Adiós a Virgilio

Virgilio también llegó a la conclusión de que la única salvación posible era irse de la Isla. Un día me dijo, mientras caminábamos por La Habana Vieja: «¿Te enteraste de que le van a dar la salida a Padilla? Oye, si dejan salir a Padilla, nos dejan salir a todos». Desgraciadamente, no fue así; Virgilio nunca pudo salir.

Una semana después se presentó a mi puerta Coco Salá, que ya hacía algún tiempo que me hablaba, seguramente por orden de la Seguridad del Estado. Abrí la puerta y Coco me dijo: «Murió Virgilio Piñera; su cadáver está en la funeraria Rivero». Media hora más tarde llegó Víctor a darme la noticia y me dijo que lo mejor era que no me apareciese por allí. Era el colmo; ni siquiera podía ir a los funerales de mi amigo muerto.

En cuanto Víctor abandonó el cuarto, me vestí y me fui para la funeraria. Allí estaba también María Luisa, la viuda de Lezama, y algunos otros amigos; muchos no se atrevieron a ir. Pero en aquellos funerales faltaba lo principal: el cadáver de Virgilio Piñera. El cadáver había sido retirado por la Seguridad del Estado, con el pretexto de que tenían que hacerle una autopsia, cosa ésta completamente insólita, ya que la autopsia se le hace al cadáver antes de llevarlo a la funeraria.

Las autoridades cubanas informaron que había muerto de un infarto, aunque yo tengo mis dudas acerca de esa muerte. Víctor me había preguntado hacía muy poco tiempo si yo veía con frecuencia a Virgilio y quién era la persona que le hacía la limpieza de la casa. Evidentemente, querían saber cuándo Virgilio estaba solo en su casa y cuándo estaba acompañado por esa persona una vez por semana; un personaje tan siniestro como Víctor no hacía esas preguntas por pura curiosidad.

Al llegar a la funeraria y no encontrar en ella el cadáver de Virgilio, sospeché que aquella muerte repentina podía haber sido un asesinato.

Fidel Castro ha odiado siempre a los escritores, incluso a los que están de parte del Gobierno, como Guillén o Retamar, pero en el caso de Virgilio el odio era aún más enconado; quizá porque era homosexual y también porque su ironía era corrosiva y anticomunista y anticatólica. Representaba al eterno disidente, al inconforme constante, al rebelde incesante.

Con su novela Presiones y diamantes, en la que se descubre la falsedad de un famoso diamante y es arrojado al inodoro, Virgilio cayó en total desgracia con Fidel Castro; era demasiado simbólico. El diamante se llamaba el Delfi, Fidel al revés.

Finalmente, el cadáver fue traído sólo unas horas antes del entierro y llevado al cementerio. En el momento preciso en que sacaban el cadáver de la funeraria, vi a Víctor con una expresión resplandeciente y satisfecha en el rostro; comprendí que habían terminado felizmente su trabajo.

El coche fúnebre de Virgilio marchaba a enorme velocidad; era prácticamente imposible seguirlo. La Seguridad del Estado trató por todos los medios de evitar que se formara una aglomeración con motivo de aquella muerte, pero una multitud de personas e incluso de muchachos jóvenes, montados en patines y bicicletas, persiguió el cadáver. Otros, más astutos, se fueron mucho antes para el cementerio y esperaron el cadáver allí.

Antes de bajar el cadáver de Virgilio, Pablo Armando leyó un pequeño discurso donde se decía que Virgilio era un escritor cubano que había nacido en Cuba y había muerto en Cuba; era lógico: fue así porque no lo dejaron salir.

Allí estaban silenciosos sus amigos y también sus enemigos; Marcia Leiseca, una de las más grandes agentes de la Seguridad del Estado, estaba toda vestida de negro, como una gran araña, supervisando que el cadáver fuera enterrado correctamente. Hasta última hora, parecieron temer que Virgilio se les escapase o lanzase su última carcajada irónica contra el régimen.

Cuando llegué a mi cuarto, me esperaba mi propio cadáver mirándome desde el espejo.

Yo creo que mi actitud durante los funerales de Virgilio puso en guardia a la Seguridad del Estado. Primero, había desobedecido las orientaciones de Víctor y había ido al sepelio. Después, me había convertido en la única persona que había hecho algún tipo de manifestación rebelde en favor de Virgilio; había dicho que todo aquello era realmente terrible. Ahora, nadie podía creer la patraña de que yo estaba rehabilitado, y creció la vigilancia sobre mi casa.

Carlos Olivares era el sobrino del embajador de Cuba en la Unión Soviética; era una loca mulata que se hacía pasar por hombre entre las demás locas para de este modo cautivarlas y obtener así alguna información; al parecer también había sido chantajeado por la policía cubana. Un día dio un enorme escándalo en el Bosque de La Habana, pues había invitado a un hermoso recluta a caminar por allí; Olivares se le insinuó al recluta y éste le pidió disculpas diplomáticamente, pero Olivares le pidió por favor que se lo templara, que de todos modos nadie se iba a enterar. Como el recluta insistía en que tenía que irse, Olivares se le paró delante y le dijo: «O me singas o grito». El recluta se puso nervioso y apuró el paso, pero Olivares comenzó a dar unos alaridos que resonaron en todo el bosque y varios policías de las unidades militares cercanas acudieron y el recluta declaró lo ocurrido; quizá desde entonces Olivares se convirtió en delator o tal vez lo era por simple maldad. Este fue uno de los tantos delatores que ahora visitaban mi casa por orden de la Seguridad del Estado.

Así transcurría mi vida a principios del año 1980; rodeado de espías y viendo cómo mi juventud se escapaba sin haber podido nunca ser una persona libre. Mi infancia y mi adolescencia habían transcurrido bajo la dictadura de Batista y el resto de mi vida bajo la aún más férrea dictadura de Fidel Castro; jamás había sido un verdadero ser humano en todo el sentido de la palabra.

Debo confesar que nunca me recuperé de la experiencia de la cárcel; creo que ningún preso se recupera de eso. Vivía lleno de terror y con la esperanza de poder escaparme de aquel país algún día. Toda la juventud cubana no pensaba en nada más que en eso; con frecuencia algunos trataban de entrar por la fuerza en las embajadas de otros países.

En la memoria de muchos estaba todavía la imagen de la rastra llena de jóvenes cubanos que, tratando de cruzar la cerca electrificada de la base naval de Guantánamo, fue ametrallada por las tropas cubanas.

En la embajada de México había exiliados cubanos que llevaban allí años y años, pues el gobierno mexicano, siempre sinuoso e inmoral, los mantenía en la embajada, quizá por orden directa de Fidel Castro. Allí se morían a veces de hambre; estaban en territorio mexicano, pero sometidos al chantaje de Castro. Era prácticamente imposible meterse en una embajada, aunque todos los jóvenes soñaban con ello.

Antes que anochezca
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