16
Una taza y un plato
Primavera del 333 d. R.
Leesha observaba mientras Wonda y Gared se enfrentaban en el Cementerio de los Abismales, dando vueltas uno alrededor del otro. Aunque Wonda era más alta que las demás mujeres de Hoya, incluidas las refugiadas, parecía pequeña al lado del gran guerrero. Tenía quince años y el hombre casi treinta, aun así, él mostraba una expresión de intensa concentración mientras que el rostro de la chica estaba en calma.
De repente, él embistió, e intentó agarrarla, pero ella le cogió de la muñeca con una mano y giró, a la vez que presionaba el codo del hombre con la mano libre. Después dio un paso a un lado y usó la fuerza del ataque de Gared para lanzarlo de espaldas contra los adoquines.
—¡El Abismo que te engendró! —rugió Gared.
—Bien hecho —felicitó el Protegido a Wonda mientras esta le ofrecía la mano al hombre para ayudarlo a levantarse. Desde que había empezado a dar clases de sharusahk a los hoyenses, ella se había convertido en su mejor alumna con diferencia.
—La sharusahk enseña a desviar la fuerza —le recordó a Gared—. No puedes seguir usando esos golpes salvajes como lo harías contra un abismal.
—O contra un árbol —añadió Wonda, y arrancó unas risitas disimuladas a las otras estudiantes. Los Leñadores las miraron mal, pues unos cuantos habían sido derrotados ya por las chicas, algo a lo que los hombres no estaban acostumbrados.
—Inténtalo de nuevo —insistió el hombre tatuado—. Mantén las extremidades pegadas al cuerpo y no pierdas tu equilibrio. No le dejes una apertura. Y tú —añadió volviéndose hacia Wonda—, no te confíes. El más débil de los dal’Sharum se ha pasado toda una vida de entrenamiento frente a vuestros meses escasos. Y ellos no serán un ejercicio de prácticas. —Wonda asintió, su sonrisa desapareció, y ambos se inclinaron y comenzaron a girar uno en torno al otro de nuevo.
—Aprenden con rapidez —dijo Leesha cuando el Protegido se acercó a ella y a Rojer. Nunca había entrenado con el resto de los hoyenses, pero los observaba cada día mientras practicaban el sharukin, y su rápida mente archivaba cada uno de los movimientos.
Una vez más, la chica consiguió tirar de espaldas al gigante. La Herborista sacudió la cabeza con añoranza.
—Realmente es un arte bello. Es una pena que sólo sirva para mutilar y matar.
—La gente que lo inventó no es muy distinta —comentó el hombre tatuado—. Son brillantes, hermosos y letales más allá de lo imaginable.
—¿Y estás seguro de que vendrán a por nosotros? —preguntó ella.
—No me cabe la menor duda —dijo el Protegido—, aunque desearía que las cosas fueran diferentes.
—¿Qué crees que hará el duque Rhinebeck?
El Protegido se encogió de hombros.
—Tuve pocos encuentros con él en mis tiempos de Enviado, así que no sé mucho de él.
—No hay mucho que averiguar —intervino Rojer—. Rhinebeck se pasa las horas haciendo tres cosas: contar dinero, beber vino y acostarse con chicas cada vez más jóvenes, esperando que alguna de ellas le dé un heredero.
—¿Es estéril? —preguntó Leesha con sorpresa.
—Yo no lo llamaría así en cualquier sitio donde alguien pudiera escucharme —advirtió el Juglar—. Ha colgado a unas cuantas Herboristas por insultos menos directos que ese. Le echa la culpa a sus esposas.
—Siempre lo hacen. Como si el ser estériles los hiciera menos hombres.
—¿Y no es así? —preguntó Rojer.
—No seas absurdo —dijo Leesha, pero incluso el hombre tatuado la miró con la duda retratada en la mirada—. De todas formas —insistió ella—, la fertilidad era una de las especialidades de Bruna y me enseñó bien. Quizá me gane su favor si le curo.
—¿Su favor? —preguntó Rojer—. Si lo consigues te haría su duquesa y te preñaría él mismo.
—Da igual —les interrumpió el Protegido—, aunque tus hierbas puedan sanar su semilla, pasarían meses antes de que hubiera una prueba de ello. Y necesitamos una influencia más inmediata que esa.
—¿Más influencia que un ejército de guerreros del desierto ante su puerta? —sugirió el Juglar.
—Rhinebeck tendría que movilizarse mucho antes de que las cosas llegaran a ese punto, si quiere tener alguna esperanza de frenar a Jardir —explicó el hombre tatuado—, y los duques no son hombres aptos para asumir esos riesgos si no es por algo muy convincente.
—Y luego habría que vérselas con los hermanos del duque —continuó Rojer—. El príncipe Mickael subirá al trono si él muere sin heredero y el príncipe Pether es el Guía de los Pastores del Creador. Thamos, el más joven, dirige la guardia del ducado, la Milicia Impasible.
—¿Hay alguna posibilidad de hacerles razonar? —inquirió la chica.
—Ninguna —afirmó Rojer—. Al que hay que convencer es a lord Janson, el primer ministro. Ninguno de los príncipes encontraría siquiera sus zapatos sin él. No pasa nada en Angiers que Janson no rastree y anote en sus prolijos libros de registro y la familia real delega casi todo en él.
—Así que si Janson no nos apoya, es imposible que lo haga el duque —comentó el hombre tatuado.
Rojer asintió.
—Janson es un cobarde —le advirtió—. Conseguir que se avenga a una guerra… —Se encogió de hombros—. No será fácil. Habrá que buscar otros métodos. —Ambos, la Herborista y el Protegido le miraron con curiosidad.
—Tú eres el magnífico Protegido —dijo Rojer—. La mitad de la gente al sur de Miln cree que eres el Liberador. Unos cuantos encuentros con los Pastores y las historias apropiadas en la casa gremial de los Juglares, y la otra mitad también lo creerá.
—No —le cortó el Protegido—. No voy a simular que soy algo que no soy, ni siquiera por este motivo.
—¿Quién dice que no lo seas? —preguntó Leesha.
El hombre tatuado se volvió hacia ella, sorprendido.
—¿Tú también? Ya es bastante que tenga que soportar a los Juglares con sus cuentos y al Pastor cegado por su fe, pero tú eres una Herborista. El conocimiento es el que cura a tus pacientes, no la oración.
—También soy una Bruja Protectora —aclaró ella—, eso es en lo que tú me has convertido. Es cierto que yo doy más valor a los libros de ciencia que al Canon de los Pastores, pero la ciencia se queda corta a la hora de explicar por qué unos cuantos garabatos en el suelo pueden repeler a un abismal o hacerle daño. En el universo hay más cosas aparte de la ciencia. Y también podría haber lugar para un Liberador.
—Yo no soy un enviado del Cielo —repuso él—. Con las cosas que he hecho… ningún Cielo me querría.
—Muchos creen que los Liberadores del pasado fueron hombres justos, como tú —le explicó ella—. Generales que aparecieron en el momento indicado, cuando la gente más los necesitaba. ¿Le darás la espalda a la humanidad por una cuestión de semántica?
—No sé nada de semántica —replicó el hombre tatuado—. Si la gente empieza a buscarme para que solucione sus problemas, jamás aprenderán a resolverlos por ellos mismos. —Se volvió hacia Rojer—. ¿Está todo preparado?
El Juglar asintió.
—Los caballos están cargados y ensillados. Podemos marcharnos cuando estés listo.
Había pasado ya un mes desde el inicio de la primavera y los árboles que flanqueaban el camino de los Enviados a Angiers reverdecían con las hojas nuevas. Rojer se abrazaba con fuerza a Leesha sobre la cabalgadura. Nunca había sido un gran jinete y desconfiaba de los caballos, especialmente si no iban enganchados a un carro. Por fortuna, no era muy corpulento y podía viajar con ella sin cansar demasiado al animal. Leesha, en cambio, se las había apañado para aprender a montar bien en poco tiempo y conducía el caballo con confianza.
El hecho de regresar a Angiers también contribuía a revolverle el estómago. Había abandonado la ciudad con la Herborista hacía un año, y lo había hecho tanto para salvar su vida como para ayudarla a llegar a casa. No deseaba volver, incluso aunque fuera acompañado por sus poderosos amigos, en especial porque significaba que el gremio de los Juglares se enteraría de que aún estaba vivo.
—¿Tiene sobrepeso? —le preguntó la chica.
—¿Hum?
—El duque Rhinebeck —aclaró ella—. ¿Tiene sobrepeso? ¿Bebe?
—Sí y sí —repuso él—. Tiene el aspecto de haberse bebido un barril entero de cerveza y eso no debe andar muy lejos de la verdad.
Leesha llevaba toda la mañana haciéndole preguntas sobre el duque, y su ágil mente ya estaba trabajando en hipotéticos diagnósticos y curas, pese a no haberse encontrado aún con el hombre. Rojer sabía que su interrogatorio era importante, pero habían pasado cerca de diez años desde que vivió en palacio. Muchas de las preguntas ponían a prueba su memoria y no tenía idea de si sus respuestas seguían siendo fieles a la realidad.
—¿Tiene problemas en la cama?
—¿Y cómo demonios voy yo a saber eso? —le espetó él—. Que yo sepa no duerme con chicos.
La muchacha frunció el ceño y él se sintió avergonzado.
—¿Qué es lo que te molesta, Rojer? —le preguntó—. Llevas distraído toda la mañana.
—Nada.
—No me mientas. No se te da bien.
—Supongo que este camino me hace pensar en el año pasado.
—No son buenos recuerdos —admitió Leesha, y paseó la mirada con nerviosismo a ambos lados de la carretera—. Estoy esperando que salten bandidos de los árboles sobre nosotros.
—No creo que eso ocurra con esta escolta —comentó el Juglar a la vez que señalaba con un gesto de la barbilla a Wonda, que cabalgaba un corcel ligero y llevaba su gran arco montado y preparado en una funda colgada de la montura. Iba erguida y alerta, con la mirada despierta en su rostro cubierto de cicatrices.
Detrás de ellos, Gared montaba un corpulento percherón, aunque el gigante hacía que el enorme animal pareciera un caballo normal comparado con él. La empuñadura del hacha sobresalía por encima de uno de sus hombros, lista para entrar en acción. Había poco que temer de ningún enemigo mortal con aquellos dos guardianes entrenados en la caza de demonios.
Pero lo más tranquilizador de todo, incluso a la luz del día, era la presencia del Protegido. Cabalgaba sobre su gigantesco semental negro a la cabeza de la pequeña columna. Rehuía las conversaciones de los demás, pero su presencia era un recordatorio silencioso de que no les ocurriría nada mientras él anduviera cerca.
—Así que lo que te preocupa, ¿es el camino o lo que te espera al final de él?
Rojer se la quedó mirando y se preguntó cómo era capaz de leer con tanta claridad sus pensamientos.
—¿A qué te refieres? —preguntó, aunque sabía bien de qué estaba hablando ella.
—Nunca me explicaste por qué llegaste al dispensario medio muerto el año pasado. Ni por qué te negaste a acudir a la guardia a denunciarlo, o informar al gremio de los Juglares de que aún estabas vivo, incluso después de que enterraran a maese Jaycob.
Rojer pensó en él, en Jaycob, el anterior maestro de Arrick, que había sido como un abuelo para él cuando aquel murió. Jaycob se hizo cargo de él cuando no tenía adónde ir y puso su propia reputación en juego para impulsar su carrera. El anciano había pagado un alto precio por su amabilidad: morir a palos por un crimen que había cometido él.
Intentó hablar, pero la voz le falló y los ojos se le llenaron de lágrimas.
—Chist, chist —susurró Leesha. Luego le cogió las manos y las apretó con más fuerza en torno a su cuerpo—. Ya hablaremos de eso cuando estés preparado. —Él se apoyó sobre ella, inhaló el dulce perfume de su pelo y recuperó la serenidad.
Estaban a dos días de la ciudad, no lejos de donde el Protegido había encontrado a Rojer y Leesha en el camino, cuando este hizo girar su caballo y se adentró entre los árboles.
Leesha acicateó a su montura para que avanzara entre los árboles hasta que llegó al lado del hombre. Como no había camino que seguir y menos aún uno que permitiera emparejar a los animales, tenían que cambiar de sentido y zigzaguear para evitar las ramas bajas. Gared se vio obligado a bajarse del caballo y continuar andando.
—¿Adónde vamos? —preguntó la Herborista.
—A por tus grimorios —respondió el hombre tatuado.
—Creí que me habías dicho que estaban en Angiers.
—Me refería al ducado, no a la ciudad —repuso él con una amplia sonrisa.
El camino se abrió pronto, pero de un modo que seguía pareciendo natural a ojos poco entrenados. Leesha, sin embargo, era una Herborista y conocía bien las plantas.
—Tú hiciste esto —comentó—. Cortaste los árboles, ampliaste el sendero y luego lo disimulaste para que no pareciera un camino a simple vista.
—Valoro mi intimidad —replicó él.
—¡Debe de haberte llevado años!
El hombre tatuado sacudió la cabeza negativamente.
—Mi fuerza es útil para algunas cosas. Puedo abatir un árbol tan rápido como Gared y arrastrarlo con más facilidad que un tiro de caballos.
El camino secreto se internaba profundamente en el bosque y luego, en un punto, viraba hacia la izquierda. El Protegido ignoró el camino evidente y giró hacia la derecha, lo que nuevamente les sumergió entre los árboles. Los demás le siguieron, y cuando apartaron las ramas para ver, se les escapó un jadeo sorprendido.
Allí, escondido en una hondonada, había un muro de piedra, tan cubierto de hiedra y musgo que había sido invisible hasta que tropezaron con él.
—No me puedo creer que esto esté aquí, tan cerca del camino —comentó Rojer.
—Hay cientos de ruinas como esta en el bosque —le explicó el hombre tatuado—. Los árboles reclamaron la tierra después del Retorno. Unas cuantas son paradas habituales de los Enviados, pero otras, como estas, han pasado desapercibidas durante siglos.
Siguieron el muro hasta una puerta cerrada, antigua y enmohecida. El Protegido sacó una llave de entre sus ropas y la insertó en la cerradura; esta, bien engrasada, giró con un suave «clic». Las puertas se abrieron en silencio.
Dentro había una caballeriza, cuya parte delantera se había hundido aunque la parte posterior de la estructura seguía intacta y estaba despejada; allí había un carro grande cubierto y espacio más que suficiente para cuatro caballos.
—Es un milagro que la mitad del edificio haya sobrevivido tan bien a los años y la otra mitad no —señaló Leesha con una amplia sonrisa, mientras apartaba un poco de musgo del camino y descubría los grafos recientes que había sobre las paredes. El Protegido no dijo nada mientras cepillaban los caballos.
Como el resto del complejo, la casa principal se hallaba en ruinas, con el tejado hundido y de aspecto decididamente poco seguro. El Protegido les guio hasta la parte trasera donde se alzaba la zona de los sirvientes, bastante grande para lo que solían estar acostumbrados los que vivían en las aldeas. El lugar estaba también semihundido, como la caballeriza, pero la puerta a través de la cual les guio el Protegido era recia, fuerte y estaba cerrada.
La entrada daba a una amplia habitación, restaurada para ser utilizada como taller. Había equipos de protección por todas partes, junto con jarras selladas de tinta y pintura, varios proyectos a medias y pilas de materiales diversos.
Había también un armarito de cocina al lado de la chimenea. Leesha lo abrió y encontró dentro una taza y un plato, un cuenco y una cuchara. Había un cuchillo clavado en la tabla de cortar al lado del puchero vacío colgado de la chimenea.
—Tan frío y tan solo —susurró ella.
—Ni siquiera tiene una cama —murmuró Rojer—. Debe de dormir en el suelo.
—Yo me sentía sola cuando estaba en la cabaña de Bruna, pero esto…
—Por aquí —dijo el Protegido, y se dirigió hacia una esquina de la habitación donde había una gran estantería. Esta captó inmediatamente la atención de Leesha y se encaminó hacia allí.
—¿Esos son los grimorios? —preguntó, incapaz de ocultar la ansiedad en su voz.
El hombre tatuado echó una ojeada a la estantería y sacudió la cabeza.
—Ahí no hay nada. Libros de grafos normales y corrientes, así como otros de historia y mapas. Nada que no puedas encontrar en la biblioteca de cualquier Protector o Enviado que merezca ese nombre.
—Entonces, ¿dónde…? —comenzó a decir ella, pero el Protegido se movió hacia una sección indistinguible del suelo y dio una fuerte patada en un lugar concreto. La losa estaba sobre una palanca y uno de sus extremos se hundió en un hueco en el suelo mientras que el otro se alzó para mostrar una pequeña anilla de metal. El Protegido cogió la anilla, tiró, y se abrió una trampilla en el suelo, con los bordes irregulares y llenos de serrín, lo que hacía imposible distinguirla entre sus compañeras.
El Protegido encendió una linterna y encabezó el camino escaleras abajo hacia un gran sótano. Las paredes eran de piedra y la habitación, fresca y seca. Había un pasillo que iba hacia la casa principal hundida, pero una gigantesca piedra cerraba el paso.
Por todas partes colgaban y yacían apiladas armas protegidas. Hachas, lanzas de diversos tamaños, diferentes tipos de picas, cuchillos, todos delicadamente grabados con grafos de combate. Había también docenas de virotes para ballestas y, literalmente, miles de flechas, atadas en gruesos manojos.
También se encontraban aquí y allá trofeos de todo tipo, como cráneos de demonios, cuernos y garras, escudos abollados y lanzas rotas. Gared y Wonda dibujaron grafos en el aire.
—Aquí tienes —le dijo el Protegido a la arquera, ofreciéndole un manojo de flechas, con delicados grafos grabados en los astiles de madera y las cabezas metálicas—. Estas ahondarán más en la carne de los abismales que las que tú llevas en tu aljaba.
Las manos de la arquera temblaban al aceptar el regalo. Sin palabras, inclinó la cabeza y el hombre tatuado también inclinó la suya.
—Gared… —se dirigió entonces al gigante, que dio un paso adelante. Seleccionó un pesado machete, con la hoja grabada con cientos de diminutos grafos—, con esto cortarás los miembros de un demonio del bosque como si fueran pámpanos de vid. —Y le ofreció el arma por la empuñadura. Gared cayó de rodillas.
—Levántate —le increpó el Protegido—. ¡Yo no soy vuestro maldito Liberador!
—Yo no te he llamado nada —contestó él con los ojos bajos—. Todo lo que sé es que me he pasado la vida comportándome como un imbécil egoísta, pero desde que llegaste a Hoya, he visto la luz. He visto cómo me cegaban mi orgullo y mi… lujuria. —Sus ojos se posaron un instante en Leesha—. El Creador me ha bendecido con brazos fuertes para matar demonios, no para tomar lo que me apetezca.
El hombre tatuado le ofreció su mano y cuando Gared la cogió lo puso en pie de un tirón, sin miramientos. Gared pesaba más de ciento cincuenta kilos, pero parecía como si no abultara más que un chiquillo.
—Quizá hayas visto la luz, Gared, pero eso no quiere decir que haya sido yo quien te la ha mostrado. Habías perdido a tu padre el día anterior y eso hace madurar a cualquier hombre, le enseña lo que es importante en la vida.
Le ofreció el machete de nuevo, y Gared lo tomó. Tenía una hoja ancha, pero parecía más una daga en las manos gigantes del hombre. Observó los trazos delicados de los grafos, maravillado.
El Protegido se dirigió a Leesha.
—Aquellos… —señaló una serie de estanterías en el extremo más apartado de la habitación— son los grimorios. —Ella se dispuso a ir a verlos pero él la sujetó por el brazo—. Si te dejo que vayas allí no sabremos nada de ti en diez horas.
La chica frunció el ceño, pues lo único que deseaba era sumergirse en los pesados tomos encuadernados en cuero, pero reprimió el deseo. No era su casa, así que asintió.
—Nos llevaremos los libros con nosotros cuando nos vayamos. Tengo otras copias. Estos son todos para ti.
Rojer miró al hombre tatuado.
—¿Hay regalos para todo el mundo menos para mí?
Él sonrió.
—Ya te encontraremos algo.
Comenzó a andar hacia el corredor bloqueado. La clave de la arcada que se había caído parecía pesar cientos de kilos, pero él la levantó con facilidad, y los condujo hacia una gruesa puerta cerrada que había permanecido oculta en la oscuridad.
El Protegido sacó otra llave de sus ropas y abrió la cerradura, empujó la puerta y entró. Acercó una vela a una alta lámpara que había al lado de la puerta y esta se encendió. Su luz se reflejó en unos grandes espejos cuidadosamente colocados por toda la habitación. De forma inmediata, la cámara se inundó de una luz cálida y los visitantes jadearon maravillados.
El suelo estaba cubierto de gruesas y ricas alfombras, tejidas con diseños antiguos. En las paredes colgaban docenas de pinturas de gente y hechos olvidados, obras maestras enmarcadas en molduras doradas, junto con espejos de marcos metálicos y muebles pulidos. Los tesoros yacían apilados en barriles por toda la habitación, llenos a rebosar de antiguas monedas de oro, gemas y joyas. Máquinas de propósito desconocido parcialmente desmontadas descansaban junto a grandes estatuas y bustos de mármol y muchas otras riquezas. También había estanterías por todas partes.
—Pero ¿cómo…? —preguntó Leesha.
—A los abismales no les preocupan las riquezas —comentó el hombre tatuado—. Los Enviados se llevaron todo lo que había en las ruinas más accesibles, pero había innumerables sitios donde jamás habían llegado, ciudades enteras perdidas en manos de los demonios y tragadas por la tierra. He intentado preservar todo aquello que sobrevivió a las adversidades.
—Eres más rico que todos los duques juntos —comentó el Juglar, sobrecogido.
El Protegido se encogió de hombros.
—No le veo mucha utilidad. Llevaos lo que queráis.
Rojer dejó escapar un jadeo de alegría y corrió por toda la habitación; hundió las manos en las pilas de monedas y joyas y pasó los dedos por las estatuillas y las viejas armas. Tocó una melodía en un cuerno de bronce y luego, con un grito, se agachó detrás de una estatua rota y reapareció con un violín en las manos. Las cuerdas se habían roto, pero la madera se mantenía fuerte y pulida. El chico se echó a reír y alzó el trofeo, feliz.
Gared paseó la mirada por todo el lugar.
—Me gusta más la otra habitación —le dijo a Wonda y ella asintió, de acuerdo con su afirmación.
Las puertas de Angiers estaban cerradas.
—¿Durante el día? —preguntó Rojer con sorpresa—. Normalmente están abiertas para los leñadores y sus carros. —Iba sentado en el puesto del conductor del carro que habían cogido del escondite del Protegido, tirado por el caballo de Leesha. Ella iba sentada a su lado, y detrás llevaba varios fardos de libros y otros artículos que habían usado para disimular el doble fondo del carro. El espacio escondido lo habían llenado de armas protegidas y oro en cantidad suficiente.
—Puede que Rhinebeck se haya tomado la amenaza de los krasianos más en serio de lo que pensábamos —comentó ella.
Lo cierto era que cuando se acercaron más a la ciudad vieron a los guardias patrullando los adarves con las ballestas cargadas y a los carpinteros tallando saeteras en los niveles más bajos de la muralla. La puerta, que solía tener un solo par de guardias, ahora tenía varios, en posición de alerta y con las lanzas preparadas.
—Parece que las noticias de Marick los han puesto nerviosos —admitió el Protegido—, pero apostaría lo que fuera a que esos guardias están ahí más para rechazar a los miles de refugiados que deseen entrar en la ciudad que para repeler ningún ataque krasiano.
—El duque no rechazaría dar refugio a esa gente —dijo ella.
—¿Por qué no? —le preguntó el hombre tatuado—, el duque Euchor hace que los Mendigos de Miln duerman en las calles sin proteger todas las noches.
—¡Ah, de los viajeros! ¿A qué venís? —gritó un guardia cuando se aproximaron. El Protegido se bajó más aún la capucha y se quedó en la retaguardia del grupo.
—Venimos de Hoya del Liberador —respondió el músico—. Soy Rojer Mediagarra, con licencia del Gremio de Juglares y estos son mis acompañantes.
—¿Mediagarra? —inquirió el guardia—. ¿El violinista?
—Él mismo —repuso él a la vez que alzaba el violín recién encordado que le había regalado el Protegido.
—Te vi tocar una vez —gruñó—, y ¿quiénes son los otros?
—Esta es Leesha, la Herborista de Hoya del Liberador, que antes lo fue del dispensario de la señorita Jizell en Angiers —continuó él, señalando a la chica—. Los otros son Leñadores que han venido como escoltas: Gared, Wonda y esto… Flinn.
Wonda abrió la boca por la sorpresa. Flinn Cutter era el nombre de su padre, que había muerto en la Batalla de Hoya de Leñadores menos de un año antes. Rojer lamentó la improvisación al momento.
—¿Por qué va tapado por completo? —continuó el guardia, señalando al hombre tatuado con la barbilla.
Rojer se inclinó hacia adelante y bajó el tono de su voz hasta convertirlo en un susurro.
—Lo hirió un demonio y está cubierto de cicatrices, me temo. No le gusta que la gente vea sus deformidades.
—¿Es verdad lo que dicen? ¿Matan abismales en Hoya? Dicen por aquí que ha llegado allí el Liberador y que ha traído con él los grafos de combate de antaño.
El Juglar asintió.
—Aquí, Gared, ha matado docenas él solo.
—Qué no daría yo por proteger mi lanza para matar demonios… —comentó uno de los guardias.
—Hemos venido para comerciar —afirmó él—, pronto verás tu deseo cumplido.
—¿Entonces eso es lo que lleváis en el carro? ¿Armas? —Otros guardias se acercaron a inspeccionar el contenido del carro al oír aquello.
—No traemos armas —repuso Rojer, que sintió un nudo en la garganta al pensar que pudieran descubrir el compartimento secreto.
—Parece que son sólo libros de protección —informó uno de los guardias, después de abrir uno de los sacos.
—Son míos —le informó Leesha—. Soy Protectora.
—Creí que habías dicho que eres Herborista.
—Ambas cosas —replicó ella.
El guardia la miró, luego a Wonda y después, sacudió la cabeza.
—Mujeres guerreras y mujeres Protectoras —resopló—, les dejan hacer cualquier cosa en las aldeas. —Leesha se enfureció al escuchar aquello, pero el Juglar le puso una mano en el brazo y se calmó.
Uno de los guardias se dirigió hacia donde estaba el Protegido montado sobre Rondador Nocturno. Había guardado buena parte de la magnífica coraza protegida que solía llevar, pero el gigantesco animal tenía un porte especial, al igual que su jinete. El guardia se acercó, e intentó vislumbrar algo bajo la capucha del hombre tatuado. El Protegido le complació y alzó la cabeza ligeramente de modo que un rayo de luz se coló bajo las sombras de la cogulla.
El guardia dejó escapar una exclamación de sorpresa y dio varios pasos atrás, y luego se apresuró hacia su superior, el cual seguía hablando con Rojer. Susurró algo en la oreja del teniente, y los ojos de este se abrieron de par en par.
—¡Apartaos! —gritó a los otros guardias—. ¡Dejadles pasar! —Les hizo gestos de que avanzaran a través de la puerta abierta y les dieron acceso a la ciudad.
—No sé si has hecho bien o mal —comentó Rojer después.
—Sea como sea, hecho está —replicó el Protegido—. Movámonos rápido antes de que corra la voz.
Se dirigieron hacia las afanosas calles de Angiers, entarimadas para evitar que los abismales encontraran un lugar por donde emerger dentro de la red de protección de la ciudad. Tuvieron que desmontar y guiar a los caballos, lo cual entorpeció considerablemente sus movimientos, pero también le permitió al Protegido ocultarse entre los caballos y el carro.
Aun así, su paso no pasó desapercibido.
—Nos siguen —comentó el hombre tatuado en el momento en que el entarimado de la calle se hizo lo suficientemente ancho para permitirle emparejarse al carro—. Uno de los guardias viene detrás de nosotros desde que pasamos la puerta.
El Juglar volvió la cabeza y captó una visión fugaz del uniforme de un guardia de la ciudad justo en el momento en que el hombre se escondía detrás del tenderete de un vendedor.
—¿Qué podemos hacer? —preguntó.
—No podemos hacer nada —repuso el Protegido—. Simplemente pensé que debías saberlo.
El violinista conocía bien las calles laberínticas de Angiers y tomaron una ruta tortuosa por las zonas más concurridas hacia su destino, con la esperanza de deshacerse de su perseguidor. Rojer mantuvo un ojo pendiente de lo que había a su espalda, mientras simulaba examinar a las mujeres que pasaban o las mercancías de los vendedores, pero el guardia siempre estaba allí, justo en el límite de su visión.
—No podemos seguir dando vueltas eternamente, Rojer —dijo Leesha al final—. Vayamos a casa de Jizell antes de que comience a oscurecer.
Él asintió y giró el carro en dirección al dispensario de la señorita Jizell, que apareció ante ellos en seguida. Era un edificio grande, de dos pisos, construido casi por entero en madera, como todos los edificios de Angiers. A un lado tenía un pequeño establo para los visitantes.
—¿Señorita Leesha? —inquirió con sorpresa la chica que atendía el establo, al verles acercarse.
—Sí, soy yo, Roni —repuso la Herborista con una sonrisa—. ¡Hay que ver cuánto has crecido! ¿Te has tomado los estudios en serio mientras he estado fuera?
—¡Oh, sí, señora! —contestó la chica, pero sus ojos se dirigieron a Rojer y luego a Gared, donde se detuvieron. Roni era una aprendiza prometedora, pero se distraía con facilidad, en especial si había hombres cerca. Tenía quince años pero ya era una mujer y habría estado casada y criando niños si hubiera crecido en las aldeas. Sin embargo, las mujeres se casaban más tarde en las Ciudades Libres y Leesha agradecía eso.
—Corre a decirle a la señorita Jizell que hemos llegado —le indicó—. No he tenido tiempo de escribir y puede que no tenga espacio para todos nosotros.
Roni asintió, salió disparada y antes de que hubieran terminado de cepillar los caballos, una mujer gritó: «¡Leesha!», y cuando la chica se volvió se encontró aplastada contra el más que generoso escote de la señorita Jizell, mientras la mujer la estrechaba en un apretado abrazo.
Le faltaba poco para los sesenta, pero Jizell aún era fuerte y robusta a pesar de la constitución redondeada que se adivinaba bajo el delantal. Había sido aprendiza de Bruna al igual que Leesha y regía su dispensario en Angiers desde hacía más de veinte años.
—Es estupendo tenerte de vuelta —le dijo, soltándola sólo cuando el cuerpo delgado de la Herborista se quedó completamente sin aire.
—Yo también me alegro de volver —repuso ella con una sonrisa.
—¡Y el joven maese Rojer! —tronó al ver al Juglar, al que arrastró a otro abrazo demoledor—. ¡Me parece que ya os debo tres! ¡Una por escoltar a Leesha a casa y dos más por devolvérmela de nuevo!
—No tiene importancia. Yo os debo mucho más de lo que os puedo devolver a las dos.
—Pues podéis empezar a devolverlo tocando el violín para los pacientes esta noche.
—No queremos molestarte si no tienes sitio —comentó ella—. Podemos ir a una posada.
—Por el Abismo que lo tengo —repuso ella—. Os quedaréis con nosotros y no hay más que hablar. Tenemos que contarnos muchísimas cosas y las chicas querrán verte.
—Gracias.
—¿Quiénes son tus acompañantes? —preguntó Jizell, y se volvió hacia los demás—. No, déjame adivinar —añadió cuando Leesha abrió la boca para contestar—. Veamos si las descripciones de tus cartas les hacen justicia. —Observó a Gared de arriba abajo y echó la cabeza hacia atrás para mirarle a los ojos—. Tú debes de ser Gared Cutter.
El gigante se inclinó.
—Sí, señora.
—Con la constitución de un oso pero buenos modales —comentó ella, dando una palmada sobre uno de los abultados bíceps del hombre—. Nos llevaremos bien. —Se volvió hacia Wonda, sin estremecerse en lo más mínimo ante las feas cicatrices rojas que había en el rostro de la joven—. Y tú eres Wonda, ¿no es cierto?
—Sí, señorita —repuso ella con una inclinación.
—Parece que Hoya está lleno de gigantes educados —comentó la mujer. Sin duda ella era baja para la media de las angiersinas, pero aún así Wonda se elevaba bastante sobre ella—. Bienvenida.
—Gracias, señorita.
Finalmente Jizell se volvió para enfrentarse con el encapuchado aún escondido bajo la ropa.
—Bueno, y supongo que tú no necesitas presentación. Vamos a ver.
Las mangas sueltas de la túnica del Protegido se enrollaron hasta los codos cuando alzó las manos para apartar la capucha. Los ojos de Jizell se abrieron de la sorpresa pero no mostraron alarma a la vista de los tatuajes. Tomó las manos del Protegido y las estrechó con calidez a la vez que buscaba su mirada.
—Gracias por salvarle la vida a Leesha —le dijo. Y antes de que él pudiera reaccionar, le abrazó estrechamente. El Protegido miró a la Herborista sorprendido y le devolvió el abrazo con incomodidad.
—Ahora, si los demás podéis terminar de atender a los caballos, me gustaría tener unos minutos para hablar con Leesha a solas. —Como ellos asintieron, Jizell llevó a la muchacha hacia el edificio principal.
El dispensario había sido su hogar durante varios años y aún le producía una sensación de cálida familiaridad, aunque ahora le parecía más pequeño que un año antes.
—Tu habitación está tal como la dejaste —le comentó la mujer, como si le leyera el pensamiento—. Kadie y alguna de las chicas mayores gruñen por ese motivo, pero tal como yo lo veo seguirá siendo tu habitación hasta que digas lo contrario. Puedes dormir allí, y pondremos a los demás en los catres que tenemos vacíos en las salas de los pacientes. —Sonrió—. A menos que quieras que alguno de los hombres comparta tu habitación. —Y le guiñó el ojo.
Ella se echó a reír. Jizell no había cambiado; aún intentaba encontrarle pareja.
—Así está bien.
—Qué desperdicio. Me dijiste que Gared era guapo, pero te quedaste corta y la mitad de los Juglares y los Pastores de la ciudad rumorean que tu Protegido podría ser el mismísimo Liberador. Por no mencionar a Rojer, un buen partido al que aspiraría cualquier chica y todos sabemos que está colado por ti.
—Rojer y yo sólo somos amigos, Jizell. Y lo mismo va por los demás.
La mujer se encogió de hombros y dejó el tema.
—Es estupendo tenerte de nuevo en casa.
Ella le puso una mano en el hombro.
—Es por poco tiempo. Mi hogar está ahora en Hoya del Liberador. El pueblo se va convirtiendo poco a poco en una ciudad pequeña y necesitan a todas las Herboristas que puedan conseguir. No puedo estar lejos demasiado tiempo, otra vez no.
Jizell suspiró.
—Ya es bastante malo que perdiera a Vika para que se quedase en Hoya, pero ahora, tú también. Si ese sitio me va a terminar robando a todas mis aprendices, mejor sería vender el dispensario y abrir una tienda allí.
—Podríamos emplear a más Herboristas, pero la ciudad ha triplicado el número de refugiados que podemos alimentar. Ahora no es lugar para ti y las chicas.
—O puede que sea el sitio donde somos más necesarias.
Leesha sacudió la cabeza.
—Me temo que pronto estaréis también repletos de refugiados aquí en Angiers; no tardará mucho.