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Chin

333 d. R.

Abban regresó más tarde con Jayan y Asome, y trajeron con ellos unos cuantos chin del norte y un solo dama.

—Este es el dama Rajin, de los mehnding —explicó Jayan al conducir hacia adelante al sacerdote—. Él ha sido el que ha ordenado que incendien los silos. —Luego le dio un empujón al dama, que cayó de rodillas.

—¿Cuántos? —preguntó Jardir.

—Tres, antes de que lo detuviéramos —repuso el muchacho—, pero habría seguido.

Jardir dirigió la mirada hacia Abban.

—¿Y las pérdidas?

—Pasará un tiempo antes de que lo sepamos con seguridad, Shar’Dama Ka —repuso el mercader—, pero deben de andar cerca de las doscientas toneladas, una cantidad de grano suficiente para alimentar a nuestra gente durante los meses de invierno.

Jardir se dirigió al hombre.

—¿Y qué es lo que tienes que decir?

—Evejah escribió en su tratado sobre la guerra que había que quemar los almacenes de los enemigos para que abandonaran la lucha —replicó el dama Rajin—. Todavía queda grano suficiente para alimentar a nuestra gente durante varios inviernos.

—¡Estúpido! —gritó él, dándole un bofetón con el revés de la mano. Se oyeron unos cuantos jadeos de sorpresa en la habitación—. ¡Necesito reclutar a los norteños, no matarlos de hambre! Los verdaderos enemigos son los alagai, ¡algo que tú pareces haber olvidado!

Alargó los brazos, agarró el blanco ropaje del dama y se lo arrancó del cuerpo.

—Ya no eres un dama. Quemaremos todas tus vestimentas blancas y llevarás el marrón de la vergüenza hasta el final de tu vida.

El hombre gritó cuando lo arrojaron fuera de la mansión a la nieve. Probablemente se suicidaría, si los otros dama no lo mataban antes.

Jardir volvió a mirar a Abban una vez más.

—Quiero saber el total de las pérdidas y las reservas que han quedado.

—No habrá suficiente para alimentar a todos —le advirtió el mercader.

Él asintió.

—Si no hay suficiente grano, mata a los chin demasiado viejos para trabajar o para luchar hasta que haya para todos.

El rostro del mercader perdió el color.

—Encontraré… el modo de hacer que dure.

Él sonrió sin humor.

—Estoy seguro de que lo conseguirás. Y, bueno, ¿qué hay de estos chin que me has traído? Quería líderes, pero estos hombres parecen mercaderes khaffit.

—Los mercaderes gobiernan el norte, Liberador —repuso el tullido.

—Qué asco —comentó Asome.

—Aunque os parezca mal, así es —insistió—. Estos son los hombres que pueden ayudaros en vuestra conquista.

—Mi padre no… —comenzó Jayan, pero Jardir le hizo callar con un gesto perentorio y luego indicó a los guardias que le acercaran a los chin.

—¿Cuál de vosotros dirige a los demás? —inquirió en la áspera lengua del norte. Los ojos de los prisioneros se abrieron como platos e intercambiaron miradas. Finalmente, uno dio un paso hacia adelante, enderezó la espalda y alzó la cabeza para mirar a Jardir a los ojos. Era calvo, con una barba entrecana y vestía unas sucias ropas de seda rotas. Tenía el rostro magullado donde le habían golpeado y llevaba el brazo izquierdo en un rudimentario cabestrillo. Medía casi treinta centímetros menos que él, pero aun así tenía el porte de un hombre acostumbrado a que sus palabras se respetasen.

—Soy Edon VII, duque de Fuerte Rizón y señor de sus gentes.

—Fuerte Rizón ya no existe —replicó—. Esta tierra será conocida a partir de hoy como el Don de Everam y me pertenece.

—¡Por el Abismo que no será así! —rugió el duque.

—¿Sabéis quien soy, duque Edon? —preguntó Jardir en voz baja.

—El duque de Fuerte Krasia —repuso él—. Abban alega que sois el Liberador.

—Pero vos no lo creéis —sugirió.

—El Liberador no traería con él la muerte, la violación y la rapiña —escupió el hombre.

Los guerreros que permanecían cerca de ambos se pusieron tensos, a la espera de un estallido por parte de Jardir, pero este sólo asintió.

—No me sorprende en absoluto que la débil gente del norte aguardara a un Liberador tan débil como ellos. Pero eso no importa. Sólo quiero vuestra lealtad, no necesito que creáis en mí.

El duque se lo quedó mirando lleno de incredulidad.

—Si os postráis ante mí y juráis someteros a Everam en todo, perdonaré vuestra vida y la de vuestros consejeros —explicó Jardir—. Nos haremos cargo de vuestros hijos y los entrenaremos como dal’Sharum; les concederemos ese honor por encima de los demás chin norteños. Se os devolverán vuestras riquezas y propiedades, menos un diezmo por vuestra fidelidad. Y os ofrezco todo esto a cambio de que me ayudéis a conquistar las tierras verdes.

—¿Y si rehúso? —preguntó el duque.

—Entonces me apropiaré de todas vuestras posesiones y veréis cómo vuestros hijos mueren a punta de lanza, mientras mis hombres preñan a vuestras hijas y esposas. Pasaréis el resto de vuestra vida vestido con harapos, comiendo mierda y bebiendo orines hasta que alguien se apiade de vos lo suficiente como para mataros.

Y de ese modo fue como Edon VII, duque de Fuerte Rizón y señor de sus gentes, se convirtió en el primer duque del norte en arrodillarse y postrar su cabeza ante Ahmann Jardir.

Jardir se sentó en el trono mientras el tullido traía a otro grupo de chin ante él. Era una amarga ironía que el gordo khaffit se hubiera convertido en un miembro indispensable de la corte, pero había muy pocos entre sus hombres que hablaran el idioma norteño. Algunos de los otros mercaderes khaffit chapurreaban un poco, pero sólo el tullido y su círculo más íntimo lo hacían de forma fluida. Y entre ellos, sólo Abban estaba dispuesto a hablar con ellos en vez de matarles.

Todos los prisioneros que Abban le había llevado estaban muertos de hambre y cubiertos de golpes, vestidos con harapos mugrientos a pesar del frío.

—¿Más señores mercaderes khaffit? —inquirió.

El mercader sacudió la cabeza.

—No, Liberador. Estos hombres son Protectores.

Se los quedó mirando con incredulidad y se incorporó en su asiento.

—¿Por qué los han tratado tan mal? —exigió saber.

—Porque en el norte, la Protección se considera una artesanía, como la serrería o la carpintería —le explicó—. Los dal’Sharum que saquearon la ciudad no pudieron distinguirlos del resto de los chin, y muchos han muerto o han huido con los útiles de su profesión.

Jardir maldijo en voz baja. En Krasia, a los Protectores se les consideraba la élite de la casta guerrera y estaba escrito en el Evejah que se les debía otorgar todo tipo de honores. Incluso los del norte tenían su valor, si querían ganar la Sharak Ka.

Se volvió hacia los hombres, cambiando sutilmente a su lengua y haciendo una inclinación.

—Mis excusas por el tratamiento que habéis recibido. Se os alimentará y os darán ropas de calidad y se os devolverán vuestras mujeres y vuestras tierras. Ahora que sabemos que sois Protectores, os trataremos con el honor que merece vuestra posición.

—Matasteis a mi hijo —le reprochó uno de los hombres—, violasteis a mi mujer y a mi hija, quemasteis mi casa. ¿Y ahora venís con disculpas? —El hombre le escupió en la cara.

Los guardias de la puerta dieron un grito y aprestaron sus lanzas, pero los detuvo con un gesto y se limpió el salivazo con calma.

—Te pagaremos un precio por la muerte de tu hijo y también te compensaremos por las otras pérdidas. —Avanzó a zancadas hasta el angustiado hombre, y se inclinó sobre él—. Pero te lo aviso, no vuelvas a poner a prueba mi clemencia. —Hizo una señal a los guardias y estos escoltaron a los hombres afuera.

»Es lamentable —comentó Jardir mientras se sentaba pesadamente en el trono—, que nuestra primera conquista en el norte se haya hecho con tanto despilfarro.

—Podríamos haber negociado con ellos, Ahmann —dijo el mercader en voz baja, y se encogió, preparado para caer de rodillas si sus palabras no eran bien recibidas. Pero el hombre sólo sacudió la cabeza.

—Los de las tierras verdes son demasiado numerosos —replicó—. Los rizonianos nos sobrepasan en número de ocho a uno. Si les hubiéramos dado tiempo para reunir sus tropas, ni siquiera nuestras habilidades de combate superiores habrían sido suficientes para tomar la ciudad sin pérdidas que mal nos podemos permitir. Ahora que el duque ha abrazado la fe de Everam, todo será más fácil en las aldeas hasta que podamos conquistar la ciudad chin construida en el oasis.

—Lakton —apuntó Abban—, pero te aviso de que ese lago de las tierras verdes es, con seguridad, bastante más grande que cualquier oasis. Los Enviados me han dicho que tiene una cantidad tan grande de agua que no se ve la orilla más lejana ni siquiera en un día claro, y que la ciudad misma está tan adentro del agua que ni siquiera el disparo de un escorpión puede alcanzarla.

—Exageran, con toda seguridad. Si esos… pescadores luchan como los rizonianos, caerán con facilidad cuando llegue su hora.

En ese momento entró un dal’Sharum y golpeó el suelo con la lanza.

—Perdonad la interrupción, Shar’Dama Ka —dijo el guerrero, mientras se arrodillaba y colocaba la lanza a su lado, antes de poner las palmas de las manos contra el suelo—. Pedisteis que se os informara cuando llegaran vuestras esposas.

Jardir frunció el ceño.