14
Un paseo a la letrina
Primavera del 333 d. R.
Renna dirigió una mirada anhelante al camino que dejaban atrás cuando la granja apareció ante su vista.
—Sé lo que estás pensando, niña —dijo Harl—. Estás pensando en convertirte en una ingrata como tu hermana y huir con ese muchacho.
Ella no dijo nada, pero sintió cómo las mejillas le ardían y eso ya era bastante condenatorio de por sí.
—Bueno, pues te lo tendrás que pensar dos veces —continuó él—. No voy a dejar que cubras de vergüenza a la familia como hizo Lainie, huyendo con un hombre cuya esposa había muerto la noche anterior. Todo el pueblo habla todavía de eso y todos mirarán mal al pobre Harl por haber criado a una puta engendrada en el Abismo. Y tú vas por el camino de conseguir la misma reputación. Pues esta vez no, chiquilla. Prefiero arrancar los grafos antes que pasar por esto de nuevo. Si todavía piensas en huir, todo lo que sacarás será un paseo a la letrina, porque iré a buscarte aunque tenga que recorrer el camino entero hasta Centinela Meridional.
Cuando echó una ojeada a la diminuta y maltrecha estructura que había en el patio se le heló la sangre. Su padre jamás la había metido allí, pero sí que se lo había hecho a Ilain unas cuantas veces y sólo una a Beni. Recordaba aún sus gritos de forma vivida.
Renna reclamó la pequeña habitación de Beni y Lucik que en otro momento había compartido con su hermana y trasladó allí sus escasas posesiones. Luego echó la tranca a la puerta con mano temblorosa.
Mientras yacía en la cama, acariciaba a la Señorita Rasguños, su gata favorita, que estaba preñada y a punto de parir una carnada. Pensaba en Cobie, en una casa en Ciudad Central y en tener hijos propios. Las imágenes la abrigaron y la consolaron, pero mantuvo un ojo puesto en la puerta durante un largo rato antes de caer dormida al fin.
Durante unos cuantos días, evitó a su padre siempre que pudo. No fue difícil. La siembra había terminado, pero aun así, había dos tipos de tareas distintas que antes habían distribuido entre seis. La mitad de su jornada de trabajo consistía en alimentar a los animales y limpiar sus compartimentos y todavía le quedaba ordeñar, esquilar y sacrificar a los animales que servirían de alimento; hacer la comida tres veces al día, remendar la ropa, hacer mantequilla y queso, curtir pieles y una lista infinita de otras cosas. Se sumió en el trabajo casi con agradecimiento por la protección que le ofrecía.
Cada mañana se vendaba los pechos, se dejaba el pelo enmarañado y el rostro sucio y había suficiente trabajo como para mantener los pensamientos lujuriosos fuera de la mente de Harl. Sólo comprobar los postes de protección alrededor de los campos le llevaba horas. Cada uno tenía que ser examinado cuidadosamente para asegurarse de que los grafos estaban limpios, nítidos y bien alineados, para enlazarse con los de alrededor sin dejar ni un hueco. Una cagada de pájaro o el pandeo de la madera podían debilitar un grafo lo suficiente para que un demonio pasara si encontraba el hueco.
Después de eso, había que quitar las malas hierbas de los campos y recoger los frutos maduros para la comida del día o para guardarlos para hacer conservas. Además de todo eso, siempre había algo en la granja que necesitaba repararse o afilarse.
El único rato que pasaban juntos era el de la comida y hablaban poco. Renna tenía cuidado de no acercarse mucho cuando le servía o retiraba la mesa. Harl nunca dio signo alguno de que la mirase de modo distinto, pero conforme pasaban los días se volvía cada vez más irritable.
—Por el Creador, cómo me duele la espalda —le dijo una noche en la cena, al inclinarse para llenar una jarra del barril de cerveza Boggin que Meara les había enviado cuando regresaron de la cremación. La chica había perdido la cuenta de las cervezas que se había bebido esa noche.
El viejo jadeó de dolor cuando intentó enderezarse y tropezó, con lo cual tumbó la jarra de cerveza. Renna acudió a su lado al instante, enderezándole y cogiendo la jarra antes de que se derramara y él dejó caer su peso sobre ella mientras lo arrastraba hasta la silla.
A menudo él había llamado a Renna y a Beni para que le masajearan la espalda cuando le dolía y la joven lo hizo sin pensar, trabajando los músculos tensos de su padre con dedos fuertes y hábiles.
—Ah, niña, qué bien —gruñó su padre, con los ojos cerrados—. Siempre has sido la mejor, Ren. No como tus hermanas, que no han tenido lealtad alguna con su familia. No sé cómo te has podido salir bien con esas dos desertoras de ejemplo.
Ella finalizó sus cuidados, pero el viejo la cogió de la cintura y la abrazó antes de que ella pudiera escapar a su alcance. Alzó la mirada hacia ella con los ojos cuajados de lágrimas.
—Nunca me dejarás, niña, ¿verdad que no? —le preguntó.
—No, papá —respondió ella—. Claro que no. —Luego le dio un ligero apretón y se retiró con rapidez. Cogió la jarra y la llenó de nuevo.
Renna se despertó esa noche al oír el gran impacto de algo al chocar contra su puerta. Saltó de la cama y se puso el vestido, pero no escuchó nada más. Se deslizó hacia la puerta, apretó la oreja contra la madera y escuchó un gemido.
Con cautela, alzó la barra y abrió la puerta sólo una rendija y vio a su padre tirado en el suelo, con la camisa de dormir manchada de vómito.
—Que el Creador me dé fuerzas —exclamó la chica mientras empapaba un trozo de tela en agua para limpiar el vómito del suelo y de la ropa; luego arrastró a su padre de vuelta a su habitación.
Harl gimió cuando ella lo tumbó en la cama y la abrazó con desesperación.
—No te puedo perder a ti también —sollozó. Ella se sentó en el borde de la cama y le abrazó mientras lloraba. Cuando se quedó dormido, lo soltó. Regresó a su habitación con rapidez y volvió a atrancar la puerta.
A la mañana siguiente, Renna volvió a la casa después de haber recogido los huevos en el cobertizo y encontró al viejo soltando las bisagras de la puerta de su habitación.
—¿Se ha roto la puerta? —preguntó, con el corazón encogido.
—No —gruñó él en respuesta—. Pero necesito la madera para tapar un agujero en la pared del establo. No tiene importancia, no la necesitas. En esta habitación no van a tener lugar más relaciones maritales. —Levantó la puerta con esfuerzo y se la llevó al establo. Renna estaba paralizada.
Se sintió como un animal aterrorizado el resto del día y esa noche no pegó ojo, con todos los sentidos pendientes de la gruesa cortina que pendía de la entrada.
Pero no hubo nada que apartara la cortina aquella noche, o la que siguió, ni siquiera la semana siguiente.
Renna no estuvo segura de qué fue lo que la despertó. Los abismales habían probado los grafos hacía un rato, pero los sonidos se habían desvanecido cuando se fueron en busca de una presa más fácil.
La única luz que se veía era un suave resplandor que enmarcaba los bordes de la cortina, procedente del fuego de la chimenea del salón, que ardía más flojo durante la noche. Arrojaba una luz suave sobre su cama, aunque el resto de la pequeña habitación seguía sumida en la oscuridad.
Pero Renna comprendió con rapidez que no estaba sola. Su padre estaba en la habitación.
Tuvo cuidado de continuar inmóvil y afinó los sentidos para captar cualquier movimiento en la oscuridad, del mismo modo que intentó convencerse a sí misma que sólo era un sueño; pero podía percibir el hedor de la cerveza y el sudor, y escuchaba su respiración tensa. Las tablas del suelo chirriaban cada vez que el viejo cambiaba su peso de un pie al otro, mientras ella esperaba a que hiciera algo, pero el hombre se limitó a permanecer allí, observándola.
¿Habría hecho eso antes, deslizarse dentro de su habitación para mirarla? Se sintió enferma sólo de pensarlo. Tenía miedo de moverse pero dirigió los ojos hacia la cortina, pese a que esa ruta de huida no parecía muy oportuna. Le llevaría por lo menos cuatro pasos llegar hasta allí y Harl la interceptaría sólo en uno.
La ventana estaba cerrada, pero aunque pudiera abrir los postigos y arrojarse por allí antes de que él pudiera cogerla, era noche cerrada y los demonios proliferaban en la oscuridad del exterior.
El tiempo pasó lentamente, y le pareció que transcurría aún más despacio mientras ella intentaba pensar en un modo de escapar. Si pudiera correr por el patio. A lo mejor podría llegar al establo antes de que la atrapara un abismal. El enorme granero estaba protegido y no estaba conectado con la casa. Si conseguía llegar hasta allí, su padre no podría seguirla hasta la mañana siguiente y a lo mejor ya se le habría pasado la borrachera.
Pero correr hacia la noche iba contra todos sus instintos, era un suicidio. ¿Adónde podría ir entonces? Estaba atrapada con él en la casa hasta el amanecer.
En ese momento Harl cambió de posición y ella captó su aliento. Se había acercado lentamente hacia la cama y Renna se quedó helada, como un conejo paralizado por el miedo. Cuando él se aproximó a la luz, vio que iba vestido sólo con la camisa de dormir y su erección se percibía con claridad a través de la tela. Su padre se acercó aún más y le tocó el pelo. Le pasó los dedos por entre los cabellos y después los olió, hasta que dejó caer la mano y le acarició la cara con afecto.
—Igual que su madre —murmuró entre dientes. Bajó la mano más aún, más allá de garganta y del cuello y recorrió la piel suave hasta el pecho.
Luego se lo apretó y Renna chilló. La Señorita Rasguños despertó con un estremecimiento y bufó. Después clavó las garras profundamente en el brazo del viejo. Él gritó a su vez y el terror dio fuerzas a la muchacha, que le dio un fuerte empujón al viejo para tirarlo hacia atrás. Al estar bebido, este tropezó y cayó al suelo, de modo que la chica pudo atravesar la cortina como una exhalación.
—¡Niña, ven aquí! —gritó, pero ella le ignoró y corrió hacia la puerta trasera que daba al pequeño establo. Él la persiguió a trompicones. En su carrera, se enredó en la cortina y la arrancó de la barra.
Antes de que él pudiera liberarse, ella ya había llegado a la puerta del establo, pero no había ningún cerrojo por dentro. Agarró una vieja y pesada montura, la arrojó contra la puerta y corrió hacia los compartimentos.
—¡Renna, engendro del Abismo! ¿Qué es lo que te ha dado? —gritaba él mientras se precipitaba a través de la puerta. Se oyó otro grito cuando cayó sobre la montura, maldiciendo en voz alta—. ¡Niña, te voy a poner el culo morado como no salgas de tu escondrijo! —chilló de nuevo y sonó un chasquido como un latigazo. Había cogido un juego de riendas de cuero de la pared del establo.
Ella no contestó. Se agazapó en la oscuridad de un compartimento vacío tras un viejo barril de lluvia mientras él forcejeaba para encender una linterna con una astilla. Finalmente consiguió prender la mecha, de modo que la luz titubeante iluminó la escena y envió una serie de sombras danzantes por todo el establo.
—¿Dónde estás, niña? —volvió a llamarla Harl, mientras registraba los compartimentos—. Si tengo que sacarte por la fuerza será mucho peor. —Hizo restallar las riendas otra vez para acentuar la amenaza y el corazón de la chica dio un respingo. Fuera, los demonios, atraídos por el jaleo se arrojaban contra los grafos con mayor entusiasmo. Los estallidos provocados por la protección relucían a través de las rendijas de la madera, acompañados de los chillidos de los abismales y los chasquidos de la magia.
Renna se aovilló como una pelota cuando él se acercó, con los músculos tan tensos que pensó que iba a estallar. Las maldiciones que mascullaba su padre se volvieron cada vez más repugnantes y comenzó a azotar con las riendas todo lo que le rodeaba de pura frustración.
Estaba sólo a centímetros del lugar donde se ocultaba Renna, cuando esta salió de un salto y se internó en el establo. Acorralada, se pegó a la pared trasera y se volvió para enfrentarse a él.
—No sé lo que te ha dado, niña. No voy a tener más remedio que ponerle remedio a golpes.
No había lugar adónde huir, así que se dio media vuelta y buscó la escalera que llevaba al pajar. Intentó recuperarla después de subir, pero él agarró el extremo inferior y se la arrancó de las manos con un tirón que casi la arroja contra el primer piso. Apenas se pudo apañar para sujetarse a los bordes de la trampilla y tuvo que soltar la escalera. Harl colgó la linterna y comenzó a subir tras ella, con las riendas sujetas en la boca.
Renna dio patadas a ciegas, desesperada, y alcanzó a su padre en la cara. Este cayó de la escalera, pero el suelo estaba cubierto de paja por lo que el golpe no fue fatal. Harl puso la escalera de nuevo en posición antes de que ella pudiera apartarla y subió con rapidez. La chica intentó patearlo de nuevo, pero él le agarró el pie y la empujó con fuerza, de modo que cayó despatarrada.
Estaban en el pajar y ya no había ningún otro lugar adónde huir. Renna apenas había conseguido incorporarse cuando el hombre le dio un puñetazo en la cara y una luz estalló tras sus ojos.
—Tú te lo has buscado, niña —dijo él y la golpeó de nuevo, esta vez en el estómago. Renna expulsó todo el aire de sus pulmones y jadeó de dolor. El hombre agarró su camisa de dormir y se la arrancó con un brusco tirón.
—¡Por favor, papá! —gritó ella—. ¡No lo hagas!
—¿Que no lo haga? —coreó él con una risa áspera—. ¿Desde cuándo les dices que no a los chicos en los pajares, niña? ¿Aquí es dónde cometes tus pecados? ¿No es aquí dónde avergüenzas a tu familia? ¿Te pegas a cualquier borracho que se quede dormido en el establo pero eres demasiado buena para tu propio padre?
—¡No! —chilló ella.
—Por el Abismo que sí —le dijo él. Luego la cogió del cuello y le enterró la cara en la paja, mientras se alzaba su propia camisa de dormir con la mano libre.
Cuando todo hubo pasado, Renna se quedó llorando sobre la paja. Aún sentía el peso de Harl sobre ella, pero parecía haber perdido toda su fuerza. Renna le empujó con brusquedad y él cayó a un lado sin resistirse.
Querría haberle empujado hasta hacerle caer por un lado del altillo para que se rompiera el cuello, pero no podía dejar de sollozar lo bastante para hacerlo. La mejilla y el labio le latían dolorosamente donde la había golpeado y le ardía el estómago, pero eso no era nada en comparación con el dolor ardiente que sentía entre las piernas. Si Harl había notado la evidencia de que jamás había estado con un hombre antes, no dio muestra alguna.
—Esto es lo que hay, niña —le dijo su padre con una débil palmadita en el hombro—. Anda y échate unas buenas lágrimas. Eso solía ayudar a Ilain hasta que empezó a gustarle.
Renna frunció el ceño. Aquello jamás le había gustado a su hermana, a pesar de lo que él dijera.
—No me volverás a hacer esto. Le diré a todo el mundo en Ciudad Central lo que has hecho.
El viejo soltó una risa que sonó como un ladrido.
—Nadie te creerá. Las comadres pensarán que la golfa del pueblo busca una excusa para acercarse a sus maridos y echarles las garras y nadie se preocupará del asunto. Además —añadió envolviéndole la garganta con una garra nudosa—, si se lo dices a alguien, te mataré.
Renna vio cómo se ponía el sol desde el porche protegido, abrazada a sí misma mientras el cielo perdía su color. No hacía mucho tiempo, había pasado todas las noches contemplando el este, soñando con el día en que Arlen Bales regresara de las Ciudades Libres para cumplir su promesa de llevarla consigo.
Aún miraba el camino todas las tardes, pero ahora miraba hacia el oeste, rezando para que Cobie Fisher viniera a por ella. ¿Aún pensaría en ella? ¿Realmente había sentido lo que dijo? Y si hubiera sido así, ¿no habría ido ya a buscarla?
Su esperanza se iba debilitando con el paso de cada noche, hasta que apenas quedó una llamita, después sólo una brasa enterrada en la arena, un calorcillo sofocado que apenas la calentaba ya.
Pero cualquier cosa que la mantuviera fuera un poco más merecía la pena, incluso un sueño que le producía tanto dolor como consuelo. Pronto tendría que regresar al interior, prepararle a su padre la cena y hacer sus tareas vespertinas con los ojos de él clavados en ella hasta que dijera que era el momento de ir a la cama.
Y entonces, ella le acompañaba a la cama, obediente, y se quedaba quieta y le dejaba hacer. Pensaba en Ilain, que había sufrido tantos años ese tormento, cuando Renna era demasiado pequeña para entenderlo. No era capaz de comprender cómo había podido sobrevivir a aquello con la mente intacta, pero sus dos hermanas siempre habían sido más fuertes que ella.
—Está oscureciendo —la llamó Harl—. Entra y cierra la puerta antes de que los abismales te cojan.
Durante un momento, la imagen bailó en su mente. Los abismales emergerían en unos momentos. Sería muy sencillo dar un paso más allá de los grafos y terminar con su agonía.
Pero Renna había comprendido que tampoco tenía suficiente entereza para hacer eso. Se volvió y entró en la casa.
—Oh, no me gruñas, Lanuda —le dijo Renna a la oveja mientras la esquilaba—. Me agradecerás que te libre de este abrigo con el calor que hace.
Beni y los chicos solían burlarse de ella cuando les hablaba a los animales como si fuesen personas, pero ahora que se habían ido todos, lo hacía cada vez más. Los perros, gatos y demás animales que había en los compartimentos eran los únicos amigos que le quedaban y cuando Harl estaba en los campos, le prestaban su simpática atención cuando ella les abría el corazón.
—Renna. —Oyó un susurro a su espalda. La chica dio un salto y Lanuda baló cuando la cortó sin querer, pero ella apenas se dio cuenta, pues se volvió para encontrarse a Cobie a apenas unos pasos de distancia.
Dejó caer las tijeras y miró a su alrededor con nerviosismo, pero no se veía a su padre por ninguna parte. Estaba fuera, limpiando los campos de malas hierbas y podría estar fuera unas cuantas horas, pero ella no quería correr ningún riesgo, así que cogió a Cobie del brazo y lo arrastró detrás del establo grande.
—¿Qué estás haciendo aquí? —susurró.
—Llevo unos cuantos barriles de arroz a la granja que está un poco más adelante en el camino, la de Mack Pasture. Me refugiaré allí y volveré a Central por la mañana.
—Mi padre te matará si te ve —dijo.
El joven asintió.
—Ya lo sé. No me da miedo. —Rebuscó en el bolso donde llevaba los mensajes y sacó un collar largo de suaves guijarros enhebrados en una sólida cuerda de cuero con un broche de espina de pez.
—No vale mucho, pero es lo único que te puedo dar —le ofreció alargando la mano.
—Es precioso —comentó ella, al coger el regalo. Le daba dos vueltas al cuello y aún así colgaba por debajo de sus pechos.
—Sigo pensando en ti, Renna —confesó Cobie—. El Pastor Harral y mi padre me piden que te olvide, pero no puedo hacerlo. Te veo cada vez que cierro los ojos. Quiero que te vengas conmigo mañana por la mañana. El Pastor nos casará si vamos con él y le suplicamos, sé que lo hará. Lo hizo por tu hermana, cuando huyó con Jeph Bales y una vez que estemos unidos ante el Creador, nada de lo que tu padre diga podrá separarnos.
—¿Lo dices en serio? —preguntó ella, con los ojos cuajados de lágrimas.
Cobie asintió y la apretó contra su pecho, para besarla con intensidad.
Pero sólo controló la situación durante un momento, porque ella lo empujó contra la pared del establo y se puso de rodillas. Él jadeó y arañó la superficie de madera del compartimento mientras ella trajinaba. Se le doblaron las rodillas, y cuando se deslizó hacia el suelo, Renna se levantó las faldas y lo montó.
—Yo… yo nunca… —tartamudeó Cobie, pero ella le puso un dedo en los labios para silenciarle y lo hundió en su interior.
El muchacho echó la cabeza para atrás perdido en su placer y Renna sonrió. Aquello no era como con Harl, algo rudo y frío. Era como tenía que ser. Cubrió el rostro de Cobie de besos y se alzó y bajó, hasta que sintió su propio placer cuando las manos de él recorrieron su cuerpo.
—Te quiero —susurró él y penetró una vez más en su interior. Ella gritó y luego lo besó. Permanecieron en aquel dulce abrazo durante un rato y después se levantaron, para reajustarse las ropas. Ella miró con cautela por el lateral del establo, pero no había rastro de su padre.
—Mi padre se va muy temprano al campo. Justo después del desayuno. Si vienes entonces, él no volverá hasta la hora del almuerzo.
—Estaremos delante del templo antes de que se dé cuenta de que te has ido —le dijo él y la abrazó con fuerza—. Prepara tus cosas esta noche. Vendré tan temprano como pueda.
—No tengo nada que llevarme —repuso Renna—. No tengo más dote que yo misma, pero prometo ser una buena esposa. Puedo cocinar, proteger y limpiar tu casa…
Cobie se echó a reír y luego la besó.
—No quiero ninguna dote. Sólo a ti.
Renna escondió el collar en el bolsillo de su delantal y fue obediente el resto del día y de la noche, para no darle a su padre motivos de sospecha. Era verdad que no tenía ningún paquete que hacer, pero se despidió de cada uno de los animales entre susurros. Se echó a llorar sobre la Señorita Rasguños y se lamentó por los retoños que no llegaría a ver.
—Serás la Señora Rasguños cuando vengan los cachorros, incluso aunque ese inútil de gato atigrado no te ayude a cuidarlos.
Buscó entre los animales de la habitación hasta que encontró al probable padre.
—Cuida a tus cachorros —le advirtió, en voz baja para que su padre no pudiera escucharla—, o volveré y te arrojaré al abrevadero.
Permaneció despierta toda la noche mientras Harl roncaba a su lado y, antes de que se filtrara el primer rayo de luz entre los postigos, puso las gachas de avena al fuego y comenzó a recoger los huevos del gallinero en el establo. Realizó el resto de sus tareas matutinas con la sensación de que era la última vez que las hacía y trabajó con los ojos puestos en el camino.
No tuvo que esperar mucho. Se oyó un galope lejano, que se desvaneció antes de llegar a la casa. Poco después apareció Cobie por la curva, sudoroso y sin aliento.
—He galopado todo el camino —dijo, al besarla—. No podía esperar a verte.
Pina necesitaba un descanso, así que el muchacho la ató detrás del establo mientras Renna sacaba agua del pozo. La yegua bebió ansiosa y comenzó a pastar mientras ellos caían uno en brazos del otro. No pasó mucho rato antes de que ella estuviera reclinada contra el muro del establo con las faldas subidas a la cintura.
Y así fue como los encontró el viejo.
—¡Lo sabía! —gritó y golpeó a Cobie en la cabeza con la horca. El asta le dio en la sien y lo mandó al suelo dando tumbos.
—¡Cobie! —gritó Renna, corrió hacia él y lo acunó entre sus brazos cuando intentó levantarse.
—Ya sabía yo que tramabas algo cuando te vi llorar sobre los gatos, niña. ¿Tú crees que tu padre es idiota?
—¡No me importa! —gritó ella—, Cobie y yo nos queremos y ¡me voy con él!
—¡El Abismo si lo haces! —exclamó él y la tomó del brazo—. Vas a poner el culo en casa en este mismo instante si quieres que le quede piel encima.
Pero la fuerte mano de Cobie se cerró sobre la muñeca de Harl para apartarlo de la chica.
—Lo siento, señor, pero no le voy a permitir que haga eso.
Harl se volvió hacia él y resopló.
—Bueno, chaval, no me digas que no te lo has ganado. —Y tras decir esto le dio una patada en la entrepierna.
Con los pantalones aún en torno a los tobillos, Cobie no tenía con qué protegerse de las pesadas botas del viejo y cayó al suelo, con las manos en los genitales. Harl tiró a Renna al suelo y empezó a golpear al muchacho que yacía en el suelo indefenso con la horca.
—El típico bravucón —escupió el viejo—. Seguro que no te has visto en una pelea de verdad en tu vida. —Cobie intentó rehuir los golpes, pero aún tenía los pantalones liados en las piernas y no podía ponerse en pie, de modo que gritaba cada vez que un golpe encontraba su objetivo.
Al final, con el muchacho tirado en el suelo, jadeante y ensangrentado, Harl pinchó la horca en la tierra y sacó el largo cuchillo de la funda que llevaba en el cinturón.
—Ya te dije lo que te haría si te pillaba otra vez con mi hija —anunció mientras avanzaba—. Despídete de tus pelotas, chico. —Los ojos del muchacho se abrieron de puro terror.
—¡No! —chilló ella a la vez que saltaba sobre la espalda del viejo y lo enredaba con los brazos y las piernas—. ¡Corre, Cobie, corre!
Harl gritó y ambos se enzarzaron en una lucha. Toda una vida de trabajo duro había fortalecido a Renna, pero su padre se volvió y la empotró contra la pared del establo. La chica perdió el aliento y antes de que pudiera recobrarlo él la volvió a golpear una y otra vez hasta que ella aflojó la presa y Harl pudo cogerla del brazo y tirarla al suelo.
El dolor recorrió el cuerpo de Renna a consecuencia del impacto, pero aún a través del aturdimiento vio al muchacho subirse los pantalones y saltar sobre su caballo. Antes de que el viejo volviera a hacerse con la horca, Cobie había clavado espuelas en los flancos de Pina y galopaba por el camino.
—¡Este es mi último aviso, chico! ¡Apártate de mi hija o no volverás a mear de pie! —Luego se volvió hacia Renna—. En cuanto a ti, chiquilla, ya te dije lo que se les hace por aquí a las golfas. —Agarró a la chica por el pelo y la arrastró hacia la casa. Ella chilló de dolor, pero aún estaba aturdida y apenas pudo hacer algo más que trastabillar tras él.
A mitad de camino del patio se dio cuenta de que no iban hacia la casa. Harl la llevaba hacia la letrina.
—¡No! —chilló. Ignoró el dolor de los tirones del pelo, plantó los pies en el suelo y empezó a tirar hacia otro lado—. ¡Por el Creador, por favor! ¡No!
—¿Crees que el Creador te va a ayudar después de que te haya pillado pecando a plena luz del día? —preguntó él—. ¡Estoy haciendo su maldito trabajo! —Dio un nuevo tirón aún más fuerte y la arrastró de nuevo.
—¡Papá! ¡Por favor! —lloró Renna—. ¡Te prometo que seré buena!
—Ya me has hecho esa promesa antes, niña, y mira dónde estamos —replicó Harl—. Esta vez vamos a hacer las cosas bien y me voy a asegurar de que me tomas en serio.
Harl la empujó con fuerza y Renna se golpeó la espalda con el banco al caer dentro de la letrina. Ignoró el dolor y se lanzó hacia adelante para escapar, pero su padre le dio un puñetazo en la cabeza y todo se volvió negro.
Renna despertó un par de horas más tarde. Al principio no recordó dónde estaba, pero la espalda le ardía por el golpe contra el banco y notó un dolor paralizante en la mejilla cuando movió el rostro. De pronto todo volvió a su mente y abrió los ojos aterrorizada.
Harl la oyó gritar y golpear contra la puerta y regresó. La avisó dando unos golpes con el mango de hueso del cuchillo contra la pared.
—¡Estate bien quieta ahí dentro! Te lo digo por tu bien.
Renna le ignoró y continuó chillando y dando patadas a la puerta.
—Yo no haría eso si fuera tú —le dijo el viejo, con voz lo bastante fuerte para que le escuchara por encima de su propio jaleo—. Las tablas ya están bastante viejas y te gustará que estén en buenas condiciones cuando el sol se ponga. Sigue pateando y sacarás los grafos de su sitio.
Renna se quedó quieta inmediatamente.
—Por favor —sollozó a través de la puerta—. ¡No me dejes aquí fuera por la noche! ¡Seré buena!
—Por el Abismo, ya lo creo que lo serás. ¡Después de esta noche, tú misma echarás a ese muchacho si se le ocurre acercarse otra vez a esta casa!
Hacía calor en la diminuta letrina y el aire era sofocante debido al hedor de los excrementos. Había un ventanuco, pero Renna no se atrevía a abrirlo por miedo a crear un agujero en la red de protección. Las moscas zumbaban alrededor del tonel partido por la mitad que cubría el pozo ciego sobre el que se apoyaba el banco.
A través de las grietas de la madera, Renna observó cómo la luz iba desapareciendo al ponerse el sol. No perdía la esperanza y rezó para que Harl regresara a por ella, para que aquello sólo fuera un modo de asustarla. Pero cuando se desvaneció la última brizna de luz, con ella murieron también sus esperanzas. Fuera, los abismales comenzaron a emerger. La muchacha rebuscó en el bolsillo de su delantal y aferró con fuerza las piedras pulidas del collar de Cobie, para darse ánimos.
Los demonios acudieron en silencio; se decía que el calor del día les abría el camino desde el Abismo al elevarse del suelo. Sus formas nebulosas estarían coagulándose en forma de garras, escamas y afilados colmillos justo en ese momento. Renna sentía el corazón desbocado en el pecho.
La chica percibió un olisqueo en la puerta de la letrina. Se envaró y se mordió los labios de miedo. En el silencio, podía escuchar las garras arañando el polvo del suelo y rápidos olisqueos mientras el abismal inhalaba el fuerte olor del miedo.
De repente el demonio chilló y golpeó los grafos con fuerza. La magia estalló en un relámpago, tan brillante que se coló por las grietas de la madera e iluminó el interior de la letrina. Renna chilló tan fuerte que sintió como si la garganta se le desgarrase.
Los grafos aguantaron pero el demonio siguió con su ataque sin inmutarse. Se oyó el aleteo de unas alas de cuero y otro estallido de magia en el techo. Toda la estructura se sacudió con el impacto y ella gritó de nuevo cuando le cayeron encima el polvo y la mugre desprendidos por el golpe.
El demonio del viento no cejó en su empeño. Chillaba frustrado al ver a la presa tan lejos y tan cerca a la vez. Los grafos lo repelían una y otra vez, pero los embites ponían a prueba la estructura de la letrina y la madera vieja gruñía en protesta. ¿Cuántos ataques podría aguantar?
Al final, el abismal se rindió. Renna escuchó el aleteo y sus gritos que se alejaban en busca de una presa más fácil.
Pero la ordalía no terminó ahí. Al poco rato, todos los abismales del patio captaron su olor. Renna soportó los chispazos mágicos cuando los demonios del fuego arañaron la madera con sus afiladas garras y tembló con las ráfagas de aire frío cuando las protecciones invertían los escupitajos de fuego. Pero los peores fueron los demonios del bosque, que ahuyentaron a los otros y empezaron a golpear los grafos con tal saña que toda la estructura se estremeció con la fuerza de cada impacto. Renna sentía cada estallido de los grafos como un golpe físico y se acurrucó en el suelo, con el cuerpo hecho una bola y sollozando de modo incontrolable.
Todo aquello pareció durar una eternidad. Después del Creador sabría cuantas horas, Renna se encontró rezando para que las protecciones cedieran, como seguramente ocurriría antes de que finalizara la noche, para que todo acabara de una vez. Si hubiera sido capaz de reunir la fuerza suficiente para ponerse en pie, ella misma habría abierto la puerta para dejarles entrar.
Las horas transcurrieron de manera interminable, y al final le faltaron incluso las fuerzas para llorar. Los chispazos de la magia, los chillidos en la noche, el hedor del pozo ciego, todo desapareció mientras ella se hundía cada vez más en un terror primario, tan poderoso que los detalles dejaron de existir.
Allí yació aovillada, con todos los músculos tensos, mientras las lágrimas fluían en silencio de sus ojos abiertos, que no podía apartar de la oscuridad. Respiraba entrecortadamente y su corazón aleteaba como un colibrí. Arañó la madera del suelo con las uñas, insensibles a la sangre que brotaba y las astillas que la herían.
Ni siquiera se dio cuenta de que los sonidos y los relampagueos habían cesado y los demonios habían regresado al Abismo.
Se oyó un ruido sordo cuando levantaron la barra exterior, pero Renna no reaccionó hasta que la puerta estuvo completamente abierta y la luz cegadora del sol naciente entró en la letrina. Después de horas contemplando la oscuridad, la luz le quemó los ojos y la obligó a volver del lugar donde se había refugiado su mente. Jadeó y se puso en pie de un salto; alzó el brazo contra la luz, chillando mientras reculaba a trompicones hasta la pared posterior de la letrina.
Harl la abrazó y le acarició el pelo.
—Ya está, niña, ya está —le susurró, mientras le tocaba el cabello—. Yo lo he pasado tan mal como tú. —La abrazó con fuerza pero con dulzura y la meció de un lado a otro mientras sollozaba—. Ya está, niña. Llora todo lo que quieras. Sácalo todo fuera.
Y así lo hizo, aferrándose a él mientras se retorcía de pena, hasta que por fin se calmó.
—¿Me harás caso ahora? —le preguntó él cuando la chica pareció recuperar la compostura—. No me gustaría tener que hacer esto de nuevo.
Renna asintió con ansiedad.
—Te lo prometo, papá. —Tenía la voz ronca de gritar.
—Esa es mi chica —afirmó él y la cogió en brazos, para llevarla a la casa. La puso en su propia cama y le preparó caldo caliente. Le llevó el almuerzo en una bandeja que apoyó en su regazo. Era la primera vez que Renna le veía preparando comida, pero estaba caliente y buena, y le llenó.
—Hoy dormirás aquí —le dijo esa noche—. Descansa y mañana por la tarde estarás como si no hubiera pasado nada.
Y fue cierto, porque Renna se sintió mejor al día siguiente y mejor aún el que le siguió. Harl no la buscó por la noche y la dejó trabajar a su propio ritmo durante el día. El tiempo pasó y quedó claro que Cobie no iba a regresar. Era mejor así, pensó ella.
Algunas veces, mientras hacía sus tareas, recordaba los estallidos mágicos de la noche de la letrina, pero los apartaba con rapidez de su mente. Ya había pasado y ella sería una buena hija de ahora en adelante, de modo que no tuviera que volver jamás a aquel lugar.