Capítulo 15
Sentado en la moto, aparcada ya cerca de casa, contemplo la calle y observo el portal sin fuerzas para subir. Me he quitado el casco y tengo la sensación de que los transeúntes, que se dirigen en grupos a los bares cercanos de la calle Blai, ven la tensión en mi rostro y adivinan, como lo hará Olga, que acabo de pasar por una experiencia tan satisfactoria como extraña, una vivencia que no acabo de comprender y que, quizá por ello mismo, sigue latiéndome en las sienes, tiñendo mis facciones de un rubor culpable y desasosegante.
No puedo negar que fui consciente del riesgo al que me aventuraba cuando, a media semana, le mandé la nota. Fue un impulso, un gesto en apariencia inocente y en cualquier caso irreprochable. Y esta misma tarde, mientras me dirigía a casa de Irene, me repetí que, bajo cualquier perspectiva, no había en mis acciones nada que pudiera echárseme en cara. Pero había bastado con verla para que todas mis barreras, todas las excusas, desaparecieran fundidas por un calor insoportable, una especie de incendio que ardía desde mi interior y calcinaba compromisos, planes y promesas hasta dejarlos reducidos a cenizas volátiles.
El sudor vuelve a teñir mi frente al recordarla, de pie ante mí, susurrando amenazas por aquellos labios que yo ansiaba besar sin atreverme a hacerlo. Sus palabras, sensualmente severas, espoleaban en mí un deseo básico, que no nacía de la razón y era esencialmente distinto a cualquier otra experiencia sexual que hubiera tenido hasta ahora. Ni siquiera con Blanca, aunque debo admitir que en algo, en ese desapego, esa distancia afectiva que también había percibido en Irene, ambas se parecían.
Sin embargo, nada de lo que había hecho hasta el momento podía compararse a la sensación de sentirme indefenso, en su poder. Aunque habría podido deshacer el nudo con solo estirar los brazos, no se me había ocurrido hacerlo. Durante unos minutos quise ser suyo y, como si me hubiera hipnotizado con sus palabras y con la visión gloriosa de sus pechos ondulantes, me mantuve inmóvil, siguiendo sus indicaciones, dejando que sus manos me atrajeran contra su cuerpo, me apartaran, cerraran mis ojos… Era un náufrago a merced de una marea sinuosa, un marinero incapaz de alejarse de la sirena que lo conduce contra unas rocas de cantos afilados.
Ni siquiera me corrí, porque en un momento determinado ella apoyó la mano en mi bragueta y, con voz ronca, tomada por el deseo, me ordenó: «Hoy no. No te atrevas a correrte o no volverás a verme nunca más». Y ahora mismo no sabría decir qué habría sido más placentero: si ceder al instinto que me impulsaba a derramarme ante ella o la sensación de haber logrado resistirlo, de haber conseguido cumplir con sus deseos y no con los míos.
Ni por un momento he pensado en nada que no fuera ella, ni por un momento me he acordado de Olga, ni de Àlex, ni de la vida que me espera justo al otro lado de la calle. Lo que ha sucedido ha sido tan intenso que ni siquiera deja espacio para los remordimientos, de hecho no deja espacio para nada, lo invade todo con tal violencia que me asusta. Por eso cuando terminamos, cuando me quitó de las manos aquel fular verde claro, se puso de nuevo el vestido y me miró con la misma pose de estudiada sofisticación, tan distinta al celo animal que había iluminado su rostro durante la escena sexual, sentí la necesidad de marcharme cuanto antes. No volver jamás. Y aunque intuía que no conseguiría olvidarla, sí al menos podía evitar engancharme a ese cúmulo de sensaciones que me erizaban el vello y convertían mi verga en una bomba a punto de estallar. Quería irme y al mismo tiempo permanecer aferrado a sus pechos, maniatado e inmóvil.
—Ahora ya sabes algo más de ti mismo —me dijo Irene, sentada de nuevo en la misma silla de antes, como si nada hubiera pasado y con una sonrisa irónica bailándole en los labios—. Aunque de hecho lo intuías, ¿no? Por eso has venido hoy.
Me costaba recuperar la capacidad de charlar normalmente. En mi interior bullían demasiadas preguntas, necesitaba estar solo y pensar.
—Será mejor que me vaya —dije sin mirarla.
—Como quieras —hizo una pausa y añadió—: ¿Sabías que el mundo se divide en dos clases de personas, David?
—¿Los ricos y los pobres? —conseguí articular.
Su sonrisa se hizo más amplia, sugerente y acogedora, como la de una maestra que está a punto de revelar a su pupilo una verdad que por fin tiene edad de comprender.
—Los que saben disfrutar del sexo y los que no. Mira la cara de la gente a partir de ahora y fíjate: son dos grupos de personas que se distinguen con meridiana claridad.
Hace una pausa y bebe un trago de cerveza. Se limpia los labios con cuidado.
—Pero para disfrutar en el sexo hace falta saber lo que le gusta a uno. Y atreverse a llevarlo a cabo. Si no, nunca se es feliz del todo.
Estábamos los dos de pie, yo con la chaqueta puesta y a punto de cruzar de nuevo la casa hacia la puerta principal. En ese momento el riego automático del jardín se puso en marcha y una lluvia fina nació del suelo y dibujó difusos remolinos en el aire. El mundo al revés, pensé, y recordé la tormenta que nos había empapado en Donostia, cuando ella fingía ser Diana y nada hacía presagiar que bajo aquella gabardina blanca se ocultara una mujer tan perturbadora, capaz de descubrir en mí algo que ni siquiera yo sabía que existiera. Uno de los aspersores casi alcanzaba la zona donde nos hallábamos y sobre nosotros cayó de repente una capa de rocío en forma de gotas diminutas, y sentí la tentación de recuperar el control, de hacer algo que devolviera el mundo al orden que siempre había conocido.
Ella fue a añadir algo y no pude resistirme a la visión de esos labios entreabiertos. Di un paso hacia Irene, la cogí con fuerza del brazo y la besé sin darle tiempo a reaccionar. Supongo que el factor sorpresa jugó en mi favor, y mi lengua penetró en aquel rincón prohibido con la audacia de los intrépidos. Y cuando el cuerpo de Irene se envaró, se puso tenso como la cuerda de un violín, entrelacé mis dedos con los suyos, mi lengua con la suya. Durante unos instantes eternos nuestros cuerpos se dijeron muchas cosas sin palabras. Por fin ella se relajó, y aunque la lasitud duró muy poco, estuvo ahí: la sentí como una pequeña victoria.
—Que, conste que estaba siguiendo tu consejo —le dije cuando por fin nuestros labios se separaron y vi que sus ojos habían adoptado de nuevo un verde felino y desafiante—. Hay que saber lo que le gusta a uno y atreverse a hacerlo.
Nuestras manos seguían en contacto y por alguna razón ninguno de los dos quería soltar al otro.
—Tienes mucho que aprender —replicó ella despacio. Ya había recuperado el aplomo, pero sus dedos seguían aferrados a los míos.
—¿Y tú mucho que enseñar? —sonreí.
—Esto no es una broma, David. Si seguimos, te adentrarás en un mundo complejo y desconocido para ti, unos lugares de los que luego es difícil salir.
—¿Me guiarás por ese laberinto?
Me miró fijamente y, antes de soltar mi mano, respondió:
—Estaré esperándote aquí el domingo, a las siete en punto. Si no vienes, no vuelvas a llamarme.
—¿Y si vengo?
Sonrió.
—En ese caso volverá a cambiar el cuento y Cenicienta se convertirá en Ariadna. Te llevaré a lugares secretos que nunca habías imaginado, si tienes el valor o la inconsciencia necesaria para adentrarte en ellos.
¿Valor o inconsciencia? Sus palabras resuenan en mi cabeza y sé que no estoy lo bastante tranquilo para decidir de manera coherente. Una parte de mí reclama la paz que hace unos días me pesaba sobre los hombros. Pero otra parte, recién encontrada, me impulsa a coger la moto y lanzarme a la carrera, a perderme durante dos días y regresar solo para la cita con Irene, como si estuviéramos en una película y todo lo que separara este momento de las siete de la tarde del domingo fuera irrelevante, prescindible. Casi pongo el motor en marcha y cuando veo lo que estoy a punto de hacer, la situación se me antoja absurda y alocada, y eso tiene la virtud de resituarme. ¿Acaso estoy loco? Tal vez la primavera haya revolucionado mis hormonas, las haya convertido en pirañas salvajes que han perdido el norte.
No habrá carreras esta noche, me digo solemnemente, ni huidas hacia ninguna parte. Cenaré con Olga, nos acostaremos y quizá haremos el amor. El amor, no esa guerra erótica en la que avanzo con los ojos vendados, a merced de una amante que ordena en lugar de susurrar, en manos de alguien que practica estos juegos eróticos con cualquiera que se preste a ellos. Basta de tonterías, me amonesto sin misericordia. Si querías una aventura, ya la has vivido. Si querías emociones, estas te han superado. Ahora recupera el sentido común, sube a casa y sumérgete en esa cotidianidad amable, tranquilizadora, el mejor antídoto contra la locura pasajera de una primavera demasiado cálida. Y, sobre todo, borra el domingo del calendario si quieres conservar la cordura.