7
El hombre de las tierras verdes

326 d. R.

–¡Algún día, yo seré el Sharum Ka! —gritó Jayan. El muchacho atacaba con su lanza un muñeco hecho de harapos que Jardir había colgado de una viga del techo.

Su padre se echó a reír, encantado por la energía mostrada por su hijo. Jayan tenía doce años, aún llevaba el bido y jamás pasaba hambre en la cola de la comida. Había comenzado a enseñarles a sus hijos el sharukin el mismo día en que dieron sus primeros pasos.

—Yo soy el que quiere ser Sharum Ka —se lamentó Asome, de once—. No quiero ser un estúpido dama. —Y dio un tirón del trozo de tela blanca que llevaba sobre uno de los hombros.

—Ah, pero tú serás la conexión del Sharum Ka con Everam —le explicó Jardir—. Y quizá algún día, seas el damaji de todos los kaji, o incluso el Andrah. —Sonrió, pero en su interior estaba de acuerdo con el chico. Necesitaba hijos guerreros, no clérigos. La Sharak Ka se acercaba.

Al principio Inevera había querido que fuera Jayan el que vistiera de blanco, pero él se había negado categóricamente. Había sido una de sus escasas victorias sobre ella, aunque a veces se preguntaba si realmente había salido victorioso de aquella batalla. El asunto tenía todo el aspecto de que ella había preferido a Asome para ese papel desde el primer momento.

Los otros chicos se reunieron a su alrededor y observaron a sus hermanos mayores algo intimidados. El resto de los hijos de Jardir eran demasiado pequeños para el Hannu Pash y tendrían que esperar antes de escoger su camino. Todos los hijos segundones serían dama; los primogénitos, Sharum. Era la primera noche del Creciente, cuando se decía que las fuerzas de Nie estaban en su punto álgido y los Alagai Ka acechaban en la noche. Y nada daba más fuerza a un guerrero en la noche que ver a sus hijos.

«E hijas», pensó al volverse hacia su esposa.

—Me agradaría mucho que mis hijas también regresaran todos los meses a casa durante el Creciente.

—No debemos interrumpir su entrenamiento, marido —le contestó Inevera—. El Hannu Pash de una nie’dama es… algo riguroso. —De hecho, se habían llevado a sus hijas mucho antes que a los niños y hacía años que no veía a las mayores.

—Seguramente no todas se convertirán en dama’ting —alegó él—. También debo tener hijas para casarlas con los hombres que me sean leales.

—Y las tendrás, sin duda —replicó Inevera—. Serán hijas a las que ningún hombre osará hacer daño, y que te serán leales por encima incluso de sus esposos.

—Y a Everam más aún, por encima de su padre —masculló él entre dientes.

—Claro —repuso ella y Jardir percibió la sonrisa de su esposa tras el velo. Estaba a punto de replicarle cuando Ashan entró en la habitación. Su hijo Asukaji, de la misma edad que Asome, iba tras él con su bido de nie’dama. El clérigo hizo una reverencia.

—Sharum Ka, hay un asunto que los kai’Sharum quieren que resolváis.

—Estoy con mis hijos, Ashan. ¿No puede esperar?

—Mis disculpas, Primer Guerrero, pero creo que no.

—Muy bien —suspiró—. ¿De qué se trata?

—Creo que será mejor que el Sharum Ka vea el problema por sí mismo —dijo el damaji con una nueva inclinación.

Jardir alzó una ceja. Ashan jamás había sido tímido a la hora de dar su opinión, incluso aunque supiera que a él no le agradaría.

—¡Jayan! —llamó—. ¡Prepara mi lanza y mi escudo! ¡Asome, mis ropas!

Los dos chicos salieron disparados a cumplir lo encargado mientras él aguardaba. Para su sorpresa, Inevera se incorporó también.

—Acudiré con mi esposo.

—Por supuesto, dama’ting —respondió Ashan.

Jardir la observó intrigado. ¿Qué era lo que ella sabía? ¿Qué podían haberle dicho los malditos huesos sobre esa noche en particular?

Dejaron a los niños allí y los tres se pusieron en camino con rapidez; descendieron las grandes escalinatas de piedra del palacio del Sharum Ka, ante los campos de entrenamiento de los Sharum. Al otro extremo estaba el Sharik Hora y en los lados más largos del cuadrilátero que formaban las edificaciones, se encontraban los pabellones de las tribus.

A los pies de los primeros escalones, bien dentro de las murallas del palacio, un grupo de Sharum y dama rodeaban a dos khaffit. Se enfadó al verlos. Era un insulto dejar que los pies de los khaffit mancillaran los terrenos de la ciudadela del Sharum Ka. Abrió la boca para decirlo cuando uno de los khaffit captó su atención.

Abban.

Jardir no había pensado en su amigo durante años, como si realmente aquel chico hubiera muerto la noche en que él rompió su promesa. Habían pasado ya más de quince años y si él había cambiado y ya no era aquel chico pequeño y nervudo con un bido, la transformación de su compañero había sido mucho mayor.

El antiguo nie’Sharum había engordado mucho, hasta un punto grotesco que le daba cierto parecido con el Andrah. Aún vestía la túnica y el gorro de khaffit, pero bajo aquellas ropas llevaba una camisa de colores brillantes y pantalones holgados de seda multicolor; el gorro cónico de color marrón estaba envuelto en un turbante de seda roja con una gema engarzada en la parte delantera. El cinturón y las babuchas eran de piel de serpiente. Se apoyaba en un bastón de marfil, tallado con la forma de un camello y su axila descansaba entre las jorobas del animal.

—¿Qué es lo que te ha hecho creer que puedes estar aquí, entre hombres? —le espetó.

—Mis disculpas, el más grande —repuso el hombre, a la vez que se postraba en el polvo e inclinaba la frente. Shanjat, que ahora era kai’Sharum se echó a reír y le dio una patada en el trasero.

—Mírate —bramó Jardir—. Vistes como una mujer y exhibes tu riqueza contaminada como si no fuera un insulto a todo aquello en lo que creemos. Debería haberte dejado caer aquel día.

—Por favor, gran señor —replicó Abban—. No pretendía insultarles, sólo estoy aquí como traductor.

—¿Traductor? —Jardir dirigió entonces la mirada hacia el otro khaffit que le acompañaba.

Sin embargo, el otro hombre no pertenecía a aquella casta. Eso le quedó claro en cuanto examinó su piel clara, el pelo y las ropas; y aún era más evidente por la gastada lanza que acarreaba consigo. Se trataba de un chin. Un extranjero procedente de las tierras verdes del norte.

—¿Un chin? —inquirió, volviéndose al dama—. ¿Me has traído hasta aquí para que hable con un chin?

—Escucha sus palabras —le urgió Ashan—. Ya verás.

Jardir devolvió la mirada al hombre de las tierras verdes. Jamás había contemplado a uno tan de cerca. Sabía que a veces los Enviados del norte pasaban por el Gran Bazar, pero ese no era un lugar para los hombres de verdad, y los recuerdos que tenía de su infancia eran muy vagos y estaban teñidos de hambre y vergüenza.

Ese chin era distinto a lo que él se había imaginado. Era joven, no mucho mayor que él cuando se vistió de negro por primera vez, y no era demasiado corpulento, aunque mostraba cierto aire de dureza. Su actitud y movimientos denotaban el porte de un guerrero y se enfrentó a su mirada con osadía, como haría un hombre.

Jardir sabía que los hombres del norte habían abandonado la alagai’sharak y pasaban las noches escondidos tras sus protecciones como mujeres, pero las arenas de Krasia se extendían durante cientos de kilómetros sin refugio alguno. El hombre que las atravesara tendría que haberse enfrentado noche tras noche a los alagai. Puede que no fuera Sharum, pero tampoco era un cobarde.

Bajó la mirada hacia la forma gimoteante del khaffit y contuvo su repulsión.

—Habla y hazlo con rapidez. Tu presencia me ofende.

Abban asintió, se volvió hacia el hombre del norte y le dijo unas cuantas palabras en una lengua ruda y gutural. El norteño respondió de manera seca y dio un golpe con la lanza en el suelo para dar más énfasis a sus palabras.

—Él es Arlen asu Jeph an’Bales am’Brook —le presentó Abban tras volverse de nuevo hacia Jardir pero sin apartar los ojos del suelo—, residente hace mucho tiempo en un lugar más allá de Fuerte Rizón, de donde te trae saludos, y suplica que le permitas luchar esta noche con los hombres de Krasia en la alagai’sharak.

Jardir se quedó atónito. ¿Un hombre del norte que deseaba luchar? Jamás se había oído nada parecido.

—Es un chin, Primer Guerrero —gruñó Hasik—. Viene de una raza de cobardes, ¡no vale para la lucha!

—Si fuera un cobarde, no estaría aquí —le advirtió Ashan—. Han venido muchos Enviados a Krasia, pero sólo este ha llegado hasta tu palacio. Sería un insulto a Everam no dejar luchar a este hombre, si así lo desea.

—No pondré mi espalda al cuidado de un hombre de las tierras verdes durante la batalla —adujo Hasik y escupió a los pies del Enviado. Muchos de los Sharum asintieron para mostrar su acuerdo a pesar de las palabras del dama. Parecía que, después de todo, había un límite para el poder de los clérigos.

Jardir reflexionó con detenimiento. En ese momento entendió por qué el damaji quería que fuera él quien resolviera la cuestión, ya que su decisión sobre el asunto tendría graves repercusiones.

Miró de nuevo al hombre de las tierras verdes, y sintió curiosidad por probar su temple en combate. Su mujer le había predicho que algún día conquistaría aquellas tierras, y el Evejah enseñaba a los hombres que había que conocer a los enemigos antes de la batalla.

—Esposo. —Inevera atrajo su atención en voz baja—. Si el chin desea luchar en el Laberinto como los Sharum, entonces debería pasar por la predicción.

Ya no le extrañaba que hubiera querido venir. Sabía que había algo especial en aquel hombre y necesitaba una muestra de su sangre para hacer una adivinación certera. Jardir entrecerró los ojos, preguntándose qué era lo que no le había contado, pero la realidad era que ella le había ofrecido una salida a una situación difícil y sería estúpido por su parte no aprovecharla. Se volvió hacia Abban, aún encorvado en el suelo.

—Dile al chin que la dama’ting arrojará los huesos para él. Si le son favorables, podrá luchar.

El khaffit asintió y se volvió hacia el hombre de las tierras norteñas para hablarle en su áspera lengua nativa. Un relámpago de irritación cruzó el rostro del forastero, un sentimiento que Jardir conocía bien, ya que había sido esclavo de esos huesos durante más de la mitad de su vida. Abban y el extranjero intercambiaron palabras durante un rato antes de que el chin apretara los dientes y asintiera, expresando así su consentimiento.

—Lo llevaré al palacio para la predicción —anunció ella.

Jardir asintió.

—Te acompañaré durante el ritual, para protegerte.

—Eso no será necesario —replicó la mujer—. Ningún hombre osará hacer daño a una dama’ting.

—Ningún krasiano —la corrigió él—. No sabemos de lo que son capaces estos bárbaros norteños. —Compuso una sonrisa burlona—. No me arriesgaré a que tu virtud impecable se vea mancillada al dejarte a solas con uno de ellos.

Sabía que ella estaba gruñendo bajo su velo, pero no le importó. Estaba decidido a averiguar lo que se traía entre manos su mujer. Hizo una señal a Hasik y Ashan para que les escoltaran de vuelta al palacio, de manera que Inevera no pudiera excluirlo de la prueba al haber testigos presentes. Arrastraron a Abban consigo, aunque su presencia manchara los suelos del palacio. Tendrían que lavarlos con sangre para eliminar la mácula.

Pronto, los tres se quedaron a solas en una habitación en penumbra. Jardir miró al hombre de las tierras verdes.

—Extiende tu brazo, Arlen, hijo de Jeph.

El chin le observó con curiosidad.

Jardir alargó su propio brazo, y simuló que se practicaba un pequeño corte y que después lo colocaba sobre los alagai hora.

El chin frunció el ceño pero no dudó en remangarse, dar un paso hacia adelante y ofrecerle el brazo.

«Ha mostrado más valor que yo la primera vez», pensó Jardir.

Inevera hizo el corte, y pronto los dados brillaron con fuerza en sus manos. Los ojos del chin se abrieron de par en par al ver aquello, y observó con mucha atención. La mujer lanzó los dados, y Jardir examinó con rapidez el resultado. No tenía el entrenamiento de una dama’ting, pero las lecciones que había recibido en el Sharik Hora le habían enseñado muchos de los símbolos del dado. Cada hueso de demonio tenía dibujado un solo grafo, el grafo de la predicción. Los demás símbolos eran meras palabras. Las palabras y el patrón que mostraban contaban una historia que sería… o que podría ser.

Jardir captó los símbolos de «Sharum», «dama» y «uno» entre el puñado, antes de que Inevera recogiera los dados con rapidez. Shar’Dama Ka. ¿Qué podría significar eso? Un chin no podía ser el Liberador, ¿estaría ligado aquel hombre a su destino de alguna forma?

Para su sorpresa, Inevera sacudió los dados y los lanzó de nuevo, como no había visto hacer a ella o a cualquier otra dama’ting salvo aquella noche en el Laberinto. Sólo percibía en ella la calma habitual de su sacerdocio, pero el hecho de hacer una segunda tirada era revelador por sí mismo. Como también lo fue la tercera.

«Sea lo que sea lo que ha visto —pensó—, quiere estar bien segura de ello».

Miró al norteño que, aunque observaba el procedimiento de cerca, mostraba claramente con su actitud que consideraba todo aquello una especie de ritual primitivo necesario para acceder al Laberinto.

«Ah, hijo de Jeph, si fuera así de simple».

—Puede luchar —dictaminó ella y sacó una redoma de arcilla del interior de sus ropas para extender una pasta nauseabunda sobre la herida del chin, antes de envolver su brazo en una tela limpia.

Jardir asintió, pues no esperaba más que un sí o un no, y luego escoltó al chin hacia el exterior de la habitación.

—Khaffit —llamó a Abban—. Dile al hijo de Jeph que puede subir a la muralla. Cuando atrape un alagai, podrá poner el pie en el Laberinto.

—¡Ni en sueños! —exclamó su guardaespaldas.

—Everam ha hablado, Hasik —le reconvino Jardir y el guerrero se calmó.

Abban se lo tradujo con rapidez y el chin resopló, como si cazar un demonio del viento no fuera gran cosa. Jardir sonrió. Iba a terminar gustándole ese extranjero.

—Regresa al agujero del que hayas salido arrastrándote —conminó a Abban—. Puede que el hijo de Jeph sea digno de subirse a la muralla, pero tú ya has perdido ese derecho. Tendrá que hablar el lenguaje de la lanza.

Abban hizo una reverencia y se volvió al norteño para comunicarle el mensaje. El chin miró a Jardir y expresó su acuerdo con un asentimiento. Su rostro tenía una expresión lúgubre, pero él reconoció el entusiasmo en sus ojos. Su mirada era la de un dal’Sharum a la hora del crepúsculo.

Jardir se puso en marcha para dirigirse hacia el campo de entrenamiento con los otros, pero Inevera lo sujetó del brazo. Ashan y Hasik se volvieron.

—Marchaos y enseñadle al chin algunas de nuestras señas con las manos —les indicó—. Me reuniré con vosotros en seguida.

—El chin será un instrumento en tu ascenso como Shar’Dama Ka —le dijo ella sin rodeos, tan pronto como estuvieron a solas—. Acéptalo como a un hermano, pero mantenlo al alcance de tu lanza. Un día tendrás que matarlo si quieres que te aclamen como Liberador.

Jardir miró fijamente los inescrutables ojos de su esposa. «¿Qué es lo que no me está contando?», se preguntó.

El hombre de las tierras verdes no mostró temor cuando el sol se puso esa noche. Se mantuvo erguido sobre las murallas, mirando atentamente hacia las arenas, esperando los primeros signos de la aparición del enemigo.

Lo cierto era que no tenía nada que ver con lo que Jardir había imaginado después de las lecciones recibidas sobre los débiles medio hombres del norte. ¿Cuánto tiempo había pasado desde la última vez que un krasiano había ido a las tierras del norte y había visto a sus gentes con sus propios ojos? ¿Cien años? ¿Doscientos? ¿Alguien había abandonado la Lanza del Desierto desde el Retorno?

Dos guerreros se rieron por lo bajo a su espalda. Eran de la tribu mehnding, los segundos en poder tras los majah. Los mehnding estaban totalmente dedicados al arte de las armas de largo alcance. Construían las catapultas y los escorpiones, extraían piedras de las canteras para usarlas como proyectiles y fabricaban los dardos gigantes del escorpión, unas lanzas enormes que podían atravesar la coraza de un demonio de la arena a más de trescientos metros. Aunque eran menos competentes con la lanza que las demás tribus, su honor no conocía límites, porque los mehnding mataban más alagai que los kaji y los majah juntos.

—Me pregunto cuánto durará antes de que un alagai le mate —comentó uno de los mehnding.

—Lo más probable es que se cague encima y salga corriendo en cuanto empiecen a salir —rieron los otros.

El hombre de las tierras verdes les echó una ojeada. Su expresión dejaba claro que sabía que se burlaban de él, pero no prestó atención a los guerreros y volvió a concentrarse en las arenas cambiantes.

«Acepta el dolor si tiene un objetivo a la vista», pensó, recordando las burlas que había soportado él durante su primera noche en el Laberinto.

Se dirigió hacia los dos guerreros.

—Cuando el sol se pone, ¿no tenéis nada mejor que hacer que burlaros de vuestros hermanos de armas? —les increpó en voz alta. Todo el mundo se volvió a mirarlos.

—Pero, Sharum Ka —protestó uno de los dos—, si sólo es un salvaje.

—¡Un salvaje que vigila al enemigo mientras vosotros os burláis a su espalda como si fuerais unos khaffit! —bramó Jardir—. Burlaos de nuevo de él y pasaréis unas cuantas semanas en el pabellón de las dama’ting para que aprendáis mejores maneras. —Esto último lo dijo con tranquilidad, pero los dal’Sharum retrocedieron como si los hubiera golpeado.

En ese momento un grito del hombre de las tierras verdes captó la atención de Jardir. El chin dio un golpe con la contera de la lanza sobre el muro, y dijo algo en su lengua gutural. Señaló hacia las arenas y él comprendió.

Los alagai estaban apareciendo.

—¡A vuestros puestos! —les ordenó, y los mehnding se volvieron hacia sus escorpiones.

Encendieron las lámparas de aceite que multiplicaban la luz sobre el campo de batalla a través de un juego de espejos, lo que proporcionaba suficiente claridad para que los mehnding pudieran poner en práctica su letal arte.

El hombre de las tierras verdes observó con cautela al destacamento que atendía los escorpiones. Uno de los hombres tensó las cuerdas mientras otro colocaba el dardo en la posición correcta. Un tercero apuntó y disparó. Los mehnding podían completar todo el proceso en segundos.

Cuando el primer dardo atravesó a un demonio de la arena, el norteño lo celebró con un grito, y dio un puñetazo al aire como el mismo Jardir había hecho la primera vez que asistió al espectáculo siendo nie’Sharum.

«No hay escorpiones en el norte», supuso, y archivó la información en su cerebro.

Durante un buen rato, los escorpiones zumbaron, los destacamentos de las catapultas colocaban las grandes piedras en posición y luego cortaban la cuerda para liberar el contrapeso que lanzaba los misiles sobre las filas crecientes de alagai.

Pero como siempre, aquello parecía el intento de eliminar una duna de arena grano a grano. Había docenas de demonios de la arena y del viento, pero los primeros eran una tormenta incesante que podía echar abajo una montaña.

Los mehnding se concentraron en un amplio arco alrededor de las grandes puertas del Laberinto, preparándolos para invitarles a entrar. Cuando los alagai estuvieron situados de la manera oportuna, Jardir dio la señal a un nie’Sharum para que tocara una nota larga y clara en el Cuerno de la Sharak. Casi al instante se abrieron las puertas y los guerreros más veteranos de cada tribu permanecieron en el interior, golpeando sus escudos y abucheando a los demonios, desafiándoles a darles caza.

Se cubrieron de una gloria infinita. Incluso al norteño se le escapó una palabra que sonó a puro sobrecogimiento.

Los alagai chillaron y cargaron hacia el interior del Laberinto. Los Reclamos comenzaron a armar jaleo y a correr y, con giros y fintas, condujeron a los demonios lo más al interior que pudieron, hacia donde esperaban agazapados los hombres de sus tribus.

Pasados varios minutos, Jardir dio la señal para que cerraran las puertas. Los escorpiones despejaron el camino y las puertas se cerraron con un resonar estruendoso.

—Disponed las redes —indicó al nie’Sharum—, tenemos que empujarles más adentro del Laberinto para poner a prueba al norteño.

Pero el chico no se movió y él le lanzó una mirada irritada, hasta que vio retratado el terror en su rostro. Siguió la dirección de los ojos del muchacho y descubrió a varios de sus guerreros inmóviles con la misma mirada aturdida y asustada.

—¿Qué es lo que…? —comenzó a gritar, hasta que a la luz de las lámparas de aceite vio avanzar a un alagai a saltos entre las dunas, camino de la ciudad.

No se trataba de un demonio normal. Incluso a esa distancia, advirtió su gran tamaño. Los demonios de la arena eran más grandes que sus primos del fuego y del viento, sin contar la envergadura de las alas, pero incluso así, no superaban a un hombre y corrían a cuatro patas como los perros, con una altura de un metro en la cruz.

El demonio que se acercaba andaba erguido sobre las patas traseras, cuyas articulaciones las conformaban unos huesos puntiagudos, y tenía el doble de la altura de un hombre de buena alzada y su cola la mitad de longitud, o un poco más. Los cuernos estaban aguzados como lanzas y las garras parecían cuchillos de carnicero; su negro caparazón mostraba un aspecto grueso y duro. Uno de sus brazos terminaba en el codo, pero aun así formaba una porra que podría aplastar el cráneo de un guerrero.

Jardir jamás había imaginado que los demonios pudieran ser tan grandes. Sus hombres se quedaron paralizados, no sabía si de miedo o por la sorpresa. Sólo el norteño no parecía sorprendido y miraba con fijeza al gigante sin disimular su odio.

Pero ¿por qué? Parecía una coincidencia demasiado grande que una criatura como esa apareciera la misma noche en que un chin se presentaba a la escalinata de su palacio, suplicando luchar. ¿Qué conexión tenía con el monstruo?

Maldijo su incapacidad para hablar la lengua bárbara del hombre de las tierras verdes.

—¿Qué estáis esperando? —rugió Jardir a los hombres de los escorpiones—. ¡Los alagai son alagai! ¡Matadlo!

Sus palabras rompieron el maleficio, y los hombres se apresuraron a cumplir las órdenes. El norteño cerró el puño mientras los guerreros apuntaban y volaban los proyectiles, unas lanzas enormes con gruesas cabezas de hierro. Los dardos alcanzaron gran altura en el cielo, hasta trazar un arco y caer de nuevo con un golpe demoledor.

El gigantesco demonio recibió el impacto de al menos una docena de dardos, pero todos se estrellaron contra la coraza y la criatura ni se inmutó. Simplemente chilló de pura furia y continuó su avance.

De repente, la ciudad pareció vulnerable. Jardir había aprendido los grafos en el Sharik Hora y sabía que cada uno de ellos alcanzaba su máximo poder sólo contra una raza de demonios. Las protecciones talladas en las murallas de Krasia eran muy antiguas y jamás habían fallado, pero ¿habían sido puestas a prueba alguna vez ante algo como aquello?

Jardir agarró al norteño por los hombros y le dio la vuelta para encararle.

—¿Qué sabes de eso? —exigió—. ¿A qué nos estamos enfrentando, maldito seas?

El hombre de las tierras verdes asintió y pareció comprenderle, pero se puso a buscar por los alrededores. Se acercó a una de las catapultas, tocó la piedra en la honda y luego señaló al demonio.

—Alagai.

Jardir asintió y se dirigió a los mehnding que había al mando del aparato.

—¿Podéis darle? —les preguntó.

El dal’Sharum resopló.

—¿Un alagai así de grande? Si quieres puedo arrancarle también el otro brazo.

—Quiero su cabeza —le dijo Jardir tras darle una palmada en la espalda—, y la alquitranaremos para exhibirla como un trofeo.

—Pon a hervir el alquitrán —contestó el guerrero, mientras ajustaba la tensión y el ángulo del arma.

El norteño se abalanzó sobre Jardir, hablando con rapidez en aquel horrible idioma. Agitaba los brazos cada vez de forma más frenética conforme comprobaba que no conseguía hacerse entender. Señalaba continuamente hacia la catapulta, gritando la que parecía la única palabra krasiana que conocía: «¡Alagai!».

—Rebuzna como un camello —comentó Hasik.

—Cállate —le increpó Jardir. Entrecerró los ojos, pero en ese momento uno de los guerreros de la catapulta gritó: «¡Listo!».

—Dispara —ordenó Jardir. El norteño saltó sobre el guerrero que iba a cortar la cuerda, pero Hasik lo agarró y lo apartó con un violento empujón.

—Ya sabía yo que no se podía confiar en un chin, Primer Guerrero —rugió—. ¡Está protegiendo al demonio!

Jardir no estaba tan seguro, y miró al hombre fijamente, que se debatía con violencia sujeto por el guardaespaldas. Señalaba de nuevo, esta vez a los pies de la muralla y gritaba: «¡Alagai!».

Las lecciones aprendidas hacía tanto tiempo a través de las leyendas regresaron a la mente de Jardir apresuradamente, cuentos de grandes demonios que habían asaltado las murallas de Krasia en los tiempos del primer Liberador y todo cobró sentido de manera repentina. El norteño no había señalado a la catapulta, sino a la piedra.

«Un demonio de las rocas», comprendió con creciente horror.

—¡Un demonio de las rocas! —gritó, pero ya era demasiado tarde. Escuchó su propia voz al mismo tiempo que el brazo de la catapulta se deshacía de su carga y se volvió, impotente, a observar. Detrás de él, el norteño lanzó un gemido.

La piedra rugió al cruzar el aire y dio la sensación de que tanto los hombres como los alagai retenían el aliento. El demonio de las rocas alzó la mirada hacia la piedra, un bloque que había necesitado la fuerza de tres guerreros para colocarlo en posición.

Y entonces, con un movimiento que pareció imposible, el demonio recogió la piedra en el hueco del brazo bueno y la devolvió con una fuerza terrible.

El bloque se estrelló contra la gran puerta, donde abrió un agujero. Los cascotes salieron disparados en todas direcciones desde el punto del impacto. El demonio de las rocas se lanzó a la carga y golpeó una y otra vez aquel punto. La magia relumbró y chisporroteó, pero los grafos habían quedado demasiado estropeados. La puerta se sacudía a cada golpe y una de las hojas se desprendió de las bisagras, y cayó hacia el interior de la fortificación.

El demonio de las rocas consiguió colarse por el agujero, y se precipitó al interior del Laberinto rugiendo; los demonios corrieron a introducirse en el recinto detrás de él.

El rostro de Jardir se incendió primero y luego se quedó pálido. Las grandes puertas de Krasia no habían caído desde que se tenía memoria. Los dal’Sharum atrapados en el Laberinto serían cazados como animales y había sido culpa suya no haber escuchado al norteño.

«He traído la ruina a mi pueblo», pensó, y durante un momento, todo lo que pudo hacer fue observar aturdido cómo los alagai invadían el Laberinto.

«Abrázate al miedo, estúpido —se gritó a sí mismo—; aún puedes salvar la noche».

—¡A los escorpiones! —gritó—. ¡Cambiad las posiciones y disparad fuego para cubrirnos mientras cerramos la brecha! ¡Los de las catapultas, quiero que caigan piedras para aplastar a los alagai que vayan entrando y bloquearle el camino a los demás!

—No podemos disparar fuego tan de cerca —le dijo uno de los guerreros de la catapulta. Los demás asintieron y pudo ver el mismo terror en sus rostros que él había sentido sólo un momento antes. Necesitaban algo que los aterrorizara más aún para sacarlos con rapidez de su estupor.

Le dio un puñetazo en la cara al que había hablado, que quedó tumbado de espaldas en el suelo del adarve.

—¡Me da igual si tenéis que tirar las piedras a mano! ¡Haced lo que os ordeno!

El velo oscuro como la noche del hombre se tiñó de sangre y su respuesta fue ininteligible, pero se dio un golpe con el puño contra el pecho y se incorporó tambaleándose; en seguida se puso en movimiento para ejecutar la orden. Los otros mehnding le siguieron y el miedo los sumió en un torbellino de actividad.

Jardir miró al nie’Sharum.

—Avisa que se ha abierto una brecha.

Cuando el chaval se llevó el cuerno a los labios, sintió una oleada de fracaso y vergüenza por tener que dar una orden como esa durante su mandato.

Pero el sentimiento desapareció pronto. Había demasiadas cosas por hacer. Se volvió hacia Hasik.

—Reúne a todos los hombres y Protectores que puedas y nos encontraremos en las puertas. Tenemos que cerrar la brecha.

El gigante asintió y salió disparado, emocionado ante la perspectiva de precipitarse en mitad del torbellino de alagai. Jardir corrió por los adarves hacia el punto donde su unidad personal luchaba a las órdenes de Shanjat. Necesitaba tener a sus propios hombres consigo para lo que quería hacer. Los otros kaji podían sentir aún resentimiento por haberles traicionado, pero los guerreros que habían luchado a su lado noche tras noche durante años eran suyos en lo más hondo de sus almas.

El norteño lo siguió y Jardir deseó saber las palabras adecuadas para alejarle, o tener el tiempo suficiente para hacerse entender. Incluso aunque quisiera ayudar, un guerrero desentrenado sólo estorbaría en el camino de una unidad tan profundamente compenetrada como la suya.

Se oyó un chillido en el cielo y el norteño gritó: «¡Alagai!».

El hombre cayó sobre Jardir, y ambos cayeron al suelo. Notaron la agitación del aire cuando las alas de cuero pasaron justo por encima de ellos.

Jardir maldijo mientras rodaba para separarse del extranjero. Necesitaba una red, pero no había ninguna a mano, como era lógico. El norteño se puso rápidamente en pie y se mantuvo agazapado con la lanza preparada mientras el demonio daba la vuelta y volvía a por ellos.

«Desde luego es valiente, aunque está loco —pensó—. ¿Qué piensa hacer sin una red?».

Pero cuando el demonio regresó, el norteño se puso de rodillas y le clavó con fuerza su larga lanza. La punta con garfios atravesó la fina membrana del ala del alagai justo en la articulación del hombro y, con un giro, el hombre usó la lanza como una palanca para volver la velocidad del demonio contra sí mismo. Después tiró de él para tumbarlo de espaldas contra la muralla.

El demonio no estaba herido de gravedad, pero el norteño se movió con rapidez, agarró los cordajes del escudo que colgaba flojo sobre su brazo y presionó la superficie cubierta de grafos contra el pecho del monstruo.

La magia estalló en llamas al contacto; la criatura daba sacudidas y chillaba enloquecida. Jardir tampoco perdió tiempo, sino que hundió su lanza profundamente en el ojo de la aturdida bestia. Esta pateó y aulló, pero Jardir liberó el arma para volver a hundirla en el otro ojo, y esta vez la retorció hasta que el demonio se quedó quieto.

El hombre de las tierras verdes alzó la mirada con los ojos relucientes por la excitación, y dijo algo en su lengua del norte.

Jardir se echó a reír, y le dio unas palmadas en el hombro.

—¡Me has sorprendido, Arlen, hijo de Jeph!

Y juntos, corrieron por los adarves al encuentro de sus hombres.

Había guerreros luchando por sus vidas allá donde posara la vista, pero Jardir no podía pararse a socorrerles. Si no se cerraba la brecha, cuando el sol saliera encontraría a todos los Sharum hechos pedazos en el Laberinto.

—¡Vended caras vuestras vidas! —les gritaba mientras sus hombres corrían de un lado a otro—. ¡Everam os contempla!

Por todos lados en el Laberinto se oían rugidos animales y los gritos de los guerreros, hasta el punto de hacer temblar las mismas murallas. En algún lugar delante de ellos, el demonio de las rocas sembraba la destrucción entre sus hombres.

«Sortea los obstáculos que encuentres —se dijo a sí mismo—. Nada importa si no podemos cerrar la brecha».

Encontraron la liza ante las grandes puertas en ruinas. Allí yacían muertos o moribundos tanto alagai como dal’Sharum, atravesados por los disparos de los escorpiones o destrozados por dientes y garras. Los mehnding se las habían apañado para apilar escombros delante de la puerta rota, pero los ágiles alagai escalaban la montaña de cascotes sin esfuerzo.

—¡Bajad de ahí! —gritó y los escasos y maltrechos dal’Sharum que aún luchaban en la liza saltaron y desaparecieron rápidamente de la vista.

Con los escudos en formación cerrada, los guerreros de Jardir corrieron a toda velocidad hacia la brecha en filas de diez e igual número de fondo. En primera línea, a su lado, corría el hombre de las tierras verdes, marcando el paso como si hubiera hecho instrucción con los dal’Sharum toda su vida. Puede que fuera un chin, pero al hombre le eran muy familiares tanto la lanza como el escudo.

Los guerreros de los extremos aumentaron la velocidad conforme avanzaban, hasta que las filas tomaron la forma de una estrecha «V» y se adelantaron para embolsar a los demonios de la arena y conducirlos de vuelta a la puerta.

Tuvo lugar un fuerte choque en el lugar donde entraron en contacto con la marea de alagai que avanzaba, pero los grafos de sus escudos se activaron y relucieron, y los alagai fueron rechazados hacia atrás. Los guerreros rugieron ante la resistencia que ofrecían los demonios, pero aquellos que iban detrás imprimieron más fuerza a la presión que estos ejercían y mantuvieron un brillante fulgor mágico entre ellos y los enemigos. Con lentitud, los cien guerreros de Jardir comenzaron a expulsar a los alagai.

—¡Filas traseras, retroceded! —gritó Jardir y las más alejadas se volvieron con un brusco chasquido, unieron de nuevo los escudos y avanzaron, abriendo un amplio espacio entre las filas delanteras y las traseras para que los Captores pudieran trabajar. La élite de los dal’Sharum abatió las lanzas y colgó el escudo sobre la espalda, para sacar unas placas de cerámica lacada de sus petates de combate. Dos Protectores colocaron las placas en orden cruzando la liza de lado a lado delante de la brecha. Los otros dos cogieron sus lanzas y las usaron como varas de medir para alinear las placas una por una.

Jardir clavó la lanza en el ojo de un demonio de la arena, uno de los pocos puntos realmente vulnerables de un alagai. A su lado, el norteño encontró el otro punto débil y dirigió la punta de la lanza a través de la garganta de un demonio que rugía. Las garras barrían los espacios dejados por los huecos entre escudo y escudo, con el consiguiente estallido de los relámpagos mágicos, y los hombres tenían que apartarse de su camino para evitar ser atravesados por ellas.

Mientras se acercaban más y más hacia la puerta, los ojos de Jardir se abrieron de par en par al ver la hueste que se había reunido fuera. Parecía que las dunas se hubieran cubierto de demonios de la arena, todos empujando para penetrar en la fortificación de sus enemigos. Sobre los alagai caían dardos y piedras, pero eran como guijarros arrojados en un charco de agua, que rápidamente se los tragaba.

Cuando los Protectores dieron el aviso, Jardir y sus hombres comenzaron a retirarse. «Hemos ganado otra noche», pensó, como si los demonios que les seguían de cerca entre el relumbrar de la magia procedente de las protecciones de cerámica pudieran escucharle. «Krasia volverá a luchar de nuevo mañana».

Se volvió y encontró el campo de batalla delante de las puertas en calma, sin lucha. Los demonios que quedaban habían huido hacia el interior del Laberinto.

—¡Batidor! —llamó Jardir mientras se apartaba de sus hombres, y en unos segundos Coliv dejó caer una escalera desde la muralla y se apresuró a informarle.

—Las noticias son desalentadoras, Primer Guerrero —informó el hombre—. Los majah se han reunido en el sexto nivel para enfrentarse a la mayoría de los demonios de la arena, pero hay tribus dispersas luchando por todo el Laberinto y pocas de las batallas evolucionan bien. El gigante penetra cada vez más profundamente y destroza unidades enteras conforme se abre paso a golpe de garra hacia la puerta principal. Acabo de localizarlo en el nivel octavo.

—Seguramente no puede avanzar por todos los recovecos del Laberinto —contestó Jardir.

—Parece seguir una pista de algún tipo, Primer Guerrero —dijo Coliv—. Se detiene a husmear el aire y elude otra de las revueltas del Laberinto. Tiene bailando a sus pies a un puñado de demonios de la arena y del fuego, pero no les presta atención.

Jardir alzó el velo para escupir el polvo que le había entrado en la boca.

—Regresa a la muralla y coloca a unos cuantos Auxiliares que preparen un itinerario para recoger las unidades dispersas mientras nos dirigimos hacia los majah.

Coliv se dio un golpe con el puño en el pecho, corrió hacia la escalera y trepó de nuevo a la muralla. Jardir se volvió para reunir a sus hombres y se encontró con el norteño intentando comunicarse con uno de los Captores; el extranjero movía las manos con furia mientras el guerrero le observaba, confuso.

—Nie está muy fuerte en este Creciente —gritó Jardir, atrayendo la atención de todos—, pero ¡Everam lo es aún más! ¡Debemos creer que Él vela por nosotros a través del sol, o toda Ala será consumida por la negrura de Nie! ¡Mostremos a los alagai lo que significa enfrentarse a la Lanza del Desierto y no olvidéis que el Cielo os aguarda!

Alzó su lanza hacia el cielo y los demás Sharum hicieron lo mismo, dando a la vez un gran grito. Jardir encabezó la marcha hacia el interior del Laberinto.

A lo largo de toda la noche los hombres de Jardir cargaron contra las hordas de los demonios y los llevaron hacia los pozos protegidos. Los supervivientes de las unidades dispersas se unieron a Jardir; llevaba ya más de mil guerreros a su espalda cuando se unieron a los majah, que defendían el estrecho corredor que daba acceso al sexto nivel.

Los hombres de Jardir se adentraron en las filas de los alagai desde atrás, y usaron los escudos protegidos para formar una cuña y empujar a través de ella. Los majah hicieron una abertura en su muro de escudos y los hombres se precipitaron a través de ella con tanta fluidez como si estuvieran haciendo instrucción en el sharaj.

—Informa —ordenó Jardir a uno de los kai’Sharum de los majah.

—Estamos resistiendo, Primer Guerrero —le dijo el capitán—, pero no tenemos manera de forzar a los alagai hacia los pozos.

—Entonces no lo hagáis —repuso él—, que los Protectores sellen este nivel. Deja a cien de tus mejores hombres vigilando y dirigíos luego hacia el este, hacia el nivel noveno a socorrer a los bajin.

—¿Adónde vas tú? —le preguntó el kai’Sharum.

—Voy a buscar al gigante y a mandarle de vuelta al Abismo de Nie —replicó.

Jardir tomó todos los hombres de los que los majah pudieron desprenderse y se dirigió hacia las puertas de la ciudad, rezando para que no fuera demasiado tarde.

El demonio de las rocas estaba justo delante de la puerta principal de la ciudad, aporreándola entre los grafos. Grandes relámpagos de magia iluminaban la noche y se oía el tronar por toda la ciudad, aunque los viejos grafos aguantaron el asalto. El demonio aullaba, furioso e impotente.

A sus pies, los guerreros cargaban contra él; le clavaban sus lanzas de duro acero del desierto, pero al demonio no le afectaban los aguijonazos. Mientras Jardir observaba, el alagai dio un despreocupado golpe con la cola y aplastó los escudos, partió las lanzas y lanzó a los valientes guerreros por los aires.

—Que Everam nos proteja —susurró Jardir.

—Al menos la puerta parece aguantar —comentó Shanjat.

Él respondió con un gruñido.

—¿Seguirá así hasta el amanecer? ¿Podemos correr ese riesgo?

—¿Y qué otra cosa podemos hacer? —inquirió el hombre—. Ni los escorpiones pueden atravesar esa coraza, y engañarlo para hacerlo caer en un pozo no serviría de nada, es demasiado grande. ¡Su cabeza quedaría por encima del borde!

—¡Bah! ¡Sólo es un demonio algo grande! —replicó Hasik—. Con guerreros suficientes podemos derribarle y atarle los brazos.

—Brazo —le corrigió Shanjat—. Y perderíamos a muchos de esa manera, sin que tuviéramos garantía alguna de que funcionara. Jamás había visto un alagai tan fuerte. Me temo que es el mismo Alagai Ka, que ha venido durante el Creciente.

—Eso es una tontería —replicó Jardir. El Primer Guerrero observó al demonio mientras sus lugartenientes discutían. «Por Everam, tengo que encontrar la manera de matarte», se juró para sus adentros.

Estaba a punto de ordenar una carga, con la esperanza de que un número muy grande pudiera derribar a la criatura, cuando uno de los Captores llegó corriendo hasta él.

—Con perdón, Primer Guerrero, el chin tiene un plan —dijo el hombre. Jardir se volvió para ver cómo el norteño mantenía una acalorada conversación con sus Protectores, comunicando sus intenciones a través de la mímica.

—¿Cuál es? —preguntó.

—Seguro que no pretenderás que confiemos en él —repuso Hasik.

—¿Se te ocurre algún plan que no implique desperdiciar vidas cargando contra esa abominación salida del abismo? —inquirió él. Como el guerrero no respondió, se volvió hacia el Captor—. ¿Cuál es el plan?

—El chin sabe algo de protección —comenzó el Protector.

—Seguro —masculló Hasik entre dientes—, todo lo que saben hacer los chin es esconderse detrás de los grafos.

—Cállate —le espetó Jardir.

El Protector ignoró el intercambio de palabras.

—El norteño tiene placas de grafos que pueden atrapar a la criatura, si podemos llevarla hasta un callejón sin salida y descubrirlas después. El grafo para el demonio de las rocas es muy parecido al que usamos para los de la arena. Las murallas del Laberinto podrían servir de pozo hasta el amanecer.

Jardir cogió las placas y las examinó. Era cierto que contenían grafos similares a los de los demonios de la arena, pero más grandes y en un ángulo distinto, con una apertura en una de las líneas. Lo trazó con un dedo.

—Hay un callejón sin salida que da al décimo —apuntó.

—Lo sé, Primer Guerrero —añadió el Protector, inclinándose.

Jardir devolvió la mirada a Hasik y Shanjat.

—Mantened al demonio bajo vigilancia. No hagáis nada a menos que haya algún signo de que los grafos de la puerta se estén debilitando. Si eso sucediera, quiero que todos los hombres del Laberinto caigan sobre ese monstruo.

Los dos guerreros se golpearon el pecho con los puños y se inclinaron. Jardir seleccionó a sus tres mejores Protectores y escoltaron al norteño hasta uno de los huecos de las paredes del Laberinto. Cuando los cinco estuvieron de acuerdo en que los grafos en las murallas de la puerta principal aguantarían, clavaron las placas de grafos al suelo con estacas y las cubrieron con una lona del color de la arena que podía quitarse con facilidad.

Una vez más, el hombre de las tierras verdes impresionó a Jardir. La protección era una habilidad reservada a unos pocos en Krasia, a los dama y a unos cuantos guerreros seleccionados cuidadosamente.

—¿Quién eres tú? —le preguntó, pero el hombre se encogió de hombros, sin comprenderle.

Volvieron hacia la avanzada de las líneas, donde el demonio continuaba atacando sistemáticamente cada centímetro de la puerta, buscando algún punto débil.

Jardir observó al gigantesco alagai y sintió una punzada de miedo, pero era el Primer Guerrero. No podía pedirle a ningún otro que atrajera a la bestia.

«Sea o no el Liberador», se dijo a sí mismo, intentando creerlo. Pero él sabía que Inevera le había mentido en muchas otras cosas, así que, ¿por qué no iba a hacerlo en aquello también?

Jardir se armó de valor, trazó un grafo en el aire y dio un paso hacia adelante.

—¡No, Sharum Ka! —gritó Hasik—. ¡Yo soy tu guardaespaldas! ¡Déjame atraer al demonio!

Él sacudió la cabeza.

—Tu valentía te honra, pero esta tarea me pertenece sólo a mí.

El norteño dijo algo y realizó un movimiento como si cortara algo con el brazo, pero ya no había tiempo para descifrar sus crípticos mensajes. Jardir se abrió a sus miedos y avanzó a grandes zancadas hacia el demonio, gritando y haciendo sonar la lanza contra el escudo.

El demonio le ignoró y continuó su ataque a la puerta.

Jardir cargó contra él. Le clavó la lanza con fuerza en la articulación trasera de la rodilla, pero la criatura sólo agitó la cola en su dirección como haría un caballo para deshacerse de una mosca.

Jardir eludió el coletazo agachándose justo cuando el apéndice forrado de púas pasó con un silbido sobre su cabeza. Miró la lanza y observó que había perdido la punta.

—¡Orín de camello! —masculló entre dientes. Regresó a las líneas para que Hasik le diera una lanza nueva.

—¡Mira, Primer Guerrero! —gritó el guardaespaldas mientras señalaba algo. Jardir se dio la vuelta y vio al norteño avanzar decidido hacia el demonio.

—¡Estúpido! —gritó—. ¿Qué crees que estás haciendo? —Pero el norteño no dio señal de que le hubiera oído y mucho menos de que le hubiera comprendido. Se detuvo justo fuera del alcance de la criatura y le dio un grito.

El demonio detuvo el ataque al oír el sonido, inclinó la cabeza y olisqueó el aire. Se volvió para mirar al norteño y después la chispa del reconocimiento se encendió en sus extraños ojos.

—¡Por la sangre de Nie! —resolló Hasik—. Le conoce.

La bestia dio un gran rugido y se lanzó al ataque. Barrió el aire con las garras de su brazo bueno, pero el norteño saltó con rapidez hacia un lado y se volvió para correr en dirección a la zona donde habían montado la trampa.

—¡Apartaos del camino! —gritó Jardir y sus guerreros se movieron como un solo hombre para despejar la trayectoria de ambos. Cuando pasó el demonio, Jardir salió disparado detrás de él, seguido a su vez por todos los guerreros allí reunidos.

El Laberinto tembló con el impacto de los pies del monstruo, que levantaba grandes nubes de polvo a su paso. Jardir no podía distinguir al hombre de las tierras verdes, pero el demonio continuaba aullando y corriendo, así que suponía que el chin se mantenía a la cabeza.

Dieron un par de rápidos giros y, a la luz mortecina de las lámparas de aceite, Jardir comprobó que el norteño se introducía en el apostadero. El demonio le siguió y los Captores salieron de sus escondrijos para revelar los grafos.

El demonio de las rocas rugió de triunfo cuando vio que su presa había quedado atrapada, y embistió contra el hombre, que se volvió y se dirigió directo hacia la bestia.

La magia relampagueó y las garras del demonio rozaron el escudo del norteño. El impacto derribó al hombre, pero este rodó sobre sí mismo como un gato, y luego saltó tras el demonio antes de que pudiera repetir el ataque.

Los grafos estaban ya al descubierto, pero Jardir vio que el demonio había desplazado una de las placas centrales a su paso. El grafo había quedado destruido.

El norteño también lo vio. Jardir esperaba que saliera disparado del apostadero antes de que el demonio se diera la vuelta, pero nuevamente le sorprendió. Señaló con su lanza al grafo roto, gritó algo en su idioma gutural y se volvió para enfrentarse al alagai.

—¡Reparad el grafo! —gritó Jardir, pero los Protectores ya estaban en ello, trazando un símbolo nuevo en una pizarra. Estuvo finalizado en menos de un minuto.

Una vez más el demonio atacó y de nuevo el norteño lo esquivó, aunque recibió un golpe de refilón sobre el escudo. Pero esa vez el demonio fue más rápido que él y movió el muñón de su otro brazo como una porra gigante. El norteño intentó lanzarse al suelo para evitar el ataque, pero el demonio alzó una pata para aplastarle mientras estaba en el suelo y él comprendió que no podría levantarse a tiempo.

Los Protectores casi habían acabado. El norteño moriría como un héroe y Krasia estaría a salvo. Todo lo que Jardir tenía que hacer era desentenderse del misterio que suponía el valiente hombre de las tierras verdes y darle la espalda.

Pero en vez de eso dio un alarido y saltó dentro del apostadero.