13
Renna
Primavera del 333 d. R.
A Renna le escocían los brazos, cubiertos de sudor, mientras trabajaba en la mantequera. Estaban a comienzos de la primavera, pero sólo llevaba puesta la camisa. A su padre le daría un ataque si la veía, pero estaba en la parte de atrás de la casa tallando postes de protección y Lucik y los chicos estaban en los campos.
La granja había mejorado en los catorce años que habían pasado desde que Lucik se había ido a vivir con ellos. Se había casado con Beni y le había hecho un par de niños. Pasaron una época muy difícil después de que Ilain huyera con Jeph Bales. Harl se había vuelto loco y la había tomado con ellas, sobre todo con Beni, pues era la mayor. Pero todo había terminado cuando Lucik, con sus fuertes brazos y amplias espaldas, se fue a vivir con ellos. Harl no las había tocado desde entonces, y los campos, que antes se habían limitado a un huerto grande, se habían extendido más a cada año que pasaba.
Al pensar en aquella época, volvía a recordar a Arlen Bales y se imaginaba cómo podría haber sido su vida. Cuando estuvieron prometidos, se había acordado que sería ella la que se marcharía a vivir en la granja de Jeph, no Ilain. Pero Arlen había huido hacia los bosques después de la muerte de su madre y nunca se volvió a oír de él. La gente decía que tenía que estar muerto, especialmente después de que Jeph fuera a buscarle a Pastos al Sol y regresara sin encontrarle. Las Ciudades Libres estaban a muchas semanas a pie y nadie sobreviviría durante tantas noches sin ayuda.
Pero Renna nunca había perdido la esperanza. Sus ojos aún escrutaban el camino hacia el este, y rezaba para que un día regresara y la llevara con él.
La muchacha alzó la mirada y vio a un jinete aproximarse por el camino. El corazón se le detuvo un instante, pero venía del oeste y pronto lo reconoció.
Cobie Fisher iba sentado muy erguido en Pina, una de las yeguas pintas del viejo Jabalí. El animal llevaba una coraza hecha de remiendos y una olla remachada y cuidadosamente pulida que le servía de yelmo. La lanza y el escudo estaban atados a la montura, aunque jamás había oído que él los hubiera usado.
Cobie quería ser Enviado, pero no era tan valiente para enfrentarse a la noche como los Enviados de verdad; simplemente acarreaba mercancías y mensajes de un lado a otro del Arroyo para Rusco el Jabalí, el dueño del almacén. Cobie había dormido en su establo una o dos veces de camino a Pastos al Sol, más al norte.
—¡Hola, Renna! —la llamó el muchacho, a la vez que alzaba una mano para saludarla. Ella se enjugó el sudor de la frente con el dorso de la mano y se enderezó mientras él se aproximaba.
Los ojos casi se le salieron de las órbitas y enrojeció al darse cuenta de que estaba medio vestida. La camisa sólo le llegaba hasta algo por encima de las rodillas y se abría bastante en el busto, mostrando algo de escote. Dejó escapar una sonrisa burlona, divertida por su vergüenza.
—¿Otra vez de camino hacia Pastos al Sol? —preguntó y no hizo ademán alguno de cubrirse.
Cobie sacudió la cabeza.
—Traigo un mensaje para Lucik.
—¿Tan tarde? ¿Qué es tan importante para…? —Captó una mirada especial en los ojos de Cobie y comenzó a preocuparse. La última vez que alguien había llegado con un mensaje para Lucik, hacía apenas dos años. Había sido porque su hermano Kenner se había emborrachado probando la cerveza de las cubas y había tropezado y caído fuera de la protección de los grafos. Cuando el sol ahuyentó a los demonios apenas quedaba nada de él.
—Todo va bien, ¿verdad? —preguntó, aunque temía la respuesta.
El muchacho negó con la cabeza. Se inclinó para acercarse a ella y bajó la voz a pesar de que no había nadie cerca.
—El padre de Lucik murió esta mañana —le confió.
Renna jadeó y se llevó las manos a la boca. Fernán Boggin siempre había sido amable con ella cuando iba a ver a sus nietos. Lo echaría de menos. Y el pobre Lucik…
—¡Renna! —ladró su padre—. ¡Métete dentro y vístete, niña! ¡Esto no es una casa de pecado angiersina! —Harl le señaló la puerta con su cuchillo de caza. La hoja era de acero milnés y la empuñadura de hueso; nunca andaba lejos de sus manos.
Ella conocía bien esa entonación y dejó a Cobie con la boca abierta cuando se volvió y se apresuró a entrar. Luego se quedó parada en la puerta para observar cómo Harl se acercaba al muchacho, que estaba atando a Pina al poste.
Su padre tenía arrugas y el pelo gris, pero parecía endurecerse con el paso de los años; tanto sus músculos fibrosos, ejercitados por el trabajo en el campo, como su piel áspera y curtida como el cuero. Harl había querido buscarle un marido a Renna antes de que Ilain se marchara, pero desde entonces, había ahuyentado a cualquier chico que osara mirarla.
Cobie era más alto que su padre y también más grande; de hecho, era de los hombres más voluminosos de Arroyo Tibbet. El Jabalí le había escogido como mensajero precisamente porque era bastante bravucón y no se asustaba con facilidad, sobre todo cuando llevaba la armadura puesta. Renna no podía oír la conversación que mantenían, pero el tono sordo en el que hablaba su padre era respetuoso cuando ambos hombres se dieron la mano.
—¿A qué viene tanto jaleo? —preguntó Beni desde donde se encontraba al lado del fogón; estaba cortando verduras para echarlas en el potaje.
—Cobie Fisher ha venido de Ciudad Central.
—¿Ha dicho para qué? —preguntó con el ceño fruncido por la preocupación—. Los mensajeros no vienen sólo a saludar.
Renna tragó con dificultad.
—Papá me ha dicho que entre antes de que pudiera decirme nada —mintió y se escabulló detrás de la cortina que había en su esquina de la habitación común para quitarse la camisa sucia y ponerse un vestido. Todavía se estaba atando los lazos cuando salió y se encontró con el muchacho, que la miraba de nuevo.
—¡Por los engendros del Abismo, Renna! —rugió Harl y ella se ocultó de nuevo hasta que estuvo correctamente vestida.
El padre la miró con el ceño fruncido cuando apareció.
—Corre y trae a Lucik, niña, y que los chicos se queden en el establo. El mensajero ha venido con malas noticias.
Asintió y salió disparada por la puerta. Encontró a su cuñado colocando los postes de protección en el extremo más lejano de los campos, justo antes de donde la tierra se ennegrecía, quemada al ras por los demonios del fuego.
Cal y Jace estaban con él, limpiando el terreno de malas hierbas mientras su padre trabajaba. Tenían siete y diez años.
—¿Ya es hora de cenar? —preguntó Cal con la voz llena de esperanza.
—No, cariño —repuso ella mientras le revolvía el sucio pelo rubio—. Pero tenemos que encerrar a los animales en el establo. Tu papá tiene un visitante.
—¿Qué? —exclamó Lucik.
—Cobie Fisher —respondió ella—; trae noticias de tu madre.
El miedo relampagueó en el rostro del hombre y salió disparado. Ella llevó a los niños de regreso y los puso a trabajar. Condujeron los cerdos y las vacas de sus pastos de día al gran establo. Allí desenjaezó a Pina ella misma y llevó a la yegua al pequeño establo que había en la parte posterior de la casa, donde dejaban las gallinas y los pollos. El último caballo que les quedaba había muerto hacía dos veranos, así que tenían un compartimento vacío. Le soltó la cincha, y le quitó la montura y la brida. Se volvió a coger los cepillos y pilló a Jace echándole mano a la lanza de Cobie.
—Deja eso, a menos que quieras que te dé una azotaina —le dijo tras darle un manotazo—. Cepilla el caballo y luego ve a echar de comer a los cerdos.
Renna alimentó a los pollos mientras los chicos se dedicaban a sus tareas, pero sus ojos continuaban pendientes de la puerta de la casa. Tenía veinticuatro veranos, pero su padre todavía la trataba como a una niña, protegiéndola igual que a los chavales.
Después de un rato, la puerta se abrió y Beni sacó la cabeza.
—La cena está preparada, que todo el mundo se lave.
Los chicos lanzaron un grito de alegría al ser liberados de sus ocupaciones y corrieron hacia el interior, pero ella buscó los ojos de su hermana. Desde que eran niñas habían sido capaces de saber qué le pasaba a la otra con sólo una mirada y esa vez no fue diferente. Renna pasó los brazos en torno a Beni y la apretó mientras ella lloraba.
Después de aquel breve ataque de llanto, la mujer se enderezó y se restregó los ojos con el delantal antes de entrar de nuevo. Renna respiró hondo y la siguió.
En la mesa del comedor sólo había seis asientos, de modo que enviaron a los chicos a comer al lado del fuego en el salón. Como no tenían idea de que nada fuera mal, correteaban felices de un lado para otro y los mayores los escuchaban reír y revolcarse con los perros a través de la fina cortina que separaba el comedor del salón.
—Saldremos a primera hora de la mañana —dijo Lucik cuando Renna terminó de limpiar los cacharros—. Sin papá y Kenner allí, mamá va a necesitar a un hombre cerca antes de que el Jabalí comience otra vez a presionar para comprar la cervecería Marsh.
—¿No puede hacerse cargo otra persona? —comentó Harl, con el rostro avinagrado mientras tallaba el extremo de un poste de protección—. El joven Fernán ya es casi un hombre. —Llamaban así al hijo de Kenner, que había recibido el nombre de su abuelo.
—Fernie sólo tiene doce años, Harl —contestó Lucik—, no se puede confiar en que sea capaz de llevar la fábrica.
—¿Y qué hay de tu hermana? —presionó su suegro—. Se casó con ese chico de los Fisher hace un par de veranos.
—Jash —apuntó Cobie.
—Es un Fisher —aclaró Lucik—. Puede quitar escamas y destripar pescado, pero no sabe nada de destilar. —Le echó una ojeada a Cobie—. Sin ofender.
—No me has ofendido —repuso este—. De todas formas, estoy seguro de que Jash bebería más de lo que destilase.
—Mira quién habla —le increpó Harl—, por lo que he oído por ahí, el Jabalí te hizo mensajero suyo cuando no pudiste pagarle toda la cerveza que te habías bebido a crédito. Quizá seas tú quien deba ir a la cervecería y pagar la bebida que debes con tu trabajo.
—Te estás pasando de la raya, viejo —replicó Cobie con el ceño fruncido y se levantó a medias del asiento. El viejo se levantó a su vez y le señaló con el largo cuchillo de caza.
—Si supieras lo que te conviene, chaval, pondrías ese culo otra vez en su sitio —le gruñó.
—¡Al Abismo con vosotros! —ladró Lucik, dando un fuerte golpe en la mesa con las palmas de las manos. Ambos hombres se le quedaron mirando, atónitos, y Lucik les devolvió una mirada hostil. Era tan alto como Cobie y había enrojecido de ira. Todos volvieron a sentarse y Harl recuperó el extremo del poste y se puso a tallar furiosamente.
—Así que te vas —comentó—. ¿Y qué pasa ahora con la granja?
—La siembra de primavera está terminada —explicó él—. Renna y tú podríais arrancar las malas hierbas y mantener los postes de protección hasta el tiempo de la cosecha, cuando regresemos los chicos y yo. Y Fernie, también.
—¿Y el año que viene? —preguntó el viejo.
Lucik se encogió de hombros.
—No lo sé. Vendremos todos a plantar y a ver si puedo dejar aquí a uno de los chavales durante el verano.
—Pensé que éramos familia, chico —dijo Harl y escupió en el suelo—, pero parece que siempre has sido un Boggin de corazón. —Se retiró de la mesa con un movimiento brusco—. Haz lo que quieras. Llévate a mi hija y a mis nietos de mi lado, pero no esperes que encima te dé mi bendición.
—Harl —comenzó Lucik, pero el viejo lo ignoró con un gesto de la mano y salió de la habitación a grandes zancadas y con un portazo.
Beni puso una mano sobre el puño cerrado de su marido.
—No lo ha dicho en serio.
—Oh, Ben —exclamó Lucik, con tristeza, mientras ponía su mano libre sobre la de ella—, claro que lo ha dicho en serio.
—Vamos —dijo Renna. Agarró a Cobie del brazo y lo levantó del asiento—. Dejémoslos en paz y vamos a ver si te encuentro unas mantas y un sitio limpio en el establo. —El joven asintió y la siguió hacia el otro lado de la cortina.
—¿Tu padre es siempre así? —le preguntó mientras salían del salón de la casa.
—Se lo ha tomado mejor de lo que me esperaba —afirmó Renna. Después cogió una escoba y barrió uno de los compartimentos vacíos. Fuera, el sol se había puesto, y se oían chillidos y relampagueos cuando los abismales ponían a prueba los grafos. Los animales estaban acostumbrados al sonido, pero se removían nerviosos, pues el instinto les decía lo que ocurriría si fallaban las protecciones.
—Lucik ha perdido a su padre —comentó él—. Harl debería haber mostrado un poco más de corazón.
Ella sacudió la cabeza.
—Mi padre, no. A él no le importan las necesidades de nadie salvo las suyas. —Renna se mordió el labio, al recordar cómo eran las cosas antes de que llegara Lucik.
Una vez que Cobie estuvo instalado en el establo, Renna regresó a la casa y encontró a su cuñado en el salón, dándole la noticia a los chicos. Pasó junto a ellos en silencio y se dirigió hacía la habitación de Beni, donde su hermana doblaba ropas y empaquetaba sus pocas pertenencias.
—Llévame contigo —le soltó sin rodeos.
—¿Qué? —preguntó ella, sorprendida.
—No quiero quedarme a solas con él. No puedo.
—Renna, pero qué… —empezó Beni, pero ella la cogió por los hombros.
—¡No disimules como si no supieras de lo que te estoy hablando! —le espetó—. Ya sabes cómo eran las cosas antes de que viniera Lucik.
Su hermana la hizo callar y la apartó. Luego fue a cerrar la puerta.
—¿Y tú que sabes de eso? —le preguntó con la voz convertida en un susurro áspero—. Tú entonces eras una cría. Nunca tuviste que soportar… —Se le rompió la voz, con el rostro contraído por la ira y la vergüenza.
Renna hizo un gesto hacia su propio escote.
—Beni, ya no soy una niña.
—Pues véndate los pechos —replicó ella—. Deja de andar de un lado para otro en camisa y no le des motivo para que se dé cuenta de que existes.
—Eso no le detendrá y tú lo sabes.
—Han pasado ya casi quince años, Ren. No sabes lo que hará.
Pero sí lo sabía. No tenía ninguna duda. Había visto cómo la miraba su padre, cómo sus ojos le recorrían el cuerpo, igual que si fueran manos lujuriosas. ¿Por qué si no reaccionaba de manera tan celosa cuando algún hombre se fijaba en ella? Más de uno había ido a cortejarla cuando era más joven. Ahora ya ni lo intentaban.
—Por favor —le suplicó, sujetando las manos de su hermana mientras las lágrimas le llenaban los ojos—, llévame contigo.
—¿Y qué le digo a Lucik? —la increpó Beni—. Ya se siente bastante mal por dejar la granja desatendida. Sin ti, papá no será capaz de salir adelante.
—Puedes contarle la verdad.
Beni le dio una bofetada. Renna se echó hacia atrás, con la mano en la mejilla, atónita. Su hermana jamás le había pegado.
Pero ella no mostró ningún signo de remordimiento.
—Sácate eso de la cabeza —rugió—. No voy a permitir que mi familia cargue con esa vergüenza. Lucik podría rechazarme, y no pasaría mucho sin que se enterase todo el pueblo. ¿Y qué pasaría con Ilain? ¿Por qué tendrían Jeph y ella que cargar con esa mancha, también? Y todo porque tú te comportas como una chiquilla.
—¡Yo no me estoy comportando como una chiquilla! —gritó ella.
—¡Baja la voz! —siseó Beni.
Renna respiró hondo, mientras intentaba calmarse.
—No me estoy comportando como una niña —insistió—, sólo porque no quiera quedarme a solas con ese monstruo.
—No es un demonio, Renna, es nuestro padre. Nos ayudó y puso comida en la mesa durante toda nuestra vida, aunque su corazón se rompiera cuando mamá murió. Ilain y yo lo soportamos y, si es necesario, tú lo harás también.
—Ilain lo soportó corriendo a esconderse detrás de Jeph —repuso Renna—. Igual que tú te escondes detrás de Lucik. Pero ¿detrás de quien me escondo yo, Ben?
—No puedes venirte con nosotros, Renna —repitió su hermana.
Justo en ese momento, Lucik entró en la habitación.
—¿Va todo bien? He escuchado gritos.
—Todo va bien —afirmó Beni, que lanzó una mirada torcida a Renna. La muchacha se echó a llorar y corrió hacia la esquina de la habitación cubierta por una cortina, empujando a Lucik al pasar.
Renna pasó esa noche despierta, escuchando los chillidos de los abismales en el patio y los gruñidos de la habitación de Beni, como la mayoría de las noches. El mismo sonido que solía salir de la habitación de Harl cuando su madre vivía. Y después de eso, cuando su padre había hecho que su hermana mayor, Ilain, ocupara su lugar. Y cuando ella se marchó, aquellos sonidos habían vuelto a escucharse cuando se llevaba allí a Beni. Entonces ella no lo había aceptado tan bien.
Renna se sentó, bañada en sudor, con el corazón latiéndole a toda velocidad. Miró por un lado de la cortina y vio a los chicos dormidos envueltos en sus mantas. Luego se deslizó por el salón vestida sólo con su camisa y abrió la puerta del establo y se introdujo en silencio en el interior.
Una vez dentro prendió la linterna que sumió el establo en una luz titilante.
—¿Eh? —preguntó Cobie, pestañeando y alzando una mano para protegerse los ojos—. ¿Quién va?
—Soy Renna —dijo ella. La chica se acercó a él y se sentó en el heno. La luz de la linterna bailoteaba por el compartimento oscilando sobre el amplio pecho del muchacho cuando la manta se le deslizó hacia abajo.
—No solemos tener visitantes. Pensé que podríamos sentarnos y charlar un rato.
—Suena estupendo —afirmó Cobie, restregándose el rostro para ahuyentar el sueño.
—No podemos hacer ruido. Si papá nos pilla, nos enviará al Abismo.
Cobie asintió y lanzó una mirada nerviosa hacia la puerta de la casa.
—¿Qué se siente siendo Enviado? —le preguntó ella.
—Bueno, yo no soy un Enviado de verdad —admitió el chico—. No tengo la licencia del gremio de las Ciudades Libres y no creo que fuese tan idiota como para dormir fuera con los demonios aunque lo fuese. Pero trabajar con el señor Rusco es mejor que pescar. Siempre lo he odiado.
—Por lo que he oído decir, no se te daba nada bien.
Él se echó a reír.
—Eso tiene mucho de verdad. Solía escaparme y andar haciendo el tonto por ahí con Gart y Willum, pero ellos se prometieron y dejaron de tener tiempo para vagabundear. Y no puedes reírte en un barco porque espanta a los peces.
—¿Y cómo es que tú no te has prometido?
El muchacho se encogió de hombros.
—Papá dice que es porque los padres de las chicas no creen que vaya a situarme y ser capaz de sostener a una mujer y unos críos. Y supongo que lleva razón. Siempre he estado más interesado en holgazanear en el almacén que en trabajar. He pescado cuando he tenido que hacerlo, pero nunca he ganado suficientes créditos para pagar toda la cerveza que me bebo. Tu padre tiene razón en lo de que el señor Rusco me manda a llevar y traer cosas sólo para ajustar las cuentas. Pero cuando el Portavoz comenzó a pedirle al señor Rusco que llevara también mensajes, él me dijo que podría quedarme en la habitación pequeña que hay tras el almacén para tenerme más a mano. La gente ahora me trata con más respeto, porque estoy al día de los negocios del pueblo. Me dan de comer y me ofrecen refugio cuando estoy demasiado lejos de Ciudad Central al caer el sol.
—Apuesto a que es estupendo —contestó ella—, eso de viajar por todo Arroyo y ver a la gente. Yo jamás veo a nadie.
El muchacho asintió.
—Ahora gano más de lo que bebo y cuando tenga suficientes créditos, me compraré un caballo y cambiaré mi nombre por el de Enviado Cobie. Quizá me haga una casa en Ciudad Central y tenga hijos para que me ayuden con el trabajo cuando sea viejo.
—¿Crees entonces que podrías asentarte y mantener una casa? —preguntó ella. Cobie no era guapo, pero era un buen hombre, fuerte, con buenas perspectivas. Comenzaba a darse cuenta de que Arlen jamás regresaría a por ella y la vida continuaba.
Él asintió mirándola a los ojos.
—Podría, siempre que hubiera una chica interesada en mí.
Renna se inclinó y lo besó en la boca. Los ojos del joven se abrieron por la sorpresa durante un momento pero en seguida le devolvió el beso y la envolvió entre sus fuertes brazos.
—Sé qué es lo que tienen que hacer las esposas —susurró ella, mientras se bajaba la camisa para descubrir los pechos—. He visto a Beni y Lucik montones de veces. Creo que sería una buena esposa. —Cobie gimió, y comenzó a acariciarle el pecho con la boca mientras recorría sus piernas con las manos.
De repente se oyó un chasquido en la parte de atrás y los dos se quedaron helados.
—¡Por el Abismo!, ¿qué está pasando aquí? —exigió Harl y agarró a Renna del pelo para separarla de Cobie. En la mano libre llevaba su largo cuchillo de caza, afilado como una navaja. Apartó a la muchacha a un lado de un empujón y puso la punta en la garganta del joven.
—Nosotros… sólo estábamos… —tartamudeó él, mientras se alejaba del hombre, hasta que chocó contra la pared del compartimento y no hubo lugar adónde huir.
—No soy ningún imbécil, hijo. ¡Ya sé lo que estabais haciendo! ¿Crees que porque te haya dado protección tras mis grafos puedes tratar a mi hija como a una puta angersina? Voy a destriparte ahora mismo.
—¡Por favor! —suplicó—. ¡Yo no soy así! ¡Renna me gusta de verdad! ¡Quiero pedir su mano!
—Me da que querías algo más que eso —gruñó el viejo, y presionó la punta del cuchillo hasta que arrancó una gota de sangre de la garganta—. ¿Te crees que es así como funciona? ¿Ensartas a una chica y luego pides su mano?
Cobie apartó la cabeza lo más lejos posible, y en su rostro se mezclaron las lágrimas con el sudor.
—¡Ya está bien! —gritó Lucik, que agarró el brazo de Harl y apartó el cuchillo. Él se volvió y los dos hombres se enfrentaron con mirada furiosa.
—No dirías eso si fuera tu hija —dijo el viejo.
—Puede ser —apuntó el hombre—, ¡pero tampoco voy a dejar que mates a un hombre delante de mis hijos!
Harl miró hacia su espalda y allí estaban Cal y Jace observando con los ojos como platos desde la puerta de la casa mientras Renna lloraba en brazos de Beni. La ira se disipó un poco y sus hombros cedieron.
—Muy bien. Renna, esta noche dormirás en mi habitación, para que pueda echarte un ojo… Y tú —volvió señalar al muchacho con el cuchillo de nuevo, quien se había quedado rígido del miedo—, como vuelvas a poner los ojos en mi niña, te corto los huevos y se los echo a los abismales para que se los coman.
Harl agarró a la chica por el brazo y la arrastró con él cuando se precipitó como un torbellino al interior de la casa.
Renna aún temblaba cuando su padre la arrojó sobre la cama. Se había recolocado la camisa, pero aun así tenía un aspecto deplorable e inadecuado, y sentía los ojos del hombre clavados en ella.
—¿A esto es a lo que te dedicas cuando tenemos un visitante en el establo? —le recriminó—. ¡Apuesto a que la mitad del pueblo se está riendo a mi espalda!
—¡Jamás lo he hecho!
—Oh, y se supone que me tengo que creer eso ahora, ¿no? —se mofó—. Te he visto pasearte medio desnuda delante de él todo el día. Ya veo que no sólo los cerdos gruñen en el establo cuando viene el mensajero.
Renna no tenía réplica alguna y se sorbió la nariz mientras se envolvía los hombros desnudos con la manta.
—¿Ahora te ha entrado la timidez y te cubres? —le preguntó el padre—. Me parece que ya es un poco tarde para eso.
Se quitó el peto y lo colgó en el poste de la cama, luego levantó la manta y se deslizó junto a ella. Renna se estremeció.
—Deja ya de gimotear, niña, y vamos a dormir un poco. Otra de tus hermanas nos abandona y tendremos trabajo extra para los dos de aquí en adelante.
Renna se despertó temprano y encontró a su padre arrimado contra ella, con un brazo por encima de su cuerpo. La chica tembló asqueada y se soltó de su abrazo; lo dejó roncando al salir de la habitación.
Recordó la advertencia de Beni, así que arrancó una larga tira de la sábana de su catre y se vendó el pecho varias veces, bien apretado. Cuando terminó miró hacia abajo y suspiró. Aun aplastado, nadie podría confundirla con un muchacho.
Se vistió con rapidez, atándose el vestido algo suelto para ocultar sus curvas y se anudó el largo pelo castaño en un moño descuidado.
Los chicos se removieron cuando ella sirvió las gachas de avena y luego distribuyó los cuencos en la mesa. Cuando el cielo se alzó, toda la casa rebullía y Lucik envió a los chicos a realizar sus tareas matutinas por última vez.
Cobie se marchó antes de que el desayuno estuviera preparado, pero ella supuso que era lo mejor. Harl no negaría protección a un hombre, pero eso no quería decir que le invitara a compartir su mesa. Habría deseado tener oportunidad de disculparse por la actuación de su padre y por la suya. Había estropeado las cosas entre los dos.
Después de las tareas de la mañana, el viejo preparó el carro y los condujo atravesando toda Ciudad Central hasta la Colina de la Turba para asistir a la cremación. Cuando llegaron ya había pasado el mediodía y se había reunido mucha gente en la colina. Casi todo el mundo en Arroyo Tibbet bebía la cerveza de los Boggin, y muchos fueron a presentar sus respetos a Fernán Boggin cuando fue incinerado.
El templo coronaba la colina y el Pastor Harral dio la bienvenida a todo el mundo. Era un hombre grande, que aún no había cumplido los cincuenta, cuyos brazos poderosos sobresalían de las mangas enrolladas de su túnica marrón.
—Tu padre era un buen hombre y un buen amigo —le dijo a Lucik, mientras lo envolvía en un apretado abrazo—. Todos le vamos a echar de menos.
Harral hizo un gesto en dirección a las grandes puertas.
—Entra ahí dentro y siéntate en el primer banco, al lado de tu madre. —El Pastor sonrió a Renna y le guiñó el ojo al pasar.
—Pues parece que la ingrata ha salido de su escondrijo —masculló Harl entre dientes cuando se colocaron en la fila detrás de Lucik, Beni y los niños. Renna siguió la dirección de su mirada y vio a su hermana mayor, Ilain, unas cuantas filas más atrás. Estaba allí con Jeph, Norine Cutter y sus hijos. ¡Cuánto habían crecido!
—Ni se te ocurra —volvió a mascullar entre dientes su padre, a la vez que la agarraba del brazo y le daba un tirón cuando ella intentó acercarse a saludarlos. Harl jamás había olvidado que Ilain había escapado, aunque ya habían pasado quince años y eso supusiera no conocer a los nietos que le había dado—. Esa hija de perra tiene muy poca vergüenza para haberse plantado aquí —añadió mientras miraba a Jeph con el ceño fruncido—. Otro ladrón engendrado por el Abismo, que pensó que porque le daba refugio podía robarme a una de mis hijas. Por eso mismo no terminarás casada con ese inútil de su hijo.
—Arlen no es un inútil —repuso Renna con tristeza y recordó cómo la había besado cuando eran niños. Siempre le había gustado y ser su prometida le había parecido un sueño hecho realidad. Se negaba a creer que había sido vaciado, pero si no había sido así, ¿por qué no había regresado a por ella?
—¿Qué pasa, niña? —preguntó su padre, distraído.
—Nada.
La ceremonia continuó y Harral comenzó a cantar las alabanzas a Fernán Boggin mientras pintaba los grafos en la lona que envolvía el cuerpo para proteger el espíritu de Fernán en su camino hacia el Creador.
Cuando terminó, llevaron el cuerpo afuera, a la pira que Harral había construido, y lo dejaron descansar allí mientras el fuego ardía. Renna dibujó grafos en el aire junto a todos los demás, y rezó para que su alma pudiera escapar de ese mundo infestado por los demonios mientras las llamas consumían el cuerpo.
Al otro lado de la pira, Ilain la miraba con tristeza. Alzó una mano para saludarla y Renna se echó a llorar.
Cuando el fuego se apagó, la gente comenzó a dispersarse, algunos a la casa de Meara Boggin donde habían preparado unos refrigerios para los dolientes de su marido y otros comenzaron el camino de vuelta a sus hogares. Algunos habían venido de muy lejos y los abismales no emergían más tarde los días de funeral.
—Vamos, niña, es mejor que nos pongamos en camino —dijo el viejo, cogiéndola del brazo.
—¡Harl Tanner! —le llamó el Pastor—. ¡Necesito hablar contigo!
Ambos se giraron para ver al Pastor acercarse con Cobie Fisher a la rastra. Los ojos del muchacho estaban fijos en sus pies.
—¿Y ahora qué pasa? —murmuró el padre entre dientes.
—Cobie me ha contado lo que pasó anoche —dijo el Pastor Harral.
—¿Eso ha hecho? —repuso Harl—. ¿Te ha dicho que lo pillé con mi hija en pleno abrazo pecaminoso bajo mis propias protecciones?
Harral asintió.
—Sí, lo ha hecho, y tiene algo más que añadir. ¿No es así, Cobie?
El muchacho asintió y dio un paso adelante sin dejar de mirarse las botas.
—Siento mucho lo que hice. No pretendía avergonzar a nadie, y me gustaría hacer una mujer honrada de Renna, si usted me lo permite.
—¡Por el Abismo lo permitiré! —ladró el viejo y el joven palideció y dio un paso atrás.
—Un momento, Harl, espera… —intervino el Pastor Harral.
—¡No, espera tú, Pastor! —replicó él—. Ese chico me ha faltado al respeto a mí, a mi hija y a la santidad de mis grafos, ¿y tú quieres que le convierta en hijo mío, sólo porque sí? Antes dejaría que Renna se casara con un demonio del bosque.
—Renna ya ha pasado la edad en que debería estar casada y criando a sus propios hijos —comentó el Pastor.
—Pero eso no quiere decir que tenga que entregársela al primer borracho gandul que aparezca sólo porque la haya tumbado sobre una bala de paja.
Dicho esto, Harl agarró a la muchacha y la arrastró hacia el carro. Ella miró con ansiedad a Cobie mientras se marchaban.