5
Jiwah Ka
313-316 d. R.
Se le aproximaron tres nie’dama desde sitios opuestos y, aunque Jardir no podía verla, percibió a la dama’ting observando. Siempre hacía lo mismo.
Se entregó al momento como lo hacía al abrazar el dolor, dejando que se apartaran todos los intereses mundanos. Después de más de cinco años en el Sharik Hora, la paz acudía sumisa cuando la invocaba. Él dejaba de existir, y ellos, incluso ella. Sólo quedaba la danza.
Ashan le atacó el primero, pero Jardir fintó un bloqueo para después girar y saltar hacia un lado con la idea de golpear a Halvan en el pecho, de modo que la patada de Ashan se perdió en el vacío. Agarró el brazo de Halvan y se lo retorció empujándolo contra el suelo con facilidad. Le podría haber descoyuntado el brazo, pero se consideraba una muestra suprema de habilidad no causar daño a los oponentes.
Shevali esperó a que Ashan se recobrara antes de caer sobre él como si fueran uno, con tal coordinación de movimientos que habrían enorgullecido a cualquier unidad de dal’Sharum.
Pero importó poco. Los brazos y las piernas de Jardir se movían tan rápido que no se distinguían con claridad y sus golpes sordos resonaban como un redoble de tambor mientras marcaba el ritmo hasta su conclusión inevitable. Al quinto golpe, Shevali dejó su garganta expuesta un momento y después, como siempre sucedía al final, sólo quedaban Jardir y Ashan.
Sabiendo de antemano lo rápido que era Jardir, Ashan intentó forcejear con él, pero los años habían añadido carne a sus huesos. A los diecisiete, Jardir era más alto que la mayoría de los hombres, y el entrenamiento constante había transformado sus músculos nervudos en otros fibrosos pero bien formados. No pasó mucho tiempo antes de que el joven dama terminara inmovilizado.
Ashan se echó a reír, pues sus años de silencio habían pasado hacía ya mucho.
—¡Un día acabaré contigo, nie’Sharum!
Jardir le tendió la mano para auparlo del suelo.
—Jamás verás ese día.
—Eso es cierto —comentó el Dama Khevat.
Jardir se dio la vuelta y el círculo de chicos e instructores se abrió para que avanzara el clérigo, con la dama’ting a su lado. Al muchacho se le fue la sangre del rostro.
La dama’ting acarreaba consigo unas ropas negras.
La sacerdotisa le condujo a una cámara privada y le quitó el bido con sus propias manos. Jardir intentó aceptar la sensación de sus manos sobre la piel desnuda, pues era la única mujer que le había tocado en años, por primera vez y de forma tan íntima, pero no pudo hallar la paz. Su cuerpo respondió al contacto y temió que ella le matase por tamaña falta de respeto.
Pero la dama’ting no hizo mención a su excitación mientras le envolvía con un taparrabos negro en lugar del bido, y después le colocaba unos pantalones holgados, unas pesadas sandalias y la amplia túnica de un dal’Sharum.
Jardir esperaba sentirse raro vestido después de llevar sólo el bido durante ocho años, pero para lo que no estaba preparado era para el peso de las ropas negras acorazadas de los guerreros. La vestimenta llevaba cosidos por todos lados una especie de bolsillos que albergaban placas y tiras de arcilla cocida. Las placas eran capaces de absorber el impacto de un golpe fuerte, como bien sabía él, pero se rompían y necesitaban reemplazarse después.
Estaba tan distraído por todas las novedades que al principio no se dio cuenta del color blanco del velo que la dama’ting le estaba anudando en torno al cuello. Cuando lo hizo, se le escapó una exclamación de sorpresa.
—¿Crees que todo el tiempo que has pasado entre los dama no ha servido para nada, hijo de Hoshkamin? —le preguntó la mujer—. Te reunirás de nuevo con tus hermanos dal’Sharum como su señor, un kai’Sharum.
—¡Pero sólo tengo diecisiete años! —repuso él.
La dama’ting asintió.
—El kai’Sharum más joven desde hace siglos, al igual que fuiste el más joven en derribar a un demonio del viento y el más joven en sobrevivir a la alagai’sharak. ¿Quién sabe qué otras cosas podrás conseguir?
—Vos lo sabéis. Los dados os lo han dicho.
Ella sacudió la cabeza.
—Puedo ver el destino al que aspira tu espíritu, pero es un camino cubierto de peligros y puedes no llegar a conseguirlo. —Le colocó el velo sobre la cara y el tacto fue tan suave como una caricia—. Tienes muchas pruebas ante ti, pero concéntrate en el ahora. Cuando vuelvas hoy al pabellón de los kaji, uno de los Sharum te retará. Y tú debes…
Jardir alzó la mano, cortándola. Los ojos de la sacerdotisa llamearon ante su audacia.
—Con mis respetos —dijo el muchacho, al recordar la fila del engrudo en el kaji’sharaj—, el mundo del Sharum lo comprendo bien. Tengo que vencer al que me desafíe públicamente antes de que nadie ose seguir su ejemplo.
La dama’ting le miró durante un momento; luego se encogió de hombros y en sus ojos se reflejó una sonrisa.
Jardir avanzó a grandes zancadas por los campos de entrenamiento de los kaji, seguido por el Dama Khevat y la dama’ting. Los dal’Sharum hicieron una pausa en su entrenamiento al verle y se escucharon unos murmullos de reconocimiento cuando contemplaron su rostro. A uno de ellos se le escapó una risotada.
—¡Mirad! ¡La rata ha vuelto! —gritó Hasik, cuya «s» aún silbaba después de todos esos años. El enorme guerrero plantó la lanza en el suelo con un golpe sordo—. ¡Sólo le ha costado cinco años sacarse de encima el bido!
Varios guerreros se echaron a reír al oír el comentario.
Jardir sonrió. Era una situación normal que los Sharum pusieran a prueba el temple de los nuevos kai, y era inevera que hubiera sido Hasik. El poderoso guerrero era aún más grande que él, pero no sintió miedo cuando avanzó.
Hasik bajó la mirada con frialdad, impávido.
—Puede que lleves un velo blanco atado al cuello, pero aún procedes de la estirpe de los meados —le espetó con aire despectivo, en una voz casi inaudible para que nadie lo escuchara.
—¡Ah, Hasik, mi ajin’pal! —exclamó él en voz alta—. ¿Todavía te llaman «Silbador»? Estaría encantado de arrancarte unos cuantos dientes más y así aliviarte el sufrimiento, si así lo deseas.
A su alrededor, todos los Sharum se rieron. Paseó la mirada entre ellos y vio a muchos de los que habían servido a sus órdenes cuando fue Nie Ka.
El guerrero rugió y embistió, pero él dio un paso hacia un lado y lanzó una patada que lo mandó de espaldas contra el suelo. Permaneció pacientemente en pie mientras Hasik fruncía el ceño y se arrastraba hasta incorporarse.
—Te mataré por esto —le prometió.
Jardir sonrió, pues adivinaba cada uno de los movimientos del hombre como si estuvieran escritos en la arena. El gigante cargó contra él, embistiendo con la lanza, pero él dio una vuelta sobre sí mismo y lo pateó para desviar la lanza hacia un lado de modo que el guerrero perdió el equilibrio y se tambaleó. A pesar de ello se volvió y usó la lanza como si fuera un palo de combate, pero Jardir se inclinó hacia atrás con la flexibilidad de una palmera azotada por el viento y evitó el golpe sin mover los pies ni un centímetro. Y antes de que el otro pudiera recuperarse, elevó las manos y agarró el arma, la pateó en el centro y partió la gruesa vara de madera. La pierna siguió el impulso hasta impactar en el rostro de Hasik.
Jardir escuchó un satisfactorio crujido cuando destrozó la mandíbula del guerrero, pero no se detuvo allí. Dejó caer la punta de la lanza pero sujetó la contera en alto, y avanzó con ella en la mano mientras Hasik luchaba por ponerse en pie.
El guerrero le dio un puñetazo y Jardir se maravilló de que en algún momento aquellos puños le hubieran parecido tan rápidos que no pudiera seguirlos con la mirada. Después de tantos años entre los dama, aquel puño parecía moverse a cámara lenta. Aferró la muñeca del guerrero y se la retorció hasta percibir cómo la articulación del hombro se salía de su sitio. Hasik gritó cuando Jardir estrelló la contera de la lanza contra su rodilla y se la destrozó. Cuando se desplomó en el suelo, le dio otra formidable patada en el estómago. Estaba en todo su derecho de matarle y aquellos que se habían reunido a su alrededor esperaban que lo hiciera, pero él no había olvidado la afrenta sufrida en el Laberinto.
—Y ahora, Hasik —le dijo, mientras todos los dal’Sharum de la tribu kaji les miraban—, te voy a enseñar a ser una mujer. —Sostuvo en alto la contera de la lanza—. Y este será el hombre.
—Vigiladle para que la vergüenza no le haga volver la lanza contra sí mismo —le dijo Jardir a Shanjat cuando Hasik fue evacuado al pabellón de las dama’ting, aullando de dolor y humillación—. No quiero que mi ajin’pal sufra ningún daño irreparable.
—Como mi kai’Sharum ordene —repuso Shanjat—, aunque antes de que pueda volverla contra sí tendrán que sacársela. —Sonrió con suficiencia, tras hacerle una reverencia, y se apresuró a ir tras el guerrero herido. Jardir le siguió con los ojos, maravillado de la rapidez con la que se regresaba a las viejas costumbres, a pesar de que Shanjat hubiera ganado sus ropas negras hacía ya años y él ese mismo día.
Había planeado su venganza durante años, mientras bailaba la sharusahk en aquella celda diminuta en el Sharik Hora. Vencerle no era suficiente, pues su venganza tenía que ser una lección muy dura, que sirviera de advertencia para todos aquellos que desearan desafiarle de nuevo. Si Hasik no lo hubiera hecho, Jardir lo habría buscado y lo hubiera retado él mismo.
Debido a la infinita justicia de Everam, cada paso se había ejecutado de manera exacta a cómo él lo había imaginado, pero ahora que su triunfo era completo, no encontraba más satisfacción en él que cuando luchó con Shanjat por un lugar en la cola de la comida de los nie’Sharum.
—Parece que tienes las cosas bajo control —comentó el Dama Khevat, dándole una palmada en la espalda—. Ve al pabellón de los kaji y toma a una mujer antes de la batalla de esta noche. —Se echó a reír—. ¡O toma a dos! Las jiwah’Sharum estarán encantadas de llevarse a la cama al más joven de los kai’Sharum en mil años.
Jardir se obligó a reír a su vez y asintió, aunque sintió un nudo en el estómago. Jamás había estado con una mujer. Excepto aquella fugaz visión la noche que estuvo en el pabellón de los kaji, nunca había visto a una sin sus ropas. Fuera kai’Sharum o no, se enfrentaba a la última prueba de su hombría y a diferencia del modo en que había aplastado a Hasik o la matanza de los alagai, eso era algo para lo que no había sido entrenado.
El sacerdote le abandonó y Jardir miró hacia el pabellón de los kaji y tomó aire.
«Sólo son mujeres —se dijo a sí mismo, dando un paso vacilante hacia delante—, y están ahí para complacerte, no al revés». Dio un segundo paso con algo más de confianza.
—Un momento —susurró la dama’ting, atrayendo su atención. El alivio y el miedo le poseyeron a la vez. ¿Cómo podía haberla olvidado?
—En privado —añadió ella. Jardir asintió y ambos caminaron hasta el extremo de los campos de entrenamiento, fuera del alcance de los oídos de los dal’Sharum que se encontraban allí.
Ahora era mucho más alto que ella, pero aún le intimidaba. Recordó el latigazo de fuego de la calavera del demonio del fuego e intentó autoconvencerse de que la magia alagai no funcionaría a la luz del día con la luz de Everam brillando sobre ellos.
—Arrojé los alagai hora antes de llevarte las ropas negras. Si duermes con las jiwah’Sharum, una de ellas te matará.
Los ojos de Jardir se abrieron de par en par, pues jamás se había oído una cosa parecida.
—¿Por qué?
—Los huesos no explican el porqué de las cosas, hijo de Hoshkamin —repuso la sacerdotisa—. Nos dicen lo que hay y lo que será. Puede que sea una amante de Hasik buscando venganza, o alguna mujer con una deuda de sangre con tu familia. —Se encogió de hombros—. Si duermes con las jiwah’Sharum estarás en peligro.
—Entonces, ¿nunca podré estar con una mujer? —inquirió—. Pero ¿qué vida es esa para un hombre?
—No exageres —repuso ella—. Puedes tomar esposas. Echaré los huesos para encontrar alguna apropiada para ti.
—¿Por qué haces esto?
—Tengo mis propias razones.
—¿Y el precio? —volvió a preguntar él. Las historias del Evejah solían hablar del precio oculto que habían de pagar aquellos que usaran la magia de los hora en lo que no fuera la sharak.
—Ah. No eres tan inocente como pareces. Eso es bueno. El precio es que me tomes a mí como esposa.
Jardir se quedó helado y su rostro empalideció. ¿Tomarla como esposa? Eso era impensable, ella le aterrorizaba.
—No sabía que las dama’ting pudieran casarse —contestó, luchando por ganar tiempo mientras la cabeza le daba vueltas.
—Podemos si así lo deseamos. Las primeras dama’ting fueron las esposas del Liberador.
Se la quedó mirando de nuevo, pero las gruesas ropas blancas ocultaban a sus ojos el contorno y las curvas de su cuerpo. El tocado le tapaba el pelo, y el velo opaco, tenso, le cruzaba la cara sobre la nariz, camuflando también su voz. Sólo podía ver sus ojos, brillantes y llenos de interés. Había algo familiar en ellos, pero no era posible adivinar su edad y mucho menos si era bella o no. ¿Era virgen? ¿Procedía de buena familia? No había forma de saberlo. Las dama’ting eran separadas de sus madres cuando eran muy pequeñas y criadas en secreto.
—Un hombre tiene derecho a ver el rostro de una mujer antes de consentir en casarse con ella —repuso.
—Esta vez, no —replicó ella—. No tiene importancia alguna si mi belleza te conmueve o si mi útero es fértil. Tu futuro anda mezclado con dagas ocultas. Seré tu Jiwah Ka o te pasarás la vida buscando enemigos hasta que un día te sorprendan sin tener mis predicciones como guía.
Jiwah Ka. No sólo quería casarse con él, sino que quería ser su primera esposa. Una Jiwah Ka tenía derecho a vetar y deshacerse de cualquier jiwah sen, las demás esposas, y todas quedarían supeditadas a ella. Tendría un control absoluto de su casa y sus hijos, le seguiría a él en poder y no era tan tonto para no darse cuenta de que pretendía controlarle también a él.
Pero ¿podía permitirse rehusar? No temía a nadie que le desafiara cara a cara pero la guerra era engaño, como le había enseñado Khevat, y no todos los hombres luchaban con lanzas o puños. Una bebida envenenada o una cuchillada por la espalda y se iría al lado de Everam con muy poca gloria para pagarse el camino hacia el Cielo, además de no dejar nada para su madre y sus hermanas.
Y se avecinaba la Sharak Ka.
—Me pides que te lo dé todo —afirmó con la boca seca y la voz pastosa.
La dama’ting asintió.
—Te dejaré la sharak —le dijo—. Y eso es todo en lo que debe interesarse un Sharum.
Jardir se la quedó mirando durante un buen rato. Finalmente, asintió con la cabeza.
La dama’ting no perdió el tiempo una vez se llevó a cabo el acuerdo. Antes de que pasara la semana, Jardir se encontró ante el Dama Khevat, observando cómo ella enunciaba sus votos.
Jardir fijó los ojos en los de la sacerdotisa. ¿Quién era ella? ¿Sería mayor que su madre o aún joven para darle hijos? ¿Qué encontraría cuando se retiraran a la cámara nupcial?
—Me ofrezco a ti en matrimonio tal como se dice en el Evejah, tal como estableció Kaji, la Lanza de Everam, el cual se sienta a los pies de la mesa de Everam hasta que renazca cuando llegue la hora de la Sharak Ka. Me comprometo, con honradez y sinceridad, a ser para ti una esposa obediente y leal.
«¿Realmente cree eso? —se preguntó Jardir—, ¿o no es más que una forma de controlar mi vida, ahora que visto de negro?».
Khevat se volvió en su dirección y él dio un respingo.
—Juro ante Everam —dijo, haciendo un esfuerzo para pronunciar las palabras sin tartamudear—, Creador de todas las cosas, y ante Kaji, el Shar’Dama Ka, llevarte a mi casa y ser un marido justo y tolerante.
—¿Aceptas a esta dama’ting como tu Jiwah Ka? —inquirió el dama y algo en el tono de su voz le recordó sus palabras cuando le pidió que llevara a cabo la ceremonia.
«¿Estás seguro de querer esto? —le había preguntado—. Una dama’ting no es una esposa cualquiera a la que puedas dar órdenes o golpear cuando te desobedezca».
Tragó saliva. ¿Estaba seguro?
—Sí —afirmó con la voz pastosa, y los dal’Sharum reunidos gritaron y entrechocaron las lanzas contra los escudos. Su madre, Kajivah, abrazada a sus jóvenes hermanas, lloraba junto a ellas de orgullo.
Jardir sintió el corazón latirle con fuerza y parte de él deseó estar en el Laberinto en ese momento, bailando la alagai’sharak, en vez de en aquella cámara cubierta de almohadones y escasamente iluminada a la que se habían retirado.
—¡No temas, habrá más alagai’sharak mañana! —comentó Shanjat entre risas—. ¡Esta noche vas a bailar una danza distinta!
—Pareces más enfermo que relajado —comentó la dama’ting mientras corría las pesadas cortinas detrás de ellos.
—¿Cómo podría sentirme de otro modo? —inquirió él con amargura—. Eres mi Jiwah Ka, y ni siquiera sé cómo te llamas.
La sacerdotisa se echó a reír, y fue la primera vez que él oyó su risa. Era un sonido hermoso, tintineante.
—¿Seguro que no? —preguntó, dejando caer el velo y el tocado. Los ojos del joven se abrieron de par en par, pero no por la belleza y juventud de la mujer que quedó expuesta ante su vista.
Sino porque en realidad, sí la conocía.
—Inevera —susurró, recordando a la nie’dama’ting con la que había hablado en el pabellón tanto tiempo atrás.
Ella asintió, sonriéndole, más hermosa de lo que él se hubiera atrevido a soñar.
—La noche que nos encontramos, terminé de tallar mi primer alagai hora. Era el destino, la voluntad de Everam, como mi nombre. Los huesos de demonio se tallan en la más completa oscuridad, totalmente a solas. Puede llevarte semanas grabar un solo dado y años completar un juego. Y sólo entonces, cuando está acabado, se puede probar. Si fallan, se exponen a la luz y el proceso de tallado comienza de nuevo desde el principio. Si tienes éxito, entonces la nie’dama’ting se convierte en dama’ting y recibimos nuestro velo.
»Esa noche terminé el juego y necesitaba hacer una pregunta. Una prueba para ver si los dados poseían el poder del destino. Pero ¿qué pregunta? Entonces recordé al chico que había visto aquel día, con aquellos ojos atrevidos y modales desenfadados, así que sacudí los dados de demonio y pregunté: “¿Volveré a ver a Ahmann Jardir?”.
»Por eso, desde aquella noche supe que volveríamos a encontrarnos en el Laberinto después de tu primera alagai’sharak, y más aún, que me casaría contigo y te daría muchos hijos.
Cuando acabó de hablar sacudió los hombros y las ropas blancas cayeron al suelo. Jardir había temido ese momento, pero a la luz vacilante captó el contorno desnudo de la joven, y su cuerpo comenzó a responder, de modo que comprendió que pasaría con éxito su última prueba de hombría, como todas las anteriores.
—Jardir, lleva a tus hombres al décimo nivel —le ordenó el Sharum Ka.
Era una decisión estúpida. Tres años después de que le otorgaran el velo blanco, todos los kai’Sharum allí reunidos sabían que la unidad de Jardir era la más valiente y mejor entrenada de toda Krasia. Presionaba mucho a sus hombres, pero sus dal’Sharum se enorgullecían de ello, pues sus presas superaban las de tres unidades juntas. Sin embargo, desperdiciaban su talento en el nivel décimo, pues jamás se había oído que los alagai hubieran penetrado tan al interior del Laberinto.
El Sharum Ka miró a Jardir con aire despectivo, esperando su disconformidad, pero él aceptó el deshonor y evitó que le afectara.
—Como el Sharum Ka ordene —dijo y se inclinó profundamente sobre su almohadón hasta tocar con la frente la gruesa alfombra de la sala de audiencias del Primer Guerrero. Cuando se irguió, su rostro estaba sereno a pesar de la repugnancia que sentía por el hombre que tenía delante. Se suponía que el Sharum Ka era el guerrero más fuerte de la ciudad, pero este lo era todo menos eso. Su cabello estaba entreverado de gris y tenía el rostro tan lleno de profundas arrugas como el de un dama ji. Habían pasado años desde que puso el pie por última vez en el Laberinto, como demostraba su oronda barriga. Se suponía que el Primer Guerrero debía liderar la carga en la alagai’sharak e inspirar a sus hombres para alcanzar la gloria, no conducirlos a la guerra desde detrás de los muros de su palacio.
Pero fuera como fuese, mientras llevara el turbante blanco, nadie podía contradecir su autoridad durante la noche.
El Dama Ashan, el clérigo de su unidad, y sus lugartenientes, Hasik y Shanjat, esperaban fuera del palacio del Sharum Ka para escoltarle de vuelta al pabellón de los kaji. Era sólo un kai’Sharum, pero ya había habido varios atentados contra su vida por parte de rivales celosos, incluso dentro de su propia tribu. El Sharum Ka no viviría eternamente y con un Andrah procedente de la tribu kaji, lo más seguro era que uno de los kai’Sharum de la tribu ocupara su lugar. Jardir se había interpuesto en las esperanzas de sucesión de muchos de los antiguos kai’Sharum.
Los tres hombres no solían alejarse de su lado, sobre todo desde que Inevera arregló matrimonios entre ellos y sus hermanas. Imisandre, Hoshvah y Hanya vestían harapos cuando él dejó el Sharik Hora hacía tres años, pero ahora eran las Jiwah Ka de sus lugartenientes más leales y habían dado a luz a sobrinos y sobrinas que aseguraban esa lealtad.
—¿Cuáles son nuestras órdenes? —preguntó Shanjat.
—El décimo nivel.
Hasik escupió en el polvo.
—¡El Sharum Ka te insulta con su decisión!
—Cálmate, Hasik —le indicó Jardir en voz baja, y el enorme guerrero se tranquilizó de manera casi inmediata—. Asume el insulto y deja que pase de largo, de ese modo verás el camino de Everam.
El hombre asintió y protegió su retaguardia mientras este se alejaba a grandes zancadas del palacio. Hacía ya tres años, Hasik había regresado del pabellón de las dama’ting transformado. Aún era uno de los más fieros guerreros de los kaji, pero se había convertido en un lobo amaestrado, pues había entregado su lealtad por completo a Jardir; había sido la única manera de preservar su honor después de aquella humillante derrota.
—El Sharum Ka te teme —le advirtió Ashan—. Y hace bien. Si continúas acaparando toda la gloria, el Andrah podría hartarse de mantener a un viejo anciano al mando de sus tropas y permitirte que lo desafiaras en combate singular.
—Y un segundo más tarde de que gritara «adelante», tendríamos a un nuevo Primer Guerrero —comentó Shanjat.
—Eso no va a ocurrir —repuso él—. El Andrah y el Sharum Ka son viejos amigos. No traicionará a un siervo leal, incluso aunque se lo exigieran los mismos damaji.
—¿Y qué es lo que podemos hacer? —inquirió Hasik.
—Tú vete a casa con mi hermana y agradécele la comida que te habrá preparado —le dijo—. Y cuando caiga la noche, iremos al décimo nivel y rezaremos para que Everam nos envíe unos cuantos alagai y podamos exponerlos al sol.
Como siempre, cuando llegó a sus cuarteles en el palacio de los kaji, Inevera le aguardaba. Se había apartado la ropa para descubrir el pecho del que mamaba su hija Anjha. Los hijos mayores de Jardir, Jayan y Asome, se aferraban a su vestido, jóvenes y fuertes.
Jardir se arrodilló, extendió los brazos, y los niños se precipitaron hacia él; cuando los elevó al ponerse en pie, se echaron a reír. Los dejó luego en el suelo y corrieron de nuevo hacia donde se encontraba su madre. Ver a sus hijos alteró la serenidad que se había autoimpuesto. No era sólo su reputación la que mancillaba el Sharum Ka, sino también la de ellos.
—¿Te preocupa algo, esposo mío? —le preguntó Inevera.
—Nada importante —replicó él, pero ella chasqueó la lengua.
—Soy tu Jiwah Ka. No necesitas controlar tus sentimientos cuando estás conmigo.
Jardir le dirigió una mirada y dejó que las tensas riendas de su autocontrol se relajaran.
—Esta noche el Sharum Ka me ha enviado al décimo nivel —escupió—. ¿Cuántos guerreros perderá mientras su mejor unidad protege un nivel vacío?
—Eso es buena señal, marido —repuso ella—. Quiere decir que te teme tanto a ti como a tu ambición.
—Pues yo no veo nada de bueno en ello, si me roba cualquier posibilidad de alcanzar la gloria.
—No le permitirán que haga eso —dictaminó Inevera—. Tienes que buscar la gloria en el Laberinto ahora más que nunca. Los huesos dicen que al Primer Guerrero no le queda ya mucho en este mundo. Si quieres sustituirle, tu gloria debe eclipsar la de los demás cuando se vaya con Everam.
—¿Y qué voy a hacer, sacudir mi lanza ante el aire vacío? —bramó.
La mujer se encogió de hombros.
—La Sharak es cosa tuya. Encuentra el modo.
Él gruñó y luego asintió. Llevaba razón, como siempre. Había ciertas cosas en las que ni siquiera una dama’ting podía aconsejarle.
—El sol no se pondrá hasta dentro de unas cuantas horas —anunció ella—. Hacer el amor y un poco de sueño te aclarará las ideas.
Él sonrió y se le acercó.
—Llamaré a mi madre para que se haga cargo de los niños.
Pero ella sacudió la cabeza, y dio un paso hacia atrás para evitar sus brazos tendidos.
—Conmigo, no. Los huesos dicen que Everalia es fértil. Si la tomas por detrás con mucha fuerza te dará un hermoso hijo.
Él puso mala cara. Everalia era su tercera esposa. Inevera ni siquiera se había molestado en mostrársela antes de prometerse, con el comentario de que había seleccionado a la Jiwah Sen por sus buenas caderas de criadora y la suerte que los alagai hora habían predicho que traería, no por su belleza.
—¡Siempre los huesos! —exclamó el guerrero con brusquedad—. ¡Por una vez tomaré a la esposa que me dé la gana!
La mujer volvió a encogerse de hombros.
—Toma a Thalaja si lo prefieres —admitió, refiriéndose a su segunda esposa, más hermosa—. También está en período fértil. Simplemente pensé que preferirías otro hijo a una niña.
Jardir apretó los dientes. Ella era lo que él quería, pero como Khevat le había advertido, fuera su esposa o no, era una dama’ting y no podía tomarla como a cualquier otra mujer. Abrió la boca, pero después la cerró.
¿Realmente echaba los dados para todo? Algunas veces parecía como si reclamara la autoridad de sus predicciones para hacerle actuar como ella quería, pero hasta ese momento no se había equivocado y era verdad que necesitaba más hijos si quería restaurar el linaje de Jardir y recuperar su antigua gloria. ¿Y no daba igual la esposa que tomara? Everalia estaba bien si la tomaba por detrás.
Se dirigió hacia la cámara nupcial, quitándose la ropa por el camino.
Esperaron.
Cuando los gritos de la batalla arreciaron procedentes de los niveles exteriores y los demonios del viento comenzaron a chillar desde el cielo, aguardaron.
Y siguieron esperando mientras otros muchos hombres partían hacia Everam cubiertos de gloria.
—No hay alagai a la vista —informó Shanjat, haciendo una señal a los nie’Sharum que estaban sobre la muralla.
—¡Y no habrá ninguno! —gruñó Hasik, y se oyó un rumor de asentimiento entre los hombres. Había cincuenta de los mejores guerreros kaji agazapados en aquel apostadero, desperdiciados.
—Todavía hay tiempo para ganar gloria si nos juntamos con las otras unidades —dijo Jurim.
Jardir sabía que tenía que atajar la idea antes de que echara raíces en la mente de los demás, así que empujó la contera de la lanza entre los ojos de Jurim en un golpe que lo tiró al suelo.
—Atravesaré personalmente al que abandone su puesto sin mis órdenes para hacerlo —anunció en voz alta. Los otros asintieron mientras el guerrero intentaba ponerse en pie, restañándose la sangre de la cara.
Paseó la mirada por los hombres, los mejores dal’Sharum que la Lanza del Desierto había producido y sintió una profunda vergüenza. Era él quien provocaba los celos del Sharum Ka, pero eran sus hombres los que sufrían por ello. Hombres nacidos y criados para matar alagai, a los que un viejo temeroso de perder poder negaba su destino. No fue la primera vez que se imaginó a sí mismo matando al Primer Guerrero, con desafío previo o no, pero un crimen como ese le privaría de honor y seguramente le costaría la vida al igual que su legado.
Justo en ese momento sonó un cuerno y Jardir prestó atención. La secuencia era la de una llamada de ayuda.
—¡Auxiliares! —gritó y dos de los Batidores de su unidad, Amkaji y Coliv, dieron un salto hacia adelante. En un instante sujetaron los extremos de sus escaleras calzadas con hierro de casi cuatro metros de altura y se lanzaron hacia las murallas. Tan pronto como Amkaji colocó la escalera en posición, Coliv la subió de tres en tres travesaños y daba la sensación de que no terminaba de asentar el peso sobre un pie cuando ya daba el siguiente paso. Alcanzó la parte superior en un momento y examinó el terreno. Poco después hizo la señal de que era seguro y Jardir subió.
Había sido cauteloso con sus Auxiliares cuando tomó el mando de su unidad, porque eran de otra tribu, los krevakh, pero había llegado a conocerlos a fondo y ambos le eran leales y vivían consagrados a la alagai’sharak como cualquiera de los otros hombres de su tribu. Los krevakh estaban totalmente entregados al servicio de los kaji, del mismo modo que su tribu rival, los nanji, servían a los majah.
La ley obligaba a que los dos Batidores convivieran con la unidad de Jardir día y noche. Los Batidores se especializaban en armas y estilos de combate exóticos y sus habilidades eran esenciales para cualquier kai’Sharum: acrobacias, espionaje, ataques relámpago…, y asesinatos.
Mientras Amkaji sujetaba la escalera, Jardir y Shanjat subían a la muralla. Coliv ofreció el catalejo a su kai’Sharum.
—Tribu sharach, nivel cuarto —informó, señalando la dirección.
—Averigua más —le ordenó él, cogiendo el instrumento, y Coliv partió a la carrera, manteniendo un equilibrio perfecto sobre la estrecha muralla. Los Batidores no llevaban lanza ni escudo para que no les estorbara su peso y el Auxiliar desapareció rápidamente de la vista.
—Los sharach son una tribu pequeña —comentó Shanjat—. Apenas aportan dos docenas de guerreros a la alagai’sharak. Sólo un idiota pondría una unidad tan pequeña en el nivel cuarto.
—Un idiota como el Sharum Ka —replicó Jardir.
Coliv regresó poco después.
—Les ha alcanzado un grupo de alagai que han esquivado el pozo. Han perdido a muchos guerreros y no tienen cerca suficientes refuerzos. Les vencerán en unos minutos.
Jardir apretó los dientes.
—No, eso no pasará. Preparad a los hombres.
Shanjat le puso una mano sobre el hombro.
—El Sharum Ka nos ordenó proteger el décimo nivel —le recordó, pero cuando el kai’Sharum asintió sin decir una palabra más, sonrió con ganas.
—Jamás llegaremos a tiempo al cuarto nivel, kai’Sharum —dijo Coliv, mientras escudriñaba el Laberinto con su agudo sentido de la vista—. El camino no está despejado, hay muchas batallas en medio.
—Arroja las cuerdas —le ordenó—. Quiero a todos los hombres sobre las murallas, ya.
Corrieron por los adarves como si aún fueran nie’Sharum; cincuenta guerreros adultos con el traje de combate completo. Los remates de la muralla eran bastante traicioneros de por sí para niños descalzos y con sólo unos bidos, así que lo eran mucho más para hombres con sandalias y ropas acorazadas y pesadas, que además cargaban con lanza y escudo.
Pero ellos eran los dal’Sharum de los kaji, la élite liderada por Jardir. Corrían sin miedo, aullando encantados mientras saltaban de muro en muro, sintiéndose como niños cuando el viento de la noche les azotaba las mejillas, pero listos para morir como hombres.
Jardir, corriendo a la cabeza de todos, estaba más exaltado que el resto. El Sharum Ka se enfurecería con él, pero que Nie se lo llevara consigo antes de permitir que una tribu entera cayera debido a la soberbia del Primer Guerrero.
Hicieron en unos minutos un recorrido que les habría llevado mucho más tiempo si hubieran avanzado por el interior del Laberinto, y no tardaron en ver a la unidad de los sharach. Había más de una docena de alagai en el apostadero cortándoles todas las vías de escape.
Mantenían su posición como auténticos hombres ante una incontenible horda de alagai, y la visión enardeció el corazón krasiano de Jardir. No permitiría que murieran más dal’Sharum esa noche.
—¡Animo, sharach! —gritó—. ¡Los kaji vienen en vuestra ayuda!
Él fue el primero en colocar su gancho y en arrojar una cuerda al interior del apostadero. Bajó los seis metros que había hasta el fondo deslizándose. No esperó a sus hombres, sino que se lanzó protegido tras su escudo cubierto de grafos contra un demonio de la arena, al que atacó por detrás. Las protecciones llamearon y el demonio fue expulsado violentamente del debilitado círculo de los sharach.
No volvió a prestar atención a la criatura aturdida y se dirigió hacia el demonio que había al lado. Lo alanceó y lo obligó a retroceder con una serie de golpes precisos a las partes más débiles de su coraza. Detrás de él percibió el rugido de los cincuenta hombres que caían de lo alto de los muros y comprendió que tenía la espalda cubierta.
—¡Everam mira tu valentía con orgullo, hermano! —gritó Jardir al kai’Sharum de los sharach, cuyo velo había enrojecido a causa de la sangre derramada—. ¡Cuida ahora de tus heridos! ¡Terminaremos la pelea y así verás a los sharach luchar otro día más!
El tercer demonio contra el que cargó se le enfrentó, cogió la lanza entre sus mandíbulas y partió la madera. El impacto desequilibró a Jardir y la criatura agarró el borde del escudo. Flexionó su brazo nervudo y las tiras de sujeción se rompieron. Jardir se golpeó contra el suelo, pero giró hacia un lado cuando la criatura fue a por él. Durante un momento, el demonio mantuvo la ventaja, pero el kai’Sharum de los sharach cayó sobre él desde un costado y lo alejó de Jardir.
—¡Los sharach lucharán hasta el final, hermano! —gritó el guerrero, pero el demonio de la arena le devolvió el golpe: deslizó la cola por debajo del soldado para hacerle caer. Después, se tensó para atacar.
Jardir miró a su alrededor. Todos sus hombres estaban trabados en combate en ese momento y no había ningún arma al alcance de la mano.
«Nací para morir bajo las garras de un alagai», se recordó a sí mismo, y rugió mientras se ponía en pie de un salto e interceptaba al demonio de la arena en mitad de su ataque al kai’Sharum de los sharach.
El demonio era mucho más fuerte que él, pero luchaba por instinto y no sabía nada del brutal arte de la sharusahk. Jardir le cogió del brazo, giró y, aprovechando el ímpetu de su ataque, lo lanzó a más de cuatro metros de distancia, hacia el pozo de los demonios situado en el centro del apostadero. El alagai cayó con un alarido y quedó atrapado hasta que el sol saliera y lo borrase del mundo para siempre.
Se le acercó otro demonio de la arena, pero Jardir le golpeó con brutalidad en el gaznate y le pateó la parte de atrás de las rodillas. Luego aferró a la criatura y la sujetó contra el suelo. Se retorció para evitar sus dientes y garras mientras usaba la propia fuerza del alagai para darle una paliza.
Las placas arenosas de la coraza del demonio le cortaron la ropa y la carne, y sus músculos sufrieron sometidos a un esfuerzo que sobrepasaba sus límites, pero centímetro a centímetro, retorció los miembros del demonio hasta que finalizó la presa deseada y se puso en pie. Era más alto que la criatura y, con los brazos trabados bajo sus extremidades y tras la cabeza, lo levantó con facilidad del suelo. El demonio pateaba y chillaba, pero lo sacudió de un lado para otro, con cuidado de mantener sus patas traseras lejos del cuerpo. Con un grito triunfal, lanzó al segundo demonio por el pozo, y vio, satisfecho, que sus guerreros casi habían conducido al resto de los alagai también al mismo sitio. El suelo del pozo era un revoltijo de escamas y garras, y los grafos tallados en los muros relucían con fiereza cuando las criaturas intentaban escalar las paredes para salir.
—¡Veré cómo el sol se os lleva a todos! —gritó Jardir.
Regresó al combate, ruborizado por la victoria y preparado para seguir luchando, pero sólo unos cuantos guerreros continuaban peleando y ya tenían a sus alagai bajo control.
Los demás hombres simplemente se le habían quedado mirando con ojos alucinados.
Jardir y el kai’Sharum de los sharach permanecieron observando el pozo durante el resto de la noche. Los hombres se quedaron con ellos y hubo un regocijo general cuando la luz del sol alcanzó a los demonios.
Las criaturas chillaron y humearon antes de estallar en llamas, y los hombres se mostraron orgullosos de ser testigos de cómo la luz de Everam les quemaba y les devolvía a la nada de la que procedían.
Jardir y el otro Sharum bajaron sus velos, como debía hacerse ante el sol. Durante el día, los sharach, deudos de los majah, eran enemigos de sangre de los kaji. Miró al kai’Sharum con cautela. Supondría un gran deshonor para los dos enfrentarse en el terreno neutral del Laberinto, pero ya se había oído hablar alguna vez de cosas así.
Pero en vez de eso, el capitán sharach se inclinó ante él.
—Mi gente tiene una deuda de sangre contigo.
Él sacudió la cabeza.
—No hemos hecho nada que Everam no haya ordenado. Ningún dal’Sharum abandonará a un hermano y todos los hombres son hermanos durante la noche.
—Yo estaba allí cuando el Sharum Ka te envió al décimo, donde deberíamos haber estado nosotros —comentó el guerrero—. Has venido de lejos y arriesgado mucho por nosotros.
Los otros Sharum, con sus propios pozos en llamas, se acercaron a ellos cuando abandonaron el Laberinto. Dos enemigos de sangre, juntos. Se formó una multitud a su alrededor y Jardir escuchó el rumor de las conversaciones. Una y otra vez, oyó a los hombres y al sharach contar cómo había luchado desarmado contra el alagai. La hazaña era mayor cada vez que volvía a contarse y no pasó mucho antes de que los hombres fueran diciendo que había matado cinco demonios con las manos desnudas. Ya había visto antes cómo los guerreros tendían a exagerar los hechos de armas. A la caída de la noche sería por lo menos una docena los que hubiera enviado al fondo del pozo y dentro de un mes, serían cincuenta.
Se le acercó un kai’Sharum de los majah.
—En nombre de los majah, te agradezco que hayas protegido a los sharach. El Sharum Ka… no estuvo muy acertado poniéndolos en tal peligro.
Las palabras del hombre rozaban la traición, pero él asintió y nada más.
—Los sharach estuvieron a la altura —comentó Jardir—. Era inevera que vivieran para volver a la lucha.
—Inevera —acordó el majah, y se inclinó más de lo que un kai’Sharum solía hacer ante otro—. ¿De verdad lanzaste seis demonios al pozo tú solo?
Sacudió la cabeza y abrió la boca para replicar, pero le interrumpió bruscamente el grito de la guardia de élite del Sharum Ka que se precipitó ante ellos, abriendo camino al Primer Guerrero.
—¡Desobedeciste las órdenes y abandonaste tu puesto! —gritó el Sharum Ka, señalándole.
—Los sharach pidieron ayuda y nosotros estábamos desocupados —replicó Jardir—. El Evejah nos pide que protejamos a nuestros hermanos durante la noche por encima de todas las cosas.
—No te atrevas a citarme las palabras sagradas —le contestó el Sharum Ka, furioso—. ¡Ya se lo enseñaba a mis hijos cuando tu padre aún llevaba bido y conozco sus verdades mejor que tú! Y no dice en ninguna parte que hagas escalar a tus hombres las murallas del Laberinto y dejes tu nivel desguarnecido mientras te vas a proteger medio Laberinto a la otra punta.
—¡Desguarnecido! —rio él—. Si no hay demonios ni en el octavo nivel, ¡cómo va a haberlos en el décimo!
—¡No es tarea tuya despreciar órdenes y buscar la gloria que no te pertenece, kai’Sharum!
El temperamento de Jardir estalló.
—Quizá mis órdenes habrían sido menos estúpidas si el que las diera no se escondiera en su palacio hasta el amanecer —dijo, sabiendo mientras lo decía que habría hecho bien en coger su lanza. El Primer Guerrero no podía permitir un insulto como ese. Si hubiera sido una clase diferente de hombre, habría cogido su arma y le habría matado allí mismo delante de los hombres reunidos.
Pero el Sharum Ka era un anciano y los hombres susurraban cómo él había matado media docena de demonios usando sólo la sharusahk. No atacaría al Primer Guerrero, pero si él lo hacía primero, sería libre para matarle y abrir una sucesión que le llevaría al mismísimo palacio del Sharum Ka. Se preguntaba si ese era el destino que los huesos de Inevera habían señalado hacía ya tantos años.
Ambos trabaron las miradas y se dio cuenta de que el Sharum Ka estaba pensando lo mismo que él; como no tenía valor suficiente para atacarle, adoptó un aire despectivo.
—¡Arrestadle! —ordenó el Sharum Ka e inmediatamente los guardias se pusieron en movimiento para cumplir la orden.
Le ataron las manos, un gran deshonor, pero aunque les enseñó los dientes a los hombres, no se resistió. Se oyó un zumbido de descontento entre los guerreros reunidos, incluso entre los majah. Algunos agarraron las lanzas y alzaron los escudos. Superaban en buen número a los guardias del Primer Guerrero.
—¿Qué estáis haciendo? —Se encaró con la gente—. ¡Bajad las armas!
Pero el rumor de la multitud creció y los hombres se movieron para cubrir las salidas del Laberinto. El Sharum Ka dio un paso vacilante hacia atrás. Jardir se encontró con su mirada y sonrió.
—No hagáis nada —dijo en voz alta, sin apartar los ojos del Primer Guerrero—. El Sharum Ka ha dado una orden y todos los Sharum debemos obedecer. Everam decidirá mi destino.
El zumbido se calmó por completo y los hombres abrieron paso. Pero la ira del anciano aumentó al ver el control de los hombres que tenía Jardir y este le miró de nuevo con desprecio, retándole a atacar.
—¡Lleváoslo! —gritó el Sharum Ka. Él irguió la espalda y caminó orgullosamente entre los guardias que le sujetaban los brazos y le escoltaban fuera del Laberinto.
Inevera le esperaba en el palacio del Andrah cuando llegó.
«¿También sabía que ocurriría esto en el día de hoy?», se preguntó.
Cuando ella se aproximó, los guardias afianzaron su presa en los brazos del guerrero, pero no por miedo a lo que él pudiera hacer, pues era la sacerdotisa la que los aterrorizaba.
—Dejadnos —les ordenó la mujer—. Decidle a vuestro señor que mi marido acudirá ante el Andrah en media hora.
Los guardias soltaron con rapidez los brazos de Jardir y se inclinaron ante ella.
—Como ordene la dama’ting —tartamudeó uno, y desaparecieron a la carrera. Inevera bufó, y luego sacó su cuchillo protegido para cortar las ligaduras.
—Lo has hecho bien esta noche —susurró mientras caminaban—. Mantente a la altura en las horas venideras. Cuando comience la audiencia con el Andrah, debes provocar al Sharum Ka con palabras pero manteniendo una postura sumisa. Irrítalo, pero no le des excusa para que te ataque.
—No haré tal cosa —repuso él.
—Lo hiciste en el Laberinto —le contradijo ella—, pero ahora es mucho más importante.
—Tú lo ves todo —reconoció el guerrero—, pero comprendes muy poco, si crees que mostraré sumisión ante ese hombre. Antes lo he animado a que me atacase.
Inevera se encogió de hombros.
—Hazlo así si lo prefieres, pero mantén los pies asentados en el suelo y las manos quietas. Él jamás osará atacarte, pero si mantienes una postura de amenaza, sus hombres te harán pedazos.
—¿Crees que soy idiota? —le preguntó.
La mujer resopló, justo cuando llegaron a una habitación cubierta de almohadones.
—Espera aquí —le ordenó—. Voy a encontrarme en privado con el Andrah antes de tu juicio.
—¿Juicio? —inquirió él, pero ella ya había salido de la habitación.
Jardir nunca había estado tan cerca del Andrah como para ver su rostro. Era un anciano. Su rostro estaba lleno de arrugas y tenía la barba completamente blanca. Estaba gordo, y su afición a la buena comida era evidente. Le asqueada su molicie y se tuvo que recordar a sí mismo que ese hombre había sido el maestro más grande de sharusahk en sus tiempos, y que llegó a derrotar a los damaji más capacitados en combate singular para acceder al Trono de la Calavera. En los días que pasó en el Sharik Hora, había visto cómo el damaji de los kaji, Amadeveram, un hombre de unos sesenta años, dejaba a una docena de jóvenes y capacitados damas tirados en el suelo en el círculo del sharusahk.
Jardir lo examinó con más detenimiento, buscando algún signo de todo ese entrenamiento en los movimientos del Andrah, pero, al parecer, el hombre se había relajado entre sus omnipresentes guardaespaldas y sirvientes. Incluso en ese momento, picaba de una bandeja de dátiles azucarados mientras comenzaba la reunión.
Los ojos de Jardir se movieron a un lado y a otro del trono del Andrah. A su derecha estaban los doce damaji, los líderes de todas las tribus de Krasia. Iban vestidos de blanco con turbantes negros, y refunfuñaban entre ellos por haberles sacado de sus obligaciones y arrastrado al palacio cuando el sol apenas había aparecido en el horizonte. A la izquierda del Andrah, a dos pasos del trono, se encontraban las damaji’ting. Como los damaji, vestían tocados y velos de color negro en abierto contraste con sus ropas blancas. Pero a diferencia de ellos, estaban en completo silencio, observando con ojos que parecían penetrarlo todo.
«¿También ellas conocen mi destino?», se preguntó Jardir, y después echó una ojeada a su Jiwah Ka, que se había situado a su lado. «¿O sólo saben lo que Inevera les cuenta?».
—Hijo de Hoshkamin —saludó el Damaji Amadeveram—, por favor, cuéntanos tu versión de los sucesos de la noche pasada.
Era kaji y Primer Ministro del Andrah, quizá el clérigo más poderoso de toda Krasia aparte del mismo Andrah. Se decía que el Andrah representaba a todas las tribus, pero era él el que designaba al Sharum Ka y al Primer Ministro y sabía por sus lecciones que habían pasado siglos desde que un Andrah había colocado en esos puestos a gente de otra tribu, pues se consideraba un signo de debilidad.
El Sharum Ka puso cara de pocos amigos, pues evidentemente había esperado que se le invitara a relatar su versión en primer lugar. Se puso a trastear frenéticamente con el servicio de té que le habían ofrecido y se bebió una taza. Jardir advirtió, por el hilo errático del vapor que se elevaba de su borde, que le temblaban las manos envejecidas.
—Durante la cena de los kai’Sharum de anoche, el Sharum Ka nos dio órdenes, como siempre hace —comenzó Jardir—. Mis hombres habían cosechado una gran cantidad de éxitos la noche anterior y estaban deseosos de enviar más alagai de vuelta a Nie convertidos en cenizas.
El damaji asintió.
—Vuestros éxitos no han pasado desapercibidos —repuso—. Y tus maestros en el Sharik Hora hablan magníficamente de ti. Sigue.
—Quedamos consternados cuando nos enviaron al nivel décimo. No había pasado mucho tiempo desde que estuvimos en el primero y expusimos a cien alagai al sol por cada hombre que perdimos. Después, algo más tarde, fuimos trasladados al segundo y posteriormente, al tercero. Nos lo tomamos con orgullo; hay gloria suficiente para todos en los niveles más bajos. Pero en vez de trasladarnos luego al cuarto, como esperábamos, el Sharum Ka envió allí a los sharach, dándonos a nosotros su lugar habitual en el décimo.
Jardir vio al Damaji Kevera de los sharach ponerse tenso, pero no estaba seguro de si se debía al deshonor de tener a su tribu situada en aquel «lugar habitual» tan carente de gloria, o al cambio repentino.
Miró a las damaji’ting pero sus rostros estaban cubiertos y no sabía cuál de ellas era la perteneciente a los sharach. Importaba poco, pues ninguna de ellas mostró la más mínima reacción a sus palabras.
—Los guerreros sharach son valientes —añadió Jardir—. Aceptaron su destino con orgullo. Pero su tribu no puede aportar muchos guerreros a la alagai’sharak. Incluso aunque cada hombre hubiera luchado como dos —lanzó una mirada hacia Kevera—, y así lo hicieron, no eran suficientes guerreros para cubrir el apostadero del nivel cuarto.
El damaji de los sharach asintió y Jardir sintió alivio.
—Así las cosas, ¿qué hiciste? —le preguntó Amadeveram.
Él se encogió de hombros.
—El Sharum Ka dio una orden y la obedecimos.
—¡Mentiroso! —chilló el Primer Guerrero—. ¡Abandonaste tu puesto, tú, el de la estirpe de los meados de un camello!
El insulto que nadie había osado proferir desde que Jardir había derrotado a Hasik cayó con fuerza sobre él. Durante una fracción de segundo consideró cruzar la habitación de un salto y matar al Sharum Ka allí mismo, aunque eso le supusiera una muerte rápida a manos de los guardias del Andrah. Pero en vez de eso, se abrió al insulto y lo dejó pasar a través de él; sólo quedó una ira fría, serena.
—Pasamos la mitad de la noche en el nivel décimo —replicó Jardir, ignorando la exclamación del hombre—. Los Batidores no vieron ningún alagai en nuestro nivel, ni en el noveno ni en el octavo. Aun así, aguardamos.
—¡Mentiroso! —volvió a gritar el Sharum Ka.
Esa vez se dignó a volverse hacia él.
—¿Estuvisteis allí, Primer Guerrero, para poder negar la verdad de mis palabras? ¿O en algún otro sitio del Laberinto?
Los ojos del Sharum Ka se abrieron de par en par para lanzarle después una mirada encolerizada. La verdad de aquellas palabras le golpeó con más fuerza que ninguna otra cosa.
Abrió la boca para replicar, pero se oyó un siseo procedente del Andrah. Todos los ojos se volvieron hacia el hombre.
—Calma, amigo mío —le dijo al anciano—. Déjale contar su historia. Tú tendrás la última palabra.
A Jardir le impresionó la confianza entre ambos hombres. Ambos habían conservado sus palacios durante más de cuatro décadas. Había acariciado alguna esperanza de que el Andrah pudiera desear un Sharum Ka fuerte, pero ver aquella figura abotagada lo había sumido en profundas dudas. Si el propio Andrah había olvidado el camino del guerrero, ¿cómo iba a condenar por ese mismo pecado a un Sharum Ka que le era leal?
—Oímos la llamada de un cuerno en solicitud de socorro —continuó Jardir—. Ya que no estábamos combatiendo, escalé la muralla para ver si podíamos asistirlos. Pero la llamada procedía del nivel cuarto y había muchas batallas trabadas entre su posición y la nuestra. Estaba a punto de descender de nuevo hacia el interior del Laberinto cuando el Batidor que había enviado regresó con la noticia de que los sharach estaban siendo masacrados y que pronto abandonarían este mundo. —Hizo una pausa—. Todos los dal’Sharum esperan morir en el Laberinto. Una docena de guerreros, dos docenas, incluso cien en una noche, ¿qué importa si están haciendo el trabajo que Everam les ha encomendado? Pero hay una diferencia entre perder hombres y que desaparezca una tribu entera. ¿Qué honor habría habido en que permaneciera cruzado de brazos?
—Has dicho que el camino estaba bloqueado —anotó Amadeveram.
—Sin embargo, mi Batidor había conseguido llegar —respondió Jardir—, y recordaba haber corrido por los adarves cuando era un nie’Sharum. Me pregunté a mí mismo si hay algo que un niño pueda hacer y un hombre no. Así que corrimos por encima de las murallas, rezando a Everam para llegar a tiempo.
—¿Y qué encontraste cuando llegasteis? —inquirió el Primer Ministro.
—La mitad de los sharach había caído ya. Quedaban cerca de una docena, ilesos. Se enfrentaban a un número parecido de alagai, pero su pozo había quedado al descubierto y los demonios pudieron esquivarlo. Los hombres que quedaban estuvieron a la altura en todo momento —dijo mientras dirigía de nuevo la mirada hacia el damaji de los sharach—. La sangre de los sharach, que lucharon al lado del mismísimo Shar’Dama’Ka, corre con fuerza por sus venas.
—¿Y entonces? —le presionó el damaji.
—Mis hombres se unieron a sus hermanos sharach y condujimos a los alagai hacia el pozo, donde los arrojamos y les mostramos luego el sol.
—Se dice que mataste a varios tú solo —comentó Amadeveram, con el orgullo reflejado en la voz—, usando sólo la sharusahk.
—En realidad sólo fueron dos los que arrojé al pozo de ese modo —repuso él. Sabía que su esposa resoplaba debajo del velo, pero no le importó. No mentiría a su damaji, ni reclamaría una gloria que no le correspondía.
—Aun así, no es una hazaña pequeña. Los demonios de la arena tienen varias veces la fuerza de un hombre.
—Los años pasados en el Sharik Hora me enseñaron que la fuerza es algo relativo —respondió Jardir mientras hacía una reverencia.
—¡Eso no le hace menos traidor! —rugió el Sharum Ka.
—¿Y en qué consiste mi traición? —preguntó él.
—¡Te di una orden! —gritó el anciano.
—Disteis una orden estúpida —replicó el joven—, una orden que desperdiciaba a vuestros mejores guerreros y a la vez condenaba a los sharach a la destrucción. ¡Y a pesar de eso la obedecí!
El damaji de los majah, Aleverak, dio un paso hacia adelante. Era un anciano, más viejo aún que Amadeveram. Su constitución se asemejaba a la de una lanza, fino como un palo, pero alto y erguido pese a andar cerca de los setenta.
—El único traidor que veo aquí eres tú —le espetó al Sharum Ka—. Se supone que eres la cabeza de todos los Sharum de Krasia, pero ¡estabas dispuesto a sacrificar a los sharach para acabar con un rival!
El Primer Guerrero dio un paso hacia el damaji, pero Aleverak no se retiró, sino que también avanzó hacia él y adoptó una posición de combate sharusahk. A diferencia de Jardir, que era un mero kai’Sharum, un damaji sí podía desafiar y matar al Sharum Ka, con lo que se abriría el proceso de sucesión.
—¡Basta! —gritó el Andrah—. ¡Volved a vuestros puestos! —Ambos hombres bajaron los ojos en señal de sumisión y obedecieron—. No permitiré que luchéis en mi salón del trono como… como…
—¿Hombres? —terminó Inevera.
Jardir casi se ahoga por la audacia, pero el Andrah sólo la miró con cara de pocos amigos y no la reprendió. Luego suspiró, cansado, y fue evidente cómo el peso de los años caía sobre él. «Que Everam me conceda morir joven», rezó Jardir en silencio.
—No veo aquí ningún crimen —dijo el Andrah al final. Señaló intencionadamente al majah—, por ninguna parte. El Sharum Ka dio las órdenes como debe hacerlo y el kai’Sharum tomó una decisión en el calor de la batalla.
—¡Me insultó ante mis hombres! —chilló el Primer Guerrero—. Sólo por eso, ¡estoy en mi derecho de matarle!
—Perdonad, Sharum Ka, pero eso no es así —intervino Amadeveram—. Su insulto os da el derecho de matarlo vos mismo, pero no a que le maten otros. Si lo hubierais hecho, el asunto estaría cerrado. ¿Me permitís preguntaros por qué no lo habéis hecho así?
Se hizo el silencio mientras el Sharum Ka buscaba una respuesta. Inevera le dio un ligero codazo a su marido.
Él la miró de hito en hito. «¿Es que no hemos ganado ya?», preguntó con los ojos, pero los de ella mostraban una expresión dura.
—Porque es un cobarde —anunció Jardir—. No es lo bastante fuerte para defender el turbante blanco y se esconde en su palacio, mientras envía a otros a luchar en su lugar y espera la muerte como un khaffit en vez de acudir a la llamada en el Laberinto como hacen los Sharum.
Los ojos del hombre casi se le salieron de las órbitas, y las venas sobresalieron de su rostro y su cuello mientras rechinaba los dientes. Jardir se puso tenso, esperando que el hombre saltara sobre él. En su mente, imaginaba todas las formas posibles de matar al anciano.
Pero no hubo necesidad de ello, porque el Sharum Ka se echó las manos al pecho y cayó al suelo. Se retorció y arrojó espuma por la boca hasta quedarse inmóvil.
—Sabías que esto iba a ocurrir —la acusó Jardir cuando estuvieron a solas—. Sabías que si provocaba su ira lo suficiente, su corazón no lo soportaría.
Inevera se encogió de hombros.
—¿Y qué, si es así?
—¡Mujer estúpida! —gritó él—. ¡No hay honor alguno en matar a un hombre de esta manera!
—¡Sujeta tu lengua! —le advirtió ella, alzando un dedo—. Aún no eres Sharum Ka y jamás lo serás sin mí.
Jardir la miró con el ceño fruncido, preguntándose cuánta verdad encerraban sus palabras. ¿Era su destino convertirse en Sharum Ka? Y si así era, ¿podía cambiarse el destino?
—Tendré suerte si sigo siendo kai’Sharum después de esto —comentó—. He matado al amigo del Andrah.
—Tonterías —dijo su esposa con una sonrisa taimada—. El Andrah es… maleable. El puesto está vacío ahora y tú te has ganado la gloria; hasta los majah te reconocen. Le convenceré de que designarte a ti le dará prestigio.
—¿Cómo?
—Déjalo en mis manos. Tú tienes otros problemas. Cuando el Andrah te coloque el turbante blanco sobre la cabeza, tu primer anuncio será la decisión de tomar una esposa fértil de cada una de las tribus como símbolo de unidad.
Jardir se escandalizó.
—¿Mezclar la sangre de Kaji, el primer Liberador, con la de tribus menores?
Inevera le clavó el dedo en el pecho.
—Serás Sharum Ka, pero sólo si dejas de hacer el idiota y haces lo que se te dice. Si tienes herederos de cada tribu…
—Krasia estará más unida que nunca —continuó él—. Puedo invitar a los damaji a que seleccionen a las novias —reflexionó—. Eso me ganará su apoyo.
—No —le contradijo la mujer—. Eso déjamelo a mí. El damaji escogerá sólo por criterio político. Los alagai hora nos indicarán la elección de Everam.
—Siempre los huesos —masculló Jardir entre dientes—. ¿Es que Kaji también estuvo atado a ellos?
—Kaji fue el primero en darnos los grafos proféticos —atajó Inevera.
Al día siguiente, Jardir se vio de nuevo ante el trono del Andrah. Los damaji murmuraban entre ellos cuando entró y las damaji’ting le observaban tan inescrutables como de costumbre.
El Andrah estaba sentado en su trono, jugando con el turbante blanco del Sharum Ka. El acero cubierto por la tela resonaba con una nota limpia mientras el Andrah repicaba en él con una larga uña pintada.
—El Sharum Ka fue un gran guerrero —dijo el hombre, como si le estuviera leyendo la mente. Se levantó del trono, y Jardir se postró de rodillas a la vez que extendía los brazos en ademán de súplica.
—Sí, santidad.
El Andrah le hizo un gesto displicente con la mano.
—Tú no le recuerdas así, claro está. En los tiempos en los que tú aún vestías el bido, él había llegado a una edad que la mayoría de los Sharum no llega a conocer y ya no podía plantarle cara a los alagai como un hombre joven.
Jardir inclinó la cabeza.
—Es un fallo común entre los jóvenes pensar que la valía de un hombre está sólo en la fuerza de su brazo. ¿También me juzgarás a mí del mismo modo?
—Pido vuestro perdón, santidad —repuso Jardir—, pero vos no sois el Sharum. Él es vuestro brazo en la noche y ese brazo ha de ser fuerte.
El Andrah gruñó.
—Qué atrevido —comentó—, aunque supongo que un hombre que escoge a una dama’ting por esposa debe de serlo.
Jardir no dijo nada.
—Tú buscabas provocarle para que te atacara —le recriminó el hombre—. No cabe duda de que piensas que esa es la manera en la que debe morir un hombre valiente.
De nuevo, mantuvo la boca cerrada.
—Pero si él te hubiera atacado, sólo hubiera demostrado que era un estúpido —continuó el Andrah—. Y Everam tiene muy poca paciencia con los estúpidos.
—Sí, santidad —admitió Jardir.
—Y ahora está muerto. Mi amigo, el hombre que expuso incontables alagai al sol, muerto en plena desgracia tirado en el suelo, ¡porque tú no le mostraste el respeto que merecía!
Jardir tragó saliva con dificultad. El Andrah parecía dispuesto a golpearle. Aquello no estaba yendo como Inevera le había prometido, y ella no estaba en la sala. Escudriñó la habitación en busca de apoyo, pero los ojos de los damaji estaban fijos en el suelo mientras el Andrah hablaba, y las damaji’ting le miraban como si fuera un insecto.
El hombre suspiró y pareció desinflarse. Después caminó de regreso al trono con un acusado balanceo y se sentó en él pesadamente.
—Me apena ver morir con vergüenza a un hombre que logró tal gloria en vida. Mi corazón arde pidiendo venganza, pero la realidad es que el Sharum Ka está muerto y sería un idiota si ignoro el hecho de que, por primera vez en siglos, los damaji están de acuerdo sobre quién debe sucederle.
Jardir echó otra ojeada a los damaji. Quizá fuera su imaginación, pero hubiera jurado que Amadeveram le había dedicado un ligero asentimiento.
—Tú serás el Sharum Ka —anunció el Andrah con voz cortante—. La noche te pertenecerá.
Él extendió las manos y se reclinó sobre las rodillas, para presionar la frente contra la gruesa alfombra que se extendía ante el trono.
—Seré vuestro brazo fuerte en la noche —juró.
—Haré el anuncio esta noche en el Sharik Hora —finalizó el hombre—. Ahora será mejor que te vayas.
Jardir tocó de nuevo el suelo con la frente, recordando las instrucciones de Inevera. A su alrededor, los damaji habían comenzado ya a murmurar entre ellos. Si quería hablar, tenía que ser en ese momento.
—Santidad —comenzó y observó cómo los ojos del Andrah se volvían hacia él con irritación—, pido vuestra bendición, y la de los damaji, para tomar a una mujer fértil de cada tribu, como muestra de la unidad entre todos los Sharum.
El Andrah abrió mucho los ojos, al igual que los demás. Incluso las damaji’ting se rebulleron, traicionando un interés súbito.
—Esa es una petición poco usual —comentó al fin el anciano.
—¿Poco usual? —exclamó Amadeveram—. ¡Jamás se ha oído algo así! ¡Eres un kaji! Y yo no daré mi bendición a tu boda con cualquier…
—No es necesario que lo hagas —le cortó Aleverak, sonriendo abiertamente—. Yo estaría más que encantado de oficiar la ceremonia si el Sharum Ka desea una esposa majah.
—Estarás contento de diluir la sangre pura de los kaji, no tengo la menor duda —rugió Amadeveram, pero Aleverak no recogió el guante, sino que se limitó a seguir sonriendo.
—Yo también estoy dispuesto a bendecir una boda con una de las hijas de los sharach —intervino el damaji de aquella tribu, Kevera. Al cabo de un momento los restantes damaji se sumaron a la petición, todos ellos deseosos de tener una voz permanente en la corte del Primer Guerrero.
—¡Seguramente no permitirás esto! —exclamó Amadeveram, volviéndose hacia el Andrah.
—El Andrah soy yo, no tú, Amadeveram —replicó este—. Si el Sharum Ka desea unidad y los damaji están de acuerdo, no veo motivo para rehusar. Al igual que yo, el Primer Guerrero renuncia a su tribu cuando recibe el turbante.
El Primer Ministro se volvió para dirigirse a las damaji’ting, algo que Jardir no recordaba haber presenciado jamás.
—Este asunto cae más de lleno en el reino de las mujeres que en el de quien porta la primera lanza —les dijo, sin señalar a ninguna de ellas en particular—. ¿No tienen nada que decir las damaji’ting ante esta propuesta?
Ellas dieron la espalda a los hombres y se reunieron, de modo que se generó un coro de susurros sordos, imposibles de entender. Al poco rato se volvieron de nuevo hacia el Andrah.
—Las damaji’ting no tienen objeción alguna —anunció una de ellas.
Amadeveram frunció el ceño y Jardir comprendió que había encolerizado al hombre, quizá de forma irreversible, pero no había nada que se pudiera hacer por el momento. Además, ya tenía tres esposas kaji, incluyendo la Jiwah Ka. Con eso debía bastar.
—Está acordado, pues —intervino Aleverak—. Mi propia nieta acaba de cumplir catorce años, Sharum Ka, y es hermosa y no ha conocido hombre. Ella te dará hijos fuertes.
Él hizo una profunda reverencia.
—Mis excusas, damaji, pero el deber de escoger a mis esposas está en manos de mi Jiwah Ka. Ella lanzará los alagai hora para asegurar las bendiciones de Everam en cada unión.
Otro rumor corrió entre las damaji’ting y la amplia sonrisa de Aleverak se desvaneció en un instante, como la de otros muchos damaji. Pero ya era demasiado tarde para que retiraran su apoyo. El ceño fruncido de Amadeveram se transformó en una mirada de satisfacción petulante.
—¡Ya está bien de hablar de novias! —ladró el Andrah—. Ya has obtenido nuestro favor, Sharum Ka. ¡Vete antes de que perturbes aún más mi corte!
Jardir hizo una reverencia y se marchó.
—¿Es que eres idiota? —le increpó Amadeveram. No había llegado a salir del palacio del Andrah cuando el anciano damaji le interceptó y le arrastró hacia una habitación privada.
—Claro que no, mi damaji —repuso Jardir.
—«Tuyo» durante sólo unas cuantas horas más, según parece —replicó él.
Jardir se encogió de hombros.
—Todavía estaré controlado por el concejo de los damaji, que es un espejo de tu voz. Pero como Sharum Ka, debo representar a los guerreros de todas las tribus.
—¡El Sharum Ka no representa a los guerreros, los gobierna! —gritó Amadeveram—. ¡El que tú seas kaji es una prueba de que Everam desea que los kaji gobiernen! No puedes seguir adelante con este plan de locos.
—Puedo y debo hacerlo por el bien de toda Krasia —insistió—. No seré una figura débil subordinada a vosotros, como el último Sharum Ka. Los guerreros necesitan estar unidos si queremos que sean fuertes. Convertirse en uno con ellos es la única manera de ganarse su devoción.
—¡Estás dándole la espalda a tu tribu! —chilló de nuevo el anciano.
—No, estoy dándome la vuelta para mostrar mi rostro a los demás. Te lo imploro, hazlo conmigo.
—¿Ofrecer el rostro a nuestros enemigos? —repuso él, horrorizado—. ¡Antes moriría de vergüenza!
—Había una sola tribu en los tiempos de Kaji —le recordó Jardir—. Nuestros enemigos de sangre son también nuestra sangre.
—Tú no tienes sangre de Kaji —le espetó Amadeveram, y le escupió a los pies—. La sangre del Shar’Dama Ka se ha convertido en meados de camello al circular por tus venas.
El rostro de Jardir se ensombreció y durante un momento consideró la idea de atacarle. Amadeveram era un gran maestro de la sharusahk, pero él era más joven, más fuerte y más rápido; podría matar al anciano.
Pero aún no era Sharum Ka. Matar al damaji sólo acabaría con los planes de Inevera y le costaría el Trono de la Lanza.
«¿Estoy condenado a conseguir siempre el éxito sin honor?», se preguntó.
—¡El Sharum Ka ha muerto! —gritó el Andrah a los guerreros reunidos en el Sharik Hora. Los guerreros Sharum formados en filas dentro del gran templo aullaron ante la noticia, y comenzaron a golpear las lanzas contra los escudos en una gran cacofonía cuyo significado consistía en anunciar la llegada del Primer Guerrero a Everam.
—¡Pero nosotros no cederemos ante la noche como esos del norte! —chilló el Andrah cuando el ruido amainó—. ¡Nosotros somos krasianos, de la misma sangre del Shar’Dama Ka! ¡Y lucharemos hasta que vuelva el Liberador, o la lanza caiga de las manos del último nie’Sharum y Krasia quede enterrada en la arena!
Los guerreros silbaron ante aquellas palabras y alzaron las lanzas.
—Por ello, he escogido a un nuevo Sharum Ka para que lidere la alagai’sharak. Cuando fue nie’Sharum, le nombraron Nie Ka, ¡y compareció sobre las murallas a la edad de doce años!, ¡el más joven en cien años! No pasó allí ni seis meses antes de que capturara a un demonio del viento que había matado a un Batidor y derribado a su instructor. Por eso, le llevaron al pabellón de los kaji, el más joven en entrar allí desde el Retorno. Luchó tan bien en su primera noche en la alagai’sharak que fue enviado al Sharik Hora, donde estudió cinco años con los dama para vestir de negro por primera vez como kai’Sharum, ¡el más joven desde los tiempos del mismísimo Liberador!
Se escuchó un murmullo entre los kaji, que conocían bien los logros de Jardir. El Andrah hizo una pausa para dejar que la excitación calara en el ambiente y después continuó.
—Hace dos noches, lideró a sus guerreros en un osado rescate de los sharach, que estuvieron al borde de la destrucción, ¡y mató a los alagai con sus manos desnudas mientras sus hombres aún aprestaban las lanzas!
El murmullo creció hasta convertirse en un zumbido. No había un hombre, una mujer o un niño en toda Krasia que no hubiera escuchado la historia a esas alturas.
—Ahmann asu Hoshkamin am’Jardir am’Kaji, ¡comparece ante el Trono de la Calavera! —le ordenó el Andrah y los guerreros le ovacionaron y golpearon las lanzas contra los escudos al verle aparecer, vestido con los ropajes negros de los Sharum y la cabeza descubierta.
Inevera caminaba silenciosa a su lado mientras se aproximaba al Trono de la Calavera, donde se hincó de rodillas para poner el Evejah del Andrah bajo su frente antes de posarla sobre la alfombra. El libro santo estaba escrito con sangre de los dal’Sharum y con pergamino hecho de la piel de los kai’Sharum, encuadernado con la piel de un Sharum Ka. Abrasaría su cráneo si osaba proferir una mentira mientras estuviera en contacto con él.
—¿Servirás a Everam en todas las cosas? —preguntó el Andrah.
—Sí, santidad —juró Jardir.
—¿Serás su brazo fuerte durante la noche, dándolo todo por el honor de los tronos del Sharik Hora?
—Así lo haré, santidad.
—¿Estás preparado para llevar las riendas de la alagai’sharak hasta que el Shar’Dama Ka venga de nuevo o mueras?
—Lo estoy, santidad.
—Entonces, ponte en pie —dijo el Andrah, alzando el turbante blanco del Primer Guerrero en alto para que todos lo vieran—. La noche aguarda a su Sharum Ka.
Jardir se levantó y el Andrah se volvió a Inevera. Le dio el turbante, y ella lo colocó sobre la cabeza de su marido.
Los Sharum rugieron y golpearon el suelo con los pies, pero él apenas se dio cuenta. ¿Por qué el Andrah no le había puesto el turbante, como era la costumbre? ¿Por qué le había cedido el honor a su esposa?
—Deja de regodearte en tu gloria y habla con tus palabras —le susurró ella, interrumpiendo sus cavilaciones. Jardir dio un respingo y después se volvió para enfrentarse a los Sharum reunidos, casi seis mil lanzas. Hacía no mucho habían sido diez mil, pero el anterior Sharum Ka había dilapidado muchas vidas. Se prometió a sí mismo que él no haría lo mismo.
—Hermanos míos en la noche —comenzó Jardir—. ¡Este es un tiempo glorioso para ser Sharum! Por separado, las tribus de Krasia son capaces de hacer temblar de miedo a los alagai, pero unidas, ¡no hay nada que no podamos hacer!
Los guerreros rugieron y Jardir esperó hasta que se calmaron.
—Pero cuando os miro, ¡veo división! —gritó—. ¡Los majah se sientan al otro lado del pasillo donde están los kaji! ¡Los jama evitan a los khan-jin! ¡No hay una sola tribu que no vea enemigos en esta habitación! Se supone que debemos ser hermanos durante la noche, pero ¿quién de vosotros se ha presentado voluntario para acudir junto a los sharach, cuyo número ha sido diezmado?
Se hizo un silencio en ese momento; los guerreros no sabían cómo responder. Eran conscientes de la verdad de sus palabras, pero los odios tribales estaban muy arraigados en ellos y no eran fáciles de evitar aunque algunos lo desearan, y esos eran pocos.
—Se dice que el Sharum Ka no pertenece a ninguna tribu —continuó—, pero para mí, ¡eso es peor! ¿Qué lealtad puede tener un hombre sin tribu? El Evejah nos dice que la única lealtad verdadera es la de la sangre. Por eso —abrió un brazo hacia atrás, hacia el Andrah y los damaji sentados en sus tronos—, les he rogado a nuestros líderes que me dejen unir mi sangre a la vuestra.
»Con la bendición del Andrah, los damaji han estado de acuerdo en que me despose con una mujer fértil de cada una de sus tribus, para que me dé un hijo Sharum, al cual siempre seré leal.
Se hizo un silencio asombrado, y después la habitación estalló en un rugido de aprobación procedente de todas las tribus menos la de los kaji. Habían dado por supuesto que Jardir se mantendría leal a su tribu, como habían hecho todos los Sharum Ka anteriores, sin que nadie echara cuentas de lo que dijera el Evejah al respecto.
«Dejémosles que se enfurruñen —pensó—, ya me los ganaré en el Laberinto».
—Y así —entonó, acallando el ruido del templo una vez más—, una vez que mi Jiwah Ka seleccione a las novias, los damaji realizarán los ritos nupciales.
Entonces, sin que Jardir supiera lo que se proponía, Inevera dio un paso hacia adelante, lo que le sorprendió tanto como a los Sharum y a los líderes reunidos. ¿Es que pretendía hablar? Una mujer, fuera dama’ting o no, no hablaba en el Sharik Hora, o al menos, nunca se había oído tal cosa.
Pero parecía que ella sólo hacía cosas de las que nadie había oído hablar jamás.
—No es necesaria demora alguna —dijo en voz alta—. ¡Que las novias del Sharum den un paso adelante!
Jardir se quedó mudo de asombro. ¿Ya había escogido a las novias? ¡Imposible!
Sin embargo, once mujeres avanzaron un paso en dirección al gran estrado del Sharik Hora y se arrodillaron ante los atónitos damaji de sus tribus. Cuando Jardir las vio, se sintió desfallecer.
Todas eran dama’ting.
El palacio del Sharum Ka era más pequeño que el de los kaji, pero allí se alojaban docenas de kai’Sharum, los dama y sus familias, y este era sólo para Jardir. Recordaba los años pasados durmiendo sobre una tela sucia en el atestado suelo de piedra del sharaj de los kaji y miraba maravillado el esplendor que se desplegaba a su alrededor. Dondequiera que pusiera el pie había lujosas alfombras, terciopelo y seda. Comía en platos de porcelana tan delicados que le daba miedo tocarlos y bebía en copas de oro tachonadas con gemas. ¡Y las fuentes! No había nada en Krasia de más valor que el agua, y aún así, hasta en el dormitorio de su madre repiqueteaba cantarina una fuente de agua fresca.
Arrojó a Qasha sobre una pila de almohadas, disfrutando del balanceo de sus pechos suaves, claramente visibles a través de la camisa transparente. También llevaba las piernas envueltas en la misma tela vaporosa, dejando a la vista su sexo desnudo, depilado y perfumado. Cuando cayó sobre ella le embargó la lujuria y caviló que estar casado con doce dama’ting no era tan malo como se había temido.
Qasha, de la tribu sharach, era de lejos su favorita entre sus nuevas esposas. Era casi tan hermosa como Inevera, aunque mucho más obediente, dispuesta a dejar caer sus ropas a la menor invitación. Aún tenía el vientre plano, pero ya estaba embarazada después de sólo seis semanas de matrimonio, la primera de sus recientes esposas. Era consciente de que debía pensar en tomar otra, para llenar el palacio de vientres henchidos y así fidelizar las tribus, pero el estado de Qasha incitaba aún más su lujuria y su interés por ella. A Inevera no parecía importarle. Era bastante menos estricta con sus dama’ting Jiwah Sen y le dejaba compartir la cama con ellas a su gusto. Él quería mantener cerca de sí a Qasha, porque le servía como debía una auténtica esposa.
Entre risas, la joven le empujó hasta derribarle y luego le montó con un contoneo licencioso.
—¡Por los huesos de Everam, mujer! —gritó Jardir, jadeando cuando ella descendió restregándose por su cuerpo.
—¿Es que tengo que parecer recatada cuando comparto cama con el Sharum Ka? —preguntó ella, alzándose y montándolo con brusquedad—. Justo anoche, el mismísimo Andrah estuvo hablando de la gloria que has ganado en el Laberinto desde tu ascenso. Es un honor poder enfundarme tu lanza. —Y se inclinó sobre él, moviéndose rítmicamente—. Una mujer puede llevar a dos críos en el mismo vientre —susurró entre besos perfumados—. Quizá te apetezca plantar otro hijo dentro de mí.
Jardir intentó responderle, pero ella soltó una risita y amortiguó sus palabras acercándole uno de sus abundantes pechos para que lo succionara. Durante un buen rato, sudaron y bregaron en la única batalla capaz de rivalizar con la alagai’sharak.
Cuando hubieron terminado, Qasha rodó sobre su cuerpo apartándose de él y alzó las piernas para no perder su semilla.
—Tú estabas en el palacio anoche cuando me marché a la hora del crepúsculo —dijo él pasado un momento.
La mujer le miró y durante un instante el temor se reflejó en su rostro encantador antes de ser reemplazado por la fría máscara de las dama’ting que él solía esperar en sus esposas siempre que hablaban de cosas que no se refirieran a hacer el amor y los hijos.
—Sí —admitió ella.
—Entonces, ¿viste al Andrah? —le preguntó—. A las mujeres con hijos, sean dama’ting o no, se les prohíbe abandonar el palacio durante la noche.
—Me habré confundido —repuso la mujer—. Habrá sido otra noche.
—¿Qué noche? —la presionó él—. ¿Qué noche te has llevado a mi hijo nonato de la seguridad de mi palacio sin pedir permiso?
Qasha se irguió de golpe.
—Soy una dama’ting y no te debo…
—¡Tú eres mi jiwah! —rugió él en respuesta y ella se asustó ante la idea—. ¡El Evejah no dice que haya que hacer excepciones con las dama’ting en lo que respecta a la obediencia! —Ya era bastante malo que Inevera hiciera alarde de no obedecer esa ley sagrada cuando le daba la gana, pero estaría perdido si les cediera al resto de sus esposas el mismo poder. ¡Era el Sharum Ka!
—¡No abandoné las protecciones! —chilló ella extendiendo las manos—. ¡Lo juro!
—¿Me has mentido cuando hablabas del Andrah? —preguntó él, cerrando el puño.
—¡No! —gritó la mujer.
—Entonces, ¿estaba el Andrah aquí, en mi palacio? —insistió.
—Por favor, tengo prohibido hablar de ello —replicó ella, mientras bajaba los ojos en señal de sumisión.
La agarró con rudeza, y la forzó a mirarle a los ojos.
—¡Nadie puede prohibirte nada por encima de mí!
Qasha tironeó y se desprendió de su presa, con lo que perdió el equilibrio y cayó al suelo. La muchacha estalló en lágrimas y se echó a temblar, mientras se cubría el rostro con las manos. Tenía un aspecto tan frágil y aterrado que él se calmó de inmediato. Se arrodilló y le puso las manos en los hombros con ternura.
—Tú eres la favorita entre todas mis esposas. Sólo te pido lealtad. No te castigaré sea cual sea tu respuesta, te lo juro.
Ella alzó la mirada hacia Jardir, con ojos redondos y húmedos y él le apartó el pelo del rostro y le enjugó las lágrimas. Qasha se retiró, sin dejar de mirar al suelo. Cuando habló, lo hizo en voz tan baja que apenas se le entendían las palabras.
—El palacio del Sharum Ka no siempre está tranquilo por la noche cuando el dueño está en la alagai’sharak.
Jardir reprimió un ataque de cólera.
—¿Y cuándo volverá a alterarse la paz del palacio?
Qasha sacudió la cabeza.
—No lo sé —gimoteó.
—Entonces lanza los huesos y averígualo —le ordenó.
Ella alzó la mirada, escandalizada.
—¡Jamás podría hacer eso!
Jardir rugió y su ira se encendió de nuevo. Maldijo en silencio el día que se le había ocurrido casarse con las sacerdotisas. Jardir no iba a golpearla aunque no estuviera embarazada de un hijo suyo, y ella lo sabía. Había todo un nivel en el abismo de Nie reservado para los hombres que hicieran daño a una dama’ting.
Pero no estaba dispuesto a que sus esposas lo gobernaran porque él no pudiera imponerles la disciplina que enseñaba el Evejah. Había otras formas de intimidarla.
—Estoy cansado de tu desobediencia, jiwah. Lanza los dados o enviaré a los sharach al primer nivel y la noche devorará a tu tribu. Expulsaré a los chicos del Hannu Pash convertidos en khaffit y las mujeres serán destinadas como prostitutas a las tribus menores. —No tenía la menor intención de hacer nada de eso, claro, pero ella no tenía por qué saberlo.
—¡No te atreverás! —replicó Qasha.
—¿Por qué debería permitir vivir a tu tribu con honor, cuando tú me niegas a mí el mío? —le exigió.
Ella estaba llorando, pero aun así, Jardir cogió la bolsita de fieltro negro que todas las dama’ting llevaban siempre consigo. La de Qasha estaba ceñida a su cintura desnuda con un hilo de bolitas de colores.
Habituado ya a la práctica, Jardir corrió las gruesas cortinas de terciopelo para bloquear cualquier rayo de luz solar que pudiera quebrar la magia e inutilizar los dados.
Qasha encendió una vela. Le miró, con lágrimas en los ojos.
—Júrame —le suplicó—, júrame que jamás le dirás a la Jiwah Ka que hice esto por ti.
Inevera. Por supuesto, esperaba que su Primera Esposa estuviera en el centro de cualquier intriga que se urdiera en el palacio, pero le dolió escucharlo. Ahora era el Sharum Ka y aún no lo consideraba lo suficientemente digno como para darle a conocer sus planes.
—Lo juro por Everam y la sangre de mis hijos.
Qasha asintió y tiró los huesos. Jardir apreció su luz maligna y se preguntó por primera vez si realmente eran la voz de Everam en Ala.
—Esta noche —susurró la muchacha.
Él asintió.
—Guarda los huesos. No hablaremos más de esto.
—¿Y los sharach? —preguntó.
—Jamás habría dado rienda suelta a mi ira sobre la tribu de mi hijo —repuso Jardir, mientras ponía una mano sobre su vientre. Qasha suspiró y posó la cabeza sobre su hombro.
Cuando el sol se acercaba a su cénit, Jardir dejó a Qasha durmiendo en la cama llena de almohadones y se puso sus vestiduras negras y el turbante blanco. Escogió su escudo y lanza favoritos, y salió a encontrarse con sus kai’Sharum para la cena.
Se dieron un festín de carne especiada y agua fría, servido por la madre de Jardir y las esposas dal’ting, sus hermanas. Sus esposas sacerdotisas sin duda andaban por allí entre las sombras, escuchando, pero nunca se dignarían a servir su mesa, fueran sus jiwah o no. Ashan, su consejero espiritual, se sentaba frente a él. Shanjat, que le había sucedido como kai’Sharum de su unidad, se sentaba a su derecha, y a su izquierda, Hasik, su guardaespaldas personal.
—¿Cuántas pérdidas tuvimos anoche? —preguntó Jardir mientras tomaban el té.
—Anoche fueron cuatro, Primer Guerrero —repuso Ashan.
Jardir le miró sorprendido.
—¿Los kaji perdieron a cuatro?
El sacerdote sonrió.
—No, amigo mío. Fue Krasia, la que los perdió. Dos Ojeadores y dos Batidores. Todos dal’Sharum lejos de la juventud y que marcharon a la gloria.
Jardir le devolvió la sonrisa. Desde que había ascendido a Sharum Ka, las pérdidas nocturnas habían disminuido a la vez que se habían incrementado las muertes de demonios.
—¿Y los alagai? ¿Cuántos han visto el sol?
—Más de quinientos —contestó Ashan.
Jardir se echó a reír. Dudaba que el número se aproximara a la mitad, ya que todas las tribus solían exagerar las víctimas, pero había sido una buena noche de trabajo y habían conseguido muchas más que el anterior Sharum Ka.
—Las tribus del noveno nivel siguen sin conseguir gloria —comentó Ashan—. Estábamos considerando la idea de dejar las puertas del Laberinto abiertas un poco más esta noche para asegurarnos de que hay suficientes alagai para que todos participemos en la lucha.
Él asintió.
—Diez minutos más. Y si eso no es suficiente, añade otros diez más mañana. Yo estaré esta noche sobre las murallas, inspeccionando los nuevos escorpiones y las catapultas.
El dama hizo una reverencia.
—Como ordene el Sharum Ka.
Después de la comida se dirigieron al Sharik Hora, donde los damaji alabaron sus éxitos y bendijeron la batalla que se avecinaba. Cuando los guerreros partieron hacia el Laberinto, Jardir retuvo a sus dos lugartenientes.
—Esta noche tú llevarás el turbante blanco, Hasik.
Una luz salvaje asomó a los ojos del enorme guerrero.
—Como ordene el Sharum Ka —dijo y luego se inclinó.
—¡No lo dirás en serio! —exclamó Ashan—, ¡que un dal’Sharum simule ser Sharum Ka viola nuestro juramento!
—Tonterías —repuso Jardir—, hay historias en el Evejah de Kaji que relatan argucias como estas con frecuencia, cuando él no quería que se conocieran sus movimientos.
—Perdóname, Primer Guerrero —repuso el dama—, pero tú no eres el Liberador.
Jardir sonrió.
—Quizá. Pero ¿qué es el Evejah, sino algo que nos dejó el Shar’Dama Ka para que aprendiéramos de él?
—¿Y qué pasará si le descubren? —preguntó Ashan con el ceño fruncido.
—No ocurrirá. Con el velo calado y de noche, el destacamento de la catapulta no lo reconocerá, ya que rara vez me han visto de cerca. Hasik, sin embargo, será visto en los adarves por todos y nadie entre los Sharum se cuestionará sobre si estuve o no en el Laberinto esta noche.
—Pero si te equivocas, le espera la muerte —le advirtió el dama.
Él se encogió de hombros.
—Hasik ha matado cientos de alagai. Si ese es su destino, se despertará en el Paraíso.
—No tengo miedo, Sharum Ka —replicó el gigante.
El sacerdote resopló.
—Los idiotas rara vez lo tienen —masculló entre dientes—. ¿Y adónde irás? —le preguntó—. ¿Dónde estarás mientras los demás creen que te encuentras en la muralla?
—Ah —repuso Jardir mientras tomaba el turbante de Hasik y se envolvía en su velo—, eso sólo lo sabré yo.
Las calles de Fuerte Krasia estaban tranquilas por la noche, pues todos los hombres marchaban a la batalla, y los khaffit, mujeres y niños estaban encerrados en la Ciudad Subterránea. Como todos los palacios de la ciudad, el del Sharum Ka tenía sus propias murallas y protecciones, con los niveles inferiores conectados a la Ciudad Subterránea en varios lugares. Estaba tan protegido de los alagai como cualquier otro del mundo y eso sólo en el caso de que un demonio consiguiera traspasar las murallas externas de Krasia, cosa que, hasta donde él sabía, jamás había ocurrido.
Pegado a las sombras y envuelto en sus ropajes negros de dal’Sharum, Jardir era totalmente invisible en la oscuridad. Aunque alguien hubiera estado allí para verlo, no habría detectado su presencia.
Las puertas del palacio estaban cerradas, pero sus años como nie’Sharum le habían enseñado a escalar las murallas con facilidad. En un abrir y cerrar de ojos se dejó caer en la zona donde la oscuridad era más densa, al abrigo del edificio.
Todo le pareció en calma mientras cruzaba el complejo de viviendas que antecedían al palacio propiamente dicho. Las ventanas estaban oscuras y el recinto fortificado sumido en el silencio. Aun así, las palabras de Qasha le acosaban. «El palacio del Sharum Ka no siempre está tranquilo por la noche».
Se movió por los corredores de su propio hogar entre las sombras y en silencio, como un ladrón, gracias a las habilidades que había adquirido cazando alagai en el Laberinto. Apenas dejó señales de su paso, a excepción de una cortina en movimiento, cuando comprobó las salas de audiencia una por una y los recibidores, sitios todos que podrían ser oportunos para una reunión entre aquellos lo suficientemente atrevidos como para desafiar el toque de queda. Sin embargo, no encontró a nadie.
«Como debe ser —caviló—. Están todos en los niveles inferiores, apartados del exterior por rejas, como dice la ley. Has sido un idiota por venir, Ashan tenía razón. Has olvidado el deber por satisfacer la curiosidad. Hay hombres muriendo en la noche mientras tú merodeas por tu propia casa».
Estaba a punto de dirigirse de vuelta al Laberinto, cuando captó un sonido que procedía de su dormitorio. El ruido subió de volumen conforme se fue acercando. Escudriñó tras una cortina y vio a dos kai’Sharum que portaban el fajín blanco de la guardia personal del Andrah, situados delante de la puerta de su propia habitación. Los sonidos se hicieron más nítidos y se dio cuenta de lo que eran.
Gritos de Inevera.
La ira se encendió en su interior, más ardiente de lo que imaginó ser posible. Antes de darse cuenta ya había destrozado la columna de uno de los dos guerreros de un puñetazo. El hombre gruñó, pero lo silenció con rapidez cuando, al desplomarse en el suelo, le aplastó la garganta con un golpe de talón.
El otro guerrero se volvió con destreza, con los gráciles movimientos que cabía esperar de un Sharum entrenado en el Sharik Hora, pero la cólera de Jardir no tenía límites. El guerrero intentó agarrarle, pero él tiró de sus brazos extendidos y le hizo dar la vuelta para ponerse a su espalda, movimiento que aprovechó para cogerle la barbilla con una mano y la nuca con la otra. Jardir hizo un brusco giro de muñeca y el hombre cayó a la alfombra, muerto.
Luego, giró sobre sí mismo y le dio una fuerte patada a la puerta. Estaba atrancada desde dentro, pero él se limitó a apretar los dientes y patearla de nuevo, de modo que hizo saltar las abrazaderas y la puerta se derrumbó con gran estrépito.
Se quedó sobrecogido ante la escena que se desarrollaba ante él, como si hubiera recibido un lanzazo en el pecho. Había esperado encontrar al Andrah encima de Inevera, sujetándola para forzarla, pero lo que vio era justo lo contrario: su esposa, desnuda, cabalgaba al gordo con tanta lujuria como Qasha había hecho con él esa misma mañana. El Andrah elevó la mirada hacia él con temor, pero estaba atrapado bajo el peso de Inevera. Su esposa se volvió hacia él y, en su arrebato de cólera, a Jardir le pareció que ella había esbozado una sonrisa burlona mientras le arrebataba el último resto de honor que le quedaba.
Su cólera se había transformado en el quinto nivel del abismo de Nie. Se dirigió a zancadas hacia la panoplia que había en la pared y seleccionó una aguzada lanza corta. Cuando se volvió, el Andrah había conseguido liberarse de la sacerdotisa y permanecía desnudo en el dormitorio, con su miembro flácido oculto bajo la sombra de su enorme vientre. La imagen llenó a Jardir de repulsión.
—¡Basta! ¡Te lo ordeno! —gritó el Andrah cuando cargó hacia él, pero el guerrero ignoró la orden y le golpeó la mandíbula con la contera de la lanza.
—¡Ni siquiera tú puedes denegarle a un marido su derecho en este asunto! —bramó cuando el hombre impactó contra el suelo—. ¡Esta noche le voy a hacer un favor a Krasia! —Alzó la lanza para atravesarle, pero Inevera le sujetó el brazo.
—¡Estúpido! —chilló ella—. ¡Lo vas a estropear todo!
Jardir se dio la vuelta y la abofeteó con el revés de la mano para apartarla.
—No tengas miedo, jiwah infiel —le increpó para volverse en seguida hacia el Andrah—, mi lanza no tardará en encontrarse contigo.
Volvió a alzar el arma y el hombre chilló, pero entonces todo se tornó naranja y rojo y, sintió que lo arrollaba una fuerza tan increíble que le empujó hacia un lado, lejos de su víctima. Las placas de arcilla cocida cosidas dentro de su pesada vestimenta de guerrero se habían llevado la mayor parte del impacto, pero cuando se recuperó contra la pared, se dio cuenta de que tenía la ropa en llamas y se la arrancó con un alarido.
Dirigió la mirada hacia Inevera, que sujetaba la calavera del demonio del fuego que había llevado durante aquel primer encuentro en el Sharik Hora. Permanecía desnuda ante los dos hombres sin sentir vergüenza, consciente de que, incluso en esos momentos, su belleza no tenía parangón. El odio y la excitación luchaban en el interior de Jardir, sin vencer ni uno ni otro.
—¡Detén esta estupidez! —exclamó ella con rudeza.
—No aceptaré más órdenes tuyas —replicó Jardir—. ¡Incendia este palacio hasta los cimientos si quieres, y aun así, mataré a este cerdo cebado y tú te irás con él! —El Andrah gimoteó, pero Jardir lo silenció con un rugido.
Inevera ni siquiera se estremeció, sino que mostró un objeto pequeño que guardaba en la otra mano. Parecía un trozo de carbón hasta que los grafos tallados en él comenzaron a arder y Jardir se dio cuenta de que también era un alagai hora. El trozo de hueso ennegrecido se agrietó y la magia plateada saltó de su interior como un relámpago y le golpeó.
Perdió pie y se vio arrojado de nuevo contra la pared, el cuerpo atravesado por dolores tan atroces como jamás hubiera podido imaginar. Intentó abrirse a ellos, pero terminaron tan rápidamente como habían comenzado, para dejar a su paso sólo un rastro de agudo terror. Se volvió hacia su esposa, pero ella alzó de nuevo la piedra y el rayo le atacó por segunda vez, y después una más, cuando intentó ponerse en pie de nuevo. Luchó por levantarse una tercera, pero sus extremidades no respondían a su voluntad y sus músculos se contraían de forma incontrolable.
—Vaya, por fin nos entendemos —dijo Inevera—. Yo soy la voluntad de Everam y mejor habría sido que hubieras apartado de ti cualquier pensamiento de resistencia. Si acostarme con un cerdo cebado ha puesto el turbante blanco sobre tu cabeza, entonces deberías darme las gracias por mi sacrificio, no intentar estropear las cosas.
—¿Cerdo cebado? —exclamó indignado el Andrah, en pie al fin—. ¡Yo estoy…!
—… vivo porque yo lo he querido así —replicó ella, a la vez que alzaba la calavera del demonio de entre cuyas mandíbulas seguían surgiendo llamas. El Andrah palideció ante la visión.
—Necesitaba que apoyaras a Jardir hasta que se ganara a los Sharum y damaji de las otras tribus, pero ahora que Qasha está embarazada, los Sharum verán que se ha hermanado con todos ellos tanto durante el día como durante la noche. Jamás podrás deponerle.
—¡Yo soy el Andrah! —gritó el hombre—. ¡Puedo arrasar este palacio con un solo gesto de mi mano!
Inevera se echó a reír.
—Entonces tendrás una guerra civil. E incluso aunque mates a Ahmann, ¿qué harás con sus esposas dama’ting? ¿Las violarás y matarás como es la costumbre? El Evejah es muy claro en cuanto al destino de los que osen hacer daño a una dama’ting.
El Andrah frunció el ceño, pues no tenía respuesta.
—Las puertas del Cielo están cerradas —dictaminó ella mientras se cubría con un pañuelo de seda—. Quizá se abran de nuevo la próxima vez que necesite que hagas un edicto, o a lo mejor envío a Ahmann a que lo escriba con tu sangre. Pero hasta ese momento, llévate esa vieja lanza de regreso a tu palacio.
Sin molestarse siquiera en vestirse, el Andrah reunió sus ropas y se deslizó fuera de la habitación.
Inevera se acercó a Jardir y se arrodilló a su lado. El trozo de hueso de demonio que había usado para arrojar el rayo se había desintegrado y limpió las cenizas que aún quedaban en su mano con una mirada de desconcierto.
—Eres fuerte. Pocos hombres pueden incorporarse después del primer golpe y menos aún después de tres. Tendré que tallar un hueso más grande esta noche. —Inevera alargó la mano hacia él, y le acarició el pelo y la cara—. Ah, amor mío —le dijo con tristeza—, cómo me habría gustado que no hubieras visto esto.
Jardir luchó para recobrar el dominio de su lengua, pero la sentía tan hinchada que le llenaba toda la boca.
—¿Por qué? —consiguió preguntar al fin.
Ella suspiró.
—El Andrah iba a pedir tu ejecución por haber matado a su amigo con tal deshonor. Hice lo que era necesario para salvar tu vida y conseguirte más poder. Pero no tengas miedo. El día en que ocuparás su trono esta cada vez más próximo y entonces podrás cortarle su hombría con tus propias manos.
—¿Tú…? —empezó Jardir, pero fue incapaz de pronunciar una palabra más. Tragó saliva con fuerza, intentando desentumecerse la lengua, pero hasta eso estaba lejos de su capacidad en ese momento.
Ella se incorporó y le llevó agua; luego apoyó el recipiente contra sus labios para humedecerlos y le masajeó la garganta para ayudarle a tragar. Usó el pañuelo que se había colocado sobre los hombros para secarle la boca y uno de sus pechos quedó al descubierto. Él se preguntó cómo era posible que la deseara incluso en aquellos momentos, pero el hecho era innegable.
—¿Sabías que esto ocurriría cuando me hiciste matar al Sharum Ka? —le preguntó mientras intentaba mover sus miembros y estos, nuevamente, rehusaban responder.
La sacerdotisa suspiró de nuevo.
—Has vivido apenas veinte inviernos, mi amor, e incluso tú puedes recordar el tiempo en que Krasia contaba con diez mil dal’Sharum. El más anciano de los damaji puede recordar hasta el momento en que esa cifra se multiplicaba por diez y los antiguos pergaminos hablan de números que se acercan a los millones antes del Retorno. Nuestra gente muere, Ahmann, porque necesita un líder. Necesitan algo más que un Sharum Ka fuerte, más que un Andrah poderoso. Necesitan al Shar’Dama Ka, antes de que Nie disperse lo que queda de nosotros sobre la arena.
Hizo una pausa y apartó la mirada, como si reflexionara profundamente sobre sus próximas palabras.
—Aquella primera noche no pregunté a los dados si volvería a verte alguna vez —admitió—. Pregunté si había un hombre en toda Krasia que pudiera librarnos del desastre y devolvernos al camino de la gloria, y me señalaron a un chico al que encontraría sollozando en el Laberinto, años más tarde.
—¿Yo soy el Liberador? —preguntó Jardir con la voz ronca y con un claro tono de incredulidad.
—Los dados jamás mienten —le contestó Inevera con un encogimiento de hombros—, pero tampoco ofrecen verdades absolutas. Hay algunos futuros en los que los hombres parecen creerlo y se unen a ti, y otros en los que lo hacen en torno a otra figura, o ninguna.
—Entonces, ¿para qué sirven? Si todo es inevera, que el destino decida.
—No hay un destino, como tú pareces pensar —intervino ella—, salvo que la Sharak Ka, la batalla final, se acerca y pronto tendremos que luchar. Así que no nos atreveremos a dejar que el futuro siga su camino sin guía. Te he observado desde la primera vez que te pusiste el bido, cariño. Eres la mejor opción para salvar Krasia y yo conseguiré todas las ventajas que te favorezcan, aunque sea a costa del honor de mi cuerpo o del tuyo.
Jardir se la quedó mirando con los ojos muy abiertos. Le fallaron las palabras del mismo modo que sus extremidades. Inevera se inclinó y le besó la frente con sus labios suaves y frescos. Se puso en pie y miró hacia abajo con tristeza mientras él se retorcía inútilmente en el suelo.
—Todo lo que estoy haciendo lo hago por ti, y por la Sharak Ka —finalizó y luego abandonó la habitación.