15
La historia de Marick

Invierno del 333 d. R.

A primera hora de la tarde una multitud se había congregado en la puerta de la cabaña de Leesha; el cielo aún mostraba una plenitud de tonos lavanda y anaranjados. Al principio sólo estaban Darsy, Vika y sus aprendizas, pero después acudieron Gared y los demás Leñadores, con las hachas protegidas sobre los hombros y también se presentaron Erny y el resto de los Protectores de Hoya, junto con sus aprendices. Rojer llegó poco después junto a Benn, el soplador de vidrio. Siguieron llegando personas, hasta que el patio se llenó con los espectadores, más de los que podría alojar durante la noche. Algunos se habían llevado tiendas para dormir después de la lección.

Muchos de los visitantes se removieron incómodos al caer el sol, pero confiaban en Leesha y en la fuerza de sus grafos. Se encendieron linternas para iluminar la mesa de piedra situada en el centro de la reunión.

Unas cuantas formas nebulosas se filtraron del suelo cuando cayó la oscuridad, pero los abismales huyeron tan pronto como se solidificaron. Habían aprendido que intentar abrir brecha en los grafos de Leesha les acarreaba algo más que un simple bloqueo.

Luego llegó el Protegido, caminando al lado de un gigantesco semental. Del lomo del caballo colgaban las carcasas vacías de varios demonios.

Los Protectores se movieron con rapidez y desactivaron una parte de la red de protección suficiente para que el Protegido pudiera atravesarla con los cuerpos de los abismales. Los Leñadores avanzaron para colocar las carcasas sobre la mesa de piedra mientras los Protectores reactivaban la red.

—No te ha llevado mucho tiempo —le dijo la chica al hombre tatuado cuando se acercó.

Él se encogió de hombros.

—Querías uno de cada raza. No era demasiado difícil.

Leesha sonrió y cogió uno de los escalpelos protegidos.

—Escuchad atentamente, todos —dijo en voz alta cuando se dirigió hacia el demonio del bosque y se preparó para hacer la primera incisión—. Hemos comenzado la clase.

Sirvieron un desayuno al día siguiente, para todos aquellos que se habían quedado en la cabaña. Los Leñadores se marcharon poco después de la lección con el Protegido a la cabeza, con la idea de reforzar los conocimientos recién adquiridos con una clase práctica, pero la mayoría se habían quedado a salvo detrás de las protecciones hasta el amanecer.

Leesha hizo que las aprendizas guisaran una gran olla de gachas de avena y preparó té en un caldero. Repartieron los cuencos y las jarras conforme los invitados comenzaron a emerger de las tiendas, restregándose los ojos de sueño después de haberse acostado tarde la noche anterior.

Rojer se sentó en el porche de la cabaña para afinar su violín.

—No es propio de ti sentarte lejos de los demás —le dijo Leesha. Le ofreció un cuenco y luego se sentó a su lado.

—No tengo mucha hambre —explicó él, mientras removía las gachas con desgana.

—Kendall se va a poner bien. Se está recuperando con rapidez y no culpa a nadie por lo que ha pasado.

—Quizá debería —replicó él.

—Tienes un don único. No es culpa tuya si es difícil de transmitir.

—¿No? —preguntó. Ella le miró con curiosidad, pero él no dijo nada más sino que volvió la cara y miró hacia el patio—. Me lo podrías haber dicho.

—¿Decirte, qué? —inquirió ella a su vez, aunque sabía muy bien a qué se refería.

—Lo tuyo con «Arlen».

—No creo que sea de tu incumbencia —replicó Leesha.

—Sin embargo, le diste una poción amorosa a Kendall —la increpó él—. Quizá mis enseñanzas no sean tan malas después de todo. A lo mejor la chica tenía la cabeza en el té cuando debería haberla tenido en los demonios.

—Eso ha sido un golpe bajo. Creí que te hacía un favor.

Rojer la miró furioso, una expresión que ella jamás había visto en su rostro fuera de sus representaciones.

—No, tú pensaste que empujarme hacia otra mujer te haría sentir mejor por no estar interesada en mí. Te pareces a tu madre más de lo que crees.

Abrió la boca para responder, pero no salió ninguna palabra de ella. El Juglar dejó el cuenco a un lado y se levantó para irse; mientras se alejaba de ella, se colocó el violín bajo la barbilla y comenzó a tocar una furiosa melodía que ahogó cualquier cosa que Leesha hubiera podido decirle para que volviera.

El Cementerio de los Abismales era un caos cuando Leesha y los demás regresaron a la ciudad. La plaza estaba llena de cientos de personas, muchos de ellos heridos y todos desconocidos. Estaban mugrientos, harapientos y muertos de hambre. Exhaustos, reposaban sobre los adoquines helados.

El Pastor Jona corría de un lado para otro y gritaba órdenes a sus acólitos, los cuales intentaban dar consuelo a los que lo necesitaban. Los Leñadores llevaban tocones de árbol a la plaza para que la gente tuviera al menos un sitio donde sentarse, pero parecía una tarea inacabable.

—¡Gracias al Creador! —exclamó el Pastor cuando les vio. Vika, su mujer, corrió a abrazarle, mientras él se apresuraba hacia ellos.

—¿Qué ha pasado? —preguntó Leesha.

—Son refugiados de Fuerte Rizón —explicó Jona—. Comenzaron a llegar esta mañana, un par de horas después del amanecer. Llegarán más en cualquier momento.

—¿Dónde está el Liberador? —gritó una mujer entre la multitud—. ¡Nos dijeron que estaba aquí!

—¿Han fallado las protecciones de toda la ciudad?

—Eso es imposible —intervino Erny—. Rizón tiene a su alrededor más de cien aldeas, todas con sus propias protecciones. ¿Por qué han huido todos de esta manera?

—No es de los abismales de lo que huimos —dijo una voz familiar y Leesha se volvió, con los ojos muy abiertos por la sorpresa.

—¡Marick! —gritó—. ¿Qué haces aquí?

El Enviado seguía tan atractivo como siempre, pero llevaba en el rostro unos cardenales amarillentos, en parte ocultos tras el pelo largo y la barba, y se apoyaba algo más en una pierna que en la otra al andar.

—He cometido el error de pasar el invierno en Rizón —aclaró—. Suele ser una buena idea, ya que el frío no aprieta tanto en el sur —se echó a reír entre dientes—, pero no este año.

—Si no han sido los demonios, ¿qué ha pasado? —preguntó ella.

—Los krasianos —explicó Marick y escupió sobre la nieve—. Parece que las ratas del desierto se han hartado de comer arena y han decidido caer sobre la gente civilizada.

Ella se volvió y se dirigió a Rojer.

—Encuentra a Arlen —murmuró—. Hazle venir en secreto; nos reuniremos en la habitación trasera de la taberna de Smitt. Ve. —El Juglar asintió y desapareció.

—Darsy, Vika —llamó Leesha—, haced que las aprendizas clasifiquen a los heridos y los lleven al hospital según la gravedad.

Las dos Herboristas asintieron y salieron corriendo.

—Jona, di a tus acólitos que traigan camillas del hospital y ayuda a las aprendizas. —Jona se inclinó y se marchó a su vez.

Cuando Leesha comenzó a dirigir la situación, los demás se acercaron a recibir órdenes, incluido Smitt, posadero y Portavoz del Pueblo.

—Pueden esperar un poco más a recibir comida, pero esta gente necesita agua y un refugio caliente de forma inmediata. Levantad los pabellones que usamos en las bodas y las tiendas que podáis encontrar, y poned todas las manos disponibles a traer agua. Si los pozos y el río no dan suficiente, poned calderos al fuego y llenadlos de nieve.

—Yo me encargo —dijo Smitt.

—¿Desde cuándo todo Hoya baila al ritmo de tus órdenes? —preguntó el Enviado con una sonrisa.

Leesha se lo quedó mirando.

—Tengo que ir a ver a los enfermos ahora, maese Marick, pero tendré muchas preguntas que hacerte cuando termine.

—Estaré a tu disposición —le dijo el hombre, con una reverencia.

—Gracias —respondió ella—. Sería de gran ayuda si pudieras reunir a los otros líderes de tu grupo que puedan añadir algo a tu historia.

—Claro.

—Los alojaré en la taberna —dijo Stefny, la mujer de Smitt; y luego añadió dirigiéndose al hombre—. Seguro que les vendrá bien una cerveza fría y un bocado.

—Más de lo que se puede imaginar —respondió el Enviado.

Hubo que inmovilizar huesos rotos y tratar infecciones, muchas provocadas por ampollas en los pies que habían reventado y no se habían podido curar por el camino: aquella gente había pasado más de una semana viajando, con la certeza de que retrasarse del grupo principal supondría una muerte casi segura. Bastantes de los viajeros sufrían heridas de los abismales, también, al haber tenido que hacinarse dentro de círculos de protección preparados a toda prisa. Era sorprendente que algunos hubieran conseguido llegar a Hoya del Liberador. Por sus historias supo que otros muchos no lo habían logrado.

Había varias Herboristas de diferentes especialidades entre los refugiados y después de un rápido reconocimiento de su estado, Leesha las puso a trabajar. Ninguna de ellas se quejó, ya que ser Herborista implicaba dejar a un lado las propias necesidades para poner por delante las de los que estaban a su cargo.

—Jamás lo habríamos conseguido sin el Enviado Marick —le contó una mujer mientras Leesha le curaba los dedos congelados—. Cabalgaba delante de nosotros cada día y protegía los lugares de acampada de nuestro grupo para que nos sirvieran de refugio a la llegada de los abismales. No habríamos durado ni una sola noche sin él. Incluso cazó un ciervo con su arco y nos lo dejó en el camino para que lo encontrásemos.

Cuando Rojer reapareció, ya habían curado las heridas más graves, así que ella dejó el hospital a cargo de Darsy y Vika, y se marchó con él a su oficina.

Cuando se cerró la puerta tras ellos, Leesha se desplomó sobre Rojer, mostrando finalmente su agotamiento. La tarde estaba ya muy avanzada y había estado trabajando horas y horas sin descanso, tratando a pacientes y respondiendo preguntas tanto de las aprendizas como de los ancianos del pueblo. En unas cuantas horas todo quedaría sumergido de nuevo en la oscuridad.

—Necesitas descansar —le dijo el Juglar pero ella sacudió la cabeza, llenó un barreño con agua y se lavó la cara.

—No hay tiempo para eso ahora. ¿Está todo el mundo bajo techo?

—Casi —repuso él—. Si te soy sincero, creo que los refugiados son más del doble de la población de Hoya del Liberador y no dudo de que llegarán más mañana. El pueblo les ha abierto sus casas, incluso el Pastor Jona tiene a gente durmiendo en los bancos del templo sólo para que estén bajo techado. Si esto sigue así, tendremos que cubrir cada centímetro de los campos protegidos con tiendas improvisadas.

Leesha asintió.

—Ya nos preocuparemos por eso mañana. ¿Está Arlen en la taberna de Smitt?

—El Protegido está allí. No lo llames Arlen delante de esta gente.

—Es su nombre, Rojer.

—Me da igual —le espetó él, con una vehemencia que la pilló por sorpresa—. Esta gente necesita algo mucho más grande que ellos mismos en lo que creer, y ahora mismo, es él. Nadie te está pidiendo que le llames Liberador.

Ella pestañeó, desconcertada.

—Creo que me he acostumbrado a que todo el mundo salte cuando digo «¡Ale hop!».

—Bueno, pues puedes confiar en que yo nunca lo haré.

Leesha sonrió.

—No me gustaría que fuera de otra manera. Ven. Vayamos a ver al Protegido.

El bar de la taberna de Smitt estaba al límite de su capacidad, a pesar de que la nueva posada duplicaba su tamaño respecto a la que había sido quemada varios años atrás.

Smitt asintió en su dirección cuando Leesha y Rojer entraron y les señaló la puerta de la habitación trasera con un gesto. Se apresuraron a atravesar la multitud y se deslizaron tras la pesada hoja de madera.

El Protegido estaba en la habitación, caminando de un lado a otro como un animal enjaulado.

—Debería estar buscando supervivientes antes de que cayera la noche, no perdiendo el tiempo aquí —les increpó.

—Seremos todo lo breves que podamos —le tranquilizó ella—, pero es mejor que esto lo hagamos juntos.

El Protegido asintió, aunque tenía los puños apretados a causa de la impaciencia. Smitt entró un momento más tarde, seguido de Marick, Stefny, el Pastor Jona, Erny y Elona.

El Enviado se quedó mirando al hombre tatuado, aunque llevaba la capucha calada y las manos tatuadas escondidas en las voluminosas mangas de su túnica.

—¿Tú eres… él? —preguntó.

El Protegido echó hacia atrás la capucha y reveló su piel tatuada. El hombre no pudo reprimir un jadeo.

—¿Eres tú el Liberador, como dicen? —inquirió.

Él sacudió la cabeza negativamente.

—Sólo soy un hombre que ha aprendido a matar demonios.

Jona resopló.

—¿Se te ha atragantado algo, Pastor? —le preguntó el hombre tatuado.

—Los otros Liberadores jamás se consideraron a sí mismos como tales —repuso él—. El título se lo dieron otros. —El Protegido le miró con el ceño fruncido, pero Jona se limitó a inclinar la cabeza.

—Supongo que no es importante —indicó Marick, aunque su voz sonó algo decepcionada—. Tampoco esperaba que llevaras un halo.

—¿Qué ha pasado? —preguntó finalmente el Protegido.

—Hace doce días los krasianos saquearon Fuerte Rizón —explicó—. Llegaron por la noche, rodearon las aldeas y asaltaron a los guardias de las murallas. Abrieron las puertas de la ciudad principal al romper el alba. Todos estábamos en nuestras camas cuando comenzó la masacre.

—¿Llegaron por la noche? —preguntó Leesha—. ¿Cómo es eso posible?

—Tienen armas protegidas para matar a los demonios —continuó Marick—, muy parecidas a las de la gente de aquí, de Hoya. Hablan como si no hubiera en el mundo nada más importante que matar demonios, y tomar Rizón sólo fue para ellos un entretenimiento hasta que el sol se puso.

—Continúa —le presionó el Protegido.

—Bueno, estaba claro que habían puesto sus ojos en los silos de grano, porque fue lo primero que asaltaron. Sus guerreros mataron a todos los hombres que se resistieron y violaron a todas las mujeres que parecían lo suficientemente maduras para sangrar. —Echó una ojeada las mujeres que se hallaban presentes y su rostro enrojeció.

—No me sorprende lo que hacen los hombres cuando lo tienen fácil —comentó Elona con amargura—. Sigue con tu historia, Enviado.

Marick asintió.

—Debieron matar a miles de personas, sólo en esa primera mañana. Luego pusieron las murallas bajo vigilancia para mantenernos allí dentro. Nos golpearon, nos ataron unos a otros y nos encerraron en los almacenes como si fuéramos ganado.

—¿Cómo escapasteis? —le preguntó el Protegido.

—Al principio no pensé que ninguna de las ratas del desierto hablara una lengua civilizada. Conocía un par de palabras de la lengua del desierto que había aprendido de otros Mensajeros, pero eran maldiciones en su mayoría, y no servían de mucho para entablar una conversación. Creí que todo había acabado, pero al día siguiente vino un gordo que hablaba thesano como un nativo. Comenzó a seleccionar a los de la realeza, a los grandes propietarios y a los trabajadores especializados para llevarlos ante el duque krasiano. Yo estaba entre ellos.

—¿Viste a su líder? —le preguntó el hombre tatuado.

—Oh, sí, al final vi a ese bastardo —continuó Marick—. Me llevaron ante él, atado y apaleado, y cuando oyó que era un Protector, me liberó como si no hubiera ocurrido nada. ¡Incluso me dio una bolsita de oro por los problemas que me habían ocasionado! Supongo que pretendía que les enseñara nuestros grafos, pero a la mañana siguiente yo estaba fuera de la ciudad.

—Su líder —le presionó el Protegido—, ¿cómo iba vestido?

Marick pestañeó.

—Una túnica blanca abierta y un turbante, con otras ropas negras debajo, como las que llevan sus guerreros. Llevaba una corona, así es como supe que era su duque.

—¿Una corona? ¿Estás seguro? ¿No llevaba sólo una joya sujeta al turbante?

El hombre asintió.

—Estoy seguro. Era de oro, cubierta de gemas y grafos. Esa cosa debe de valer más que todas las coronas de los demás duques juntas.

—Y ese duque, ¿hablaba nuestro idioma?

—Mejor que muchos de los angiersinos que conozco —repuso él.

—¿Cuál es su nombre?

Marick se encogió de hombros.

—No creo que nadie lo dijera. Todos le llamaban con alguna palabra de esas que usan en el desierto. «Shamaka» o algo así. Supuse que querría decir «duque».

—¿Shar’Dama Ka?

—Ah, sí, eso era.

El Protegido juró entre dientes.

—¿Qué es eso? —preguntó Leesha. Pero él la ignoró y se inclinó hacia el Enviado.

—¿Era de más o menos esta altura? —le preguntó, alzando la mano por encima de su propia cabeza—, ¿con una barba partida en dos, aceitada y una nariz fina y aguileña?

El Enviado asintió.

—¿Llevaba una lanza protegida?

—Todos llevaban lanzas protegidas.

—Esta seguro que la recordarías.

Marick asintió de nuevo.

—De metal, sí, desde la punta a la contera, cubierta de grafos grabados.

El rugido que surgió de la garganta del Protegido fue tan animal, que incluso el Enviado, un hombre poco inclinado a sentir miedo, dio un paso atrás.

—¿Quién es? —insistió Leesha.

—Ahmann Jardir —dijo el Protegido—. Le conozco.

—¿Y eso qué quiere decir? —inquirió ella, pero él ignoró la cuestión.

—Ahora no importa. Continúa —le dijo a Marick—. ¿Qué pasó después?

—Como ya he dicho, escalé la muralla y hui de la ciudad en el momento en que me liberaron. Las aldeas que encontré en mi camino ya estaban medio desiertas cuando pasé por ellas. Al llegarles la noticia del ataque, los más listos agarraron lo que pudieron y estaban de camino antes de que la sangre se secara en los adoquines de la ciudad principal. Sólo se quedaron los que estaban demasiado débiles para viajar o tenían miedo de la noche. Creo que se quedaron más de los que se marcharon, pero aún así debe de haber decenas de millares en el camino. —Hizo una pausa—. Le compré un caballo a un viejo que se quedó atrás y salí al galope. Poco después me encontré con la gente que iba por el camino. Los grupos eran demasiado grandes para mantener la cohesión y ninguna ciudad podía absorber a tanta gente. La mayoría fue hacia Lakton y sus aldeas, donde cualquiera con un anzuelo y un sedal puede llenarse la barriga, pero los Juglares tenían muchas cosas que contar sobre ti —señaló al hombre tatuado—, y aquellos que realmente creyeron que tú eras el Liberador vinieron hacia aquí en tropel. Yo necesitaba regresar a Angiers para informar al duque, pero no podía dejar a toda esa gente en el camino con tan pocos grafos para protegerse, así que les ofrecí mis servicios.

—Lo que has hecho es maravilloso, Marick —le dijo Leesha, con una mano sobre su brazo—. Esta gente jamás lo habría conseguido sin ti. Ve y descansa en la taberna mientras debatimos sobre tus noticias.

—Te he reservado una habitación arriba —añadió Smitt—. Stefny te acompañará.

El Protegido se volvió a calar la capucha tan pronto como se fue el Enviado.

—La luz del día se va. Si hay más gente en el camino, necesito asegurarme de que vean el amanecer.

La Herborista asintió.

—Llévate a Gared y a todos los Leñadores que sepan cabalgar.

—Coge tu capa —le dijo el hombre tatuado a Rojer—, te vienes con nosotros. —El Juglar asintió y ambos salieron por la puerta trasera.

—Necesitarás Protectores —le dijo Erny. Se subió las gafas de montura de alambre con el dedo y luego se levantó—. Yo también voy.

Elona se puso en pie al momento y le sujetó por el brazo.

—No vas a hacer tal cosa, Ernal.

El papelero pestañeó.

—Siempre te estás quejando de que no soy lo bastante valiente. ¿Quieres que me esconda ahora cuando la gente necesita mi ayuda?

—No demostrarás nada haciendo que te maten —replicó ella—. No te has subido a un caballo desde hace años.

—Tiene algo de razón, papá —intervino Leesha.

—Manteneos al margen de esto —replicó él—. Puede que la ciudad salte cuando tú dices una palabra, pero yo todavía soy tu padre.

—No tenemos tiempo para esto —interrumpió el hombre tatuado—. ¿Vienes o no?

—No —afirmó Elona con firmeza.

—Vamos —dijo él. Se soltó del brazo de su esposa y siguió a los otros hombres al exterior.

—¡Ese idiota! —chilló Elona cuando la puerta se cerró con un portazo. Todos se miraron unos a otros.

—Quedaos aquí todo el tiempo que necesitéis —dijo Smitt—. Tengo que salir ahí fuera. —Stefny, él y Jona abandonaron la habitación en silencio y dejaron a Leesha con su madre, echando humo, a solas.

—No le pasará nada, mamá —intentó aplacarla ella—. No hay un lugar más seguro en el mundo que junto a Rojer y el Protegido.

—¡Es un hombre frágil! —replicó ella—. No puede cabalgar con hombres jóvenes, ¡agarrará un resfriado y se morirá! No ha sido el mismo desde que pasó la disentería el año pasado.

—Vaya, madre —se sorprendió la chica—, suena como si te preocupara de verdad.

—No uses ese tono conmigo —le espetó ella—. Pues claro que me preocupa. Es mi marido. Si tú supieras lo que es llevar casada casi treinta años, no dirías esas cosas.

Leesha hubiera deseado contestarle, gritarle todas las cosas horribles que su madre le había hecho a su padre a lo largo de los años, y la más pequeña no era precisamente haberle sido infiel repetidamente con el padre de Gared, Steave, pero la sinceridad en la voz de su madre la contuvo.

—Tienes razón, mamá, lo siento.

Elona pestañeó.

—¿Que tengo razón? ¿Acabas de decir que tengo razón?

—Eso he hecho —sonrió ella.

Su madre abrió los brazos.

—Abrázame, niña, mientras esto dure. —Ella se echó a reír y la abrazó con fuerza.

—No le pasará nada —dijo, tanto a su madre como a ella misma.

La mujer asintió.

—Seguro que tienes razón. Tiene un aspecto espantoso, pero no hay demonio que pueda enfrentarse a tu amigo tatuado.

—Las dos estamos de acuerdo esta noche y papá no está aquí para verlo —comentó Leesha.

—Jamás se lo creerá —admitió su madre. Se secó los ojos con un pañuelo y la hija simuló no darse cuenta.

—¿Y este es el Marick por el que estabas colada? —le preguntó—. ¿El mismo con el que huiste a Angiers?

—Yo no estaba colada por él, madre.

—Véndele ese cuento a quien no te conozca —se mofó su madre—. Toda la ciudad sabía que tú le querías, incluso aunque fueras demasiado mojigata para hacer algo al respecto. ¿Y por qué no? Es guapo, con ese aspecto lobuno, y además Enviado. Es bastante hombre para cualquier mujer. ¿Por qué crees que ponía tan celoso a Gared?

—Gared se ponía celoso por todo, mamá.

Elona asintió.

—Es igual que su padre; son hombres sencillos, regidos por sus pasiones. —Sonrió con añoranza y Leesha comprendió que estaba pensando en Steave, su primer amor, que había muerto el año anterior cuando hubo una epidemia de disentería en Hoya de Leñadores y los grafos fallaron.

—El Marick que yo conocí cuando estuvimos a solas en el camino era muy diferente.

—Y tú usaste tus trucos de Herborista para quitártelo de encima —adivinó Elona—, en vez de aprovechar la oportunidad de retozar con él sin que nadie se enterara. —Eso era cierto: Leesha le había drogado en secreto para provocarle impotencia y que no pudiera aprovecharse de ella en el camino.

—¿Como habrías hecho tú? —le preguntó ella, sin poder ocultar la acusación en el tono de su voz.

—Sí, ¿por qué no? Una se levanta las faldas por una buena razón. Las mujeres tienen sus necesidades igual que los hombres. No te mientas a ti misma y pretendas que no es así.

—Lo sé, mamá.

—Lo sabes —admitió Elona—, y aun así mantienes las enaguas bien cosidas y cerradas, y crees que negarte algo te convierte en una heroína. ¿Cómo puedes tratar los cuerpos de los demás en Hoya, si no entiendes las necesidades del tuyo?

Leesha no dijo nada. Su madre tenía una manera más que inquietante de leerle el pensamiento.

—Deberías subir y hablar con Marick mientras tus otros pretendientes están fuera de la ciudad. Tantos años y tragedias a la espalda le han madurado y acaba de convertirse en un héroe. La gente que hay ahí fuera no deja de cantar sus alabanzas. A lo mejor así te gusta más.

—No lo sé…

—¡Oh, vamos! Coge un plato de comida y súbeselo a la habitación. Habla con él. No se trata de que le dejes empalarte esta misma noche. —Sonrió y le guiñó un ojo—. Aunque si lo hicieras, seguro que le sacabas más provecho a esta noche que si te la pasas rompiéndote la cabeza con problemas que seguirán ahí mañana.

Leesha se echó a reír a pesar de sí misma y abrazó a su madre de nuevo.

Pasaron al lado de varias escenas de ataques. Vieron cuerpos solos y algunos grupos; los abismales los habían destrozado cuando la noche cayó sobre ellos sin que hubieran encontrado refugio.

El Protegido maldijo ante la visión de lo sucedido. Acicateó a Rondador Nocturno y no se molestó en parar después del primer cuadro. Los demás que le seguían, incluidos Gared y los Leñadores, eran jinetes inexpertos que se quedaron bastante retrasados tras su poderoso semental, pero a él no le importó. Había personas en el camino, gente que había sido expulsada de sus casas por Ahmann Jardir, el hombre al que había sido tan estúpido de llamar amigo, y él necesitaba encontrar y proteger a tantos de ellos como le fuera posible antes de que se cerrara la noche.

Pero algún día le pediría cuentas por cada una de aquellas vidas perdidas. Que se lo llevara el Abismo si no lo hacía.

Tras una hora de dura cabalgada encontró a un gran grupo de refugiados. El cielo perdía color conforme se ponía el sol, pero la gente aún seguía trabajando en los grafos. Habían pintado los símbolos mágicos en pizarras de madera, pero el área que tenían que proteger tenía una forma irregular y la red no estaba bien alineada.

Galopó directo hasta el borde de la red de protección, frenó a Rondador y saltó de la montura con el equipo de protección en la mano. La gente gritó al verle, pero él los ignoró y se puso a inspeccionar los grafos.

—Es él —le susurró un Protector a otro—. El Liberador. —El Protegido no le hizo caso y se concentró en la tarea que tenía entre manos. Movió algunos de los grafos para que se alinearan apropiadamente con los demás, pero muchos de ellos los alteró con carbón o dio la vuelta a las pizarras y los dibujó de nuevo.

Una multitud empezó a congregarse a su alrededor. Se empujaban unos a otros y susurraban mientras observaban sus manos tatuadas. Intentaron echar una ojeada bajo su capucha, pero nadie osó aproximarse a él y continuó con su trabajo sin que le interrumpieran. Cuando al final llegaron sus acompañantes, Erny forcejeó para bajarse del caballo y ayudarle. Rojer y los demás se colocaron de forma protectora entre él y la gente.

—¡Liberador! —gritó una mujer. Él alzó la mirada y la vio luchar en vano contra los brazos como troncos de árbol de Gared, con los ojos prendidos en un fuego fanático. Luego, regresó a su trabajo.

—¡Por favor! —insistió la mujer a voces—. ¡Mi hermana está aún en el camino!

El Protegido alzó la mirada al escucharla.

—Sigue con la protección —le dijo a Erny—. Recluta cuantos Protectores de los suyos necesites. Te dejaré a un par de arqueras para que ganen tiempo y puedas terminar. —Erny tragó saliva, pero asintió y llamó a los Protectores rizonianos, que se habían retirado hacia atrás con el resto de los refugiados.

—Suéltala —le dijo a Gared cuando llegó donde estaban ambos. Él así lo hizo y la mujer cayó de rodillas ante él y se abrazó a sus pies.

—Por favor, Liberador. Mi hermana está embarazada, demasiado avanzada para montar a caballo. Ella y nuestros parientes más ancianos no podían mantener el ritmo del grupo y nuestros maridos me obligaron a adelantarme con los niños mientras ellos seguían a paso más lento.

—Y no os han alcanzado aún —terminó él por ella.

—Es casi de noche —se lamentó la mujer, sollozando sobre sus pies y aferrándose al dobladillo de su vestimenta—. Por favor, Liberador, sálvales.

El Protegido se agachó, le puso una mano en la barbilla y, con amabilidad, la hizo levantarse.

—Yo no soy el Liberador. Pero te juro que intentaré salvar a tu familia.

Tras decir esto se volvió hacia Gared.

—Escoge a dos arqueras para que se queden con Erny mientras terminan con los grafos. El resto, venid conmigo. —Gared asintió, y unos momentos después salieron con un estruendo atronador, cabalgando a un ritmo más frenético que antes.

Ya había oscurecido cuando los alcanzaron; cinco personas, tal como la mujer les había dicho. Estaban dentro de un pequeño círculo de protección, rodeados por docenas de abismales. Los demonios de fuego les escupían llamas y los del viento barrían el espacio a su alrededor desde el cielo. Incluso había un demonio de las rocas, que se alzaba sobre los demás.

Cada vez que los demonios golpeaban la red y esta se activaba, Rojer veía los agujeros que había en ella, tan grandes que un demonio podría colarse dentro.

Dos jóvenes cubrían sendos agujeros, y pinchaban a los demonios con horcas mientras una pareja de ancianos atendían a la razón por la que se habían retrasado.

La joven que se encontraba en el centro del círculo estaba dando a luz.

El hombre tatuado gruñó y lanzó a su semental hacia adelante. Se arrancó la ropa que quedó flotando en el aire mientras avanzaba. Gared y los Leñadores le siguieron con un grito y liberaron las hachas protegidas mientras galopaban hacia la refriega.

El Protegido lanzó a Rondador contra el demonio de las rocas, y los cuernos de metal protegido soldados a la coraza del caballo chisporrotearon en un estallido de poder cuando atravesaron el abdomen de la criatura. El hombre tatuado saltó del caballo y se aferró a uno de los cuernos del demonio. Después le golpeó repetidamente en la garganta con los puños protegidos con grafos mientras la criatura caía hacia atrás.

Estuvo en pie al momento, y se encaró con un demonio del fuego, al que arrancó la mandíbula inferior. Los Leñadores se le acercaron. Repelían las llamaradas con sus escudos protegidos y tajaban demonios como si estuvieran cortando leña.

Wonda y las arqueras se encargaban de una tarea distinta. Detuvieron los caballos una decena de metros más atrás y observaron a los demonios del viento que llenaban el cielo. Al poco, estos comenzaron a caer uno detrás de otro con las flechas emplumadas sobresaliendo de los cuerpos coriáceos.

Rojer se deslizó de su caballo al suelo y lo dejó con las arqueras, cogió su violín y empezó a tocar mientras corría hacia el pequeño círculo. Su música le hacía casi invisible, al igual que la capa de Leesha, mientras se escabullía entre las filas de demonios, pero sin la necesidad de ir a paso lento. En un instante estuvo dentro del círculo y cambió la melodía por aquellas notas discordantes que apartarían a los demonios de la familia.

La joven gritaba mientras la batalla arreciaba a su alrededor y el negro icor demoníaco saltaba por el aire nocturno. Sus padres hacían todo lo que podían por consolarla, pero estaba claro por sus movimientos inseguros que no tenían idea de cómo asistir un parto.

—¡Necesita ayuda! —gritó el Juglar—. ¡Tenemos que llevarla a una Herborista!

El Protegido se apartó de los demonios con los que luchaba y estuvo al lado del violinista al momento. Sólo llevaba puesto el taparrabos, cubierto también de tatuajes y el icor de los demonios. Los rizonianos se apartaron de él, asustados, pero la chica estaba demasiado mal para percibir su presencia.

—Trae mi bolsa de remedios —dijo el hombre tatuado, mientras se arrodillaba junto a la mujer y la examinaba con sorprendente suavidad—. Ha roto aguas y las contracciones se suceden con rapidez. No hay tiempo de buscar a una Herborista.

Rojer corrió hacia Rondador, pero el semental estaba en pleno ataque de cólera, pisoteando a un par de demonios del fuego en la nieve y el barro. El Juglar se apartó la Capa de Invisibilidad y cogió de nuevo el violín. Su magia actuaba con los animales igual que con los abismales y al poco el caballo se relajó y él pudo alcanzar la preciada bolsa de hierbas.

Se la llevó al Protegido que cogió diversas hierbas y las redujo a polvo con movimientos expertos. Luego las mezcló con agua. Los familiares de la muchacha se apartaron y observaron la escena horrorizados mientras los Leñadores acababan con los demonios que les rodeaban.

—¿Sabes lo que estás haciendo? —le preguntó el Juglar nervioso, mientras el hombre tatuado hacía que la chica tragara la poción entre los gemidos que emitían sus labios.

—Fui aprendiz con una Herborista durante seis meses como parte de mi entrenamiento como Enviado —repuso él—, y he visto hacer esto.

—¡¿Lo has visto?!

—¿Prefieres hacerlo tú? —le preguntó el Protegido con una mirada intensa. Él palideció y sacudió la cabeza—. Entonces, toca tu violín y mantén a los demonios lejos mientras trabajo. —Rojer asintió y aplicó de nuevo el arco a las cuerdas.

Horas más tarde, cuando el sonido de la batalla hacía tiempo que se había desvanecido, un grito agudo quebró la calma de la noche. Rojer miró al bebé que chillaba y sonrió.

—Ahora no habrá forma de negarlo cuando la gente te llame Liberador —comentó.

El Protegido le miró con el ceño fruncido y el Juglar se echó a reír.

Leesha subió las escaleras de la taberna de Smitt con una bandeja humeante y el corazón latiéndole dentro del pecho. Había considerado ya dos veces antes entregarse a Marick, pues no podía negar que era guapo y de ingenio rápido. En ambas ocasiones, el carácter del hombre le había traicionado en el momento clave, y había hecho que Leesha sintiera que sus necesidades estaban subordinadas a las de él, si es que siquiera las tenía en cuenta.

Pero su madre tenía razón. Solía tenerla, a pesar de que usara esa capacidad para herir a los demás. Leesha estaba harta de estar sola y sabía en su corazón que Arlen jamás guardaría ese sitio para ella. No era tampoco la primera vez que había deseado ver a Rojer en ese lugar, pero eso era imposible. Lo quería, pero no deseaba compartir su cama con él. Marick había mostrado, al actuar con la gente de Fuerte Rizón como lo había hecho, que era un hombre con el que se podía contar en tiempos de necesidad. Quizá era el momento de olvidar sus errores pasados.

Se alisó las arrugas del vestido, pero en seguida se sintió estúpida por ello, y tocó a la puerta.

—¿Sí? —preguntó el Enviado al abrir la puerta. Tenía el torso desnudo y húmedo, pues acababa de hacer uso del barreño de agua caliente que había en su habitación. Sus ojos se abrieron de sorpresa al ver a la muchacha.

—No quería molestarte. Pensé que querrías comer algo caliente antes de acostarte.

—Yo… sí, gracias —repuso él. Leesha apartó la mirada mientras él se ponía la camisa, aunque la imagen de su cuerpo musculoso quedó grabada en su mente.

Marick tomó la bandeja de sus manos y la dejó sobre la pequeña mesa que había al lado de su cama. Después alzó la tapa e inhaló el aroma del trozo de cerdo caliente, empapado en su propio jugo, anidado sobre patatas especiadas y verduras al vapor recién hechas.

—Las provisiones empezarán a escasear pronto en Hoya del Liberador, pero los almacenes de Smitt tienen comida para esta noche, al menos.

—Una cama ya es un sueño, después de haber dormido tirado sobre la nieve durante dos semanas —repuso el hombre—. Pero esto es un regalo del Creador. —Dicho esto, Marick se lanzó sobre la comida y Leesha tuvo la extraña satisfacción de verle comer lo que ella misma había preparado. Recordó con distancia lo que sintió cuando había cocinado para Gared por primera vez. Parecía que había pasado un siglo y que hubiera sucedido en otra vida.

—Estaba delicioso —comentó Marick cuando terminó y se secó la boca en la manga de la camisa.

—Es una manera de agradecerte todo lo que has hecho por esa gente. Los has conducido hasta aquí sanos y salvos cuando estaban en dificultades.

—Pero a ti te fallé —dijo él, y ella lo miró sorprendida—. El año pasado, cuando cayó la disentería sobre Hoya, y necesitabas llegar a casa. Yo te hice… exigencias poco elegantes a cambio de mi ayuda.

—Marick… —comenzó ella en voz baja…

—No, déjame hablar. Aquella vez que estábamos de camino a Angiers yo estaba tan colado por ti que pensé que estaríamos criando a nuestros propios hijos al año siguiente. Pero entonces, en la tienda, cuando no pude… comportarme como un hombre contigo, yo…

—Marick… —insistió ella.

—Me volví loco. Necesitaba alejarme de ti, pero cuando lo hice, no pude dejar de pensar en ti, incluso cuando… estaba con otras mujeres. —Apartó la mirada—. Sin embargo, cuando te he visto de nuevo, me he sentido tan… mal que me gustaría compensarte por mis fallos de inmediato, antes de que algo pueda evitarlo. Te traté muy mal y lo siento.

Leesha alargó una mano para tocarle el brazo.

—No soy una niña y fui tan responsable de lo que pasó como tú. —Lo cual era más cierto de lo que él sabría jamás y en ese instante se horrorizó por sus propios actos. En aquel momento le había parecido lo más adecuado, pero lo cierto era que le había drogado, usado en su propio beneficio y le había dejado cicatrices que habían durado años pasada aquella ordalía. Quizá Rojer llevara razón y se parecía a su madre más de lo que ella misma creía.

—Es muy amable por tu parte decir eso —comentó el Enviado, mientras le ponía la mano sobre el brazo—, pero los dos sabemos que eso no es así. Me alegro que pudieras apañártelas para volver a casa —y añadió—, sin tener que perder tu virtud.

Leesha se había ido inclinando hacia él, pero retrocedió ante sus palabras, porque lo cierto era que su virtud se la habían arrebatado aquellos bandidos en el camino, debido a no haber contado con una escolta apropiada. Y todo a causa de la impaciencia y la incapacidad de Marick de pensar en otros antes que en sí mismo.

Él no pareció darse cuenta del cambio en su actitud. Se echó a reír entre dientes y sacudió la cabeza.

—Es increíble ver cómo riges ahora Hoya. ¿Qué ha pasado con aquella dulce chica que hacía volver la cabeza a todos los hombres? Esta noche te has convertido en la vieja Bruna. Apostaría que hasta los abismales te temen ahora.

¿La vieja Bruna? ¿Así era como la veía la gente ahora? ¿La bruja solitaria que asustaba e intimidaba a todo el mundo? ¿Era en eso en lo que se había convertido cuando le arrancaron la virtud?

Su madre también había percibido el cambio. «Ya era hora de que alguien lo hiciera —le había dicho—, y supongo que jamás te habría ocurrido de no ser así».

Leesha sacudió la cabeza para apartar esos pensamientos, y sintió que el momento que podría haber compartido con Marick se alejaba sin remedio.

—¿Cuáles son tus planes ahora? ¿Nos ayudarás a rescatar a más supervivientes en el camino o prefieres conducir a tu grupo directamente a Angiers?

Marick la miró con la sorpresa retratada en su rostro.

—Ninguna de las dos cosas.

—¿Qué quieres decir? —preguntó ella.

—Ahora que los rizonianos están a salvo, es hora de que me ponga en marcha. El duque necesita que se le informe del ataque de los krasianos y ellos me han retrasado más de lo que debería.

—¿Te han retrasado? ¡Sus vidas dependían de ti!

El hombre asintió.

—No podía dejar a esa gente en el camino sin refugio, pero ahora ya lo tienen. Yo no soy rizoniano, no tengo ninguna responsabilidad hacia ellos.

—¡Pero Hoya del Liberador no puede absorberlos a todos! —gritó ella.

El Enviado se encogió de hombros.

—Se lo diré al duque. Ese problema debe resolverlo él.

—¡Pero no son un problema, Marick, son gente!

—¿Y qué quieres que haga? ¿Que dedique el resto de mi vida a cuidar de ellos? Ese no es el trabajo de un Enviado.

—Bueno, pues entonces me alegro de que no terminásemos criando niños juntos —le espetó—. Disfruta de tu cama, Enviado. —Recogió la bandeja y se marchó dando un buen portazo a su espalda.

—¿Qué vamos a hacer? —preguntó Smitt. Leesha había convocado al concejo del pueblo a una reunión de última hora para discutir la decisión de Marick de marcharse dejando a los refugiados en Hoya del Liberador y seguir su camino por la mañana.

—Tenemos que acogerlos, claro —decía ella—. Abrirles nuestras casas mientras les ayudamos a construir las suyas. No podemos dejar a toda esa gente sin comida ni refugio.

—La zona protegida no puede acoger tantas casas nuevas —comentó Smitt.

—Pues construiremos otra —insistió ella—. Tenemos dos mil manos más para hacer el trabajo y kilómetros cuadrados de bosque para talar.

—No es por no quitar los grafos —comentó Darsy—, sino, ¿cómo se supone que vamos a alimentar a tanta gente justo al final del invierno? Si siguen viniendo más, estaremos comiendo nieve antes de que pase mucho tiempo.

Leesha también había estado reflexionando sobre ese mismo problema.

—Todas las jóvenes de Hoya son capaces de disparar arcos. Las pondremos a cazar y a los chicos a colocar trampas.

—Eso tampoco nos llevará muy lejos —comentó Vika.

La Herborista asintió.

—El arbusto que llamamos báculo puede que tenga frutos ásperos y amargos, pero es nutritivo y crece por todas partes durante todo el año. Poned a los niños a trabajar recogiéndolos y pensaré algún modo de cocinarlos y almacenarlos en gran cantidad. Si eso no es suficiente, hay cortezas comestibles e incluso insectos que pueden llenar un vientre hambriento.

—¿Hierbajos e insectos? —inquirió Elona—. ¿Le vas pedir a la gente que coma bichos?

—Si es con el fin de que no mueran de hambre, madre —afirmó ella—, y tengo que sentarme delante de ellos y comer bichos para dar ejemplo, eso es lo que haré.

—Pues me parece muy bien por tu parte —replicó ella—, pero no esperes que yo haga lo mismo.

—Tú tendrás tu propio cometido.

Elona se la quedó mirando.

—No voy a convertir mi casa en una posada para acoger a los vagabundos que vengan por el camino.

La chica suspiró.

—Se hace tarde, madre. Será mejor que te vayas a casa. Ya hablaremos por la mañana.

Los demás se tomaron sus palabras como el final de la reunión y salieron de la habitación después de Elona, dejando sola a la Herborista con Stefny.

—No te preocupes —le dijo la mujer—. Estoy segura de que tu madre estará más que deseosa de hacer lo que le corresponde abriendo su casa a los rizonianos que tengan buenos colgajos.

Leesha se la quedó mirando.

—Mi madre no ha sido la única mujer del pueblo que ha roto sus votos matrimoniales —le recordó. El padre del hijo más pequeño de Stefny, que ahora andaba cerca de los veinte años, no era Smitt, sino el anterior Pastor del pueblo, Mickael. Nadie estaba al tanto, ni siquiera el mismo posadero, pero Bruna, que había sido la matrona que la ayudó a dar a luz al niño, lo supo desde el principio—. No cometas el error de pensar que los secretos de Bruna murieron con ella —le advirtió la chica—, y guárdate para ti esa actitud hipócrita.

Stefny palideció al oírla y asintió con docilidad. La chica dejó escapar un resoplido divertido cuando la posadera salió disparada de la habitación y después se estremeció repentinamente, pues se dio cuenta de que había sonado igual que Bruna.

Había pasado algo más de una semana desde que Marick se había marchado, entre los aplausos y las alabanzas de aquellos a los que en realidad estaba abandonando, cuando Rojer y el Protegido regresaron. A lo largo de los primeros días, Erny y los Leñadores habían ido llegando en compañía de algunos grupos de refugiados, pero tanto el Juglar como el hombre tatuado se alejaban cada vez más, de modo que todos los que llegaban a Hoya contaban historias de cómo se habían encontrado con ellos.

Leesha se sentía muy orgullosa de Arlen y Rojer por todas las vidas que habían salvado, pero cuando volvieron, había llegado ya tanta gente que no creía ser capaz de alimentarlos a todos, con hierbas e insectos o sin ellos.

—Nos acercamos a Rizón todo lo que nos atrevimos —le contó Rojer ante un té caliente en su cabaña el mismo día de su llegada—. Creo que hemos encontrado a todos los que se echaron a la carretera, aunque seguramente habrá otros que intentarían cortar campo a través. Los krasianos se han asentado con firmeza y envían patrullas de forma regular por el camino.

—Sólo están allí de forma temporal —intervino el Protegido—. No pasará mucho antes de que se pongan de nuevo en movimiento.

—Espero que sea de vuelta a su magnífico desierto —dijo el Juglar.

El Protegido sacudió la cabeza.

—No. Conquistarán Lakton y entonces se dirigirán al norte, hacia Hoya.

Leesha se sintió palidecer y Rojer tenía aspecto de estar a punto de vomitar.

—¿Cómo sabes eso? —preguntó ella.

—Los krasianos creen que Kaji, el primer Liberador, unificó las tribus de Krasia y entonces salió del desierto para pasarse dos décadas conquistando las tierras que hay al norte —explicó él—. Ellos la llaman la Sharak Sol, o la Batalla de la Mañana, y su objetivo era reclutar hombres para la Sharak Ka, la gran guerra santa contra los demonios. Si Ahmann Jardir cree que es el Liberador reencarnado, intentará seguir sus pasos.

—¿Y qué podemos hacer? —preguntó Leesha.

—Construir defensas —replicó el hombre tatuado—. Luchar contra ellos por cada centímetro de tierra.

La muchacha sacudió la cabeza.

—No, no voy a apoyar eso. No estamos hablando de matar demonios, Arlen. Son seres humanos.

—¿Crees que no lo sé? —replicó él—. ¡Tengo amigos krasianos, Leesha! ¿Puedes tú decir lo mismo? —Ella lo miró atónita, pero se recuperó y sacudió la cabeza—. No te equivoques —siguió él, con la voz más baja, pero con igual intensidad—, los krasianos creen que todas y cada una de las personas que viven en el norte son inferiores al último de ellos. Convierten en un espectáculo la concesión de clemencia a los líderes con el fin de usarlos para conseguir sus objetivos, pero no habrá tales concesiones para el pueblo corriente. Matarán o esclavizarán a todos los que no juren su completa sumisión a Jardir y al Evejah. Hemos de luchar.

—Podemos retirarnos a Angiers —apuntó ella—. Escondernos tras las murallas de la ciudad.

El Protegido sacudió la cabeza.

—No podemos cederles terreno. Conozco a esa gente. Si les mostramos miedo y nos retiramos, pensarán que somos débiles y sólo servirá para que ataquen con más perseverancia.

—Aun así, no me gusta —afirmó la chica.

Él se encogió de hombros.

—Si te gusta o no, es irrelevante. La buena noticia es que dudo que tengan más de seis mil guerreros en edad de luchar. La mala es que el menos valioso de ellos puede vencer a tres Leñadores y cuando estén preparados para ponerse en marcha, habrán reclutado miles de tropas esclavas en Rizón.

—¿Cómo se supone que vamos a enfrentarnos a eso? —intervino Rojer.

—Uniéndonos —le contestó el hombre tatuado—. Tenemos que dialogar con Lakton ahora, mientras las líneas de comunicación siguen abiertas, y pedir a los duques de Angiers y Miln que abandonen sus diferencias y aúnen fuerzas contra un enemigo común.

—No conozco al duque de Miln —comentó el Juglar—, pero he crecido en la corte de Rhinebeck y ese preferirá abandonar sus diferencias con los abismales antes que con el duque Euchor.

—Entonces tendremos que convencerlo personalmente —dijo Leesha y miró al hombre tatuado—. Todos nosotros.

El Protegido suspiró.

—Me temo que yo no podré ir a Lakton. Allí… no soy bienvenido, precisamente.

—¿Así que la historia es cierta? —preguntó Rojer—. ¿Los prácticos intentaron matarte?

—Algo así —repuso él.

Rojer se sentó en la glorieta esa noche y tocó para tranquilizar a los cientos de refugiados que aún vivían en tiendas en el Cementerio de los Abismales. Muchos de ellos se acercaron para sentarse al lado de la estructura, disfrutaban del cálido resplandor de la zona exterior protegida mientras caían bajo el hechizo de la música de Rojer. La melodía les insufló nuevos ánimos y los llevó a un sitio lejano para olvidar, al menos durante un rato, que sus vidas habían quedado destrozadas.

Parecía un don terriblemente inadecuado, pero era todo lo que podía ofrecerles. Mantuvo su máscara juglaresca en su lugar, y no dejó entrever nada de los pensamientos sombríos que ocultaba en su interior.

El Pastor Jona le esperaba cuando terminó de tocar. El Hombre Santo era joven, apenas tenía treinta años, pero era muy querido por los hoyenses y nadie había trabajado más duro que él para cubrir las necesidades de los refugiados y ofrecerles consuelo. Además de organizar el reparto de la comida y el acomodo, el Pastor caminaba entre ellos, aprendiéndose sus nombres y haciéndoles saber que no estaban solos. Dirigía las plegarias por los difuntos, encontraba familias para los huérfanos, casaba a los amantes a los que había unido la tragedia.

—Gracias, Rojer. He sentido cómo sus espíritus se elevaban mientras tocabas, y el mío, también.

—Toco todas las tardes que no me necesitan en otro lugar.

—Bendito seas. Tú música les da fuerzas.

—Ojalá me diera a mí alguna. Algunas veces pienso que en mi caso sucede lo contrario.

—Tonterías. La fuerza del espíritu no es finita, no es algo que unos deban perder para que otros la reciban. El Creador nos ofrece fuerza y debilidad a todos por igual. ¿Por qué te sientes débil, hijo?

—¿Hijo? —Rojer se echó a reír—. Yo no soy parte de su público, Pastor. Yo tengo mi violín —alzó el instrumento—, y usted tiene el suyo. —Señaló con su arco al pesado Canon encuadernado en cuero que Jona llevaba entre las manos.

El Juglar sabía que sus palabras herían al clérigo, y que el hombre se merecía algo mejor, pero estaba de mal humor y Jona había elegido un mal momento para ser condescendiente. Esperó que el Hombre Santo le gritase, y deseaba que lo hiciera para poder devolverle los gritos.

Pero era muy difícil sacar a Jona de sus casillas. El Pastor guardó el libro en un morral que llevaba justo con ese propósito y extendió las manos para mostrar que estaban vacías.

—Entonces háblame como amigo y alguien que puede entender tu dolor.

—¿Cómo iba usted a entender mi dolor? —le espetó.

Jona sonrió.

—Yo también la amo, Rojer. No creo que me haya encontrado jamás con un hombre que no la ame. Ella suele venir casi a diario a leer al templo y hablamos durante horas. La he visto deslumbrada por hombres que no la merecen, sin darse cuenta en ningún momento de que yo también soy un hombre.

Rojer intentó mantener su máscara de Juglar en su sitio, pero había una honradez en el tono de Jona que rompió sus defensas.

—¿Y cómo puede vivir con eso? ¿Cómo se puede dejar de amar a alguien?

—El Creador no hizo el amor con condiciones. El amor es lo que nos hace humanos, lo que nos diferencia de los abismales. Y es valioso, aunque no sea correspondido.

—¿La ama usted aún? —le preguntó.

El Pastor asintió.

—Pero amo aún más a mi Vika y a nuestros hijos. El amor es tan infinito como el espíritu. —Puso la mano sobre el hombro de Rojer—. No malgastes el tiempo lamentando lo que no tienes con ella. En vez de eso, aprecia lo que tienes. Y si alguna vez necesitas hablar con alguien que comprenda por lo que estás pasando, ven a buscarme. Te prometo que dejaré el Canon en el morral.

Jona le dio una palmada en la espalda y se marchó; el Juglar sintió como si le hubieran quitado un peso de encima.

Cuando Rojer llegó a la cabaña de Leesha, las lámparas estaban encendidas y la puerta principal abierta. No había usado la capa protegida, sino que había apartado a los abismales de su camino con su violín, lo que quería decir que ella tendría que haberle oído acercarse mucho antes de que se detuviera ante su puerta.

Era uno de los rituales que compartían. Ella solía estar despierta y trabajando, pero abría la puerta cuando oía su violín a lo lejos. Siempre la encontraba con la nariz metida en un libro, bordando, mezclando hierbas o trabajando en la huerta.

Dejo de tocar cuando llegó al camino protegido y la fría noche quedó en silencio, a excepción de los distantes chillidos de los demonios. Sin embargo, Rojer oyó a alguien llorar en el lapso entre grito y grito.

Encontró a Leesha acurrucada en una vieja mecedora y envuelta en un viejo chal deshilachado. Había pertenecido a su maestra, Bruna, y siempre se lo ponía cuando se sentía perdida.

Tenía los ojos enrojecidos e hinchados, y un pañuelo arrugado en la mano. La miró y comprendió a qué se refería Jona con disfrutar de lo que tenía. Incluso cuando se encontraba en sus peores momentos, ella le dejaba la puerta abierta. ¿Qué otros hombres de su vida podían decir lo mismo?

—¿Ya no estás enfadado conmigo? —le preguntó ella.

—Claro que no —repuso el Juglar—. Los dos bufamos un poco, eso es todo.

Ella le devolvió una sonrisa tensa.

—Me alegro.

—Tienes el pañuelo empapado —le dijo él y movió la mano para extraer de su manga uno de sus muchos pañuelos de colores. Se lo ofreció, pero cuando ella alargó la mano, lo lanzó hacia arriba y añadió con rapidez unos cuantos más que parecían surgir de la misma nada. Empezó a hacer malabares con ellos y creó un círculo de telas coloridas que flotaban en el aire. Leesha aplaudió y se echó a reír.

Arrick, su maestro, podría haber puesto en movimiento cualquier cosa de las que había en la habitación, pero Rojer tenía una mano lisiada y lo único que podía mover de forma indefinida eran pañuelos.

—Escoge un color —le dijo.

—Verde —pidió ella y antes de que sus ojos pudieran percibir el movimiento de la mano, Rojer le lanzó el pañuelo de ese color, como si hubiera saltado del círculo por su cuenta y riesgo. Mientras ella se secaba el rostro, él guardó los demás.

—¿Qué te pasa?

—Ya es bastante malo que los demonios nos cacen por la noche, para que ahora los hombres empiecen a matarse entre ellos a la luz del día. Arlen quiere que nos enfrentemos a ambos en una guerra, pero ¿cómo voy a soportar yo eso?

—No creo que tengas muchas opciones —comentó él—. Si lleva razón, nos toparemos con la Batalla de la Mañana, podamos librarla o no.

La chica suspiró y se arrebujó en el chal, aunque los grafos de calor que rodeaban el patio mantenían la casa caldeada.

—¿Recuerdas la noche en la cueva?

Rojer asintió. Había sucedido el verano pasado, unos cuantos días después de que el Protegido los rescatase en el camino. Los tres se habían puesto a cubierto de la lluvia y mientras estaban allí Leesha se había enterado de que Rojer y el Protegido habían matado a los bandidos que les habían robado y la habían violado a ella. Se había enfurecido con ellos y les había llamado asesinos.

—¿Sabes por qué estaba tan enfadada contigo y con Arlen? —le preguntó, y él sacudió la cabeza negativamente—. Porque yo podría haber matado a esos hombres si hubiera querido. —Rebuscó en los bolsillos de su vestido hasta que sacó una delgada aguja teñida con una mixtura de color verdoso—. Llevo estas agujas para sacrificar a los animales que se vuelven locos. Las guardo en mi bolsillo porque son demasiado peligrosas para dejarlas en la bolsa del herbolario o incluso en mi delantal, ya que algunas veces me lo quito. Ningún hombre sobreviviría a un pinchazo de esta aguja, incluso un simple arañazo podría matarle.

—De aquí en adelante tendré cuidado con mi lengua en lo que a ti respecta —comentó Rojer, aunque ella no rio la broma.

—Tenía una en la mano cuando le lancé el polvo cegador al líder de los bandidos —añadió ella—. Si se la hubiera clavado al mudo cuando me cogió, habría estado muerto para cuando se hubiera recuperado el otro y también hubiera podido pincharle a él.

—Y yo me las hubiera podido apañar con el tercero —anotó el Juglar; después alzó una mano y un cuchillo apareció repentinamente en ella. Lo hizo girar con rapidez en el aire—. ¿Por qué no lo hiciste?

—Porque una cosa es matar a un abismal y otra a una persona. Incluso aunque sea mala. Yo quería hacerlo. Algunas veces cuando lo recuerdo habría deseado hacerlo, pero en aquel momento, no pude.

El Juglar miró el cuchillo que tenía en la mano y luego suspiró, lo deslizó en el arnés que tenía en el antebrazo y se abotonó de nuevo el puño.

—No creas que yo hubiera podido —admitió con tristeza—. Aprendí los trucos con cuchillos cuando tenía cinco años, pero todo es juglaría. Nunca he sido capaz de herir a nadie.

—Una vez que comprendí que no podía hacerlo dejé de luchar y me derribaron —siguió ella—. Por el Creador, si incluso me escupí en la mano para humedecerme cuando el primero empezó a bajarse los pantalones. Es más, cuando me dejaron sollozando en el suelo, tampoco deseé haberlos matado.

—En vez de eso, habrías preferido que te hubieran matado a ti.

Ella asintió.

—Me sentí igual después de que mataran al maestro Jaycob —explicó él—. No quería venganza, sólo quería que el dolor terminara por fin.

—Recuerdo que me suplicaste que te dejara morir.

Rojer asintió a su vez.

—Y por ello fui con el Protegido al campamento de los bandidos.

—¿Por mí? —inquirió ella.

Él sacudió la cabeza, negando.

—Había que sacrificar a aquellos hombres como si fueran caballos enloquecidos, Leesha. No fuimos los primeros a los que robaron y no habríamos sido los últimos, especialmente una vez que se hicieron con mi círculo portátil. Pero no les asesinamos. El Protegido se acercó y les robó tu caballo, yo cogí el círculo y echamos a correr. Aún respiraban y estaban bastante enteros cuando les dejamos.

—Comida para los demonios.

El Juglar se encogió de hombros.

—El Protegido había matado a la mayoría de los demonios que había por esa zona. No vimos a ninguno mientras nos acercábamos al campamento y sólo quedaban unas horas para el amanecer. Les dimos muchas más oportunidades de las que ellos nos habían dado a nosotros.

Leesha suspiró pero no dijo nada. Él la miró.

—¿Por qué la gente llama a una Herborista para sacrificar a un animal? Un hacha o un mazo sirven para eso.

La chica se encogió de hombros.

—Les cuesta matar a un animal que les ha sido leal y mantienen hasta el último momento la esperanza de que pueda curarlo. Algunas veces es imposible y el animal sufre. Las agujas son rápidas y no duelen.

—Quizá el Protegido sea como una de esas agujas.

—¿Me estás diciendo que estás de acuerdo en que debemos enfrentarnos a los krasianos?

Rojer se encogió de hombros.

—No lo sé. Pero será mejor que tengamos una aguja en la mano, incluso aunque no la vayamos a usar.