Virgilio Piñera

Virgilio Piñera, a pesar de su extraordinaria obra, ya entonces publicada, y de toda su fama, entraba, sin embargo, en la categoría de la loca de argolla; es decir, tenía que pagar muy alto el precio de ser maricón. Fue recogido a principios de la Revolución y llevado al Morro donde, gracias a la intervención de altas personalidades, entre ellas creo que Carlos Franqui, pudo salir de la cárcel. Después fue mirado siempre de reojo y sufrió incesante censura y persecución. Como loca de argolla era un personaje extremadamente auténtico y él sabía afrontar el precio de esa autenticidad.

Yo visitaba a Virgilio Piñera en su casa a las siete de la mañana. Era un hombre de una laboriosidad incesante; se levantaba a las seis de la mañana, colaba café y a esa hora me daba cita para trabajar en mi novela El mundo alucinante. Nos sentábamos uno frente al otro. Lo primero que me dijo cuando comenzamos fue: «No creas que hago esto por algún interés sexual; lo hago por pura honestidad intelectual. Tú has escrito una buena novela, pero hay algunas cosas que hay que arreglar». Virgilio, sentado frente a mí, leía una copia de la novela y donde consideraba que había que añadir una coma o cambiar una palabra por otra, así me lo decía. Siempre le estaré agradecido a Virgilio por aquella lección; era una lección, más que literaria, de redacción. Fue muy importante para un escritor delirante, como lo he sido yo, pero que carecía de una buena formación universitaria. Fue mi profesor universitario, además de mi amigo.

Virgilio escribía incesantemente, aunque no parecía tomar muy en serio la literatura. Detestaba cualquier elogio a su obra, detestaba también la alta retórica; aborrecía a Alejo Carpentier profundamente. Era homosexual, ateo y anticomunista. Se había atrevido en la época de la República a hacerle la apología a la poesía completa de Emilio Ballagas, una poesía eminentemente homosexual; se había atrevido a rebatir el prólogo de Cintio Vitier, quien se las arreglaba para camuflajear aquella poesía, esencialmente sensual y erótica, dentro de un tono religioso. Virgilio lo dijo todo claramente. Vitier nunca le perdonó a Virgilio esa actitud desenfadada.

Virgilio rompió con la revista Orígenes hacia el año 1957 y creó, junto con José Rodríguez Feo, otra revista mucho más irreverente, prácticamente homosexual, dentro de una dictadura como la de Batista, reaccionaria y burguesa. Lo primero que hizo Virgilio en la revista Ciclón fue publicar Las ciento veinte jornadas de Sodoma y Gomorra del Marqués de Sade.

Virgilio entra en la Revolución, ya marcado por su condición homosexual y además por su tradición anticomunista. También en Ciclón había publicado un cuento de una lucidez anticomunista, realmente premonitoria, titulado «El Muñeco», un cuento que después, sistemáticamente, el gobierno de Fidel Castro suprimió de todas las antologías o de los libros de cuentos publicados por Virgilio Piñera.

Virgilio era además feo, flaco, desgarbado, antirromántico. No participaba de la típica hipocresía literaria al estilo de Vitier, donde la realidad siempre se ve envuelta como en una suerte de nebulosa violeta. Virgilio veía la Isla en su terrible claridad desoladora; su poema, «La Isla en peso», es una de las obras maestras de nuestra literatura.

Durante la República, por los problemas económicos y, según Virgilio, por el desasosiego cultural que se padecía en Cuba, emigró a Argentina y allí pasó más de diez años ejerciendo pequeños trabajos burocráticos como un Kafka del subdesarrollo. Pero allí conoció al escritor polaco Witold Gombrowicz. Emigrados los dos, fueron amigos y compañeros de flete y aventuras eróticas.

Yo creo que esta amistad influyó, notablemente, en Virgilio, en su desenfado, en su irreverencia. O tal vez se influyeron mutuamente. Vivían una misma vida de desarraigo y espanto y no creían en la cultura institucionalizada, ni en la cultura tomada demasiado en serio, como lo hacía Jorge Luis Borges, que ya en aquel momento era la figura máxima de la literatura argentina. Se burlaban de Borges, quizás un poco cruelmente, pero tenían sus razones. Cuando Gombrowicz dejó definitivamente la Argentina para establecerse en Europa, alguien le preguntó qué consejo le daba a los argentinos, y él dijo: «Matar a Borges». Desde luego, era una respuesta sarcástica; con la muerte de Borges, Argentina dejó de existir, pero su respuesta era más bien una venganza por todo lo que había sufrido en ese país.

Según Guillermo Cabrera Infante, Virgilio era un hombre desdichado en amores. No lo creo así. A Virgilio le gustaban los negros y soy testigo de que disfrutó de negros formidables. Una vez pasó un negro con una carretilla llena de limones, pregonándolos, aunque ya en aquella época el pregón era algo clandestino. Virgilio lo hizo subir a su apartamento, le compró todos los limones y después llegaron a hacer el amor. Creo que después el negro iba a cada rato con el pretexto de llevarle algún limón y Virgilio se lo llevaba a su cuarto.

Otro negro con el cual Virgilio tuvo relaciones sexuales bastante profundas era un cocinero que, según contaba Virgilio, tenía un sexo enorme. El placer de Virgilio era ser penetrado por aquel cocinero, que movía calderos, cucharones y seguía cocinando con Virgilio incrustado a su sexo; Virgilio era, realmente, una loca frágil que podía ser sostenida por el falo de aquel negro poderoso.

Antes de la Revolución en Cuba, Virgilio también había llevado una vida sexual intensa; tenía una casa en Guanabo y frecuentaba el prostíbulo de hombres que tenía José Rodríguez Feo en el pueblo de Guanabo. Era un prostíbulo en el que hombres fornidos trabajaban como cantineros y, a la vez, realizaban otras actividades, según las peticiones del consumidor. Allí también trabajó Tomasito La Goyesca.

Rodríguez Feo pertenecía a una familia adinerada que se había marchado a Estados Unidos al triunfo de la Revolución. El entregó sus propiedades a la Revolución y se quedó allí, tal vez pensando que iba a ser considerado como un personaje importante. En realidad, se convirtió en un informante de la Seguridad del Estado, en un policía de la cultura, con un pequeño apartamento junto a Virgilio. Rodríguez Feo, mediocre y envilecido, cuando Virgilio cayó en desgracia le negó la palabra y ni siquiera asistió a sus funerales.

El balcón de la casa de Rodríguez Feo y el de Virgilio era común. Dicen que una vez había varias personas en la casa de Rodríguez Feo, y Virgilio salió a tender algo al balcón; alguien preguntó si ése era Virgilio Piñera y Rodríguez Feo respondió: «No; ése fue Virgilio Piñera». Por eso, no acudió a sus funerales; porque, una vez que Piñera cayó en desgracia con el régimen de Castro, había muerto para él.

Y estas cosas ocurren porque en los sistemas políticos siniestros, se vuelven siniestras también muchas de las personas que los padecen; no son muchos los que pueden escapar a esa maldad delirante y envolvente de la cual, si uno se excluye, perece. Rodríguez Feo, antes de la Revolución, era una especie de mecenas y fue quien costeó la publicación de Cuentos fríos, de Piñera, quien costeaba la revista Orígenes y después la revista Ciclón. Claro que había intereses personales y pequeñas vanidades por su parte, pero también había generosidad; otros millonarios cubanos no se preocuparon nunca por costear revistas, ni ayudar a los escritores.

Antes que anochezca
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