Capítulo 9
A veces, cuando deambulo por lo que será mi casa, tengo la sensación de ser un intruso, un allanador de moradas ajenas. Si estoy aquí con Olga no suele sucederme, la verdad, pero hoy, a solas, la siento de nuevo. He venido esta tarde, aprovechando que los viernes salimos al mediodía, para ver los últimos avances de las obras y, sobre todo, porque Olga me ha reprochado esta mañana, durante el desayuno, que hacía días que no iba al piso. No puedo negarle una parte de razón: hace casi una semana que no paso por aquí.
Contemplo las paredes recién pintadas y constato que, en líneas generales, ya está todo a punto para que, dentro de poco, comiencen a traer los muebles, que compramos meses atrás. Desde luego hay que admitir que el piso parece otro: puertas nuevas, blancas, que sustituyen a unas viejas de un marrón ceniza; el suelo de parquet, de un tono levemente grisáceo, rematado con un zócalo blanco a juego con las puertas. Al cuarto de baño solo le falta colocar los accesorios, una tarea que creo que debo hacer yo, y la cocina es la única pieza de la casa que está totalmente lista.
Me siento en una silla del comedor, una del par que trajimos de mi piso, que ahora está manchada de pintura seca. Observo a mi alrededor y pienso que pronto, en dos meses, viviré aquí. Viviremos aquí, Àlex, Olga y yo. Los tres, como una familia. Hace mucho que no disfruto de lo que la gente llama vida familiar. Desde los diecinueve, y descontando los meses que pasé en casa de Miguel, mi hogar ha sido el piso de Poble Sec y mi hermano menor ha constituido mi única familia. Diez años así son mucho tiempo. Al principio, justo después del accidente, ese era el comentario que más oía: «Pobres, ellos dos solos, sin familia». Era un lugar común, una frase que significaba poco, porque dos ya no están solos por definición.
Los comienzos habían sido duros, debo admitirlo. Creo que solo por cabezonería no tiré la toalla, no acepté la propuesta reticente de unos tíos lejanos que se veían en la obligación de acogernos, más por Àlex que por mí. Por suerte, mi padre era un hombre previsor: su seguro de vida nos daba dinero suficiente para un tiempo y, más adelante, cuando vi claramente que la casa donde vivíamos era demasiado grande para los dos, la vendí a muy buen precio, guardé el dinero y alquilé el piso que aún habitamos. Los problemas no fueron tanto económicos sino de organización. De maduración. En poco tiempo pasé de adolescente con ínfulas de cantante a padre de familia soltero. No sé si lo hice todo bien, pero puedo asegurar que sí lo hice tan bien como pude, dadas las circunstancias.
Y ahora, de nuevo, todo va a cambiar. Anoche lo estuvimos hablando, con Olga, al regresar a casa de la pizzería. Ella llegó contenta: Àlex se había tomado el tema del fin de semana con más calma de la que cabría esperar y Olga estaba decidida a regalarle un par de días inolvidables.
—Creo que Miguel ha tenido una buena idea —comentó, recostada en el sofá, cuando Àlex ya se había acostado.
—Vaya, se lo diré —respondí desde la cocina—. ¿Te apetece beber algo? La pizza me ha dado una sed terrible.
—No me extraña —dijo poniendo los ojos en blanco—. ¿A quién se le ocurre pedir una mexicana picante para cenar?
—A mí —llegué con un vaso de agua lleno hasta el borde y antes de sentarme a su lado, lo bebí de un trago—. Ah, esto está mejor. Para tu información, dicen que el picante es afrodisíaco.
Olga se rió. Se había tumbado completamente en el sofá, descalza.
—¿Ah, sí? Nunca me he creído esas cosas…
—Pues pienso demostrártelo. Si me haces sitio en el sofá, claro.
—Con lo que me gusta tenerlo para mí sola… —bromeó ella, pero mientras lo decía bajó las piernas y aproveché para sentarme a su lado.
Me incliné y le di un beso en los labios.
—Abrázame —susurró Olga.
Pasé un brazo alrededor de sus hombros y la atraje hacia mí. Permanecimos unos minutos en silencio, frente al televisor. Aunque el volumen estaba a cero, las imágenes no dejaban lugar a dudas: se trataba del anuncio de un artefacto capaz de trocear distintos alimentos en cuadrados perfectos. Una señora obviamente norteamericana parecía tener un orgasmo cada vez que observaba cómo, por arte de magia, la fruta, la verdura o el queso salían cortados en tacos de idéntica forma y tamaño.
—Oye —murmuré—, antes, cuando estábamos con el cura… Me parece que no me expliqué bien.
—No. Entendí lo que querías decir. Y supongo que tienes razón. Es solo que mis padres se quieren tanto que me resulta difícil no tomarlos como modelo.
La besé en la frente y la abracé con más fuerza.
—Ya sé que quizá suena extraño en estos tiempos —prosiguió Olga—, pero siempre he deseado formar una familia. Como la que he tenido, como la que he vivido con mis padres. Tener hijos, envejecer junto a la persona elegida.
—¿No es lo que queremos todos?
—No. Hay quien prefiere una vida más llena de aventuras. Viajar, hacer cosas nuevas, cambiar de entorno. A mí me gusta el mío: no me apetece alejarme de mis amigas, ni de mi familia. Ni de ti… No me veo en otra ciudad, por ejemplo, a horas de distancia de mi gente.
Me encantaría poder decir lo mismo. Sin embargo, quizá el hecho de haber estado tanto tiempo a mi aire, solo con Àlex, me había convertido en una persona más desarraigada. No es que no estuviera satisfecho con mi vida tal y como era, pero sabía que podría sobrevivir en cualquier parte siempre y cuando algunas personas siguieran a mi lado. Àlex, y Olga, por supuesto.
El anuncio de la cortadora geométrica empezó de nuevo y no pude resistirlo más. Cambié de canal, y la pantalla se pobló de actores de una serie española en la que los vecinos de un inmueble parecen estar todo el día en el rellano, gritándose los unos a los otros.
—¿Seguro que no te importa quedarte sola con Àlex este fin de semana? —pregunté.
—Claro que no. De hecho, creo que es lo que nos hace falta a Àlex y a mí. Siempre estás tú entre los dos; tenemos que pasar un poco de tiempo solos, ¿no crees?
Tenía razón y yo lo sabía, aunque el hecho de ser consciente de ello no evitaba que me preocupara.
—Por eso te decía antes que Miguel ha tenido una buena idea al fin y al cabo —añadió Olga.
—Es un buen tipo. No entiendo por qué te cae tan mal —era un tema que no tocábamos desde hacía tiempo y el comentario me salió sin pensarlo.
Ella se apartó un poco de mí.
—No me cae mal —protestó.
—Ni tampoco bien.
Suspiró y volvió a recostarse sobre mi pecho.
—Cree que soy una boba. Una niña de papá.
—No es verdad.
—Pues da esa impresión.
—Nadie que te conozca puede pensar eso, Olga —deslicé una mano por dentro de su blusa y busqué su pecho para acariciarlo con suavidad.
—Me encanta que me hagas esto… —murmuró ella.
—No te imaginas lo que me gusta hacerlo.
Seguimos así un rato más, mis dedos rozando despacio su piel, buscando ese pezón que se endurecía por momentos. Hacía días que no estábamos juntos y de repente tuve la urgente necesidad de hacer el amor con ella, allí mismo, en el sofá. Quizá la pizza mexicana fuera afrodisíaca de verdad, porque en mi imaginación me descubrí deseando arrancarle la blusa blanca que llevaba, como lo haría un bandolero o un chulo de barrio. Comerme sus pechos a besos mientras mis dedos penetraban en su entrepierna húmeda, arrastrarla hasta el suelo y revolcarme con ella sobre la alfombra, como cachorros en celo. Y, finalmente, invadirla hasta el fondo de su cuerpo y vaciarme en ella hasta quedarme seco. El deseo debió de notarse en mis caricias, porque ella se removió, incómoda, y me di cuenta que mi mano agarraba su pecho con fuerza.
Mi lengua abrió sus labios y penetró en su boca; quería besarla, estrecharla contra mí, entrelazar nuestros cuerpos hasta tal punto que parecieran uno solo.
La apreté contra mi pecho y ella soltó un gemido.
—Espera… —susurró echando la cabeza hacia atrás—. Me estás haciendo daño.
No le hice caso, acallé sus protestas con más besos. Ella se dejaba hacer, pero cuando liberé su boca para que pudiera respirar, sonrió y dijo:
—Será mejor que vayamos a la cama, ¿no?
¿Cómo decirle que no? Que lo que me apetecía era follar allí, sin más preámbulos, sin rodeos…
—Va, acuéstate y espérame en la cama —insistió ella dándome un beso rápido—. Voy al cuarto de baño y me reúno contigo en un minuto.
Tardó al menos diez en volver. Se había cepillado los dientes y la boca le olía a menta. Nos desnudamos e hicimos el amor, sí, pero despacio. Con calma. Mi urgencia salvaje había quedado reemplazada por un deseo más cotidiano, intenso pero amable. Cuando terminamos, nos quedamos abrazados, tal y como habíamos estado antes, en el sofá. Ella se durmió enseguida, contradiciendo los tópicos que siempre acusan a los hombres de somnolencia postcoital, y yo permanecí despierto durante un buen rato, mirando al techo, sintiéndola a mi lado. Su respiración acompasada me relajaba y la observé mientras dormía. Estaba preciosa. Había en ella algo inocente, limpio. Aunque acabábamos de hacer el amor, de la cara de Olga emanaba una pureza casi virginal. Sonreía y me dije que al menos estaba soñando con algo bonito. La besé en la frente y también yo me dormí por fin.
El recuerdo del sueño plácido de Olga me pone de buen humor y me da ánimos para emprender la tarea de colocar los accesorios del cuarto de baño. Durante un rato me concentro en lo que tengo entre manos. Hacer algo real, tomar medidas, perforar, clavar y observar el resultado, me pone de buen humor, y empiezo a pensar con ganas en el fin de semana. Aunque sean solo dos días, me apetece ponerme al día con Miguel, escuchar sus aventuras (al contrario que yo, es un ligón impenitente con una agenda de contactos más larga que mi brazo). Lo curioso es que, por regla general, tiende a enamorarse pocas veces, poquísimas si la memoria no me falla, pero siempre de las únicas que no le corresponden. Entonces, tras varias noches de tristeza alcoholizada, recurre a su agenda y se lanza de nuevo al sexo desenfrenado. Es un proceso cíclico al que ya estoy acostumbrado.
Desconecto la luz en el contador antes de salir. Ya ha oscurecido y voy andando hacia casa. No queda muy lejos, aunque para los padres de Olga la distancia supone un abismo: el piso donde viviremos queda por encima de la Gran Via, en la calle Comte Borrell, mientras que el mío, donde ahora me espera ella con Àlex, está situado demasiado cerca del Paral·lel. Cualquier persona sensata sabe que poco tiene que ver el barrio ahora con lo que era antes, pero supongo que el nombre sigue pesando para gente como los Villanueva. Tiene su lógica, ya que en realidad los padres de Olga son mayores de lo que lo serían los míos, si vivieran. Se casaron tarde, y Olga nació cuando su madre tenía cuarenta y un años.
Bajo, pues, por Comte Borrell, notando la brisa suave del atardecer en la cara. Es viernes, hay ambiente ya de fin de semana y camino sin prisa. De vez en cuando me obligo a dejar la moto en el garaje y andar un poco: es increíble lo mucho que se acostumbra uno a ir de puerta a puerta sin dar ni un paso. Me paro en un semáforo y aguardo a que pasen los coches. Mi mirada se mueve, sin prestar demasiada atención a nada, hasta la esquina donde, como siempre, los vehículos aprovechan la zona de carga y descarga para aparcar a estas horas. Y es entonces cuando distingo un coche que me es familiar. Sí, es el del padre de Olga, sin duda. No sé qué está haciendo allí, pero él está al volante, parado sin terminar de estacionar, como si se hubiera detenido solo un momento. Dudo entre acercarme a saludar o fingir que no le he visto y pasar de largo. No es que no me lleve bien con él, la verdad, es solo que un suegro siempre es un suegro y uno no tiene demasiadas cosas que decirle. De todos modos paso por detrás de su coche y me parece feo no decirle nada. Marcel Villanueva tiene la ventanilla abierta y está charlando con alguien. En el asiento del copiloto hay otro hombre, más joven que él aunque ya maduro. La cosa no tendría nada de raro si no fuera porque justo cuando voy a darme a conocer me doy cuenta de que las manos de ambos se han encontrado encima del cambio de marchas. Hay algo en ese gesto, la caricia contenida de unos dedos sobre otros, que me frena en seco.
Doy media vuelta y me alejo, casi corriendo. Cruzo la calle a destiempo y un taxista me insulta, con razón. Solo quiero alejarme cuanto antes, borrar de mi cabeza esa escena que acabo de presenciar en el coche. Me paro dos manzanas después; noto que me arde la cara y me digo que necesito una copa antes de volver a casa y encontrarme con Olga.