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Falso profeta
Invierno del 333 d. R.
–Los chin están demostrando ser esclavos ideales —comentó Jayan—. Hasta el último de ellos le da a su vida tanto valor que jamás reunirán coraje suficiente como para resistirse. Es una gran conquista, padre. Tu gloria no conoce límites.
Jardir sacudió la cabeza.
—Mover unos cuantos granos de arena no es signo de una gran fuerza, es igual que pensar que porque se ve el sol se tiene una vista prodigiosa. No hay gloria en dominar a los débiles.
—Aun así, nos reportará grandes beneficios —insistió Jayan—. Nuestra victoria es completa y sin ninguna pérdida para nosotros.
Al otro lado de la habitación, Abban resopló desde su diminuto escritorio.
—¿Tienes algo que añadir, khaffit? —preguntó el joven en tono exigente.
—Nada, mi príncipe —repuso él con rapidez y alzó la vista de sus libros de contabilidad. Luego se puso en pie y se apoyó en su bastón de piel de camello para inclinarse profundamente—. Sólo fue una tos.
—No, por favor —insistió él—. Cuéntanos que es lo que te divierte tanto.
Los ojos del mercader interrogaron a Jardir, el cual asintió.
—No ha habido pérdidas en cuanto a los dal’Sharum, mi príncipe, pero sin duda que ha habido costes —repuso el hombre—. Comida, ropas, refugio, transporte. Mantener en movimiento un ejército de esta envergadura tiene una cantidad de costes que apenas pueden medirse. Puede que tu padre controle las riquezas de las doce tribus, además del Don de Everam, pero incluso sus arcas tienen un límite. El Evejah nos dice: «Cuando el bolsillo de un hombre está vacío, sus rivales se vuelven audaces».
—¿Quién se atrevería a oponerse a Padre? —preguntó Jayan, riendo ante la ocurrencia—. Además, ¿por qué tendría que pagar el Shar’Dama Ka por algo? Hemos conquistado esta tierra y podemos tomar todo lo que deseemos.
—Así es —reconoció Abban—, pero un mercader al que hayas robado no tiene capital para reponer sus mercancías. Puedes llevarte todas las velas del fabricante de velas, pero si al menos no pagas lo que cuestan, te encontrarás sentado en la oscuridad cuando se apague la última.
—Las velas son para los débiles khaffit adoradores de pergaminos —respondió el muchacho con un bufido—. No sirven para nada a un guerrero en la oscuridad.
—Pues entonces, hierro y madera para las lanzas —continuó el hombre con paciencia, como si estuviera hablando con un niño—. Tela para uniformes y arcilla cocida para acorazarlos. Cuero y aceite para el arnés de la montura. Estas cosas no crecen en los árboles, y si robamos todas las semillas y las cabras ahora, no habrá nada para llenarnos la barriga dentro de un año.
—Por mí puedes darte todos los aires que quieras, comedor de cerdo —gruñó Jayan.
—Cállate y atiende a sus palabras —replicó Jardir con dureza—. El khaffit te está ofreciendo su sabiduría, hijo mío, y sería inteligente por tu parte hacerle caso.
El muchacho se quedó mirando a su padre atónito, pero le dedicó una inclinación de cabeza antes de volverse y lanzar una mirada asesina al mercader.
El Liberador se dirigió entonces a Asome, quien se había mantenido silencioso a lo largo de todo el intercambio.
—¿Y tú, hijo mío? ¿Qué piensas de las palabras del khaffit?
—El indigno ha señalado algo interesante —concedió Asome—. Todavía hay algunos damaji resentidos por tu ascensión y usarían cualquier privación de los guerreros de sus tribus como excusa para sembrar la discordia.
Jardir asintió.
—¿Y qué harías tú para resolver ese problema?
—Matar y sustituir a los damaji desleales antes de que se vuelvan más osados —respondió el joven con un encogimiento de hombros.
—Eso sólo sembraría la discordia —anotó su padre y devolvió la mirada a Abban.
—Es demasiado costoso mantener nuestro ejército reunido en la ciudad —comentó el mercader—. Así que lo mejor será dispersarlos entre las aldeas.
Los dos jóvenes lo miraron incrédulos.
—¿Desbandar el ejército? Pero ¿qué clase de estupidez es esa? —exclamó Jayan—. Padre, ¡este khaffit es un cobarde y un imbécil! ¡Te lo suplico, déjame matarle!
—¡Niño estúpido! —le increpó Jardir con brusquedad—. ¿Es que crees que el khaffit está diciendo cosas de las que no tengo idea?
Jayan se le quedó mirando anonadado.
—Un día, hijos míos —repuso él mientras pasaba la mirada de Jayan a Asome y luego de vuelta—, yo moriré. Si tenéis algún deseo de sobrevivir a los días que seguirán, debéis escuchar y obtener sabiduría proceda de donde proceda.
Jayan se volvió hacia Abban y bajó la cabeza. Fue una minúscula inclinación, apenas un asentimiento, y sus ojos escupieron muerte en dirección al gordo comerciante por avergonzarle.
—Por favor, khaffit, comparte tu sabiduría conmigo.
El mercader le devolvió la reverencia, aunque se inclinó bastante menos de lo que su bastón le hubiera permitido.
—Con los graneros perdidos, la ciudad central no tendrá suministros para todos los krasianos, mi príncipe. Pero hay cientos de aldeas situadas en torno a la ciudad como si fueran los radios de una rueda. Haremos que el duque de las tierras verdes nos dé una lista de esos lugares y los dividiremos entre las tribus.
—Es un territorio demasiado amplio como para controlarlo —puntualizó Asome.
—¿Controlarlo para qué? —preguntó Abban—, no hay ningún ejército que nos amenace y, como mi príncipe dice, los chin son esclavos ideales. Será mejor dispersar el ejército del Shar’Dama Ka hasta que sea necesario de nuevo, así nos ahorraremos la necesidad de proveerles. En vez de eso, cada uno tendrá un territorio asignado para forrajeo y cobro de impuestos, y podrán cazar sus alagai por la noche. Pueden formar un sharaji aquí en las tierras verdes para entrenar a sus chicos en estos territorios, y dejar que las mujeres y los ancianos planten otra cosecha en la primavera. De aquí a un año, las tribus serán más ricas de lo que lo han sido nunca, con miles de nie’Sharum de las tierras verdes. Dad a las tribus riquezas en vez de privaciones y, para cuando los novicios lleguen a la edad apropiada, el Shar’Dama Ka controlará el mayor ejército que el mundo haya conocido, leal, y lo mejor de todo, sin coste alguno.
Jardir se quedó mirando a sus hijos.
—¿Veis ahora para lo que sirven los khaffit?
—Sí, Padre —contestaron ambos muchachos, practicando idénticas reverencias.
El Damaji Ashan entró en el salón del trono y tocó el suelo con la frente. Tenía las ropas blancas manchadas de sangre y una expresión lúgubre en los ojos.
—Levántate, amigo mío —dijo Jardir. Ashan siempre había sido su más leal consejero, incluso antes de su ascenso al poder. Ahora hablaba en nombre de todos los kaji, la tribu más poderosa de Krasia, y había nombrado como sucesor a su hijo primogénito, Asukaji, sobrino de Jardir, ya que también era hijo de su hermana Imisandre. No había hombre más poderoso en el mundo después del Liberador.
—Shar’Dama Ka, hay noticias que debéis escuchar.
—Tu consejo es siempre bienvenido, amigo —respondió Jardir con un asentimiento—. Habla.
—Será mejor que las escuchéis directamente de la fuente, Liberador —le respondió el damaji.
Jardir alzó una ceja al oír esto, pero asintió, y siguió a Ashan fuera de la mansión, hacia las calles heladas de la ciudad. No muy lejos de su palacio se encontraba una de las casas de culto de los chin. Era pequeña y poco suntuosa, comparada con el gran Sharik Hora, pero era una estructura impresionante para las gentes del norte, pues tenía tres pisos de gruesos muros de piedra y protecciones muy poderosas.
Ashan le guio por el interior del edificio y Jardir comprobó que el damaji había hecho bastante más que reclamar el Templo. Ya habían comenzado a decorar el interior con los huesos blanqueados y lacados de los dal’Sharum que habían muerto en batalla desde que abandonaron la Lanza del Desierto. No habría un edificio más seguro que aquel en todo el norte, protegido por los espíritus de todos los muertos caídos con honor.
Bajaron por una escalera de piedra que daba a un laberinto de frías catacumbas alojadas bajo la estructura superior.
—Los chin enterraban a sus muertos importantes aquí —le explicó mientras Jardir estudiaba todos los huecos vacíos en las paredes—. Hemos limpiado toda esa inmundicia inútil y hemos destinado estos túneles a un propósito mejor.
Un hombre gritó y aquellos alaridos de agonía resonaron en los pasillos subterráneos. Ashan no prestó atención al sonido y le condujo a través de los túneles hacia una habitación. En su interior había varios clérigos del norte, Pastores, como se les llamaba, colgados de las muñecas, suspendidos de una cuerda del techo en mitad de la sala. Estaban desnudos de cintura para arriba y tenían la carne lacerada a causa de la cola de alagai, un látigo que podía romper la voluntad del más fuerte de los hombres.
El damaji despidió a los torturadores de los dal’Sharum y se dirigió hacia uno de los prisioneros.
—Tú —le dijo señalándolo—, repite lo que me has dicho al Shar’Dama Ka, si te atreves.
El Pastor alzó la cabeza con dificultad. Tenía uno de los ojos cerrado por la hinchazón y del otro manaban abundantes lágrimas, que limpiaban la sangre y la suciedad de su rostro.
—Vete al Abismo —repuso arrastrando las palabras e intentó escupirle. No tenía fuerzas suficientes y el escupitajo sanguinolento se deslizó por su labio inferior.
En respuesta, el torturador avanzó hacia él, con unas tenazas en las manos. Aferró la cabeza del Pastor con firmeza, le forzó a abrir la boca y le colocó las tenazas en uno de los dientes frontales. Los gritos del hombre llenaron la habitación.
—Ya basta —dijo Jardir al cabo de un momento. El torturador cesó de inmediato, le hizo una reverencia, y luego se retiró de nuevo hacia la pared. El Pastor quedó colgando sin fuerzas de los grilletes de las muñecas y Jardir se acercó a mirarlo, con la tristeza reflejada en sus ojos—. Soy el Shar’Dama Ka, enviado por Everam, que es infinito en su misericordia. Habla y pondré fin a tu sufrimiento.
El Pastor se lo quedó mirando y pareció recuperarse un poco.
—Te conozco —graznó—. Tú dices ser el Liberador, pero yo sé que no lo eres.
—¿Y cómo lo sabes?
—Porque él ya ha venido —dijo el hombre—, el Hombre Marcado que camina en la oscuridad y del que los abismales huyen. Salvó Hoya del Liberador de la destrucción y también se enfrentará a ti cuando llegue el momento.
Jardir miró a Ashan sorprendido.
—Esta no es la palabra de un solo hombre, Shar’Dama Ka —explicó el damaji—. Otro chin también contó algo acerca de ese infiel cubierto de grafos. Es necesario que destruyas a ese falso profeta y que lo hagas rápido, si quieres asegurarte el lugar que mereces.
Jardir sacudió la cabeza.
—Suenas como mi mujer, viejo amigo.