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Shar’Dama Ka

329 d. R.

No sigas, traidor —dijo el Dama Everal y dio un paso para bloquearle la entrada al salón del trono del Andrah. Era el mayor de sus hijos y casi seguro que se convertiría en damaji a la muerte de Amadeveram y probablemente en Andrah a la larga. A sus cincuenta años era aún robusto, tenía el pelo negro y se decía que como maestro de sharusahk no tenía igual.

También era el último de los hijos del Andrah que Jardir tendría que matar antes de que pudiera destripar al gordo anciano.

No había pasado un mes desde que, cubierto de sangre de demonio, Jardir se había autoproclamado Liberador en el Laberinto. Tres cuartas partes de los Sharum le habían apoyado allí mismo. También la mitad de los dama y, día a día, se iban sumando más. El resto se congregó con rapidez en torno a sus damaji; al principio intentaron defender sus propios palacios, pero finalmente, conforme crecía el poder de Jardir, huyeron a través de la Ciudad Subterránea y se atrincheraron tras unas barricadas dentro del mismísimo palacio del Andrah.

La conquista habría durado días en vez de las semanas que llevaba si Jardir no hubiera hecho sonar cada día el Cuerno de la Sharak, que convocaba a sus guerreros al Laberinto. Hasta el más insignificante de ellos tenía ahora su lanza protegida con grafos de combate y los alagai saludaban al sol a montones.

El Andrah y los damaji pensaron que el hecho de estar libres por la noche para reagruparse era una gran ventaja, pero no habían contado con la vergüenza que esto causaba a los pocos Sharum que les apoyaban, al serles denegada la alagai’sharak por sus líderes mientras los hombres de Jardir alcanzaban una gloria sin límites. Muchos guerreros desertaban cada noche y eran bien recibidos en el Laberinto sin hacer preguntas. Al final, no quedaron suficientes ni para defender las murallas del palacio del Andrah. Los hombres de Jardir tomaron las puertas poco después del amanecer de ese día e irrumpieron en el interior del palacio casi al momento. Ahora sólo quedaba un hombre entre Jardir y su venganza.

—Con tu permiso, dama —repuso el Primer Guerrero, inclinándose ante Everal—, pero no puedo ofrecerte la rendición como he hecho con otros hombres, porque, ¿quién confiaría en un hombre que no estuviera dispuesto a morir por su propio padre? Es preferible que mueras con honor.

—¡Farsante! —le increpó Everal—. ¡Tú no eres el Liberador, sólo un asesino con una lanza robada! ¡No serías nada sin ella!

Jardir se quedó clavado en su sitio y alzó una mano para detener a los guerreros que le seguían.

—¿De verdad crees eso? —le preguntó al dama.

Everal escupió a sus pies.

—Deja el arma en el suelo y enfréntate a mí sin esa magia corrompida, si no es así.

—¡Lanza! —gritó Jardir y arrojaron un arma a Everal. El dama la cogió por puro reflejo, y los ojos se le abrieron de pura sorpresa cuando se dio cuenta de lo que tenía en la mano.

Algo cambió entonces en el dama, un cambio sutil en su postura. Los otros podrían no haberlo notado, pero para Jardir quedó más claro que si hubiera hablado. Antes, se había considerado un hombre condenado, destinado sólo a infligir todo el daño posible antes de morir, pero ahora, el Dama Everal tenía una chispa de esperanza en la mirada, la creencia de que podía matar a Jardir y terminar con la rebelión que había dividido el corazón de Krasia.

Jardir asintió.

—Ahora tu espíritu está preparado para encontrarse con Everam de forma honorable. —Y tras esto, se arrojó sobre él.

Everal era un maestro de la sharusahk, pero el Evejah prohibía que los clérigos empuñaran la lanza, y en todos los años que había pasado en el Sharik Hora, jamás había visto que se quebrantara esa ley. Esperaba que el uso de la lanza por parte del dama le estorbase y, de ese modo, derrotarlo con facilidad.

«Aprovecha cualquier ventaja», le había enseñado Kaval.

Pero el dama le sorprendió cuando volvió la lanza para usarla como si fuera un palo de combate. El hombre empezó su ataque y se movía a tal velocidad que parecía invisible, de tal modo que durante los primeros momentos del enfrentamiento todo lo que Jardir pudo hacer fue mantener su posición. El ataque de Everal era rápido y preciso, pues encadenaba los movimientos de manera tan fluida como cabría esperar de un hombre que había pasado cuatro décadas en el Sharik Hora. Al final, usó la punta de la lanza para trazar una herida en forma de raya en la mejilla de Jardir y otro corte en su brazo.

Pero Jardir en seguida captó el patrón de los movimientos del dama y logró enredar su brazo en torno a la empuñadura de la lanza y arrancársela de las manos a su enemigo. Después arrojó al dama a través del vestíbulo donde se golpeó contra una columna y aterrizó con dureza en el suelo.

Jardir esperó a que Everal rodara para incorporarse y después dejó la lanza en el suelo. Los ojos del dama se abrieron por la sorpresa.

—Eres un estúpido al darme ventaja —comentó, pero él simplemente sonrió, pues ya conocía la estrategia del clérigo. Se le acercó con los brazos extendidos y el hombre fue a su encuentro, ansioso por trabarse en combate con él.

Para los ojos desentrenados de los Sharum, lo que siguió debió de parecer una lucha más, en la que la fuerza de los oponentes decidiría el resultado, pero en realidad, los cientos de sutiles giros y contragiros eran puro sharukin, diseñado para volver la propia energía del adversario contra sí mismo. Poco a poco, Jardir consiguió conducir a su enemigo hasta una presa mortal. Era inevitable, y pudo ver en los ojos del dama que él también se había dado cuenta.

—Imposible —jadeó el clérigo cuando la mano de Jardir se acercó a su garganta.

—Hay una diferencia, dama —explicó él—, entre la fuerza ganada luchando contra el aire y la que se obtiene luchando contra los alagai. —Empujó con fuerza y el cuello de Everal se partió con un chasquido que resonó por todo el corredor.

Los damaji se habían reunido a los pies del estrado sobre el que se alzaba el trono del Andrah. Todos ellos alzaron la vista a la vez cuando los hombres de Jardir irrumpieron en la sala. El Andrah se encogió de miedo y se acurrucó en el Trono de la Calavera, aferrándose a él con tal fuerza que sus nudillos palidecieron.

Jardir observó al grupo de ancianos con una mirada depredadora. La ley de Evejah les daba a cada uno de ellos el derecho a desafiarle a combate singular en su camino hacia el estrado. No les temía, pero no deseaba matarlos.

—Mátalos si no tienes más remedio —le había dicho Inevera—, pero tu conquista será completa si rompes su voluntad de luchar. —Incluso le había sugerido lo que tenía que ofrecerles.

—Damaji, todos vosotros sois leales servidores de Everam y no deseo enfrentarme a vosotros. Sólo os pido que os apartéis.

—¿Y qué será de nosotros, una vez te hayas sentado en el Trono de la Calavera? —inquirió Kevera, de la tribu de los sharach. Al ser el damaji de la tribu más pequeña de Krasia, era el primero que debía desafiarle.

Él sonrió.

—Nada, amigo mío. ¿Los damaji teméis por vuestros palacios? Mantenedlos y administrad vuestras tribus como siempre habéis hecho. Sólo pido un gesto simbólico de apoyo.

—¿Y en qué consiste? —preguntó Kevera entrecerrando los ojos con desconfianza.

—El segundo hijo que he tenido con Qasha es nie’dama —observó Jardir.

—Y uno bastante prometedor —respondió el damaji con un asentimiento.

Él sonrió de nuevo.

—Te pediría que lo mantuvieras siempre a tu lado y que aprendiera prendido a tus sandalias.

—Y algún día me sucedería —afirmó Kevera, más que sugerirlo.

—Eso es inevera —respondió Jardir con un encogimiento de hombros.

Observó a los otros damaji mientras digerían la oferta y una vez más se maravilló de la perfección del plan de Inevera. Sus esposas dama’ting habían sido todas fértiles, y los dados no habían fallado jamás al predecir los momentos apropiados para concebir. Cada una de sus mujeres había obsequiado a Jardir con dos hijos y una hija al cuarto año de matrimonio y después sus vientres habían seguido engordando. Ahora tenía hijos nie’dama en cada tribu para que pudieran ponerse el turbante negro cuando el actual damaji muriera, como harían sus propias esposas cuando lo hicieran las dama’ting de sus tribus respectivas. Inevera había preparado el terreno para que él asumiera el poder una década después. Y eso era… perturbador.

Los damaji continuaron cavilando. Sus títulos no eran hereditarios, pero como hombres, tenían hijos y nietos entre los dama de sus tribus y no era extraño que el turbante negro se quedase dentro de ciertos linajes familiares. Aun así, retener su actual poder supondría el gran inconveniente de la ascensión de sus descendientes, y aunque les crispaba renunciar a las aspiraciones de sus hijos, al menos parecía preferible a ver sus cabezas en lo alto de una pica, como Kaji hizo en su momento con los hijos de sus enemigos derrotados. Jardir fácilmente podría hacer lo mismo y ellos lo sabían. No había necesidad de ofrecer a sus propios hijos como rehenes, salvo que fuera un gesto sincero en pro de la unidad.

Para las tribus menores, eso era suficiente.

—Shar’Dama Ka —anunció Kevera de los sharach y se hizo a un lado con una inclinación.

Los otros siguieron su ejemplo, separándose en dos filas ante él, como Ala se abría al paso del arado: los bajin, anjha, jama, khan-jin, halva y shunjin le dejaron pasar sin desafiarle. Jardir se puso tenso conforme avanzaba hacia los damaji de los krevakh y los nanji. Las tribus de los Auxiliares eran leales de corazón y practicaban sus propias escuelas de sharusahk, de las que se decía eran las más letales de toda la Lanza del Desierto. Jardir percibió la voluntad de Everam vibrando en su interior y no sintió miedo ante ningún hombre, aunque se mantuvo en guardia, por el respeto que tenía a sus habilidades.

Pero no tenía de qué preocuparse. Los damaji de las tribus auxiliares preferían observar y aconsejar, no liderar. Dieron un paso hacia un lado y sólo quedaron los tres damaji de las tribus más poderosas entre él y el Trono de la Calavera: Enkaji de los mehnding, Aleverak de los majah y Amadeveram de los kaji. Esos hombres gobernaban a miles de personas y vivían en un mundo de excesos y despilfarro. Sus tribus tenían docenas de dama, incluyendo a sus propios hijos y nietos. No se rendirían con tanta facilidad.

Enkaji, de la tribu de los mehnding, era un hombre de constitución poderosa, aún robusto a sus cincuenta y cinco años. También era conocido por ser un hombre de gran inteligencia, líder de una tribu compuesta por ingenieros militares. Su tribu debería haber sido más pequeña, pero Enkaji era más rico que los majah y los kaji juntos, y no era secreto alguno que el damaji tenía la firme intención de traspasar sus riquezas a su hijo mayor.

Sus ojos se encontraron y por un momento Jardir pensó que el hombre le retaría. Se estaba preparando para el enfrentamiento cuando el damaji se echó a reír atribulado y extendió las manos en una exagerada reverencia mientras le franqueaba el camino hacia el estrado.

Aleverak, de los majah, fue el siguiente. El anciano damaji tenía casi ochenta años, pero a pesar de ello, se inclinó y adoptó una postura sharusahk. Jardir asintió y los Sharum y damaji a sus espaldas se hicieron atrás para dejarles espacio para combatir.

Él se inclinó profundamente a su vez.

—Me honráis, damaji —le dijo y adoptó la posición adecuada. Le había impresionado que el hombre aún conservara el espíritu guerrero. Se merecía una muerte honorable.

—¡Adelante! —gritó Amadeveram y Jardir se lanzó al ataque. Intentó agarrar a su oponente y finalizar el combate con rapidez y sin sangre. A lo mejor incluso podría obtener la sumisión de los propios labios del damaji.

Pero Aleverak le sorprendió al retorcerse con más agilidad y velocidad de la que hubiera creído posible. El damaji le cogió el brazo y usó su propia velocidad en su contra.

Jardir sintió el dolor en las articulaciones, pero no tuvo otra alternativa que relajarse y seguir el movimiento del damaji. Cayó de espalda y la multitud allí reunida jadeó de sorpresa. Aleverak avanzó velozmente y colocó un talón huesudo sobre la garganta de Jardir, pero este le agarró el pie con ambas manos y giró en dirección contraria hasta que pudo quitarse el pie de encima.

Aleverak siguió el giro, saltó sobre él y usando de nuevo la fuerza de Jardir contra sí mismo, le dio una patada en la boca con el pie libre. Una vez más, este se estampó contra el suelo de mármol, mientras el dama continuaba en pie.

Todos observaban la batalla con gran interés. Un momento antes, la lucha había parecido tan sólo el modo en que un anciano obtendría una muerte honorable, una nota a pie de página en la historia de la ascensión de Jardir. Pero de pronto, todo lo que este había construido estaba en peligro. Sus hijos aún eran muy pequeños para defenderse si sus enemigos les acechaban con los cuchillos desenvainados. El Andrah mismo se inclinó hacia adelante, observando con interés.

Aleverak atacó de nuevo, pero Jardir se las apañó para interponer su pie en la maniobra y darle un cabezazo. Esta vez, mantuvo los pies firmemente plantados en el suelo y no le concedió al anciano la oportunidad de volver contra él su propia energía. Los golpes de Aleverak eran sorprendentemente rápidos, pero le bloqueó los dos primeros. El tercero lo dejó pasar, y aceptó el golpe a cambio de la oportunidad de hacer presa en el brazo del damaji.

El anciano no le ofreció energía alguna para redirigir el golpe, pero donde el viejo damaji sólo tenía pellejo sobre los huesos puntiagudos, Jardir tenía músculos formados, los de un guerrero en plena forma. No necesitaba robar la energía de otro para arrojar a un hombre que pesaba poco más de la mitad de los años que tenía.

Jardir se dobló y giró con rapidez para lanzarle lejos, pero el damaji se retorció con el movimiento sin perder el equilibrio, a pesar del empuje recibido, y Jardir comprendió que aterrizaría sobre sus pies y volvería a por él.

Por ello, no soltó el brazo del anciano sino que pasó por debajo de él para impulsar el giro y le puso a la vez un pie en la espalda cuando chocó contra el suelo. Empujó con fuerza y el chasquido del hombro de Aleverak resonó en el enorme techo abovedado que se cerraba sobre sus cabezas. El hueso apareció a través de las ropas blancas del damaji, que se tiñeron de sangre en un instante.

Jardir se movió con rapidez para acabar con él antes de que el dolor le acobardara, pero el anciano no gritó, ni ofreció su sumisión. Le miró a los ojos y vio en ellos la concentración suficiente para bloquear el dolor mientras luchaba por ponerse de nuevo en pie. Su honor no tenía límites. Cuando se colocó de nuevo en posición, avanzó el brazo izquierdo mientras el derecho colgaba torcido, inerme y ensangrentado.

—No podrás impedir mi ascenso al Trono de la Calavera, damaji —le dijo Jardir mientras caminaban el uno alrededor del otro con lentitud—, y la mayoría de los guerreros de tu tribu me han jurado lealtad. Te ruego que razones. ¿Prefieres una tumba para ti y tus hijos a ser consejeros del Shar’Dama Ka?

—Mis hijos no rendirán la tribu ante ti sin luchar —repuso Aleverak. Él sabía que era cierto, pero aún así se resistía a matarle. Demasiados hombres honorables habían muerto ya y, ante la cercanía de la Sharak Ka, Ala no podía desperdiciar más. Sus pensamientos regresaron al Par’chin, tendido boca abajo sobre la arena, y la vergüenza hizo que la clemencia aflorara a sus labios.

—Dejaré que uno de tus hijos desafíe a los míos después de tu muerte —le ofreció Jardir al final—. Les dejarás decidir entre ellos quién será.

Se escuchó un rumor escandalizado entre los damaji que se habían rendido, pero Jardir les lanzó una mirada furiosa.

—¡Silencio! —rugió y todos callaron; luego se volvió hacia el anciano—. ¿Estarás a mi lado, damaji, cuando Krasia ascienda de nuevo hacia la gloria? —le preguntó. El hombre palidecía cada vez más debido a la pérdida de sangre. Si no accedía, lo mataría con rapidez, para que pudiera morir en pie.

Pero él echó una ojeada a su hombro sangrante.

—Acepto tu oferta, aunque ese desafío tendrá lugar antes de lo que piensas.

Eso era cierto. El hijo majah de Jardir, Maji, sólo tenía once años y no sería contrincante para uno de los hijos de Aleverak si el damaji moría a consecuencia de su herida.

—Hasik, escolta al Damaji Aleverak para que le curen —ordenó.

El guerrero se acercó al lado del anciano, pero este alzó una mano.

—Prefiero no recibir ayuda y que sea Everam quién decida si muero o no. —El acero de su voz mantuvo a raya al guerrero, y Jardir asintió. Después se volvió hacia Amadeveram, el último damaji entre él y el acobardado Andrah.

Amadeveram era más joven que Aleverak, pero aun así, estaba en la setentena. Tenía muy claro que no podía subestimarle, en especial, después de la exhibición del viejo clérigo.

—A mí tendrás que matarme. No me dejaré comprar por tus promesas melifluas.

—Lo siento, damaji —repuso Jardir, haciendo una reverencia—, pero haré lo que sea necesario para unir a las tribus.

—Mátame ahora o cuando tu hijo tenga la edad apropiada, seguirá siendo asesinato.

—¡Para entonces estarás muerto igualmente, anciano! —replicó él con dureza—. ¿Qué más te da?

—¡Lo que importa es la soberanía de la tribu kaji! —le gritó Amadeveram—. ¡Hemos poseído el Trono de la Calavera durante cien años y lo tendremos durante cien más!

—No —repuso él—, no volveréis a sentaros en él. Acabaré con las tribus. Krasia volverá a ser una de nuevo, como lo fue en los tiempos de Kaji.

—Eso está por ver —repuso Amadeveram, que adoptó una postura de combate sharusahk.

—Que Everam te acoja —le deseó Jardir, al inclinarse—. Tienes el corazón de un Sharum.

Menos de un minuto después Jardir alzó la mirada hacia el encogido Andrah que se encontraba sobre el estrado.

—Eres un insulto para todos los cráneos de los valientes Sharum que soportan tu gordo culo —le dijo—. Baja aquí y acabemos esto de una vez.

El Andrah no hizo el menor esfuerzo por levantarse, sino que pareció hundirse aún más en el gran asiento. El guerrero frunció el ceño, cogió la Lanza de Kaji y subió los siete peldaños hasta el Trono de la Calavera.

—¡No! —gritó el Andrah, a la vez que se doblaba sobre sí mismo hasta formar una pelota y escondía el rostro.

Durante más de una docena de años, desde aquel día en que vio al hombre con su mujer en su propia cama, se había visto a sí mismo matándole de cien formas diferentes. Los dados de Inevera le habían profetizado que un día obtendría su venganza y se había aferrado a esa profecía con desesperación. Sólo la alagai’sharak le distraía de su obsesión, y cada amanecer que el Andrah seguía con vida era un golpe para su honor. ¿Cuántas veces había practicado el discurso que le recitaría en ese momento?

Pero ahora que había llegado, la repulsión brotaba de su garganta como si fuera bilis. Aquella patética bola de carne que tenía delante había gobernado Krasia durante toda su vida y más, y aun así no tenía el coraje suficiente para mirar a la muerte a la cara. Era peor que un khaffit, menos incluso que los cerdos asquerosos que solían comer. No merecía discurso alguno.

Matarle no le proporcionó la satisfacción que había obtenido en sus fantasías. Aliviar al mundo de un hombre así era más bien una cuestión de misericordia.

La túnica de color blanco del Andrah aún estaba teñida con su sangre cuando Jardir la colocó sobre sus vestiduras negras de Sharum. Sintió los ojos de todos los que se encontraban en la habitación fijos en él, pero se enderezó bajo el peso de las miradas y se volvió para encararlos.

Aleverak permanecía en el suelo y el Dama Shevali hacía presión sobre su herida. Amadeveram yacía muerto en mitad de la escalera. Jardir se inclinó sobre el damaji y le quitó el turbante negro de la cabeza.

—Dama Ashan de los kaji, da un paso adelante —le ordenó.

El sacerdote se adelantó hasta el pie de la escalinata y se arrodilló, colocando ambas manos y la frente sobre el suelo. Jardir le quitó el turbante blanco a su amigo y le colocó el negro en su lugar.

—El Damaji Ashan liderará a los kaji —anunció—, y pasará el turbante negro a sus hijos a través de mi hermana Imisandre. —Y luego lo abrazó como si fuera un hermano.

—La Guerra de la Mañana ha finalizado —dijo Ashan.

Jardir sacudió la cabeza.

—No, amigo mío, está a punto de empezar. Tenemos que reconstruir nuestras fuerzas, llenar de nuevo los vientres de nuestras mujeres y prepararnos para la Sharak Sol.

—¿Eso significa…? —inquirió Ashan.

—El norte —admitió Jardir—, vamos a conquistar las tierras verdes y a reclutar a sus hombres para la Sharak Ka. —Hubo un jadeo de asombro audible entre los damaji que quedaban, pero nadie osó contradecirle.

Un momento más tarde, los Sharum que guardaban la entrada contuvieron el aliento sorprendidos y se apartaron apresuradamente cuando las damaji’ting y las esposas de Jardir avanzaron hacia ellos. Iba contra la ley evejana que cualquier hombre hiciera daño a una dama’ting, por eso su poder sobre las mujeres era limitado, pues ellas tenían sus propias intrigas en el pabellón que tenían destinado y parecía que Inevera había demostrado ser tan diestra allí como en manipular la política masculina. Cada una de sus esposas llevaba un turbante negro con un velo blanco sobre sus ropas blancas de sacerdotisas, mostrando de ese modo que eran las herederas que sucederían a las actuales dama’ting de las tribus. Jardir no tenía idea de cómo lo había conseguido su Primera Esposa.

Belina, su esposa majah, se separó de las otras para apresurarse junto a Aleverak. Jardir podía reconocer en una sola ojeada a cualquiera de sus esposas, incluso cuando iban vestidas de pies a cabeza. Qasha no podía ocultar sus curvas, ni Umshala su altura. Belina tenía una forma de andar que la descubría tan claramente como su propio rostro. La dama’ting de los majah la siguió, como si ella fuera la pupila y Belina la maestra.

Durante un momento no se vio rastro de Inevera, pero luego escuchó a los Sharum jadear y envararse de puro miedo. Alzó la mirada y vio a la Primera Esposa entrar en la habitación, ataviada como sólo él podía verla. Llevaba un chal y un velo transparente, de brillantes colores, al igual que las volutas sutiles de tela que parecían flotar a su alrededor como humo, sin dejar nada de su belleza a la imaginación. El pelo negro, del color de la noche, estaba recogido en una redecilla de oro y perfumado con aceites. En los brazos y las piernas tintineaban joyas de oro y gemas protegidas. No llevaba marca alguna de casta o rango. Sólo la bolsita para los hora, asegurado a la cintura, la señalaba como la bailarina de almohada favorita de un rico damaji.

Atrajo todas las miradas mientras entraba en la habitación y provocó tanto expresiones de sorpresa entre los hombres como la fría aceptación de las dama’ting. Jardir se ruborizó cuando ella se le acercó y, contra su voluntad, sintió ciertas emociones que mejor debían reservarse para el dormitorio. Intentó rehacer su compostura, pero ella se dirigió derecha hacia él, y apartó el velo para besarle con intensidad. Acomodó el cuerpo suave a su lado como si estuviera posando para un artista, marcándole como suyo ante todos, del mismo modo que una perra marca una esquina.

—¿A qué estás jugando, por el Abismo de Nie? —le siseó Jardir con brusquedad.

—Les estoy recordando que el Shar’Dama Ka está por encima de las leyes de los hombres —repuso Inevera—. Puedes llevarme hasta el Trono de la Calavera, si lo deseas, y nadie osará protestar. —Deslizó una mano entre sus piernas y le acarició con suavidad. Jardir jadeó.

—Soy yo el que protesta —siseó él de nuevo, apartándola a la distancia del brazo. Ella se encogió de hombros, sonrió ampliamente y le acarició el rostro.

—Toda Krasia se regocija en tu victoria de hoy, marido —dijo en voz alta para que todos lo oyeran en la habitación.

Comprendió que debía responderle por cortesía, haciendo algún tipo de discurso atrevido, pero toda esa cháchara política le ponía enfermo y tenía otras preocupaciones.

—¿Vivirá? —preguntó e hizo un gesto con la cabeza en dirección a Aleverak. El damaji había perdido mucha sangre y su brazo era un despojo retorcido.

Belina sacudió la cabeza.

—Lo dudo, esposo —repuso con una inclinación de la cabeza, como correspondía a una esposa de verdad, algo que sus mujeres dama’ting no habían hecho jamás antes.

—Sálvalo —murmuró Jardir a Inevera.

—¿Con qué fin? —susurró ella en respuesta a través del velo, para que sólo la oyera él—. Aleverak es testarudo y muy poderoso. Mejor deshacerse de él.

—Le prometí que cuando muriera, su heredero podría retar a Maji para quedarse con el palacio de los majah.

—¿Que has hecho qué? —le preguntó con los ojos abiertos por la sorpresa. Todo el mundo miró en su dirección, pero en seguida recuperó la compostura. Inevera se apartó de él, bajó los escalones del estrado contoneándose, y el balanceo de las caderas, visible a través de la ropa transparente, atrajo la mirada de todos los hombres del salón. El honor de Jardir rugía de puro deseo de sacarles a todos los ojos por disfrutar de lo que debería ser sólo para él.

Belina y la damaji’ting de los majah hicieron una profunda reverencia y se apartaron del camino de Inevera.

—Damajah —la saludaron al unísono.

Para cuando ella terminó de examinar la herida, Aleverak se había desmayado debido a la pérdida de sangre. Se incorporó y miró en dirección a los Sharum.

—Corred todas las cortinas y cerrad todas las puertas —ordenó, y varios guerreros se apresuraron a complacerla, mientras otros la rodeaban a ella y al damaji herido con las espaldas hacia ambos, alzando e interconectando sus escudos para sumergir a ambos en la oscuridad.

En la habitación en penumbra, Jardir percibió el tenue relumbrar de los alagai hora pulsando a través del muro viviente, acompañado del rítmico sonido del canturreo de los hechizos de Inevera. El fulgor latió durante varios minutos mientras los hombres esperaban sobrecogidos.

Inevera dio una orden y el círculo de los dal’Sharum se abrió. Los guerreros salieron disparados a abrir cortinas, para devolver la luz a la habitación. Junto a la sacerdotisa y desnudo hasta la cintura, yacía el damaji Aleverak, tranquilo. La piel del hombre había perdido su palidez mortecina y respiraba con normalidad. Habían desaparecido todos los signos de la herida, tanto el hueso, como la hemorragia o incluso la cicatriz. Sólo quedaba carne suave en el hombro.

Carne suave donde antes había habido un brazo. El miembro no se veía por ninguna parte.

—Everam ha aceptado el brazo del Damaji Aleverak como una prenda de su sumisión —anunció Inevera en voz alta—. Se le ha perdonado por dudar del Liberador y si sigue por el camino de Everam de aquí en adelante, se reunirá con su miembro perdido en el Cielo.

Regresó al lado de Jardir, colocándose de nuevo a su lado en una pose.

—Mi marido debe apaciguar su sangre después de una victoria como la de hoy —dijo en voz alta, dirigiéndose a todos los presentes en la sala—. Dejadnos para que pueda atenderle en privado, como sólo puede hacer una esposa.

Corrió un murmullo atónito entre sus hombres. Jamás se había oído que una mujer, ni siquiera una dama’ting, diera órdenes a los damaji. Miraron a Jardir, pero como él no la contradijo, no tuvieron más opción que obedecer.

—¿Eres idiota? —le increpó Inevera cuando se quedaron a solas—. ¿Cómo has puesto el control sobre los majah, por no mencionar a tu hijo, en riesgo? ¿Para qué?

Advirtió que había puesto a Maji en segundo lugar.

—No espero que entiendas por qué había que hacerlo así.

—¿Cómo? —inquirió ella, en tono viperino—. ¿Tan tonta es entonces tu Jiwah Ka? ¿Por qué no va a ser capaz ella de entender la sabiduría de ese acto?

—¡Porque es cuestión de honor! —le espetó Jardir—, y ya has dejado claro en otros momentos que no estás dispuesta a perder ni un solo momento pensando en esas estupideces.

Inevera le lanzó una mirada iracunda, apenas un destello, pero después recuperó la serenidad propia de una dama’ting y apartó los ojos.

—Eso no importa. Ya lidiaremos a su tiempo con los herederos de Aleverak.

—No interferirás en esto —le ordenó Jardir—. Maji tendrá que probar que es el más fuerte.

—¿Y si fracasa?

—Entonces eso significará que Everam no desea que él lidere a los majah —replicó él.

Ella pareció tener una respuesta preparada, pero sólo sacudió la cabeza.

—No se ha perdido todo, de cualquier modo. Cuando se corra la voz de que lisiaste a Aleverak pero le permitiste vivir para que te sirviera, eso se añadirá a tu leyenda.

—Suenas como Abban —masculló entre dientes.

—¿Cómo? —preguntó ella aunque él se dio cuenta de que lo había oído perfectamente.

—Ya basta. Está hecho y no hay más que hablar. Ahora ponte una ropa decente y un velo antes de que siembres más pensamientos impuros en las mentes de mis hombres.

—Tan atrevido como siempre —repuso ella, pero sonrió tras el velo transparente, y parecía más divertida que irritada—. El Evejah ordena a las mujeres que lleven velo para que los hombres no codicien lo que no es suyo, pero tú eres el Liberador. ¿Quién se atrevería a desear a tu mujer? No tengo nada que temer aunque anduviese desnuda por las calles.

—Nada que temer, es probable, pero ¿qué ventaja hay en exhibir tu sexo desnudo como si fueras una prostituta que cualquier hombre puede ver? —le preguntó.

Las cejas de Inevera se tensaron pero su rostro permaneció sereno.

—He mostrado mi rostro para que todos pudieran reconocerme. Y he desnudado mi cuerpo para aumentar tu poder, porque de esa mañera queda claro que tus deseos masculinos son tan grandes que incluso la líder de las dama’ting ha de estar preparada para servirte al instante.

—Otro engaño —comentó él con voz cansada, mientras se sentaba en el trono.

—No, en absoluto —ronroneó, subiéndose a su regazo—. Estoy totalmente preparada para hacerme cargo de los deseos lujuriosos del Shar’Dama Ka.

—Haces que suene como una tarea más. El tedioso precio del poder.

—No tan tedioso —replicó ella, recorriendo su pecho con la punta del dedo. Deshizo los lazos que cerraban sus pantalones holgados y se colocó en posición para montarlo.

Jardir no podía negar el deseo que le inspiraba su belleza, pero también sentía debajo de él el Trono de la Calavera y parecía como si ella lo envolviera, de la misma manera que había cabalgado al Andrah. La muerte del hombre no había servido para suprimir la imagen de su mente, que lo perseguía como un espíritu al que se le hubiera negado el paso a la otra vida.

¿Sentía ella pasión verdadera cuando la tocaba, o sus gemidos y contorsiones no eran más que otra máscara, como el velo opaco que había apartado? Jardir no lo sabía.

Se puso en pie, deshaciéndose de ella.

—No estoy de humor para estos juegos.

Los ojos de Inevera se abrieron como platos, pero contuvo su genio.

—Esto piensa de otra manera —ronroneó acariciando su miembro rígido.

Jardir la apartó de un empujón.

—Pero no me controla —respondió a la vez que rehacía los cierres de su cintura.

Ella le dedicó la mirada de una serpiente agapazada y durante un momento pensó que le atacaría, pero de nuevo recuperó la serenidad propia de una dama’ting. Se encogió de hombros como si su rechazo no tuviera importancia y bajó del estrado con paso sinuoso, balanceando las caderas de manera hipnótica.

Hasik se postró ante el estrado del Trono de la Calavera.

—He traído al khaffit, Liberador —dijo en tono de disgusto. Cuando el guerrero asintió, los guardias abrieron la puerta y Abban avanzó cojeando. Al aproximarse al estrado, Hasik le dio un empujón con la intención de ponerle de rodillas, pero el mercader fue rápido con la muleta y se las apañó para mantenerse en pie.

—¡Arrodíllate delante del Shar’Dama Ka! —rugió el guerrero, pero él alzó una mano para contenerle.

—Si voy a morir, al menos quiero que me permitas hacerlo de pie —repuso.

—¿Qué te hace pensar que deseo matarte? —le preguntó Jardir con una sonrisa.

—¿Es que no soy otro de los hilos que hay que cortar como lo fue el Par’chin antes que yo? —respondió Abban. Hasik bramó y su mano se aferró con fuerza a la lanza mientras los ojos se le llenaban de furia asesina.

—Dejadnos solos —dijo el Liberador con un gesto de la mano en dirección al gigante y los demás guardias. Mientras obedecían, bajó del estrado y permaneció en pie ante el mercader.

—Hablas de cosas de las que es mejor no hacerlo —le dijo con voz serena.

—Era tu amigo, Ahmann —insistió el tullido, ignorándole—. Igual que supongo yo lo fui alguna vez.

—El Par’chin te enseñó la lanza —comprendió él repentinamente—. Tú, khaffit gordo, con esa sonrisa tonta, ¡pusiste tus ojos en la Lanza de Kaji antes que yo!

—Así es —admitió él—, y supe lo que era al instante. Pero yo no se la robé, aunque podría haberlo hecho. Puede que sea un khaffit gordo y tenga una sonrisa tonta, pero no soy ningún ladrón.

Jardir se echó a reír.

—¿No eres un ladrón? Abban, eso es justo lo que tú eres. ¡Robaste aquellas reliquias a los muertos y estafas a la gente en el bazar a diario!

—No veo crimen alguno en rescatar lo que ningún hombre puede reclamar ya como suyo —le respondió el mercader con un encogimiento de hombros—, y el regateo es otra forma de combate, sin deshonor para el victorioso. Yo estoy hablando de matar a un hombre, a un amigo, para quitarle lo que era suyo.

Jardir rugió y su brazo se disparó hacia adelante agarrándole por el cuello. El mercader jadeó y aferró los dedos de Jardir, intentando separarlos, pero era como intentar doblar el acero. Sus rodillas fallaron y todo su peso cayó sobre el brazo del hombre, pero aún así, este lo siguió sosteniendo. Su rostro comenzó a adquirir un tono purpúreo.

—No permitiré que un khaffit cuestione mi honor. Mi lealtad es para Krasia y Everam antes que para los amigos, por muy valientes que sean ¿Dónde están tus lealtades, Abban? ¿Es que tienes alguna, más allá de proteger tu propio y fofo pellejo? —Lo soltó y el hombre cayó a plomo al suelo, donde luchó por conseguir algo de aire.

—¿Y eso que importa? —preguntó con la voz estrangulada—. Una vez muerto el Par’chin, ya no sirvo para nada en Krasia.

—El Par’chin no es el único norteño del mundo —repuso Jardir—, y ningún krasiano conoce las tierras verdes mejor que Abban el khaffit. Todavía me eres útil.

El mercader alzó una ceja.

—¿Por qué? —preguntó, con el miedo temblando en la voz.

—No tengo por qué contestar a tus preguntas, khaffit. Me dirás lo que deseo saber de una manera o de otra.

—Por supuesto —admitió con un seco asentimiento—, pero sería más fácil contestar a mi pregunta que llamar a tus torturadores y extraer lo que quieres saber entre mis gritos.

Jardir reflexionó durante unos momentos y luego sacudió la cabeza y se rio entre dientes sin poder evitarlo.

—Se me había olvidado que eres valiente cuando se huele el beneficio en el aire —le dijo, alargándole la mano para ayudarle a ponerse en pie.

Inevera, amigo mío —le respondió el tullido con una ligera inclinación—. Somos lo que Everam haya querido hacer de nosotros. —Durante unos momentos los años se desvanecieron y volvieron a ser quienes habían sido el uno para el otro.

—Voy a empezar la Sharak Sol, la Batalla de la Mañana —le explicó—. Como hizo Kaji antes de mí, conquistaremos las tierras verdes y las uniremos para emprender la Sharak Ka.

—Ambicioso —comentó, pero había un tono vacilante y condescendiente en su voz.

—¿No crees que pueda hacerlo? —preguntó Jardir—. ¡Soy el Liberador!

—No, Ahmann, no lo eres —replicó en voz baja—. Y si lo fuera alguien, los dos sabemos que sería el Par’chin.

Él le fulminó con la mirada y el mercader le devolvió una idéntica, como si le desafiara a atacarle.

—Así que no me ayudarás de buen grado.

—Yo no he dicho eso, amigo mío —respondió Abban con una sonrisa—. La guerra da siempre muchos beneficios.

—Pero dudas que tenga éxito.

El khaffit se encogió de hombros.

—Las tierras del norte son más extensas de lo que crees, Ahmann, y están mucho más pobladas que Krasia con diferencia.

—¿Acaso crees que diez, incluso cien cobardes norteños podrían vencer a un solo dal’Sharum? —le contestó Jardir con una sonrisa socarrona.

El mercader sacudió la cabeza.

—Jamás dudaría de ti en grandes cosas como las batallas. Pero yo soy un khaffit y dudo que puedas controlar las pequeñas. —Le dirigió una mirada intencionada—. Cosas como el abastecimiento de agua y comida que necesitarás para cruzar el desierto. Los hombres de los que tendrás que desprenderte para guarnecer la Lanza del Desierto y el territorio que vayas conquistando. Los carros cargados de khaffit para servir las necesidades del ejército y las prostitutas para saciar su lujuria. ¿Y quién protegerá a las mujeres y los niños que dejes atrás? ¿Los dama? ¿Qué pasará si vuelven la ciudad contra ti cuando te marches?

Él estaba desconcertado. Lo cierto era que en sus sueños de conquistas y batallas esas cosas parecían poco importantes para tenerlas en cuenta. Inevera había sido una maestra manipulándolo todo para conseguir su ascenso, pero, de algún modo, suponía que ella tampoco había considerado esas nimiedades. Miró al mercader con un nuevo respeto.

—Le abriré mis cofres a quien se preocupe de esas pequeñas cosas.

Abban sonrió y se inclinó tan profundamente como se lo permitió su muleta.

—Será un placer para mí servir al Shar’Dama Ka.

Jardir asintió.

—Quiero marchar dentro de tres veranos. —Le pasó el brazo por los hombros, acercándolo como si fuera un amigo y luego puso los labios a muy poca distancia de su oreja—. Si alguna vez intentas timarme como a cualquiera de tus tontos del bazar —añadió en voz baja—, curtiré tu piel y la usaré como saco para el estiércol. Recuerda esta promesa que te hago.

El mercader palideció y asintió con rapidez.

—Jamás lo olvidaré.