10
Kha’Sharum

331 d. R.

Jardir siseó y abrazó el dolor cuando ella le cortó la carne.

—¿Te hago daño? —preguntó Inevera.

—Lo he pasado bastante peor en el Laberinto —se mofó—, pero ten cuidado de no cortar un tendón…

La mujer resopló.

—Conozco el interior de la piel de un hombre bastante mejor que tú, marido. No es muy diferente a tallar alagai hora.

Él se quedó mirando la bandeja de plata donde había colocado las finas tiras de carne que le había sacado de la palma de la mano. Dejó que el pinchazo de dolor pasara a través de él mientras Inevera presionaba hierbas contra las heridas.

—No veo la necesidad de esto.

—De acuerdo con el Canon que le quitamos a uno de los Enviados del norte en las mazmorras, los hombres de las tierras verdes creen que el Liberador tendrá la piel llena de marcas que los abismales no pueden soportar —le explicó. Le soltó la mano y él la alzó para observarla, maravillado ante la precisión del grafo que ella había cortado en la piel.

—¿Funcionarán? —preguntó, flexionando la mano de manera experimental.

Inevera asintió.

—Cuando termine, el contacto con tu mano les causará a los alagai más daño que una estocada de la mismísima Lanza de Kaji.

Jardir sintió un escalofrío de emoción recorrer por su cuerpo. El pensamiento de luchar contra un demonio en sus propios términos y matarlo con las manos desnudas era casi intoxicante.

Inevera apenas había acabado de vendar la mano cuando el Damaji Ashan entró en el salón del trono, seguido por su hijo Asukaji y el segundo hijo de Jardir, Asome. Ambos eran demasiado jóvenes para llevar las vestiduras blancas de un dama pero como eran Sangre del Liberador, nadie osó cuestionarlo.

—Liberador —le saludó con una inclinación—, el khaffit —escupió la palabra como si tuviera mal sabor— está aquí con las cuentas.

Asintió, y Abban entró en la habitación cojeando con su muleta de marfil en forma de camello, mientras Inevera se colocaba a sus pies. El Damaji Aleverak seguía al mercader con la manga derecha vacía de su ropaje sujeta a la espalda. El hijo de Jardir, Maji, vestido con el bido de nie’dama, iba detrás pegado a su sombra. Se reunieron con Ashan, Asukaji y Asome a la derecha del Trono de la Calavera.

El tullido hizo una reverencia, sacó un pequeño vial de su cinturón y se lo arrojó al líder.

—El Dama Qavan de los mehnding me pidió que te diera esto.

Jardir cogió el vial en el aire y lo miró con curiosidad.

—¿Te pidió que me dieras esto?

—Bueno, lo que tiene dentro —explicó él—, mezclado en tu comida o en la bebida.

Inevera tomó el vial de manos de su marido y abrió el tapón para olisquear el contenido. Puso una gota en la punta de un dedo y lo probó.

—Veneno de áspid —dijo ella y lo escupió—. En cantidad suficiente para matar a diez hombres.

Jardir inclinó la cabeza en dirección al mercader.

—¿Cuánto te pagaron?

Sonrió y alzó un saquito de monedas tintineante.

—El rescate de un damaji.

Asintió.

El damaji Enkaji de los mehnding solía apoyarle en público, pero no era el primer intento de asesinato que procedía de uno de sus subalternos.

—Haré que arresten al Dama Qavan y que afronte las consecuencias —resolvió Ashan.

—Es una pérdida de tiempo —intervino el mercader—. Él no traicionaría a sus damaji ante vuestros torturadores. Es mejor dejarle solo.

—¡Nadie te ha pedido tu opinión, khaffit! —gruñó el Damaji Aleverak, haciendo que el tullido diera un respingo—. No podemos dejar al hombre con vida para que trame más complots contra el Shar’Dama Ka.

—Quizá el khaffit no ande tan desencaminado, marido —interrumpió Inevera, provocando la misma mirada airada que Aleverak siempre le dedicaba cuando la mujer osaba decir lo que pensaba ante el Trono de la Calavera—. Abban puede decirle a Qavan que tomaste el veneno y que te produjo apenas un calambre, y de ese modo, sembrar el rumor en el bazar para que se extienda por toda la ciudad. Eso provocará una sensación de invencibilidad tal que hasta el asesino más valiente tendrá que considerar de nuevo sus intenciones.

—La Damajah es sabia —reconoció el mercader con una reverencia. Eran tal para cual, él y su esposa, siempre manipulando a los demás de acuerdo a sus deseos. Jardir vio cómo los ojos del khaffit daban un rápido repaso a la figura de Inevera, bebiendo de la belleza que su mujer exhibía con total impudicia. Reprimió un ataque de ira. Inevera le había dicho que hacer ostentación de algo que los demás codiciaban le haría sentirse poderoso, pero después de dos años el efecto seguía siendo justo el contrario.

Pero le gustara o no, tanto Abban como Inevera tenían habilidades que necesitaba, habilidades de las que carecían en gran medida los dama y los Sharum. Las cuentas del mercader y los dados de la dama’ting lo enfrentaban con la realidad de una forma brutal, mientras que otros hombres en Krasia sólo se le acercaban para decirle lo que creían que él deseaba oír, aunque sus palabras nada tuvieran que ver con la verdad.

Jardir dependía cada vez más de ellos y ambos lo sabían; continuaban vistiendo de manera extravagante y se adornaban con chucherías de oro, como si le desafiaran a que les castigara.

—El Damaji Enkaji es poderoso, Liberador —le recordó el tullido—, y las habilidades de su tribu como ingenieros son esenciales en nuestros preparativos de guerra. Tú siempre lo desdeñas negándole un lugar en tu consejo privado. Quizá ahora no sea el momento de seguir una pista que conduzca hasta él y te obligue a actuar públicamente.

—Savas todavía no es lo bastante mayor para convertirse en damaji de la tribu —añadió Inevera, refiriéndose al hijo mehnding de Jardir—. No seguirían a un chico que aún lleva el bido.

Ambos llevaban razón. Si Jardir mataba a Enkaji antes de que Savas consiguiera las vestiduras blancas, el turbante negro pasaría directamente a uno de los hijos de Enkaji, que mantendría la misma animosidad de su padre contra él, si no más.

—Muy bien —aceptó al final, aunque le enfermaba plegarse a las intrigas de ambos—. Tended vuestra red sobre Qavan. Y ahora vamos a las cuentas.

—A día de hoy, contamos con 217 damas, 322 dama’ting, 5012 Sharum, 17 256 mujeres, 15 623 niños, incluyendo los que se encuentran en su Hannu Pash, y 21 733 khaffit en toda la Lanza del Desierto —contabilizó el mercader.

—No son suficientes guerreros si queremos marchar el próximo verano —comentó él—. El año pasado sólo salieron unos cuantos cientos del Hannu Pash.

—Quizá deberías posponer tus planes —sugirió Abban—. En una década podrás doblar tus fuerzas.

Jardir sintió cómo la mano de Inevera acariciaba su pierna y hundía sus largas uñas en la carne; sacudió la cabeza.

—Ya lo hemos pospuesto demasiado.

—Entonces tendrás que marchar con los guerreros que tengas el año que viene —respondió el tullido con un encogimiento de hombros—. No creo que lleguen a seis mil.

—Necesito más —insistió él.

—¿Y qué podemos hacer? —preguntó Abban—. Los dal’Sharum no están almacenados como el trigo en el bazar, con los mercaderes a la espera de que suba el precio para sacarlos afuera. Esto no funciona así.

Jardir se lo quedó mirando con tanta dureza que el mercader se estremeció.

—¿He dicho algo?

—El bazar —afirmó—. No he estado allí desde que Kaval y Qeran nos sacaron de nuestras casas. —Se puso en pie, y se colocó una pieza blanca sobre las vestiduras negras de Sharum que aún llevaba—. Muéstramelo ahora.

—¿Yo? —preguntó—. ¿Quieres caminar por las calles al lado de un khaffit?

—¿Es que hay alguien más apropiado? —inquirió a su vez. Todos los presentes en la habitación se volvieron hacia él y lo contemplaron horrorizados.

—Liberador —protestó Ashan—, el bazar es un lugar para mujeres y khaffit…

—Ese terreno no es apropiado para los pies del Shar’Dama Ka —estuvo de acuerdo Aleverak.

—Seré yo quien decida eso —replicó él—. Quizá encuentre algo de valor allí.

Ashan frunció el ceño, pero se inclinó.

—Por supuesto, Liberador. Prepararé a tus guardaespaldas. Cien leales Sharum…

—No es necesario ningún cuerpo de guardias —le cortó Jardir—. Puedo protegerme solo de las mujeres y los khaffit.

Inevera se puso en pie y le ayudó a vestirse.

—Al menos déjame que arroje los dados primero —le susurró ella—. Atraes a los asesinos como un carro de estiércol a las moscas.

Él sacudió la cabeza negativamente.

—Esta vez no, jiwah. Hoy siento la mano de Everam sobre mí, y no necesito todas esas muletas.

Ella no parecía convencida, pero se apartó hacia un lado.

Jardir se sintió más ligero conforme salía a grandes zancadas del palacio. No recordaba la última vez que había abandonado sus murallas a la luz del día. Antes adoraba sentir el calor del sol. Su espalda se irguió mientras caminaban, y algo en su interior… comenzó a agitarse. Percibía que estaba haciendo algo positivo, como si el mismo Everam le guiase.

El tiempo pareció detenerse mientras paseaban por el Gran Bazar; tanto los mercaderes como los clientes se quedaban helados a su paso. Algunos se mostraban maravillados al contemplar al Liberador, y otros aún se sorprendían más al ver al khaffit a su lado. Se iba generando un rumor a su zaga y muchos comenzaron a seguirles.

El bazar se extendía varios kilómetros a ambos lados de la puerta principal por el lado de sotavento de la muralla interna de la ciudad. Las tiendas y los carros parecían multiplicarse hasta el infinito y había un gran despliegue de grandes pabellones y pequeños kioskos, sin mencionar los incontables vendedores ambulantes de comida y baratijas, los porteadores que se afanaban transportando mercancías y las enormes multitudes de tenderos, en pleno regateo para obtener alguna ganga.

—Es más grande de lo que recordaba —dijo Jardir, sorprendido—. Cuántos recovecos y curvas. El Laberinto intimida menos.

—Se dice que un hombre caminando durante un día entero no llegaría a pasar por delante de todos los vendedores —le explicó el mercader—, y a más de un idiota se le ha visto intentando salir de aquí cuando los dama hacen sonar el toque de queda desde los minaretes del Sharik Hora.

—Cuántos khaffit… —comentó de nuevo, aún maravillado al observar el mar de rostros afeitados y vestiduras marrones—. Aunque veo los recuentos todas las mañanas, la cantidad no había llegado nunca a impresionarme. Superáis en número a todos los demás en Krasia.

—Hay algunos beneficios en que se te niegue el Laberinto. Entre ellos, una vida larga.

Jardir asintió. Esa era otra cosa que no había tenido en cuenta antes.

—¿En algún momento lo has echado de menos? Sin tener en cuenta el miedo, ¿alguna vez has deseado estar dentro del Laberinto?

Abban cojeó en silencio durante un buen rato.

—¿Acaso eso importa? —le preguntó al final—. No era mi destino.

Caminaron un poco más, hasta que Jardir se detuvo de pronto, y se quedó mirando fijamente en una dirección. Al otro lado de la calle había un khaffit gigante, que fácilmente debía superar los dos metros y cuyos músculos destacaban bajo sus vestiduras marrones. Portaba un enorme tonel de agua debajo de cada brazo sin que pareciera costarle más esfuerzo que si acarreara en su lugar un par de sandalias.

—¡Eh, tú! —le llamó, pero el gigante no respondió. Jardir cruzó a grandes zancadas la calle en dirección a él y le cogió del brazo. El khaffit se volvió de pronto, sorprendido, y casi dejó caer los barriles antes de recuperarse de la sorpresa—. Te he llamado, khaffit —rugió Jardir.

Abban puso una mano sobre su brazo.

—No te oye, Liberador. El hombre nació sordo.

Debía de ser cierto pues el gigante gemía y señalaba frenéticamente sus orejas. El mercader hizo una serie de señas rápidas con las manos que le calmaron.

—¿Sordo? —preguntó—. ¿Y por eso no consiguió finalizar el Hannu Pash?

El tullido se echó a reír.

—En primer lugar, a los niños con este tipo de faltas nunca se les llama al Hannu Pash. Este hombre es khaffit de nacimiento.

Otro hombre, un hombre de aspecto ágil y que debería de tener unos treinta y cinco años, salió de un puesto y se quedó parado por la sorpresa de verles allí.

—Detente —le ordenó cuando el hombre intentó huir. Inmediatamente el khaffit cayó de rodillas y pegó el rostro contra el polvo del suelo.

—Oh, gran Shar’Dama Ka —imploró el hombre—. No merezco que reparéis en mi existencia.

—No tengas miedo, hermano —le dijo Jardir a la vez que posaba la mano sobre el hombro del aterrorizado khaffit—. Yo no tengo tribu, ni casta. Represento a toda Krasia, sean dama, Sharum o khaffit.

La tensión del hombre pareció ceder ante sus palabras.

—Dime, ¿por qué vistes de marrón, hermano?

—Soy un cobarde, Liberador —repuso, con la voz tensa por la vergüenza—. Mi voluntad se quebró en la primera noche en el Laberinto. Rompí la soga… y abandoné a mi ajin’pal. —Comenzó a gemir y Jardir le dejó desahogarse. Después le acarició el hombro y el hombre alzó la mirada.

—Caminarás detrás de mí mientras paseo por el bazar —le dijo, y el hombre jadeó de puro asombro—. Y el sordo, también —le dijo a Abban, el cual le hizo una serie de señas al gigante. Ambos siguieron obedientemente a Jardir, junto con todos los demás que habían presenciado el suceso, tanto hombres como mujeres. Incluso los vendedores dejaron sus cacharros desatendidos para andar detrás del Liberador.

Allá donde mirara veía a más hombres útiles cubiertos de tela marrón, cada uno con un motivo distinto por el cual fueron desechados para vestir de negro. Ninguno osó mentirle cuando les presionaba para que le dijeran la verdad.

—Yo era débil y enfermizo como un niño —le dijo uno.

—No veo los colores —apuntó otro.

—Mi padre sobornó al dama para que me rechazara —admitió un tercero.

—Necesito usar lentes —le dijeron muchos, y otros habían sido expulsados del sharaj simplemente porque eran zurdos.

Jardir apretó los hombros de todos y cada uno y les dio permiso para que caminaran detrás de él. Poco después le seguía una multitud, y cada vez se les unían más. Finalmente, echó una ojeada sobre su hombro y asintió al ver a una muchedumbre de cientos de personas. Se subió sobre el carro de un vendedor para que todos pudieran verle y miró desde allí a las mujeres y los khaffit.

—¡Soy Ahmann asu Hoshkamin am’Jardir asu Kaji! —gritó, alzando la Lanza de Kaji—. ¡Soy el Shar’Dama Ka! —La multitud rugió en respuesta, sorprendiéndole con un poder y una fuerza que jamás hubiera soñado que pudiera existir—. ¡Everam me ha encomendado la destrucción de los alagai pero para hacerlo necesito Sharum! —Barrió con el brazo a toda la multitud—. Veo entre vosotros a hombres fuertes a los que se les negó la lanza cuando eran niños. Hombres que han sido obligados a vivir en la vergüenza y la pobreza, y que han arrastrado con ellos a sus padres y a sus hijos, mientras sus hermanos y primos caminaban por la senda de la gloria de Everam.

Los hombres que le habían pedido que les dejara seguirle asentían y se mostraban de acuerdo con sus palabras.

—Ahora tenemos magia para destruir a los alagai. Nuestras lanzas los atraviesan a centenares, pero tenemos más lanzas que hombres que las porten. ¡Así que os ofrezco una segunda oportunidad! Cualquier khaffit que esté capacitado físicamente y que desee unirse a la alagai’sharak, que se presente en los campos de entrenamiento mañana, donde cada tribu levantará un khaffit’sharaj para entrenarlos. Aquellos que completen el entrenamiento serán llamados kha’Sharum y ¡se les entregarán armas protegidas para comprar su camino de vuelta a la gloria y al Cielo para vosotros y vuestras familias!

Se hizo un silencio asombrado mientras sus palabras calaban en la gente. Los hombres que habían pasado sus vidas bajo el yugo de los Sharum, vencidos y cargados bajo el peso de su casta, comenzaron a enderezar las espaldas. Jardir parecía leer sus mentes mientras imaginaban la gloria que les esperaba, la oportunidad de una vida mejor.

—¡La Sharak Ka está cerca! —gritó él—. Hay honor para todos en la Gran Guerra. ¿Quién de vosotros luchará junto a mí?

El primer hombre al que le había pedido que le siguiera, aquel que había huido de su ajin’pal en el Laberinto, dio un paso hacia adelante y se arrodilló.

—Liberador, a mi corazón le pesa haber fallado en el Laberinto. Te suplico una segunda oportunidad. —Jardir abatió la Lanza de Kaji y le tocó el hombro con ella.

—Álzate, kha’Sharum.

El hombre hizo lo que le pedía, pero antes de que se levantara por completo una lanza le alcanzó en la espalda. Jardir lo tomó entre sus brazos antes de que cayera, y lo miró profundamente a los ojos mientras el hombre tosía sangre.

—Estás salvado —le dijo—. Las puertas del Cielo están abiertas para ti, hermano.

El hombre sonrió mientras la luz abandonaba sus ojos. El Liberador lo depositó en el suelo y examinó la lanza que sobresalía de su espalda. Era una de las armas de corto alcance que solían usar los Batidores nanji.

Jardir alzó la mirada y vio a tres nanji acercarse a él; portaban sus lanzas cortas en una mano y unas boleadoras en la otra. Aunque era de día llevaban los velos calados para ocultar el rostro.

—Has ido demasiado lejos, Sharum Ka, al ofrecerles lanzas a los khaffit —gritó uno de ellos.

—Hemos de acabar con tu vida —afirmó otro.

Comenzaron a avanzar, pero varios khaffit se adelantaron de entre la muchedumbre y se colocaron delante del Liberador para formar una muralla protectora.

Los nanji se echaron a reír.

—Ha sido estúpido por tu parte dejar el palacio sin guardaespaldas —añadió otro de ellos—. Los khaffit no podrán protegerte.

No era de sorprender que los guerreros pensaran que las mujeres y los khaffit no eran amenaza alguna, pero Jardir, que había sentido el poder de la multitud sólo un momento antes, no estaba tan seguro. Incluso así, no le pediría a ninguno de ellos que muriera por él.

«Proyecta una sensación de invencibilidad tal que hasta el asesino más valiente tendrá que considerar de nuevo sus intenciones».

—¡Dejadles pasar! —gritó mientras bajaba de un salto del carro. Los hombres, asustados, se apartaron con rapidez.

—¿Crees que podéis matarme con sólo tres guerreros? —rio en sus mismas caras—. Aunque hubiera cien nanji merodeando en las sombras, no necesitaría más guardaespaldas que ahora. —Apoyó la punta de la Lanza de Kaji en el suelo y sacó pecho para desafiarles a que le atacaran—. ¡Yo soy el Shar’Dama Ka! —gritó sintiendo la verdad de sus palabras—. ¡Golpeadme si os atrevéis!

Los nanji se acercaron, pero Jardir los veía dudar, pues su sola presencia los turbaba. Las lanzas les temblaban en las manos y se miraban unos a otros, inseguros de cuál de ellos lideraría el ataque.

—¡Atacad o arrodillaros! —rugió él. Alzó la Lanza de Kaji y el metal brillante captó la luz del sol y pareció relumbrar de puro poder.

Uno de los guerreros nanji dejó caer la lanza y cayó de rodillas.

—¡Traidor! —le gritó otro de ellos, y se volvió para ensartarlo; pero el tercero fue más rápido y arrojó su lanza, de modo que atravesó el pecho del agresor.

Se oyó un chasquido detrás de Jardir y el susurro de unas sandalias sobre lona. Conocía bien las tácticas de los nanji; así que se volvió para enfrentarse al verdadero asesino, que estaba agazapado en lo más alto del pabellón que tenía a su espalda. Si el Batidor hubiera atacado mientras él estaba distraído por los otros, ya estaría muerto.

Sus ojos se encontraron, pero él esperó, sin decir nada. Un momento más tarde, el hombre arrojó su lanza, dio un salto mortal detrás de ella y se arrodilló a los pies de Jardir.

Jardir se acercó al hombre que había caído, sacó la lanza de su espalda y la levantó para que la vieran todos.

—¡Esta no es sangre khaffit! —gritó—. Es la sangre de un guerrero, el primer kha’Sharum, y haré que laquen su calavera y la añadiré a mi trono para que sea recordado por siempre jamás. —Miró a los khaffit—. ¿Alguno de vosotros dará un paso adelante para ocupar su lugar?

Se oyó un gemido disonante y el gigante sordo de dos metros de altura empujó a la gente hacia adelante y se arrodilló a sus pies. Otros le siguieron con rapidez y hubo una presión frenética para arrodillarse ante él. Mientras él los tocaba en el hombro uno por uno, Abban vio la ocasión para hablar.

—¡No temáis, aquellos de vosotros que no podáis llevar una lanza por la edad o por enfermedad! —gritó—. ¡No temáis, vosotras mujeres, vosotros niños! ¡El Liberador no sólo necesita Sharum! También necesita tejedores para hacer redes y herreros para las puntas de lanza. Lonas para los pabellones de los kha’Sharum y comida para sus guerreros. ¡Venid a mi pabellón por la mañana, si deseáis colaborar en la gloria de Krasia y traer honor a vuestras familias!

Jardir frunció el ceño, pues sabía que el mercader actuaba tanto para obtener beneficio de la mano de obra barata como para ayudar a la guerra, pero no le contradijo. Harían falta ese tipo de trabajos si querían marchar en un año.

La gente comenzó a corear su nombre mientras él continuaba tocando a los hombres con la Lanza de Kaji y los nombraba kha’Sharum. El rumor pronto recorrió como un trueno el bazar, y su eco resonó por toda la ciudad.

—¡Jardir! ¡Jardir! ¡Jardir!

—Una maniobra maestra —le comentó Abban al oído cuando terminó con el último khaffit—. Has conseguido diez mil guerreros o dos veces esa misma cantidad en esclavos por nada, a cambio de que prueben el sabor de la dignidad.

—¿Eso es todo lo que ve tu corazón de mercader? —le preguntó, mirándole—. ¿Una transacción comercial?

Al menos tuvo la decencia de parecer avergonzado, aunque él dudaba de su sinceridad.

Al día siguiente, dos mil hombres se presentaron en los campos de entrenamiento, mientras las tribus erigían aún los khaffit’sharaj. Una semana más tarde, el número se había triplicado. Otra semana más y comenzó un goteo procedente de las aldeas de hombres que habían sido khaffit durante diez generaciones y que querían romper con su casta; traían consigo a sus familias para que compartieran el esfuerzo de la guerra. En menos de un mes, Jardir había triplicado el tamaño de su ejército, y la ciudad hervía de gente como no lo había hecho durante décadas.

—El próximo verano —repitió él mientras Abban terminaba con su recuento matinal.

—Los norteños aún nos superan en número con creces —repuso el mercader.

El Liberador asintió.

—Quizá, pero los mejores de esos alfeñiques del norte no podrán enfrentarse ni siquiera a los kha’Sharum cuando llegue el momento.

—¿Cuántos dejarás aquí para guarnecer la Lanza del Desierto? —preguntó Ashan.

—A ninguno —replicó él, arrancando miradas de sorpresa de todos los que estaban en el salón, incluida Inevera.

—¿Te llevarás a todos los guerreros? —preguntó Aleverak—. ¿Y quién defenderá la ciudad?

—No sólo los guerreros, damaji —afirmó él—. Todos los krasianos. Dejaremos atrás la Tierra del Sol, todos nosotros, incluidos los mayores, los lisiados y los enfermos. Todos los hombres, mujeres y niños, tanto habitantes de la ciudad como aldeanos. Abandonaremos la Lanza del Desierto, cerraremos las puertas a nuestras espaldas, y dejaremos que sus murallas inexpugnables desafíen a los alagai hasta que queramos recuperarla.

Los ojos de Aleverak se encendieron con un brillo fanático.

—Eso es un plan peligroso, Liberador —le advirtió Ashan—. Nuestro ejército se moverá muy despacio cuando deberíamos ser rápidos.

—Al principio, quizá —repuso—. Pero necesitamos ocupar las tierras verdes cuando las conquistemos, sin dejar tropas atrás. Everam colocó a los khaffit en la Tierra del Sol al igual que hizo con nosotros. En el norte, un khaffit que siga el Evejah todavía será superior en rango a un chin. Les dejaremos que se asienten a nuestro paso y que sostengan la tierra para Everam mientras los Sharum continúan su marcha.

Jardir vio cómo Inevera toqueteaba su bolsita con gesto ausente. Se excusaría para arrojar los dados tan pronto como terminara la audiencia, pero no tenía duda de que confirmaría su elección. Sabía que su plan era acertado, e incluso el mercader asentía aprobándolo.

—¿Cuándo se lo dirás a los otros damaji? —preguntó Ashan.

—No hasta que estemos preparados para marcharnos —explicó—; no deseo dar tiempo a Enkaji y a los demás para que se opongan a la decisión. Quiero que todo el mundo tenga la puerta a su espalda antes de que empiecen a poner pegas.

—¿Y adónde? —preguntó Abban—. ¿Fuerte Rizón?

Él sacudió la cabeza.

—Primero a Sol de Anoch. Y de allí a las tierras verdes.

—¿Has encontrado la ciudad perdida? —inquirió el mercader.

Jardir hizo un gesto hacia la mesa cubierta de mapas.

Nunca estuvo perdida. Siempre tuvimos mapas muy detallados en el Sharik Hora. Simplemente dejamos de ir allí después del Retorno.

—Increíble —comentó el tullido.

El Liberador se lo quedó mirando.

—Lo que no entiendo es cómo lo pudo encontrar el Par’chin. Rastrear el desierto le hubiera llevado toda la vida. Alguien le ayudó. ¿A quién habría acudido con una petición así?

—Hay cien mercaderes en el bazar que dicen vender mapas de Sol de Anoch —respondió Abban con un encogimiento de hombros.

—Falsificaciones —apuntó Jardir.

—Pues parece que no —replicó.

Jardir sabía que el khaffit bailaba entre la verdad y la mentira con tanta facilidad como un hombre respira.

Inevera —dijo al final, alzando la Lanza de Kaji—. Nada sucede sin que sea voluntad de Everam.