incluso se decía que había violado a unos niños y los había metido en unos tanques de cal, para que no se quejaran ante sus padres.
Cara de Buey parece que esperaba una sentencia de muerte, pero los tribunales en Cuba a veces se demoran hasta para otorgarle la muerte a alguien. Como era uno de los presos respetables de allí, dirigía la cocina y también el baño; se ponía detrás de un murito a la hora en que los presos se iban a bañar y «vacilaba» a todos los presos; algunos presos se quejaban y decían que Cara de Buey se hacía pajas detrás del muro mientras ellos se bañaban. Era cierto que lo hacía, yo pude verlo una vez; era viejo ya, pero tenía una pinga enorme. Su único placer era mirar a los hombres allí y masturbarse; eso le costó la vida, pues otro preso lo sorprendió masturbándose a su costa y lo mató en la cocina, clavándole un pincho por la espalda.
Conmigo Cara de Buey también fue una buena persona. Nunca habló de asesinatos o de crímenes de ningún tipo; me hablaba de su mujer, pero nadie venía a visitarlo. No era un hombre violento; su único momento de exaltación era en el baño cuando, mirando las nalgas de los otros hombres, se hacía la paja. Cara le salió la paja aquélla a Cara de Buey, pero es que el placer sexual casi siempre se paga muy caro; tarde o temprano, por cada minuto de placer que vivimos, sufrimos después años de pena; no es la venganza de Dios, es la del Diablo, enemigo de todo lo bello. Pero lo bello siempre ha sido peligroso. Martí decía que todo el que lleva luz se queda solo; yo diría que todo el que practica cierta belleza es, tarde o temprano, destruido. La gran Humanidad no tolera la belleza, quizá porque no puede vivir sin ella; el horror de la fealdad avanza cada día a pasos acelerados.
Hablando de belleza, recuerdo a un muchacho que había en el Morro que era la belleza perfecta. Tenía unos dieciocho años y, según él, estaba preso por desertar del Servicio Militar, pero otros decían que había traficado con drogas o que había violado a la novia, lo cual era absurdo, porque aquel muchacho no tenía necesidad de violar a nadie; más bien él incitaba a ser violado por todo el mundo. El Niño, le decían; quizá por su piel tersa, sus cabellos ondulados y su cara, donde el espanto no parecía haber dejado ninguna huella. No participaba en ninguna relación sexual; se mostraba distante y, a la vez amable; pero aquellos presos no podían permitir aquella belleza dentro de aquel horror. Los mandantes trataron de ganárselo y no lo lograron; eso ya era un riesgo.
El Niño dormía en la fila de literas opuesta a la mía. Era para mí un gran placer poder contemplar aquella figura, aquellas piernas tan bien moldeadas. Me imagino que él sabía el peligro que representaba ser tan bello en aquel lugar; cuando se acostaba era como un dios. Un día a la hora del recuento el Niño no se levantó; mientras dormía, le habían clavado un fleje por la espalda que le había atravesado la espalda y le había salido por el estómago. Los flejes eran unas varillas de metal que fabricaban los presos; eran unos alambres gruesos. Alguien vino por debajo de la litera, que era una simple lona, y le enterró el fleje. Nadie sintió ningún grito, así que parece que murió rápidamente.
A lo que más temían los presos era a ese tipo de muerte; era una muerte traidora que se practicaba mientras uno dormía y por la espalda. Estas muertes casi siempre respondían a alguna venganza, pero el único delito de aquel muchacho era saber sonreír con aquella boca tan perfecta, tener un cuerpo maravilloso y una mirada casi inocente.
Llegó el verano y se desató aquel calor intolerable. El calor en Cuba siempre es intolerable; húmedo, pegajoso. Pero cuando se está en una prisión marina, cuyas paredes tienen un metro o más de ancho, sin ninguna ventilación, y con doscientas cincuenta personas encerradas en un mismo recinto, el calor es algo horroroso. Desde luego, los caránganos y las chinchas se reproducían a una velocidad terrible, las moscas nublaban el aire y la peste a mierda se volvía aún más espantosa.
Afuera se celebraba el carnaval de 1974 a lo largo del Malecón de La Habana; la fiesta que Fidel había convertido en su propio homenaje y era efectuado alrededor del 26 de julio. Todos allí querían poder salir de aquel lugar y tomarse una cerveza y bailar al son de aquellos tambores; ésa era la máxima dicha a la que aquellos hombres podían aspirar y, sin embargo, muchos de ellos no podrían disfrutar de aquello jamás.
Dentro de la celda de las locas se organizaba un pequeño carnaval, con música de tambores confeccionados con pedazos de madera o de hierro. Rumbeaban dentro de aquella celda calenturienta y una de ellas remataba el espectáculo cantando Cecilia Valdés; cantaba muy bien y su voz de soprano retumbaba en la prisión cantando: «Sí... Yo soy Cecilia Valdés». Realmente, hubiese sido la estrella de cualquier zarzuela.
Los presos quedaban impresionados escuchando a aquella loca, que decía llamarse Ymac Sumac. Gonzalo Roig se hubiera sentido orgulloso de tener una intérprete tan destacada. Aquella comparsa duraba hasta la madrugada, cuando los combatientes irrumpían en la galera de las locas y las acallaban a estacazos, terminando el festejo. A Ymac Sumac la sacaron una vez ensangrentada; dicen que una loca envidiosa, que también quería hacer la Cecilia, pero que no tenía aquella voz, le dio una puñalada. No la volvimos a ver nunca más.
Yo llevaba seis meses en el Morro y no se me había citado para juicio; otros llevaban más de un año y tampoco se les había citado. Un día me llamó un combatiente y me dijo que saliera a las rejas; yo salí sin saber para qué podían llamarme. Me llevaron escoltado a un pequeño cuarto donde estaba mi madre, que había logrado que la autorizaran a entrar para verme. Mi madre se acercó y me abrazó llorando; me tocó el uniforme de preso y me dijo: «Qué tela tan gruesa; qué calor debes estar pasando». Aquello me conmovió más que cualquier otra exclamación; siempre las madres tienen ese encanto secreto de tratarlo a uno como a un niño. Nos abrazamos en silencio y lloramos los dos; en ese momento aproveché para decirle que fuera a ver a mis amigos y les advirtiese que tuvieran cuidado con los manuscritos míos que tenían guardados; ella me prometió visitarlos. No podía contarle lo que era aquel lugar y le dije que me sentía muy bien allí y que, seguramente, pronto me sacarían de aquella celda, que no fuera más a verme, y que esperara a que me sacaran de allí. Cuando se puso de pie, me di cuenta de cómo había envejecido en aquellos seis meses; su cuerpo se le había desmoronado y la piel había perdido su consistencia.
Siempre pensé que, en mi caso, lo mejor era vivir lejos de mi madre para no hacerla sufrir; tal vez todo hijo debe abandonar a su madre y vivir su propia vida. Desde luego, son dos egoísmos en pugna; el de la madre que quiere que seamos de acuerdo con sus deseos y el nuestro queriendo realizar nuestras propias aspiraciones. Toda mi vida fue una constante huida de mi madre; del campo a Holguín, de Holguín a La Habana; luego, queriendo huir de La Habana al extranjero. No quería ver el rostro decepcionado de mi madre ante la forma en que yo llevaba mi vida; sus consejos, aunque prácticos y elementales, eran indiscutiblemente sabios. Pero yo sólo podía abandonar a mi madre o convertirme en ella misma; es decir, un pobre ser resignado con la frustración y sin instinto de rebeldía y, sobre todo, tendría que ahogar mis deseos fundamentales.
Aquel día, cuando mi madre se marchó, sentí la soledad más grande que he sentido en mi vida; cuando entré a la galera los presos empezaron a pedirme cigarros, pero vieron en mi cara tanto desasosiego que hasta los mismos criminales hicieron silencio. Cuando llegué a la litera me di cuenta de que alguien me había robado el ejemplar de La Ilíada; era inútil que yo tratara de buscarlo, pues lo más posible era que Homero ya se hubiera convertido en humo.
Al día siguiente por la mañana, gritaron mi nombre en la reja y me dijeron que tenía cinco minutos para presentarme con todas mis pertenencias. Todos los presos se arremolinaron alrededor de mi litera y hacían conjeturas; unos decían que me iban a dar la libertad, otros me gritaban que me iban a mandar para una cordillera a trabajar en una granja, otros decían que me iban a llevar para una prisión abierta o para La Cabaña. En realidad, lo que querían era que yo repartiese lo poco que tenía; la almohada, el jarro o la botella de agua. Camagüey se acercó y me dijo que a esa hora no llamaban a nadie para darle la libertad y que además, a mí no me habían celebrado aún el juicio, que tampoco creía que me llamaran para llevarme a una cordillera porque para eso siempre llamaban a varios presos juntos; me dijo que creía que me iban a llevar para la Seguridad del Estado. Era un hombre sabio. Me despedí de los conocidos y repartí mis cosas. En momentos como aquéllos siempre se produce en la cárcel un estado de euforia y tristeza, porque a esa persona que se va, posiblemente, no se la vuelva a ver más.
Sin darme ninguna explicación, me llevaron escoltado hasta una celda de castigo y una vez frente a ella, el oficial que me conducía me dio un empujón, me metió en ella y se marchó. Ese era el peor lugar de toda la prisión; allí iban a parar los asesinos más recalcitrantes en trámite de ser fusilados; a los que estaban allí les esperaba «el palito», que era como le decían los presos al palo del paredón de fusilamiento al que eran amarrados. Aquella celda era un sitio sórdido, con piso de tierra, y donde no podía ponerme de pie porque no tenía más de un metro de alto; la cama no era una litera, sino una especie de camastro de hierro sin colchón, las necesidades fisiológicas había que hacerlas en un hueco y no tenía ni un jarro para tomar agua. Aquel sitio era como el centro de abastecimiento de los caránganos y las pulgas; aquellos insectos se lanzaron sobre mí para darme la bienvenida.
En El mundo alucinante yo hablaba de un fraile que había pasado por varias prisiones sórdidas (incluyendo el Morro). Yo, al entrar allí, decidí que en lo adelante tendría más cuidado con lo que escribiera, porque parecía estar condenado a vivir en mi propio cuerpo lo que escribía.
Durante todo el primer día, nadie vino a visitarme ni a traerme ningún tipo de alimento; como casi todos allí irían muy pronto al paredón de fusilamiento, no había mucho interés en alimentarlos. Allí no era posible ni quejarse; era la incomunicación y la desesperación absolutas. A los dos días me trajeron algo de comer e hicieron un recuento; esto era absurdo en aquellas celdas completamente seguras; nadie podía, en realidad, escaparse de allí.
Había un preso que cantaba día y noche imitando la voz de Roberto Carlos a la perfección. Aquellas canciones tan tristes habían sido como himnos para el pueblo de Cuba; de alguna manera se convertían en gritos personales para cada uno. Y aquel preso cantaba aquellas canciones con más autenticidad y con más dolor que el propio Roberto Carlos.
Al cabo de una semana, el mismo oficial que me había traído a aquella celda de castigo, abrió la celda y me dijo que lo acompañara. Recorrimos el mismo camino que una semana antes y me llevó hasta una oficina donde había un teniente llamado Víctor, el cual se puso de pie y me dio la mano. Me dijo que lamentaba que yo me encontrase en aquella celda, pero que me habían aislado porque me iban a hacer toda una serie de preguntas y que consideraban que era mejor mantenerme incomunicado para no llamar la atención de los presos.
Yo me di cuenta, inmediatamente, de que todo aquello de llevarme al Morro no había sido más que un paripé; que querían confundir a la opinión pública extranjera convirtiéndome en un preso común, pero a la vez, someterme a los interrogatorios de la Seguridad del Estado. Sabía por los amigos míos que habían estado en manos de la Seguridad lo que eso significaba: torturas, humillaciones de todo tipo, interrogatorios incesantes hasta que uno terminara delatando a los amigos; no estaba dispuesto a eso.
El oficial siguió hablando, siempre con un tono amable. Dijo que estaba allí para ayudarme y que de acuerdo a mi comportamiento se extendería o no mi estancia en la celda de castigo. Se ponía de pie y caminaba por el recinto; se rascaba los testículos. Me imagino que sabía que yo era homosexual y rascarse aquellos testículos delante de mí era dar una prueba de su hombría, era como decirme que el macho era él. Víctor tendría unos treinta años, era alto, buen mozo; era para mí un gran placer verlo caminar, mientras se agarraba los testículos; en realidad era un verdadero homenaje y más teniendo en cuenta que yo llevaba más de seis meses sin realizar ningún acto sexual. Cuando me llevaron para la galera, a pesar de mi debilidad, pude masturbarme con aquella imagen agradable: Víctor con su mano en los testículos se me acercaba, se abría la portañuela y yo comenzaba a mamarle el sexo. Esa noche dormí plácidamente.
Durante una semana Víctor vino todos los días al Morro a interrogarme y a sobarse los testículos mientras lo hacía. La Seguridad del Estado estaba interesada en saber cómo había sacado yo mis manuscritos y el comunicado a la Cruz Roja Internacional, a la ONU y a la UNESCO. Mis amigos Margarita y Jorge habían llevado a cabo una gran campaña en la prensa francesa para denunciar la situación en que yo me encontraba. En el diario Le Figaro había salido una nota donde se decía que yo había desaparecido desde hacía cinco meses; la Seguridad quería saber quién se había comunicado con ese periódico, quiénes eran mis amistades en Cuba y en el extranjero. Yo tenía unas gomas de automóvil en mi cuarto y también unas cámaras; mi tía me denunció por ello a la policía cuando hicieron el registro de mi habitación. Tener un objeto flotante era ya una prueba de que uno quería irse del país, lo cual podía significar ocho años de cárcel. Mi caso era complejo. Según decía Víctor, una noche, mientras yo estaba prófugo, había explotado una mina y un joven se había hecho pedazos; creían que había sido yo. Sabían de mi viaje a Guantánamo y querían que dijera quién me había ayudado a llegar hasta allá. En fin, si yo confesaba, iba a delatar a más de quince o veinte amigos míos que se habían sacrificado por mí; yo no podía hacer eso. Por eso, a la semana de seguir interrogado, decidí otra vez intentar el suicidio, lo cual no era fácil en aquellas galeras de castigo donde no había ni cuchillas ni cordones de zapatos; dejé de comer pero el organismo resiste infinitamente, y muchas veces triunfa.
Una noche rompí el uniforme, hice una especie de soga con él y me colgué agachado de la baranda de hierro de la cama. Estuve colgado como cuatro o cinco horas; perdí el conocimiento, pero parece que yo no era muy práctico en esto de ahorcarme y no logré morir. Los soldados me descubrieron, abrieron la celda y me bajaron de allí, tirándome en el piso; vino el médico de la prisión, que era el mismo que me había atendido seis meses antes cuando me había tomado las pastillas, y me dijo: «Tienes mala suerte; no lo lograste».
Me vinieron a buscar en una camilla. Yo estaba desnudo y los soldados hacían chistes acerca de mis nalgas; decían que por ellas podía pasar cualquiera. Realmente, no estaban malos aquellos soldados; eran bugarrones todos y me tocaban las nalgas, mientras los presos que estaban en la celda de los condenados a muerte se reían. Estuve como dos horas en el piso frente a la galera de aquellos presos condenados a muerte y, pasado ese tiempo, todos aquellos hombres estaban eufóricos; alguien enseñaba el culo, alguien estaba tirado, desnudo, en una galera frente a ellos.
Finalmente, me llevaron al hospital; me pusieron sueros y me dieron medicamentos. Al día siguiente, se me acercó aquel médico, que era un hombre bastante cruel, para decirme que no creía que yo estuviera allí en el Morro muchos días, porque la Seguridad del Estado no quería suicidios antes de las confesiones. En efecto, al tercer día vino Víctor con dos oficiales más; me dijeron que me pusiera de pie y los acompañara. Me sacaron del Morro y afuera me montaron en un carro del G-2, absolutamente escoltado por soldados armados y atravesamos rápidamente toda La Habana.