4
Sin el bido

308 d. R.

Azotaron a Jardir con el látigo de cola de alagai por dejar a Abban con vida. Las púas le desgarraron la carne de la espalda y los días sin comida se le hicieron duros, pero abrazó el castigo como hacía con el dolor. No le importaba.

Había atrapado un alagai.

Habían sido otros guerreros los que le habían arrancado las alas al demonio del viento y lo habían atado a una estaca dentro de un círculo de protección para que aguardara la llegada del sol; sin embargo, el que lo había derribado había sido él y todo el mundo lo sabía. Podía verlo en los ojos sobrecogidos de los otros nie’Sharum y en el respeto desganado de los dal’Sharum. Incluso los dama lo observaban cuando creían que nadie los miraba.

Al cuarto día, mientras caminaba hacia la fila del engrudo, percibía cuánto le había debilitado el hambre. Dudaba que tuviera fuerzas para pelear incluso con el más débil de los chicos, pero avanzó a zancadas y con la espalda erguida para ocupar su lugar habitual al comienzo de la fila. Los otros chicos se apartaron con la mirada baja en señal de respeto.

Alargaba la mano para que le llenaran el cuenco cuando Qeran lo cogió del brazo.

—Hoy no comerás gachas —le dijo el instructor—. Ven conmigo.

Jardir sintió como si un demonio de la arena le estuviera desgarrando el estómago, pero no se quejó. Le dio el cuenco a otro de los chicos y cruzó el campo detrás del instructor.

Hacia el pabellón de los kaji.

No le hizo la menor gracia. No podía ser.

—Ningún chico de tu edad ha entrado en el pabellón de los guerreros desde hace trescientos años —le explicó Qeran, como si le hubiera leído el pensamiento—. Creo que eres demasiado joven y esto podría ser tu final y un desperdicio terrible para los kaji, pero la ley es la ley. Cuando un chico atrapa su primer demonio en la muralla, se le llama a la alagai’sharak.

Entraron en la tienda y docenas de figuras vestidas con ropajes negros se volvieron para mirarles y luego regresaron a su comida. Les servían mujeres, pero no como las que había visto antes, cubiertas de la cabeza a los pies con gruesas vestimentas negras. Los velos de estas eran tenues y de brillantes colores y unas ropas diáfanas ceñían con suavidad sus curvas. Tenían los brazos y los vientres al descubierto, a excepción de unos adornos enjoyados, y unas largas hendiduras a ambos lados de los pantalones holgados mostraban la suavidad de sus piernas.

A Jardir se le subieron los colores al verlas, pero nadie más parecía notar algo raro. Uno de los guerreros le echó una ojeada a la mujer que le servía, después arrojó a un lado su kebab, la cogió y se la cargó al hombro. Ella se rio mientras él la llevaba hacia una habitación rodeada de cortinas y sembrada de brillantes almohadones.

—También tendrás derecho a eso, si sobrevives a la noche que te espera —le advirtió Qeran—. Los kaji necesitan más guerreros y hacerlos es deber de los hombres. Si te desenvuelves bien te ganarás una esposa para que atienda tu hogar, pero se espera de los dal’Sharum que sean capaces de preñar a las jiwah’Sharum de su tribu.

La visión de todas aquellas mujeres con ropas tan reveladoras le abrumó y examinó sus rostros jóvenes, casi esperando ver a sus hermanas entre ellas. Se quedó sin palabras cuando el instructor le llevó hasta un almohadón al lado de la mesa grande.

Había más comida de la que había visto en su vida. Dátiles, uvas pasas, arroz y brochetas de cordero con especias. También había cuscús y carne humeante envuelta en hojas de parra. Se le hizo un nudo en el estómago, atrapado entre el hambre y la lujuria.

—Come bien y descansa —le avisó Qeran—. Esta noche irás con los hombres. —Le dio una palmada en la espalda y salió de la tienda.

Jardir alargó una mano vacilante para coger una brocheta, pero unos dedos ágiles se lo arrebataron con rapidez. Miró al ofensor y se encontró a Hasik devolviéndole la mirada.

—La otra noche tuviste suerte, rata. Hoy reza a Everam porque se necesita algo más que suerte para sobrevivir una noche en el Laberinto.

Jardir fue con los otros guerreros al Sharik Hora para recibir las bendiciones de los damaji antes de la batalla. Nunca antes había estado dentro del templo de los huesos de los héroes y la impresión empequeñeció cualquier cosa que pudiera haber imaginado.

Todo el interior del Sharik Hora estaba construido con los huesos blanqueados y lacados de los dal’Sharum que habían caído en la alagai’sharak. En el gran altar se encontraban las doce sillas de los damaji cuyas patas se habían tallado con huesos de pantorrillas y descansaban sobre los pies de los guerreros. Los brazos pertenecieron en su día a los que portaron lanza y escudo contra la estirpe de los demonios, y los asientos los formaban las costillas pulidas que habían albergado los corazones de los héroes. Los respaldos se habían fabricado con las columnas vertebrales que se habían erguido para enfrentarse a la noche, y los reposacabezas eran las calaveras de los hombres que se sentaban al lado de Everam en el Cielo. Los doce asientos que rodeaban el trono del Andrah los habían compuesto con las calaveras de los kai’Sharum, los capitanes de la alagai’sharak.

Había docenas de grandes candelabros para los que también habían usado cráneos y columnas vertebrales. Los cientos de bancos donde rezaban los fieles eran de huesos, al igual que los cálices, los muros y el gran techo abovedado. Una cantidad inconmensurable de guerreros habían protegido el templo con su carne y luego le habían dado forma con sus huesos.

La enorme nave era circular y sus paredes estaban agujereadas con unos cien nichos, que albergaban esqueletos completos sobre pedestales de hueso. Estos eran los Sharum Ka, los Primeros Guerreros de la ciudad.

Bajo la vigilancia de los dama, los kai’Sharum lideraban a los guerreros de sus respectivas tribus, pero cuando el sol se ponía el Sharum Ka, elegido por el Andrah, mandaba sobre los kai’Sharum. El Sharum Ka de aquel momento era kaji como Jardir, un hecho que le llenaba de orgullo.

Le temblaron las manos cuando tomó auténtica conciencia de todo aquello. Casi podía sentir el honor y la gloria que emanaban del templo. El recuerdo de su padre no se guardaba allí, pues había muerto en una expedición contra los majah y no en la alagai’sharak, pero él soñaba con el día en que pudiera unir sus propios huesos a los demás en ese espacio santificado, y de esa manera podría otorgar honor a su padre, de modo que su sacrificio fuera recordado mucho después de que él se hubiera ido. No había mayor honor que fundirse con todos ellos, en ese mundo y en el otro, con aquellos que habían dado sus vidas antes que él y con aquellos que aún no habían nacido y que darían también las suyas con el paso de los siglos.

Los Sharum permanecieron atentos mientras los damaji suplicaban la bendición de Everam para la batalla que se avecinaba, y también la de Kaji, el primer Liberador.

—Kaji —imploraron—, Lanza de Everam, Shar’Dama Ka, que unificaste el mundo y nos liberaste de los alagai de la primera edad, mira a tus valientes guerreros que saldrán a la noche para emprender la lucha eterna, para pelear contra los gai en Ala, mientras Everam lucha contra Nie en el Cielo. Bendícelos con el coraje y la fuerza y podrán enfrentarse a la noche y ver un nuevo amanecer.

El escudo protegido y la pesada lanza eran los más pequeños y ligeros que Qeran había podido encontrar; aun así, Jardir se sintió empequeñecido por ellos. Tenía doce años, y los más jóvenes de los guerreros reunidos allí le sacaban por lo menos cinco años. Simuló que no pasaba nada mientras se dirigía adonde estaban ellos, pero incluso el más pequeño le aventajaba en altura.

—A los nie’Sharum se les adjudica a otros guerreros durante su primera noche en el Laberinto —explicó Qeran—, para asegurarnos de que no se quebrará su voluntad cuando los alagai caigan por primera vez sobre ellos. Es un momento que pone a prueba incluso los corazones de los hombres más experimentados. El guerrero que se te asigne será tu ajin’pal, tu hermano de sangre. Obedecerás todas sus órdenes y estaréis ligados hasta la muerte.

El chico asintió.

—Si sobrevives a esta noche, la dama’ting vendrá a por ti al alba —continuó el instructor.

—¿La dama’ting? —preguntó sorprendido Jardir. No sentía miedo de enfrentarse a los alagai, pero las sanadoras le inspiraban verdadero temor.

Qeran asintió a su vez.

—Una de ellas vendrá a predecir tu muerte —le dijo, conteniendo un escalofrío—. Sólo puedes llegar a ser dal’Sharum con su bendición.

—¿Te dicen cuándo morirás? —inquirió el muchacho, horrorizado—. Yo no quiero saberlo.

El instructor resopló.

—No te lo dirán, chaval. El futuro sólo pueden conocerlo ellas. Pero antes de que pierdas el bido sabrán si te aguarda la muerte de un cobarde o la grandeza.

—Yo no moriré como un cobarde —replicó Jardir.

—No —admitió Qeran—, no creo que eso suceda, pero aún así podría ser una muerte tonta, si no escuchas a tu ajin’pal o no tienes cuidado.

—Escucharé con atención —prometió Jardir.

—Hasik se ha ofrecido voluntario para ser tu compañero —añadió Qeran, y le hizo una seña al guerrero.

Hasik había crecido mucho en los dos años que habían pasado desde que se desprendió del bido. Tenía ya diecisiete años y su cuerpo se había revestido de una fuerte musculatura debido a la rica comida de los dal’Sharum, de modo que era casi treinta centímetros más alto que el muchacho y pesaba dos veces más que él.

—No tema —sonrió Hasik—. El de la estirpe de los meados estará a salvo conmigo.

—El de los meados ha derribado a su primer alagai sus buenos tres años antes que tú, Silbador —le recordó el instructor. El guerrero mantuvo la sonrisa, pero los labios se le torcieron.

—Hará honor a la tribu de los kaji, si sobrevive.

Jardir recordó el sonido de su brazo al romperse y la consiguiente promesa de Hasik. Sabía que estaría pendiente de cualquier gesto de insubordinación, cualquier excusa, que le permitiera matarle antes de que perdiera el bido y se convirtiera en su igual.

Así que Jardir aceptó el insulto como aceptaba el dolor, dejando que pasara a través de él sin causarle daño. No dejaría que le provocaran para cometer un error ahora que tenía la oportunidad de la gloria a su alcance. Si conseguía pasar esa noche sería un dal’Sharum, el más joven que se recordase, y eso haría daño a Hasik.

Su unidad esperaba en el segundo nivel, escondida en un apostadero. Había un pozo oculto en el centro de un pequeño claro, preparado para llenarse de alagai que esperarían la llegada de los mortales rayos del sol. Jardir apretó la mano en torno a la lanza y ajustó el escudo para aliviar el peso del hombro. Sin embargo, de todo lo que llevaba, lo que más le molestaba era la cuerda de cuero de casi metro y medio que sujetaba su tobillo a la cintura de Hasik. Sacudió un poco el pie, incómodo.

—Si no me sigues, te atravesaré con la lanza y cortaré la cuerda —le dijo el guerrero—. No dejaré que mi gloria se empañe por tu culpa.

—Seré tu sombra —le prometió, y Hasik gruñó. Sacó una pequeña petaca de sus ropas y le dio un largo trago. Luego se la ofreció al muchacho.

—Esto te dará valor.

—¿Qué es? —preguntó, a la vez que tomaba la petaca y olisqueaba su contenido. Olía a canela, pero el aroma le hizo lagrimear los ojos.

—Couzi —le explicó Hasik—. Es grano y canela fermentados.

Los ojos de Jardir se abrieron de par en par.

—El Dama Khevat dice que está prohibido por el Evejah beber grano o frutas fermentados.

El guerrero se echó a reír.

—¡En el Laberinto no hay nada prohibido para los dal’Sharum! ¡Bebe! ¡La noche se acerca!

Jardir le miró indeciso, pero vio cómo los otros guerreros bebían de otras petacas parecidas a todo lo largo y ancho del apostadero. Se encogió de hombros, se llevó la botella a los labios y dio un buen trago.

El couzi le quemó la garganta y escupió parte del trago entre toses. Sentía cómo la fuerte bebida le calcinaba las tripas y se le revolvía en el estómago como una serpiente. Hasik se echó a reír y le dio una palmada en la espalda.

—¡Ya estás preparado para enfrentarte a los alagai, rata!

El couzi hizo efecto con rapidez y se le pusieron los ojos vidriosos. El Laberinto se llenaba de sombras conforme el sol se hundía en el horizonte. Jardir observó cómo el cielo enrojecía y luego se tornaba púrpura para finalmente oscurecerse por completo. Se estremeció al percibir a los alagai que emergían del suelo en el exterior de las murallas de la ciudad.

«Gran Kaji, Lanza de Everam —rezó—, si es verdad que desciendo de tu linaje a través de los siglos, dame coraje para honrarte a ti y a mis ancestros».

No pasó mucho tiempo antes de que sonara el Cuerno de la Sharak, seguido del repiqueteo de los proyectiles de piedra de las hondas en la muralla externa. Los gritos de los alagai comenzaron a reverberar a través de todo el Laberinto.

—¡Cuidado! —advirtió alguien desde lo alto, y Jardir creyó reconocer la voz de Shanjat—. ¡Se acercan los Reclamos, con cuatro de arena y uno del fuego!

Tragó saliva, pues tenía la gloria al alcance de la mano.

Al grito de «¡Va!», los Reclamos corrieron a toda velocidad a través del apostadero, virando lo justo para evitar los pozos. Los Batidores encendieron fuegos con aceite frente a los espejos de metal pulido, y la luz inundó la zona.

Los demonios de la arena corrían en manadas, con las largas lenguas babeando entre las filas de dientes afilados como navajas. Tenían el tamaño de un hombre, pero parecían más pequeños porque se movían a cuatro patas. Las largas garras arrancaban arena y piedra del suelo del Laberinto, y las colas aguzadas se movían de un lado a otro azotando el aire. Había pocos puntos débiles en las fuertes placas de su coraza.

Los demonios del fuego eran más pequeños, del tamaño de un niño, pero sus garras eran peligrosas y poseían una velocidad terrorífica. Sus escamas iridiscentes, diminutas y duras como el diamante, se solapaban sin fisuras. Los ojos y la boca brillaban con una luz anaranjada, y Jardir recordó las lecciones sobre el mortal escupitajo de fuego de la criatura. Había un charco en mitad del apostadero donde los guerreros intentarían ahogarlos.

Una vez más, la visión de los alagai hizo que le inundara una profunda aversión. Esas criaturas eran una plaga que había caído sobre Ala, la mácula de Nie que venía a infectar la superficie. Y esa noche estaba dispuesto a enviarlas chillando de vuelta al abismo.

—Espera —le avisó Hasik, al percibir su tensión. Él asintió y se obligó a relajarse. El couzi continuaba haciendo su tarea en el interior de su cuerpo, ofreciéndole algo de calor ante el frío de la noche.

Los alagai pasaron a su lado, concentrados en los Reclamos. Dos de ellos fueron directos hacia la lona que cubría el pozo para los demonios y cayeron en él con un chillido. Los otros se detuvieron al instante, pero el demonio del fuego esquivó la trampa y cayó con sus zarpas sobre la espalda del Reclamo más lento. La criatura le mordió con fuerza en el hombro y el guerrero se desplomó sin lanzar un solo grito.

—¡Ahora! —gritó el kai’Sharum, y lideró la carga desde el apostadero.

Jardir dejó escapar de su pecho el rugido del guerrero, que vibró en la noche al unísono con el de sus compañeros, y se lanzó hacia adelante con los demás. Cayeron sobre los dos demonios de la arena por detrás y los hicieron caer al pozo.

El kai’Sharum giró, lanzó el arma y la clavó en el demonio del fuego que se aferraba a la espalda del Reclamo. Sus compañeros le arrastraron hacia la zona asegurada por los grafos, e hicieron lo que pudieron para contener el flujo de sangre.

Jardir oyó un grito y al volverse vio al primer demonio de la arena que había caído en el pozo. Había conseguido quedarse colgado del borde, donde la lona protegía sus garras de los grafos. Saltó fuera del pozo con facilidad y mordió la pierna del guerrero que tenía más cerca a la altura de la rodilla. El hombre aulló mientras caía derribado sobre sus compañeros, y se abrió un hueco en la muralla de escudos. El demonio chilló y se arrojó sobre la apertura, barriendo el espacio con las garras.

—¡Alza el escudo! —exclamó Hasik y Jardir le obedeció justo a tiempo de recibir el impacto de todo el peso del demonio, que le hizo caer. Sin embargo, las protecciones relumbraron al rechazar al alagai. El demonio aterrizó sobre la cola y saltó de nuevo sobre él, pero, desde su posición en el suelo, Jardir apuntó la lanza hacia el hueco entre las placas que protegían el pecho y apuntaló la contera para hacer palanca y usar la propia velocidad del demonio para lanzarlo por encima de él.

Una vez suspendido en el aire, las boleadoras de media docena de guerreros impactaron sobre el demonio, de modo que cayó al suelo bien sujeto. Intentó destrozar las cuerdas con los dientes, y Jardir escuchó el estallido de las ligaduras sometidas a la presión de los músculos tensos. No tardaría en liberarse.

El kai’Sharum hizo una señal y un par de guerreros salieron a acicatear al demonio del fuego mientras los demás rodeaban al de la arena con un muro de escudos. Fuera donde fuese donde el demonio golpease a los guerreros, los de la fila de atrás le hostigaban con sus lanzas. Las armas no podían perforar su coraza, pero al menos le rechazaban. Cada vez que se lanzaba contra sus atacantes, los escudos se encajaban con un chasquido y los lanceros comenzaban el hostigamiento.

El Captor había apartado la lona de los grafos, para prevenir que otro alagai pudiera escapar del mismo modo, y los guerreros empujaron con el muro de escudos. Al final, la criatura retrocedió hasta el borde del pozo, y los guerreros que se encontraban allí se apartaron.

Jardir iba con los que amenazaban con sus lanzas para conducir al demonio más allá de los grafos de una sola dirección.

—¡Que la luz de Everam te destruya! —gritaban mientras trataban de alcanzar al demonio con las lanzas. El alagai siguió retrocediendo hasta que cayó por el pozo.

Fue el mejor momento de su vida.

Luego echó una ojeada en torno al apostadero. Dos dal’Sharum empleaban sus lanzas en mantener al demonio del fuego bajo el agua de una piscina poco profunda. El agua humeaba y hervía mientras el demonio se debatía, pero los guerreros le mantuvieron allí hasta que se retorció por última vez.

El Reclamo herido parecía aguantar bastante bien, pero Moshkama, el que había perdido la pierna, yacía en un charco de sangre, pálido y jadeante. Hizo señas a Jardir y a Hasik y ambos se le acercaron.

—Acabad con esto —aspiró aire—, no quiero vivir como un tullido.

Jardir miró de reojo a su compañero.

—Hazlo —le ordenó el guerrero—. No es correcto dejarle sufrir.

Los pensamientos del chico volvieron a Abban. ¿A cuánto sufrimiento había condenado a su amigo por no ofrecerle la muerte de un guerrero?

Qeran le había dicho que era «deber de todo dal’Sharum apoyar a sus hermanos, tanto en la vida como en la muerte».

—Mi espíritu está preparado —graznó Moshkama. Con dedos débiles y temblorosos, se abrió la ropa y apartó las placas de arcilla de la coraza cosidas en la tela, chamuscadas y manchadas, para desnudar el pecho. Jardir le miró a los ojos y vio en ellos honor y coraje, cosas ambas de las que Abban carecía.

Hundió la lanza en su cuerpo con orgullo.

—Lo has hecho bien, rata —comentó Hasik, cuando sonaron los cuernos anunciando que no quedaban alagai vivos en el Laberinto—. Esperaba que te mojaras el bido, pero has aguantado como un hombre. —Le dio otro trago a la petaca de couzi y luego se la ofreció.

—Gracias —repuso el muchacho, bebió con largueza y simuló que el fuerte líquido no le quemaba la garganta. El guerrero aún le intimidaba, pero era cierto lo que decían los instructores: derramar sangre en compañía cambiaba mucho las cosas. Ahora eran hermanos.

Hasik comenzó a andar de un lado para otro.

—Después de la alagai’sharak siempre tengo la sangre encendida. Nie maldiga a los damaji que decretaron que el gran harén estuviera cerrado hasta el amanecer. —Varios guerreros asintieron con un gruñido.

Jardir recordó al guerrero que había acarreado a la jiwah’Sharum hasta la habitación tras las cortinas la mañana anterior y se ruborizó.

Hasik captó la expresión de su rostro.

—¿Qué, rata, eso te excita? —se rio—. ¿El de la estirpe de los meados está impaciente por tomar a su primera mujer?

No respondió.

—Con bido o sin él, este seguirá siendo un crío mañana —rio a su vez otro de los guerreros, Manik—. ¡Es demasiado joven para saber qué hacer con una bailarina de almohada!

El muchacho abrió la boca, pero la cerró en seguida. Le estaban provocando a propósito. A pesar de lo que hubiera ocurrido en el Laberinto, sería nie’Sharum hasta que la dama’ting predijera su muerte. Cualquiera de los guerreros podía matarlo a causa de la insolencia más nimia.

De forma sorprendente, Hasik saltó en su defensa.

—Deja en paz a la rata —advirtió—. Es mi ajin’pal. Si te burlas de él es como si te burlaras de mí.

Manik hinchó el pecho ante el desafío, pero Hasik era joven y fuerte. Se miraron el uno al otro durante un momento antes de que el hombre escupiera en el polvo.

—Bah, no merece la pena sacarte las tripas sólo para burlarse de un crío. —Le dio la espalda y se marchó dando zancadas.

—Gracias —le dijo Jardir.

—No es nada —replicó Hasik mientras le ponía una mano sobre el hombro—. Es deber de los ajin’pal cuidar unos de otros, y no serás el primer chico que tema más a las bailarinas de almohada que a los alagai. Las dama’ting les enseñan el arte del sexo a las jiwah’Sharum, pero los instructores no dan esa clase de lecciones en el sharaji.

Sintió que enrojecía de nuevo y no pudo evitar preguntarse qué le aguardaría sobre los cojines de detrás de las cortinas cuando se alzaran los velos.

—No temas —le dijo Hasik, dándole una palmada en la espalda—. Te enseñaré cómo hacer aullar a una mujer.

Se terminaron la petaca y una sonrisa malvada cruzó el rostro del guerrero.

—Vamos, rata. Creo que podemos divertirnos un rato mientras tanto.

—¿Adónde vamos? —preguntó Jardir, que daba tumbos detrás de Hasik a través del Laberinto. El couzi hacía que la cabeza le diera vueltas y sentía los miembros flojos. Los muros parecían moverse por su cuenta.

El guerrero se dio media vuelta, con una gran sonrisa en el rostro. El agujero entre los dientes donde Qeran le había golpeado la primera noche de Jardir en el sharaj de los kaji se veía como un hueco negro a la luz de la luna.

—¿Adónde? —inquirió él a su vez—. Pero si ya estamos.

Miró a su alrededor, confuso, y en ese momento un estallido de colores explotó ante sus ojos, cuando el otro le estrelló el puño en el rostro.

Antes de que pudiera reaccionar, el guerrero cayó sobre él y lo puso boca abajo contra el polvo.

—Prometí enseñarte a hacer aullar a una mujer —le dijo—, pero en esta primera lección, tú serás la mujer.

—¡No! —gritó. Se debatió, pero Hasik le aplastó la cara contra el suelo, hasta que los oídos le zumbaron. Le torció un brazo tras la espalda y de ese modo lo sostuvo inmóvil mientras le bajaba el bido con la otra mano.

—¡Parece que vas a perder el bido dos veces en la misma noche, rata! —rio.

Jardir notó el sabor de la sangre y el polvo mezclados en la boca. Intentó aceptar el dolor, pero por primera vez le resultó imposible y sus gritos resonaron por todo el Laberinto.

Todavía estaba sollozando cuando le encontró la dama’ting.

La mujer relucía como un fantasma y sus ropas blancas levantaban levemente el polvo a su paso. Jardir dejó de llorar y se la quedó mirando. Entonces tomó conciencia de la realidad y forcejeó para subirse el bido. Se sentía tan avergonzado que ocultó el rostro.

La dama’ting chasqueó la lengua.

—¡Ponte en pie, niño! —le ordenó con brusquedad—. ¿Te has mantenido firme contra los alagai y ahora lloras como una mujer por esto? ¡Everam necesita dal’Sharum, no khaffit!

Jardir deseó que los muros del Laberinto cayeran sobre él y lo aplastaran, pero uno jamás desoía las órdenes de una dama’ting, de modo que se puso en pie, enjugándose las lágrimas a manotazos y limpiándose la nariz.

—Eso está mejor —dijo la sacerdotisa—, aunque algo tarde. Odiaría haber venido hasta aquí para predecir la vida de un cobarde.

Las palabras hirieron al muchacho. Él no era un cobarde.

—¿Cómo me ha encontrado?

Ella silbó entre dientes y le hizo un gesto con la mano.

—Hace años que sabía que te iba a encontrar aquí.

Jardir se la quedó mirando, incrédulo, pero por su postura se podía adivinar que ese hecho no la incomodaba lo más mínimo.

—Chico, ven aquí, quiero verte mejor —le ordenó.

El muchacho hizo lo que le dijo, y la dama’ting le cogió la cara, y la volvió a un lado y a otro para que le diera la luz de la luna.

—Joven y fuerte —comentó—, pero así son también todos los que llegan hasta aquí. Eres más pequeño que la mayoría y eso no suele ser bueno.

—¿Ha venido a predecir mi muerte?

—Y también arrogante —masculló entre dientes—. Puede que aún haya esperanza para ti. Arrodíllate, niño.

Así lo hizo y la sacerdotisa se puso de rodillas a su lado, tras colocar un pañuelo blanco para proteger sus ropas impolutas del polvo del Laberinto.

—A mí no me importa tu muerte —le dijo—. Estoy aquí para ver tu futuro. Tu muerte queda entre tú y Everam.

Rebuscó algo entre las ropas y sacó una bolsita de grueso fieltro negro. Soltó las cuerdas que la cerraban y volcó el contenido sobre la mano libre con un repiqueteo. Jardir vio que eran unos doce objetos, negros y suaves como la obsidiana, con grafos tallados que relucían con un brillo rojizo en la oscuridad.

—Los alagai hora —dijo, alzando los objetos en su dirección. Jardir jadeó y retrocedió al oír el nombre. Ella sostuvo en la mano los huesos pulidos de los demonios en forma de dados de muchas caras, e incluso sin tocarlos, Jardir percibió el latido amortiguado de su magia maligna.

»¿Otro ataque de cobardía? —preguntó la dama’ting en voz baja—. ¿Cuál es el propósito de los grafos, si no el de hacer que la magia de los alagai sirva a nuestros fines?

Él se armó de valor, irguiéndose de nuevo.

—Extiende la mano —le ordenó ella, mientras colocaba la bolsita de terciopelo en su regazo y depositaba al lado los dados. Luego rebuscó de nuevo entre sus ropas, y sacó una hoja curva y aguzada con grafos tallados.

Jardir mantuvo la mano extendida procurando que no temblase. El corte fue rápido y la dama’ting hurgó en la herida. Con las manos manchadas de sangre, tomó los alagai hora y los sacudió.

—Everam, Dador de la luz y la vida, te imploro, otórgale a esta humilde sierva tuya el conocimiento de lo que está por suceder. Háblame de Ahmann, hijo de Hoshkamin, último descendiente de la línea de Jardir, el séptimo hijo de Kaji.

El brillo de los dados se intensificó, y llamearon entre sus dedos, hasta que pareció que sostenía carbones al rojo. Los arrojó y los dispersó por el suelo.

La mujer se puso las manos en las rodillas y se inclinó hacia adelante, para estudiar los signos rojizos. Sus pupilas se dilataron y siseó. Pareció olvidar de forma repentina el polvo que manchaba sus ropas de brillante color blanco y gateó muy interesada en interpretar el diseño que mostraban los dados antes de que el color pulsante de los grafos se desvaneciera con lentitud.

—Alguien debe de haber expuesto estas piedras a la luz —masculló entre dientes, mientras volvía a reunirías.

Practicó un nuevo corte al muchacho y volvió a realizar el encantamiento; una vez más, los dados relucieron hasta que los arrojó.

—¡Esto no puede ser! —exclamó, los recogió y los tiró por tercera vez. A Jardir le pareció que el diseño que mostraban no había cambiado.

—¿Qué significa? —osó preguntar—. ¿Qué es lo que ha visto?

La dama’ting alzó la mirada y entrecerró los ojos.

—El futuro no te incumbe, niño —repuso de tal modo que el muchacho retrocedió por la ira que mostraba el tono de su voz, en la duda de si se debía a una impertinencia por su parte o a lo que había adivinado.

O ambas cosas. ¿Qué le habían mostrado los dados? Su mente regresó a la cerámica que había permitido que Abban robara de Baha kad’Everam y se preguntó si ella también había visto ese pecado.

La sacerdotisa recogió los huesos y los metió dentro de la bolsita antes de ponerse en pie. Luego la guardó y se sacudió el polvo de la ropa.

—Vuelve al pabellón de los kaji y pasa el resto de la noche en oración —le ordenó. Después se desvaneció entre las sombras con tanta rapidez que Jardir llegó a preguntarse si realmente había estado allí.

Qeran lo despertó de una patada mientras los demás guerreros dormían aún.

—Arriba, rata —dijo el instructor—. El dama te llama.

—¿Me van a quitar ya el bido? —preguntó.

—Los hombres han comentado que luchaste bien esta noche —le informó—, pero no soy yo quien decide. Sólo los dama pueden vestir de negro a un nie’Sharum.

El instructor le escoltó hacia las habitaciones del corazón del Sharik Hora. Notó la frialdad del sagrado suelo de piedra bajo los pies desnudos.

—Instructor, ¿puedo hacerle una pregunta?

—Puede que sea la última que me hagas como instructor tuyo —repuso él—, así que procura que sea buena.

—Cuando os encontrásteis con la dama’ting, ¿cuántas veces arrojó los dados?

El instructor le miró de soslayo.

—Una vez. Sólo lo hacen una vez. Los dados jamás fallan.

Jardir quería añadir algo más, pero dieron la vuelta a una esquina y allí le esperaba el Dama Khevat, que había sido uno de sus profesores más duros, aquel que le había llamado hijo de meado de camello y le había arrojado a las letrinas como castigo a su insolencia.

Qeran le puso una mano sobre el hombro.

—Sujeta tu lengua si quieres conservarla, hijo —susurró en voz baja.

—Que Everam te acompañe —le saludó Khevat. El instructor hizo una reverencia y el muchacho le imitó. En respuesta a un asentimiento del dama, Qeran giró sobre sus talones y desapareció.

Khevat introdujo a Jardir en una pequeña habitación sin ventanas llena de hojas de papel, que olía a tinta y aceite de lámpara. Parecía un lugar más apropiado para un khaffit o una mujer, pero incluso aquí, los huesos de los hombres cubrían todo el espacio. De huesos estaba hecho el asiento al que le condujo el dama y el escritorio tras el cual se sentó él. Incluso las hojas de papel estaban sujetas con calaveras.

—Sigues sorprendiéndome, hijo de Hoshkamin. No te creí cuando dijiste que estabas dispuesto a ganar gloria suficiente para ti y para tu padre, pero pareces decidido a demostrar que yo estaba equivocado.

Él se encogió de hombros.

—Sólo he hecho lo que hubiera hecho cualquier otro guerrero.

El dama se echó a reír entre dientes.

—Los guerreros que yo conozco no son tan modestos. Has matado uno tú solo y hecho cinco asistencias a los… ¿qué?, ¿trece años?

—Doce —aclaró el muchacho.

—Doce —repitió él—. Y ayudaste a morir a Moshkama anoche. Pocos nie’Sharum tendrían el valor suficiente para hacer eso.

—Había llegado su hora.

—Desde luego. Moshkama no tenía hijos. Como hermano suyo en la muerte, está en tus manos blanquear sus huesos para el Sharik Hora.

Jardir hizo una pequeña reverencia.

—Será un honor.

—Tu dama’ting vino a visitarme anoche.

Alzó la mirada con ansiedad.

—¿Voy a perder el bido ya?

Khevat sacudió la cabeza.

—Ella dice que eres demasiado joven. Si te devolvemos a la alagai’sharak sin más entrenamiento y sin darte tiempo a crecer más, sólo servirá para que los kaji pierdan a otro guerrero.

—No me da miedo morir —explicó el muchacho—, si es inevera.

—Eso es hablar como un verdadero Sharum, pero no es tan sencillo. La dama’ting ha decretado que no se te dé acceso al Laberinto hasta que no seas mayor.

Jardir puso mala cara.

—Entonces, ¿tengo que volver cubierto de vergüenza al kaji’sharaj después de haber estado entre los hombres?

El dama sacudió la cabeza.

—La ley es clara en ese aspecto. A ningún chico que haya entrado en el pabellón de los Sharum se le permite regresar al sharaj.

—Pero si no me puedo ir allí y no puedo volver con los hombres… —comenzó, y de repente, comprendió lo grande que era el aprieto en el que estaba—. ¿Me… convertiré en un khaffit? —preguntó, y sintió cómo un terror agudo le invadía por primera vez en su vida. El miedo que le inspiraba la dama’ting nada tenía que ver con esto. La sangre le abandonó el rostro mientras recordaba la imagen de Abban suplicando por su vida.

«Antes moriré —pensó—, atacaré al primer dal’Sharum que vea y no le permitiré que me deje con vida. Mejor muerto que khaffit».

—No —replicó el sacerdote y Jardir sintió que su corazón volvía a latir—. Quizá estas sean cosas que no le importen a la dama’ting, ya que hasta el último de los khaffit se encuentra por encima de una mujer, pero no consentiré que un guerrero caiga tan bajo cuando se ha enfrentado a todo. Desde los tiempos del Shar’Dama’Ka, no se le han denegado las ropas negras a ningún chico que haya derramado sangre en el Laberinto. La dama’ting nos deshonra a todos con su decreto, y sea doncella de Everam o no, sólo es una mujer, y no puede entender lo que esto supondría para el valor de los Sharum.

—Entonces, ¿qué va a pasar conmigo?

—Entrarás en el Sharik Hora —le explicó Khevat—. Ya he hablado con el Damaji Amadeveram. Con su bendición, ni siquiera la dama’ting puede impedirlo.

—¿Me voy a convertir en un sacerdote? —preguntó. Intentó disimular su descontento, pero la voz le cedió y supo que había fallado.

El dama se echó a reír.

—No, chico, tu destino está en el Laberinto, pero te entrenarás aquí hasta que estés preparado. Trabaja duro y podrás convertirte en kai’Sharum mientras los demás chicos de tu edad aún llevan el bido.

—Esta será tu celda —le dijo el sacerdote que le había conducido hacia una cámara en lo profundo del Sharik Hora.

La habitación era un espacio de tres por tres metros excavado en la arenisca con un duro catre en una de las esquinas. Se cerraba con una pesada puerta de madera, pero no tenía pestillo ni barra. Sólo recibía luz de una lámpara del corredor, que entraba a través de una ventana con barrotes que había en la misma puerta. Comparado con el espacio comunal y los suelos de piedra del kaji’sharaj, aquello le hubiera parecido un lujo, si no fuera por la vergüenza que suponía estar allí y porque se le habían denegado los placeres del pabellón de los kaji.

—Aquí ayunarás para expulsar los demonios de tu mente —dijo Khevat—. Comenzarás tu entrenamiento por la mañana. —Luego se marchó y sus pasos se alejaron por el pasillo hasta que todo quedó en silencio.

Jardir se dejó caer boca abajo sobre el catre, pero estar así, tumbado sobre su estómago, le recordó a Hasik, y la ira y la vergüenza ardieron en su interior hasta que se le hizo insoportable. Se bajó del catre de un salto, lo cogió y lo estrelló contra la pared. Después pateó la madera y desgarró la tela hasta que se dio cuenta de que jadeaba pesadamente en mitad de un montón de astillas y andrajos.

Cuando se dio cuenta de lo que había hecho, se envaró, pero no hubo respuesta alguna al alboroto. Retiró los restos hacia una de las esquinas y comenzó el sharukin. Las series de movimientos sharusahk le ayudaron a centrarse mucho más de lo qué habría conseguido la oración.

Los sucesos de la última semana giraban a su alrededor. Ahora Abban era un khaffit, cosa que le avergonzaba, pero se abrió al sentimiento y vio la verdad que había detrás. Abban siempre había sido khaffit, como había demostrado el Hannu Pash. Él había conseguido retrasar la voluntad de Everam, pero no había podido impedirla. Ningún hombre podía.

Inevera, pensó, y abrazó la pérdida.

Reflexionó sobre la gloria y la euforia de la matanza de los demonios en el Laberinto y aceptó que podrían pasar muchos años antes de que pudiera volver a disfrutar de ese gozo. Los dados habían hablado.

Inevera.

Pensó de nuevo en Hasik, pero eso ya no era inevera. Ahí había fallado. Se había comportado como un estúpido bebiendo couzi en el Laberinto y había sido un idiota confiando en él, un imbécil por haber bajado la guardia.

Ya había aceptado el dolor del cuerpo e incluso la humillación. Había visto cómo montaban a otros chicos en el sharaj y podía abrazar el sentimiento. A lo que no podía abrirse era al hecho de que ahora Hasik se estaría pavoneando entre los dal’Sharum creyendo que había ganado y que había conseguido destruirle.

Frunció el ceño. «A lo mejor me ha destruido —concedió para sus adentros—, pero los huesos rotos se fortalecen cuando curan y yo también tendré mi día de gloria».

Supo que había llegado la noche cuando la luz de la lámpara se apagó y lo dejó en la más profunda oscuridad. Pero a él no le importaba. No había protecciones en el mundo mejores que las del Sharik Hora e incluso sin ellas, los espíritus innumerables de los guerreros guardaban el templo. Cualquier alagai que pusiera el pie en ese sitio sagrado se quemaría igual que si hubiera visto el sol.

No habría dormido ni aunque lo hubiera deseado, así que continuó el sharukin, repitiendo los movimientos una y otra vez hasta que se convirtieron en una parte de sí mismo, tan natural como respirar.

Cuando la puerta de su celda se abrió con un chirrido, se puso en alerta con rapidez. Recordó su primera noche en el kaji’sharaj y por ello se deslizó aprovechando la oscuridad hacia un lado de la puerta donde adoptó una postura de lucha. Si los nie’dama querían darle una bienvenida similar, lo lamentarían.

—Si hubiera querido hacerte daño, no te habría enviado aquí para que te entrenases —dijo una voz de mujer que le resultó familiar.

Se encendió una luz roja que iluminó el rostro de la dama’ting con la que se había encontrado la noche anterior. Portaba un cráneo pequeño perteneciente a un demonio del fuego, tallado con grafos que brillaban con intensidad en la oscuridad. Al encenderse la luz, ella ya le miraba directamente a los ojos, como si hubiera sabido desde el primer momento el lugar exacto en el que se encontraba.

—No me enviasteis aquí —osó decir el muchacho—. ¡Le dijisteis al Dama Khevat que me devolviera lleno de vergüenza al kaji’sharaj!

—Sabía que no lo haría —repuso la sacerdotisa, ignorando el tono acusatorio de su voz—. Ni tampoco te hubiera convertido en khaffit. El único camino que le quedaba era traerte aquí.

—Sin honor —replicó Jardir, con los puños cerrados.

—¡Pero seguro! —siseó la mujer, alzando el cráneo del alagai. Los grafos relucieron con fuerza y de sus fauces surgió una llamarada. Jardir sintió el azote del calor en su rostro y retrocedió.

—No se te ocurra juzgarme, nie’Sharum —gruñó la mujer—. Actúo como me parece mejor y tú harás lo que se te diga.

Jardir se golpeó la espalda contra la pared y comprendió que no podría retirarse más lejos, así que asintió.

—Aprende todo lo que puedas en el tiempo que vas a estar aquí —le ordenó mientras se marchaba—. La Sharak Ka se acerca.

Las palabras le golpearon como si hubieran sido un puñetazo. La Sharak Ka. Se acercaba la batalla final y él lucharía en ella. Todos sus intereses mundanos se desvanecieron en ese momento, cuando ella cerró la puerta y lo dejó sumido en la oscuridad una vez más.

Al cabo de un rato la lámpara del corredor volvió a cobrar vida, y se oyó un ligero golpecito en la puerta. Jardir la abrió al hijo más pequeño de Khevat, Ashan. Era un chico esbelto, vestido con un bido, uno de cuyos extremos se prolongaba hasta envolver uno de sus hombros, marcándolo como nie’dama, un aprendiz de sacerdote. Llevaba un velo blanco sobre la boca y Jardir comprendió que se encontraba en su primer año, cuando a los nie’dama no se les permitía hablar.

El muchacho inclinó la cabeza para saludarle y luego vio el desastre del catre en la esquina. Le guiñó un ojo y le hizo una ligera reverencia, como si hubiera pasado alguna prueba secreta. Ashan le hizo un gesto señalando el pasillo y luego se dirigió hacia allí. Jardir entendió lo que quería decir y le siguió.

Llegaron a una amplia cámara con el suelo de mármol pulido. Había allí docenas de dama y nie’dama, quizá todos los pertenecientes a la tribu, con los pies afianzados en el suelo, practicando el sharukin. El chico le hizo señales con una mano para que le siguiera y los dos ocuparon un lugar en las filas de los nie, uniéndose a ellos en la lenta danza, donde, con la respiración al unísono, los cuerpos de todos los presentes fluían de una postura a otra.

Había algunas costumbres con las que Jardir no estaba familiarizado y la experiencia era bastante diferente a las brutales lecciones a las que estaba acostumbrado, con Qeran y Kaval gritándoles maldiciones, azotando a todos aquellos cuyas posturas no fueran perfectas y exigiendo que evolucionaran cada vez más rápido, más y más. Los dama practicaban en silencio y las únicas instrucciones eran seguir al dama que conducía la lección y observarse unos a otros. Pensó que los clérigos eran flojos y débiles.

La sesión terminó al cabo de una hora. De forma inmediata, comenzó el rumor de las conversaciones cuando los dama rompieron la formación en grupos pequeños y abandonaron la habitación. El compañero de Jardir le hizo señas para que se quedase y se reunieron con los otros nie’dama.

—Tenéis un nuevo hermano —anunció Khevat, señalando con un gesto al muchacho—. A pesar de tener apenas doce años, Jardir, hijo de Hoshkamin, ya tiene las manos manchadas de sangre de alagai. Permanecerá aquí y aprenderá los métodos de los dama hasta que la dama’ting le considere suficientemente mayor para vestir de negro.

Los otros chicos asintieron en silencio y se inclinaron respetuosamente ante él.

—Ashan —llamó el dama—. Jardir necesitará ayuda en la sharusahk, así que tú le enseñarás. —El muchacho asintió.

Él bufó. ¿Un nie’dama le iba a enseñar? El otro chico no era mayor que él y había podido con otros bastante mayores en la cola del engrudo de los nie’Sharum.

—¿Crees que no necesitas entrenamiento? —le preguntó el sacerdote.

—No, claro que no, honorable dama —repuso con rapidez, a la vez que dedicaba una reverencia al clérigo.

—Pero crees que Ashan no está cualificado para instruirte —le presionó el hombre—. Después de todo, sólo es un nie’dama, un novicio que ni siquiera tiene edad para hablar, mientras que tú has acompañado a los hombres a la alagai’sharak.

Él se encogió de hombros, cogido en falta sin remedio, convencido de llevar razón pero con el temor de verse en una trampa.

—Muy bien —repuso el sacerdote—. Entrenarás con Ashan. Cuando le derrotes te asignaré un instructor más adecuado.

Los otros novicios retrocedieron para formar un anillo sobre el suelo de mármol pulido. Ashan permaneció en el centro y se inclinó ante Jardir.

Le dirigió una última mirada al Dama Khevat y luego devolvió el gesto al muchacho.

—Mis disculpas, Ashan —comentó mientras se acercaban—, pero tengo que derrotarte.

El muchacho no dijo nada pero adoptó una postura de combate sharusahk. Él hizo lo mismo y el dama batió palmas una sola vez.

—¡Comenzad! —gritó.

Se lanzó hacia adelante, con los dedos engarfiados listos para clavarse en la garganta de Ashan. El movimiento le pondría fuera de combate con rapidez, sin hacerle demasiado daño.

Pero Ashan le sorprendió, al girar con fluidez para evadirle y lanzarle luego una patada al costado que le dejó despatarrado en el suelo.

Jardir se puso en pie velozmente y se maldijo por subestimar al chico. Atacó de nuevo, con las defensas preparadas, y fintó un golpe a la mandíbula del muchacho. Cuando él hizo el movimiento correspondiente para bloquearle, giró sobre sí mismo, fingiendo un codazo al riñón que se encontraba en el lado contrario. Pero nuevamente Ashan modificó su posición y rectificó su alcance, así que Jardir tuvo que girar de nuevo y lanzar el golpe real, un barrido a la pierna que complementaría con un codazo en el pecho, para tumbar al nie’dama de espaldas.

Pero la pierna no estaba donde debía y la patada sólo encontró aire. Ashan capturó su pierna y usó su impulso para realizar el mismo movimiento que Jardir había planeado contra él. Cuando cayó, Ashan disparó su codo contra el pecho del muchacho haciendo que expulsara violentamente el aire que contenía. Jardir se golpeó la cabeza contra el mármol, pero comenzó a moverse sin esperar a sentir el dolor. ¡La derrota era inadmisible!

Sin embargo, antes de que pudiera colocar las manos y los pies en posición, ambos desaparecieron. Volvió a darse un gran golpe contra el suelo y percibió el impacto de un pie en la parte posterior de la cintura. Su pierna izquierda quedó atrapada, al igual que su brazo derecho, y Ashan tiró con fuerza, preparado para descoyuntarle.

Jardir chilló, con los ojos empañados de dolor. Aceptó el sufrimiento y cuando se le aclaró la visión, captó la imagen fugaz de una dama’ting, que le observaba desde la sombra de un arco del vestíbulo.

Sacudió la cabeza velada y se marchó.

En las entrañas del Sharik Hora, Jardir no podía distinguir la noche del día. Dormía cuando los dama le decían que lo hiciera, comía cuando le daban comida y, entretanto, seguía sus órdenes. Había también un puñado de dal’Sharum en el templo, entrenándose para ser kai’Sharum, pero no había ningún otro nie’Sharum. Era el último entre los últimos, y la vergüenza amenazaba con ahogarle cuando pensaba en aquellos que antes habían cumplido sus órdenes sin rechistar: Shanjat, Jurim y los otros, que en esos momentos se estarían despojando de sus bidos.

Durante el primer año se convirtió en la sombra de Ashan. Sin proferir ni una sola palabra, el nie’dama le enseñó lo que necesitaba para sobrevivir entre los clérigos. Cómo rezar, cómo arrodillarse, cómo hacer una reverencia y cómo luchar.

Había subestimado las habilidades de combate de los dama. No podrían llevar lanza, pero el último entre ellos valía lo que dos dal’Sharum en el arte del combate con las manos desnudas.

Pero la pelea era algo de lo que Jardir sí entendía. Se sumergió en el entrenamiento, y poco a poco fue dejando atrás su vergüenza a través de los fluidos ejercicios. Incluso después de que las lámparas se apagaran cada noche, Jardir seguía practicando el sharukin durante horas en la oscuridad de su diminuta celda.

Después de que los curtidores terminaran con la piel de Moshkama, Jardir y Ashan recogieron el cuerpo y lo hirvieron en aceite, para después extraer los huesos y blanquearlos al sol sobre los minaretes de hueso que se alzaban al cielo del desierto. Las jiwah’Sharum habían llenado tres frascos de lágrimas ante su cuerpo muerto y luego las habían mezclado con la laca que usaban para pintar los huesos antes de entregarlos a los artesanos. Los huesos de Moshkama y las lágrimas de las que le habían llorado se unirían a mayor gloria del Sharik Hora, y Jardir soñaba con el día en que él también se convirtiera en uno con el templo sagrado.

También había otras tareas menos satisfactorias, menos honorables. Todos los días se pasaba horas intentando pasar las letras a papel, usando un palo para copiar las palabras del Evejah en una caja de arena mientras las recitaba en voz alta. Parecía un arte inútil, poco apropiado para un guerrero, pero Jardir prestó atención a las palabras de la dama’ting y trabajó duro, hasta dominar las letras con rapidez. También aprendió matemáticas, historia, filosofía y el arte de la Protección. Eso último lo devoró con fruición, pues cualquier cosa que pudiera obstaculizar o herir a los alagai recibía su más profunda devoción.

El Instructor Qeran iba varias veces a la semana y pasaba horas afinando el trabajo de Jardir con la lanza, mientras los maestros en la tradición histórica le enseñaban las tácticas y la evolución de la guerra en todas las épocas hasta llegar a los tiempos del Liberador.

—La guerra es mucho más que mostrar destreza en el campo de batalla —le decía el Dama Khevat—. El Evejah nos dice que el secreto de la guerra está en el engaño.

—¿El engaño? —preguntó el muchacho.

El sacerdote asintió.

—Del mismo modo que fintas con tu lanza, también el líder sabio puede dirigir al enemigo en la dirección equivocada antes de llegar a la batalla. Si es fuerte, debe aparentar ser débil. Cuando esté a punto de golpear, debe parecer incluso lejos de la amenaza. Cuando se esté reagrupando, debe hacer creer a sus enemigos que el ataque es inminente. De ese modo debe conseguir que el enemigo malgaste su fuerza mientras administra correctamente la propia.

Jardir inclinó la cabeza.

—¿No es más honorable enfrentarse con el enemigo cara a cara?

—No construimos el Gran Laberinto para salir allí afuera y luchar de frente con los alagai —comentó Khevat—. No hay mayor honor que la victoria y, para obtenerla, debes aprovechar cada ventaja, sea grande o pequeña. Esa es la esencia de la guerra, y la guerra es la esencia de todas las cosas, desde el más despreciable khaffit que regatea en el bazar hasta el Andrah que escucha las peticiones en palacio.

—Entiendo.

—El engaño depende del secreto —continuó el sacerdote—. Si los espías pueden descubrir tus engaños, perderás toda tu fuerza. Un gran líder debe disimular sus tretas de tal forma que ni siquiera su círculo más íntimo y, algunas veces, ni él mismo piensen en ellas hasta que sea el momento de atacar.

—Pero ¿por qué luchar contra todo, dama? —se atrevió a preguntar el muchacho.

—¿Cómo?

—Todos somos hijos de Everam —repuso Jardir—. El enemigo son los alagai. Necesitamos a todos los hombres contra ellos, pero, sin embargo, nos matamos unos a otros a la luz del día. —Khevat se lo quedó mirando, pero él no estaba seguro de si el dama estaba enojado o complacido por su pregunta.

—Unidad —replicó el sacerdote al final—. En la guerra, los hombres se mantienen unidos y es ese poder colectivo el que les hace fuertes. En palabras del mismo Kaji cuando conquistó las tierras verdes: «La unidad vale su precio en sangre sea cual sea este. Contra la noche y las legiones incontables de Nie, es mejor cien mil hombres que se enfrenten juntos, a cien millones de cobardes». Recuerda esto siempre, Ahmann.

Jardir se inclinó.

—Así lo haré, dama.