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Sol de Anoch
332 d. R.
El oasis de la Aurora era un lugar de gran belleza; una serie de monolitos protegidos rodeaban una amplia área cubierta de hierba, varios bosquecillos de árboles frutales y una gran charca de agua fresca y limpia, alimentada por el mismo río subterráneo que abastecía la Lanza del Desierto. Había una escalera tallada bajo cada monolito que conducía a una cámara subterránea iluminada con antorchas donde un hombre podía lanzar las redes al río y pescar comida suficiente para un buen festín.
Era un oasis pequeño, que servía de apeadero para las caravanas de mercaderes, aunque eran los solitarios Enviados los que lo usaban más a menudo. Desde luego, jamás se pensó que tendría que abastecer al ejército más grande que el mundo había visto en siglos.
La hueste de Jardir cayó sobre él como langostas. Rodearon los monolitos con miles de tiendas y pabellones y antes de que llegara el grueso de los krasianos, habían cogido la fruta de los árboles y los habían cortado para obtener madera, la hierba había desaparecido convertida en pasto para el ganado o bien pisoteada hasta su desaparición. Los miles de hombres que habían usado el lago para lavarse los pies o llenar sus pellejos la habían convertido en una charca fétida y fangosa. Habían colocado redes en la cámara subterránea para pescar, pero lo que habría sido una rica captura para una caravana era apenas un bocado para la horda krasiana.
—Liberador —dijo Abban, acercándose a Jardir mientras este inspeccionaba el campamento—. Creo que hay algo que deberías ver.
Él asintió y el mercader le condujo a un gran bloque de arenisca cubierto de tallas. Algunos eran grabados superficiales, que se habían ido borrando con el paso de los años y otros aún eran profundos y parecían recientes. En algunos puntos, la pared contenía meros arañazos, pero en otros mostraba grandes diseños trabajados con una caligrafía artística. Todos estaban realizados con el estilo caligráfico del norte, con cuyos feos trazos Jardir apenas estaba familiarizado.
—¿Qué es eso?
—Marcas de los Enviados, Liberador —repuso—. Están por todo el oasis, y son de todos los hombres que se han refugiado aquí en su camino hacia la Lanza del Desierto.
—¿Y qué tiene eso de particular? —preguntó el Liberador con un encogimiento de hombros.
El mercader señaló un trozo de la piedra que estaba tallado en una florida caligrafía. Jardir no pudo leer las letras, pero incluso él podía apreciar su belleza.
—Aquí se lee: «Arlen Bales de Arroyo Tibbet».
—El Par’chin —aclaró Jardir y su interlocutor asintió—. ¿Y qué más dice?
—Dice: «Alumno del Enviado Cob de Miln, Enviado de los duques, conocido como el Par’chin en Krasia y amigo de Ahmann Jardir, Sharum Ka de la Lanza del Desierto».
Abban hizo una pausa y dejó que las palabras calaran en su oyente, hasta que este hizo una mueca.
—Continúa —gruñó.
—«He estado en los cinco fuertes habitados —leyó, mientras señalaba los nombres de las ciudades marcadas con una lanza con la punta hacia arriba—, y en casi todas las aldeas conocidas de Thesa». —Señaló otra lista más larga, esta con docenas de nombres anotados—. Estos nombres marcados con la lanza hacia abajo son de las ruinas que ha visitado. —Y señaló otra larga lista—. El Par’chin estuvo ocupado durante los períodos que pasaba alejado de la Lanza del Desierto. Hay también ruinas krasianas listadas aquí.
—¿Sí? —preguntó Jardir.
—El Par’chin pasaba mucho tiempo recorriendo el bazar a la búsqueda de mapas e historias.
El Liberador dirigió de nuevo la mirada a la lista.
—¿Está Baha kad’Everam ahí? —Como el mercader no respondió de forma inmediata, se volvió hacia el khaffit—. No me hagas preguntar dos veces. Si le pido a alguno de nuestros prisioneros chin que me traduzca el texto y veo que me has mentido…
—Está aquí —replicó él.
Jardir asintió.
—Así que al final recuperaste el resto de la loza de Dravazi —afirmó más que preguntó. El mercader no replicó, no hacía falta—. ¿Cuál es el último? —inquirió, señalando una gran talla al final de la lista, aunque casi podía adivinarlo.
—El último lugar al que el Par’chin fue antes de llegar a la Lanza del Desierto.
—Sol de Anoch —apuntó, y el mercader asintió.
—¿Puede alguno de los otros mercaderes leer este idioma?
—Unos cuantos, quizá —respondió el tullido con un encogimiento de hombros.
El Liberador gruñó.
—Que vengan algunos hombres con mazas y destruyan la piedra hasta convertirla de nuevo en arena.
—¿Para que nadie pueda saber que el Shar’Dama Ka sigue los pasos de un chin muerto? —inquirió.
Jardir le golpeó y lo derribó al suelo. El gordo khaffit restañó la sangre de su boca, pero sin los habituales gimoteos y gritos lastimeros. Los ojos de ambos se encontraron y Jardir sintió que la ira lo abandonaba y lo embargaba la vergüenza. Se dio la vuelta y se quedó mirando la gran zanja que su gente había cavado en la arena; se preguntó si alguno de ellos habría pisado sin saberlo los huesos enterrados de su amigo.
—Estás preocupado —le dijo Inevera cuando Jardir se retiró a su pabellón. No era una pregunta.
—Me pregunto si el auténtico Liberador se preocupaba por todo, o si sentía que Everam guiaba sus actos y se limitó a seguir el camino trazado ante él.
—Tú eres el verdadero Liberador, así que imagina que debió ser igual para Kaji que para ti.
—¿Lo soy? —preguntó él.
—¿Crees que es una coincidencia que la Lanza de Kaji llegara a tus manos justo en el momento en que estabas en posición de hacerte con el control de toda Krasia? —respondió ella con otra pregunta.
—¿Coincidencia? No. Tú llevas «posicionándome» más de veinte años. Hay más dados de demonio en mi ascenso que verdaderos méritos.
—¿Fueron los dados de demonio los que llegaron al corazón de los khaffit y unificaron a nuestra gente? —inquirió ella—. ¿Fueron los dados los que vieron tus triunfos repetidos en el Laberinto, antes de que pusieras los ojos en la Lanza de Kaji? ¿Son los dados los que te han puesto en marcha ahora?
Jardir sacudió la cabeza.
—No, claro que no.
—Esto es por la piedra tallada del Par’chin —adivinó ella.
—¿Cómo te has enterado de eso?
Inevera ignoró la pregunta con un gesto de la mano.
—El Par’chin era un ladrón de tumbas, nada más. Uno valiente —admitió ella, a la vez que posaba un dedo en los labios de su marido para evitar la protesta—, astuto y atrevido, pero ladrón de todas formas.
—¿Y qué soy yo, que le robé a mi vez?
—Tú eres lo que has escogido ser. Puedes escoger ser el salvador de todos los hombres o puedes enfurruñarte por cosas pasadas y dejar pasar la oportunidad que tienes delante.
La mujer se inclinó y lo besó. Un beso cálido y profundo, que le dio sin que se lo pidiera, uno que recordó a Jardir que, incluso entonces, la amaba.
—Tengo fe en ti, aunque tú la pierdas. Los dados hablan de la voluntad de Everam y ni ellos ni yo habríamos colaborado en tu ascenso si no hubiéramos creído que tú, tú y ningún otro, podrías cargar con este peso. Matar al Par’chin fue una crueldad necesaria, al igual que Amadeveram. Lo habrías evitado si hubieras podido.
Ella se deslizó entre sus brazos y Jardir sintió que recuperaba parte de sus fuerzas cuando la abrazó. Crueldad necesaria. El Evejah hablaba de eso cuando relataba cómo el mismo Kaji había tenido que subyugar a los chin del norte. Cada uno de los alagai muertos ayudaba a equilibrar la balanza y Jardir pretendía eliminarlos a todos antes de comparecer ante el Creador para que los hechos de su vida fueran valorados y juzgados.
El explorador condujo su camello hasta donde aguardaba Jardir montado en su caballo blanco, se detuvo a una distancia respetuosa y se golpeó el pecho con el puño.
—Shar’Dama Ka —le saludó—. Hemos encontrado la ciudad perdida. Está medio enterrada en la arena, pero en buena parte parece intacta.
Hay varios pozos que pensamos podrán ponerse en servicio de nuevo, pero no hemos encontrado gran cosa en cuanto a comida o pasto.
Él asintió.
—Everam ha preservado la ciudad para nosotros. Envía una avanzadilla para que realice un plano de la ciudad y prepare los pozos. Sacrificaremos el ganado y conservaremos la carne para no malgastar el grano almacenado.
—Eso es peligroso —replicó Abban—. Sacrificar a todos los animales no nos permitirá reponer el ganado.
—Debemos confiar en las tierras verdes como provisión futura. Por ahora, necesitamos todo el tiempo que sea posible para explorar la ciudad sagrada.
El grueso de la gente se movía con lentitud, y pasaron días antes de que alcanzaran a los exploradores, que para entonces habían hecho planos de la ciudad con cierto detalle, aunque era mucho más grande que la Lanza del Desierto, y podían quedar aún partes por descubrir. Había discrepancias entre los planos de los exploradores y los viejos pergaminos que habían traído del Sharik Hora.
—Dividiremos la ciudad por tribus y pondremos a cada damaji a supervisar la excavación de su sección, aconsejado por los dama y los Protectores con más conocimientos. Cada una de las reliquias que quede al descubierto deberá ser presentada ante mí para ser catalogada.
—Se hará como dices, Liberador —contestó Ashan con un asentimiento, y se puso en marcha para trasladar las instrucciones a los demás damaji.
Durante la semana siguiente, las tribus saquearon la antigua ciudad; irrumpieron a través de paredes, robaron las tumbas y destruyeron secciones enteras de la muralla y pilares protegidos. El Par’chin apenas había dejado señales de su paso, pero los krasianos no pusieron empeño alguno en dejar la ciudad intacta. Los escombros se apilaban por todos lados y secciones enteras de calles y edificios se hundieron cuando los túneles excavados debajo de ellas las pusieron en peligro.
Cada tarde, los damaji comparecían ante Jardir y apilaban sus hallazgos. Cientos de nuevos grafos, muchos de ellos diseñados para dañar demonios o crear otro tipo de efectos mágicos. Armas y armaduras protegidas, mosaicos y pinturas de antiguas batallas, algunas del mismo Kaji.
Cada noche luchaban de nuevo. Una muchedumbre de demonios se acercaba a la ciudad y, cuando el sol se ponía, los hombres de Jardir abandonaban su trabajo diurno y cogían la lanza y el escudo. Con aquellos poderosos grafos inscritos hasta en las más débiles lanzas de los kha’Sharum, los alagai morían a miles y pronto no quedó ninguno para hechizar las arenas sagradas. Los Sharum continuaron patrullando pero parecía que la ciudad había quedado completamente limpia, como un signo de Everam de lo acertado de su camino.
—Liberador —dijo Ashan, al entrar en la tienda con Asome y Asukaji—. Lo hemos encontrado.
Jardir no tuvo necesidad de preguntar a qué se referían; guardó sus mapas de las tierras verdes y se colocó las vestiduras blancas. Todavía no había llegado a la entrada de la tienda cuando Inevera apareció a la cabeza de sus esposas dama’ting y su presencia confirmó la información de Ashan. Las mujeres les siguieron en silencio mientras cruzaban la ciudad.
—¿Qué tribu ha tenido el honor? —preguntó Jardir.
—Los mehnding, Padre —informó Asome. En ese momento tenía dieciséis años, era un hombre por derecho propio y se movía con la gracia de un maestro de la sharusahk. Su voz suave parecía mucho más peligrosa procediendo de aquel cuerpo enjuto, alto, envuelto en las ropas blancas como una lanza cubierta de seda.
—Por supuesto —masculló él entre dientes. Qué apropiado resultaba que sus damaji menos leales encontraran la tumba de Kaji.
Enkaji estaba esperando cuando llegaron con el hijo mehnding de Jardir, Savas, que aún llevaba su bido de nie’dama.
—¡Shar’Dama Ka! —gritó el damaji, postrándose en el suelo polvoriento de la cama sepulcral—. Es un honor para mí mostraros la tumba de Kaji.
Él asintió.
—¿Está intacta?
Enkaji se puso en pie y señaló con un amplio gesto del brazo el gran sarcófago, cuya cubierta de piedra estaba fuera de su lugar.
—Me temo que el Par’chin fue concienzudo —explicó el hombre—. La lanza no está, como es lógico, pero ya es tuya. —Hizo un gesto hacia los harapos polvorientos que llevaba el esqueleto—. Si en algún otro momento esos retazos de tela fueron la Capa de Kaji, no podría decirlo.
—¿Y la corona? —preguntó Jardir como si el objeto careciera de importancia, aunque todos conocían su valor.
Enkaji se encogió de hombros.
—No está. El Par’chin…
—Él no la llevaba consigo cuando llegó a la Lanza del Desierto —le cortó el Liberador con brusquedad.
—Pues debe haberla escondido en alguna parte.
—Está mintiendo —susurró Abban al oído de Jardir.
—¿Cómo lo sabes? —le preguntó.
—Confía en que un mentiroso sea capaz de percibir la mentira —repuso.
Jardir se volvió hacia Hasik.
—Sella la tumba —le ordenó. El guerrero hizo una señal a los Sharum del pasillo y estos colocaron la gran piedra de nuevo en su lugar.
—¿Qué es esto? —preguntó Enkaji cuando la luz de la antorcha del pasillo titiló hasta apagarse. Sólo quedaban unas cuantas antorchas parpadeantes en la tumba que daban una luz vacilante.
—Apágalas —ordenó Jardir—. La Damajah lanzará los huesos para saber quién ha robado la Corona de Kaji.
Enkaji palideció y Jardir comprendió que el mercader había dicho la verdad. El Liberador avanzó hacia el damaji, quien retrocedió hasta quedar con la espalda en la pared de la tumba.
—Por cada minuto que no tenga la corona en mis manos —prometió—, castraré a uno de tus hijos o tus nietos, comenzando por el mayor.
Pocos segundos después Jardir sostenía la Corona de Kaji, hallada en la cámara sepulcral de uno de los bisnietos de Kaji.
Era una diadema de oro y joyas, trabajada en un diseño de grafos desconocidos que formaban una red sobre la cabeza del portador. Parecía delicada, pero toda la fuerza de Jardir no hubiera podido hacer ni la más mínima mella en el oro.
Inevera hizo una reverencia, cogió la corona de entre sus manos y se la puso sobre el turbante. Aunque era ligera como una pluma, Jardir sintió un gran peso caer sobre él cuando se encajó sobre su frente.
—Ahora ya podemos invadir las tierras verdes.