Capítulo 6
—Los Amos os enamoráis mucho más fácilmente de vuestras sumisas que nosotras —sentencia Aurora. Y ninguno de los presentes en la terraza de mi casa le lleva la contraria.
Estamos sentados allí, disfrutando de una noche plácida y de una cena fría. Hay luna creciente, visible hoy tras varios días de nubes oscuras, y el vino nos aporta el punto de calidez necesario para hablar sin tapujos. Normalmente nos reunimos solo las tres —Aurora, Berta y yo—, pero hoy ha venido Jon. Y es a él a quien Aurora acaba de dirigir su acusación.
Está claro que, en este caso, tiene razón. Jonathan, un norteamericano de cuarenta y tantos años que lleva más de veinte residiendo en Barcelona, lleva toda la noche relatándonos lo mucho que echa de menos a la que fue su pareja hasta hace apenas una semana.
—Enamorarse es humano —protesta él encogiéndose de hombros. Es un tipo impresionante: alto, de cabello rojizo y una barba recortada en la que ya asoma alguna cana. Sus piernas casi no caben debajo de la mesa y ahora que hemos terminado de cenar se ha colocado de lado para poder estirarlas.
Aurora se ríe. Es la mayor de todos: una señora de cincuenta y cuatro años (o al menos eso dice ella), entrada en carnes pero con unos ojos grises por los que cualquiera sería capaz de pactar con el diablo.
—No digo que no lo sea, Jon —comenta apoyando una mano sobre la rodilla del único hombre del grupo—. Hablaba de enamorarse en nuestro tipo de relaciones. A ver, ¿qué opináis vosotras? ¿Os ha sucedido alguna vez?
No es la primera vez que abordamos este tema. En realidad, por un instante pienso que en nuestras reuniones mensuales de los jueves siempre acabamos hablando de lo mismo. La idea de esos encuentros surgió de Aurora. Supongo que llevaba años metida en este mundo y estuvo encantada cuando, por azar, nos conocimos a través de un sumiso que pasó de sus manos a las mías. Él fue debidamente rechazado por las dos —nunca hay que fiarse de un esclavo que da demasiados detalles sobre sus Amas previas—, pero nosotras nos hicimos amigas. Más adelante se nos unió Berta, aunque no de manera tan regular. El mundo del BDSM es complejo y resulta difícil hacer buenas amistades, encontrar gente en la que confiar, de la que aprender. Esto se vuelve más cierto aún si hablamos de Amas, mujeres que disfrutan dominando: somos pocas, así que preferimos estar bien avenidas. Al principio, cuando me quedé sola y decidí explorar a fondo este camino, la amistad con Aurora supuso mucho para mí. Aunque estoy convencida de que una nace con esa necesidad dentro, dominar es un arte, y como tal, siempre hay alguien que puede enseñártelo. Por cierto, no se trata de una reunión de mujeres vestidas de cuero y zapatos de tacón de aguja. De hecho, el único que usa prendas de cuero aquí esta noche es Jon. Pero los hombres, ya se sabe, son mucho más tópicos que las mujeres. O quizá un pantalón de piel negro sea más aceptable como atuendo masculino. De hecho, ahí radica el tema de fondo: todo este mundo, ese universo de pasiones privadas al que pertenecemos, es más aceptable si una sigue el canon clásico. El hombre dominante y la mujer sumisa. El hombre castigador y la mujer entregada. El hombre protector y la mujer sometida. Cuando la película va al revés, cuando es ella la que maneja la fusta, la gente tiende a pensar en sumisos gordos y poco atractivos, en mujeres que hacen eso por dinero y no por placer. Nada más lejos de la verdad, pienso, aunque pocos lo sepan.
Lo que sí parece claro esta noche es que, generalizaciones aparte, Jon está hecho polvo. Tras ocho meses de relación (quizá parezca poco, pero en nuestro mundo es una eternidad) con una joven con la que se complementaba de manera perfecta, ella le había abandonado por otro Amo, de más edad y, según Jon, mucho más extremo en sus prácticas.
—¿Puedo ser sincera, Jon? —interviene Berta. Es un detalle que lo pregunte porque en general suele ser bastante brusca en sus comentarios.
—Por favor —dice él, sin mirarla.
—Ella se aburrió. Empezaste a tratarla bien, como a una novia en lugar de una sumisa. La rutina y la convivencia se llevan muy mal con las fantasías eróticas. Ningún hombre puede ser un macho alfa las veinticuatro horas del día. Sería agotador.
Berta tiene razón, y todos, Jon incluido, lo sabemos. La fantasía erótica y la realidad son dos ámbitos distintos, aunque él se empeña en combinarlos.
—¿Crees que soy demasiado bueno? —Jon sonríe y cruza una de sus piernas sobre la otra—. ¿Tendría que haberla azotado todos los días? ¿O quizá haberla encerrado en la mazmorra durante fines de semana completos?
—Al principio lo hacías —replica Berta—. ¿O no?
—Es el proceso de adiestramiento… —se defiende él—. Luego ya no hacía falta.
—Ya. Pues creo que ella disfrutó más del proceso que del resultado final.
—Obviamente —dice él—. Lo que más me molesta, aparte de que se haya ido, por supuesto, es que ese tipo es capaz de hacerle daño de verdad. He visto los cuerpos de otras sumisas suyas. No tiene límite. Es un verdadero cabrón.
—Ella está buscando su camino, Jon —se lo digo, aunque estoy segura de que él ya es consciente de ello—. Sabes que algunos nos conformamos con un nivel de juego, tanto en un rol como en el otro, pero hay gente que siempre quiere ir más allá. Además —añado para frivolizar un poco—, no te van a faltar candidatas y lo sabes. Incluso es posible que ella vuelva dentro de un tiempo… Los Amos extremos son como las botas altas: sexis para una noche, pero difíciles de llevar a diario.
Lo digo para animarlo, aunque no lo creo del todo. La búsqueda del dolor, de la humillación, suele aumentar gradualmente. Puede detenerse, y de hecho así es, por motivos de pura salud, pero no suele disminuir. Dar un paso más en ese mundo, aceptar un nuevo riesgo, hace que el nivel anterior pierda la gracia.
Al parecer, él tampoco me cree.
—¿Sabéis lo peor? Me dejó deshecha en lágrimas. Me dijo que estaba segura de que nunca encontraría a un Amo como yo, pero que tenía que dar el paso. Su cuerpo se lo pedía.
Se hace un silencio incómodo. Contemplo las plantas que crecen contra la pared de la terraza, una capa de brillante hiedra verde. Supongo que las tres pensamos en nuestras historias, en nuestros sumisos o nuestros amantes. ¿A quién no le han dejado alguna vez con lágrimas en los ojos? ¿Quién no ha oído eso de «Siempre te querré como a una amiga», acompañado de una caricia como la que se le podría hacer a un gato?
A mí, pienso más sorprendida que orgullosa. Al menos nadie que me haya importado un poco. Aurora tenía razón en una cosa: nosotras no nos enamoramos de nuestros esclavos. No sé por qué. Y Alberto, el único hombre que he amado en mi vida, me dejó de otro modo, más terrible y definitivo, pero mucho menos humillante.
—Quiero contaros algo.
Es Berta la que habla, y antes de que prosiga intuyo lo que va a decir.
—He conocido a un hombre. Es del trabajo; no tiene nada que ver con esto, con nuestro mundo. Quiere que me vaya a vivir con él y me parece que voy a aceptar.
Es la noche de los silencios. Los grillos ocupan el lugar de las palabras. La luna creciente anuncia cambios, quizá para todos.
—¿Estás segura? —pregunto, aunque es obvio que no lo está.
—Creo que debo probarlo. No, no me he expresado bien: creo que quiero intentarlo. Llevar una vida sexual convencional, tener una pareja de verdad, a mi lado, en lugar de un esclavo a mis pies.
—¿Le has hablado de…? —inquiere Aurora.
—No —responde, desafiante—. ¿Para qué? Lo que yo haya hecho hasta ahora no es de su incumbencia.
—No, pero forma parte de cómo eres, ¿no crees? —dice Aurora—. Yo lo intenté, ya lo sabéis, y el resultado fue un desastre. Durante un tiempo todo funcionó más o menos bien, pero luego regresaron las fantasías. Lo que él me daba no era suficiente, por mucho que se esforzara. Pasé años sin tener un orgasmo de verdad, fingiendo que sus besos me excitaban cuando lo que quería era algo totalmente distinto. No quiero ni recordarlo.
Noto que la recorre un escalofrío. Quizá, de todas, Aurora sea la que lo ha tenido más duro aunque sea solo por la edad, las costumbres, la época. En cualquier caso, ha recuperado el tiempo perdido: profesora de la universidad, imparte solo unas cuantas clases y dedica el resto del tiempo a su afición preferida. Muchas mujeres más jóvenes y más guapas se morirían por su agenda de amantes sumisos. Hay algo en su madurez, sosiego mezclado con firmeza, que la convierte en un Ama implacable aunque nunca histérica.
—¿Tú qué opinas, Irene?
Me vuelvo hacia Berta. Veo su cabello corto, levemente ondulado en las puntas, su cara angustiada, no especialmente hermosa. Y me callo mi verdadera opinión: no es eso lo que Berta quiere oír, lo que yo querría oír. Me levanto y me dirijo hacia la puerta de la terraza.
—Opino que una decisión de esta índole merece un brindis. Y tengo un cava perfecto para ello. Jon, acompáñame a la cocina y ayúdame a traer las copas.
Me mira con ironía. Sus ojos recorren el vestido rojo que se me ajusta como un guante y se paran más de lo necesario en mis caderas.
—Los Amos no aceptamos órdenes, preciosa. Si le añades un «Por favor» a lo mejor tienes suerte.
Bromea, aunque en el fondo de su réplica subyace un desafío. No es el primer Amo que intenta dominarme: también ellos se aburren de las sumisas y buscan aventuras más excitantes. El brillo de sus ojos azules le delata y, por una vez, decido aceptar el envite. Coquetear con otro Amo tiene un componente de riesgo que, en ocasiones, resulta un buen cambio en relación con la devoción a la que estoy acostumbrada.
—¿Quieres que hablemos de esto luego? A solas…
Se queda perplejo ante mi pregunta, pero es incapaz de negarse.
—Será un placer.
Aurora y Berta nos miran, divertidas.
—Entonces ven a la cocina —respondo guiñándole un ojo.
Nos sostenemos la mirada el tiempo suficiente para que el juego quede claro. Sé que se está excitando ante la batalla tanto como yo.
—Chicos, si queréis dejamos el brindis para otro momento —dice Aurora.
Jon se levanta y sus piernas parecen más largas que nunca embutidas en aquel pantalón de cuero y rematadas por unas botas negras. Es guapo, pienso. «Y peligroso».
—No —replica él—. La ocasión merece algo especial.
Y ninguna de las tres sabemos si se refiere al cambio de vida de Berta o a que esta noche se va a quedar en casa.
A todos nos atrae lo prohibido, la novedad, el riesgo.
El sexo con Jonathan empieza como un duelo. Nos miramos sin que ninguno dé el primer paso, a una distancia prudencial. Presiento que sus ojos azules ansían romperme la ropa a jirones, arrancarla a mordiscos y follarme hasta conseguir que grite de placer.
Se ha sentado en la cama, con el torso desnudo, a la expectativa, y yo me acerco despacio, descalza, hasta colocarme entre sus piernas. Me doy la vuelta, y él me roza las nalgas vestidas de rojo con la mano. Sé que siente la tentación de darme un azote; se conforma con una palmada que podría confundirse con una caricia. No me quejo, solo me recojo el cabello con la mano, mostrándole la cremallera que mantiene el vestido en su sitio. Él se levanta y me abraza por la cintura. Su lengua me recorre la nuca y humedece mi oreja al tiempo que sus manos elevan mis pechos. Manos grandes que se mueven con una delicadeza inesperada, las yemas de sus dedos descienden por la parte delantera de mi cuerpo, tanteando, buscando un resquicio por el que colarse sin encontrarlo. Se detienen en mis muslos y los aprietan con fuerza. Me gusta notar el calor de su contacto, del mismo modo que siento su excitación clavada en las nalgas. Murmura obscenidades a mi oído y, antes de bajar la cremallera y liberar mi cuerpo de su envoltorio, sí se atreve a propinarme un cachete que resuena como el tapón de una botella de champán. Y luego otro, más fuerte aún. Me excita el gesto, no porque me guste sino porque empiezo a saborear la venganza. Si quiere guerra, la tendrá.
Sonrío sin que él lo vea y guío su otra mano hacia la espalda. La cremallera desciende lentamente y sus dedos resiguen la línea de mi columna vertebral; doy un paso adelante y me quito el vestido. Dejo que me admire, que crea que ese cuerpo será suyo esta noche.
Me vuelvo hacia él y le brindo una sonrisa que, si me conociera mejor, sabría que no presagia nada bueno. Lo empujo hacia la cama. Es un gesto simbólico, pero él capta la idea y se deja caer. De rodillas ante él, en ropa interior, como haría la más sumisa de las esclavas, me dispongo a quitarle las botas. Él se deja hacer. Cuando levanto la cabeza veo la sorpresa dibujada en su rostro, mezclada con deseo y, tal vez, con una cierta desconfianza. No la suficiente: en los hombres el deseo siempre gana a cualquier otra emoción. La sangre se les concentra en la entrepierna y pierden todo atisbo de prudencia.
Tiro de la pernera de su pantalón y él colabora. Tengo curiosidad por saber de qué color llevará la ropa interior. Si será slip o bóxer. Es un bóxer negro, aunque casi no tengo tiempo de verlo porque Jon entrelaza las piernas por detrás de mí y me empuja hasta tenerme tumbada encima de él. Huele a colonia masculina, es un rastro leve pero muy agradable, y me gusta el roce de la barba. No pincha, como otras. Su boca se acerca a mi cuello y lo besa con furia, después busca mis labios, pero no los encuentra. «Luego», le susurro.
No está acostumbrado a que le lleven la contraria. Lo sé. Por eso acaricio sus labios con la lengua al tiempo que llevo su brazo derecho hacia atrás. Él no se resiste. Llevo la cara hacia su axila mientras miro de reojo las esposas que siguen prendidas del cabezal de hierro, donde las dejé la última noche que usé esta cama con mi Adán.
Soy tan rápida que no tiene tiempo de reaccionar: antes de que se dé cuenta, su mano está esposada al extremo superior del cabezal y yo he bajado de la cama de un salto.
—Bitch —susurra, y veo en sus ojos que finge estar genuinamente indignado—. Eres una zorra.
Sacude el brazalete improvisado aunque sabe que, sin la llave, es imposible abrirlo.
—Sonríe, macho alfa —le digo mientras me dirijo al tocador.
Sé que puede bajar de la cama, quedarse sentado en ella, exigir que lo suelte, pero no lo hace. Cuando vuelvo con la fusta en la mano, sigue ahí tendido, con una sonrisa traviesa en la cara.
—Eres el doble de fuerte que yo. Así que resulta justo que tenga algo de ventaja, ¿no crees?
Y al tenerlo allí, voluntariamente inmóvil, cual dios nórdico vencido por el embrujo de una malévola mortal, gimiendo mientras le acaricio el pecho con el extremo de la fusta, siento que mi entrepierna se humedece. Me siento a horcajadas encima de él, los muslos a ambos lados de su pecho.
—Acaríciame con la mano que tienes libre —ordeno—. Hazme feliz y quizá te perdone los azotes que te debo.
—Si te atreves a pegarme con eso…
Se ríe.
—En algún momento tendrás que liberarme —añade, pero la excitación hace que su voz salga entrecortada, ronca—. Y entonces…
—Lo sé. Por eso es mejor que ambos nos portemos bien. ¿Hacemos un pacto?
—¿Un pacto con el diablo?
—Diablesa en todo caso. Pero yo lo llamaría más bien un pacto entre diablos.
Le doy un beso fugaz en los labios y me quito el sujetador. Su mirada se posa en mis pezones que, duros como diamantes oscuros, le hipnotizan. No puede resistirse a tocarlos, a tocarme. Suelta algo que parece más un gruñido que una palabra. Le susurro algo al oído y él intenta morderme en el cuello. Insisto, aunque el roce de su barba me hace unas cosquillas que me resultan sensuales. Por fin, me responde con una frase en inglés que entiendo perfectamente. «One day you’ll pay for this». Tal vez, pienso. De momento coloco una almohada detrás de su cabeza para incorporarlo un poco. Sentada sobre la parte superior de su pecho, con las piernas abiertas y los pies apoyados en el cabezal, arrojo la fusta al suelo y me preparo para disfrutar de esa lengua que abre con acierto los labios prohibidos y lame con la lentitud de un experto, alternando algún mordisco suave con el bálsamo excitante de su saliva, hasta que consigue que me corra con tanto gusto que me olvido de que, algún día, tendré que devolverle este placer con intereses.