Capítulo 24

Mi nota decía: «Espero que esta segunda noche me obedezcas al pie de la letra», y contemplo, orgullosa, cómo David sigue a rajatabla todas mis instrucciones, que en realidad son bastante sencillas. Desde el vestidor que comunica mi habitación con el cuarto de baño le veo entrar y quitarse la ropa, esta vez del todo, hasta quedarse completamente desnudo, y admiro una vez más su cuerpo delgado pero fuerte. Con una sonrisa distingo las marcas del cinturón en su culo cuando se da la vuelta; no son muchas, porque pasado el primer momento de ira ante su desafío, le azoté sin saña. En realidad no disfruto infligiendo dolor, eso lo sé, aunque a veces es necesario, y ayer él necesitaba sentirse intimidado, castigado. Sometido. Me provocó hasta que lo hice, y esas pinceladas rojizas que cruzan sus nalgas son la prueba evidente de ello. Me encantan…

Ya desnudo va encendiendo las velas que he diseminado por toda la estancia. Tardarán un poco, pero dentro de un rato el olor a sándalo, a madera noble, se extenderá por el aire. Su expresión es concentrada, seria; ya no juega, ya no se siente incómodo ni me desafía con gestos minúsculos. Hace lo que se le ha indicado sin pensar. Cuando termina, el cuarto queda inundado de una luz suave, oscilante, cargada de sombras. Él se echa en la cama, abre los brazos en cruz, dejándolos caer cerca de las esposas, y cierra los ojos. Honestamente esto último solo lo supongo, porque no alcanzo a verle la cara. Yo me tomo mi tiempo, me perfumo el cuello y me observo en el espejo: odio el traje de Ama, pero ayer, antes de irse, David me lo pidió. Y había tal reverencia en su voz, tal humillación en su mirada después de mi numerito masturbatorio, que accedí. Así que llevo la minifalda de cuero plastificado, el top y una especie de torera que apenas me roza la cintura, además de unos zapatos de tacón tan alto y fino que apenas puedo caminar. No, es mentira: a la que he dado dos pasos me muevo sobre ellos como si fuera una experta.

Me acerco a él y compruebo que sigue con los ojos cerrados. Mejor, hoy no tengo intención de castigarle y me fastidian los desafíos constantes. La rebeldía ante pequeñas cosas me aburre, aunque reconozco que ayer me excité observando cómo luchaba contra sí mismo para someterse a mis órdenes.

—¿Cómo estás? —le pregunto mientras cierro las esposas en torno a sus muñecas.

—Deseoso de volver —responde él, y sé que es verdad.

Lo veo en su rostro, no del todo relajado aunque tampoco tan tenso, en sus brazos que soportan el encierro sin dar señales de nerviosismo. Y en otra parte de su cuerpo que parece activarse con mi voz y el roce de mis dedos, pienso sonriente.

—Abre los ojos —le digo, y cuando lo hace me siento la mujer más atractiva de la tierra. Sus pupilas me adoran, a pesar de este atuendo vulgar; se clavan en mis ojos y brillan cuando se cruzan con las mías.

Su mirada es tan seductora, tan honestamente elogiosa, que casi me avergüenzo.

—Voy a ponerte un antifaz —susurro—. No verás nada. Relájate y disfruta…

Sí, pienso con un suspiro. Mejor así, sin verle los ojos, sin sentir esa admiración que me recorre la piel como un retal de terciopelo. Con los ojos cubiertos sigue siendo hermoso, un ejemplar masculino magnífico, pero de algún modo es menos humano…

Me quito los zapatos y me siento a horcajadas sobre la parte baja de su estómago; él dobla las piernas para sostenerme mejor allí. Recorro su cuerpo con los dedos, ese vello suave, no demasiado, que está donde tiene que estar: en el pecho, y luego, en línea descendente, le cruza el estómago hasta reunirse con el de su entrepierna.

Se relaja, lo veo en sus facciones, y mi mano busca la parte baja de su nalga derecha. El contacto le molesta, puedo notarlo, pero no dice nada.

—¿Te duele un poco? —pregunto, cariñosa.

—Lo que me merecía —responde él, con voz ronca, y casi estoy a punto de darle un beso al oírlo.

Pero no, ya habrá tiempo para ello, me digo. Tenemos toda la noche y esto acaba de empezar… Me siento sobre el final de la cama y le ordeno que siga con las piernas dobladas y abiertas. Empiezo a acariciarle las nalgas, con suavidad, y él se estremece ante ese dolor leve, esos restos de escozor. Poco a poco voy acercándome al centro de su culo y paso la mano enguantada por la raja. Cierra las piernas al instante, como todos los hombres heterosexuales que he conocido.

—Tranquilo —susurro—. El culo es una zona erógena para todos. ¿O no te acuerdas cómo te corriste ayer mientras te castigaba?

Sigue tenso, rígido, y eso me obliga a cambiar de tono. Le doy un cachete fuerte y le digo:

—Relájate, o te dolerá.

Y, maravillosamente, me obedece. No se tranquiliza del todo, claro, pero sí lo bastante para que mi dedo vaya internándose en su interior. Tengo lubricante en la mesita, y lo uso para que la entrada sea más fácil. Pasado el primer momento de sorpresa, pronuncia una especie de gemido que no sé si es de dolor o de placer. Yo sigo, con sumo cuidado, muy despacio, invadiéndole poco a poco. No pienso ir muy lejos, solo deseo demostrarle que existen más lugares secretos, más botones que activan el placer. Él aguanta lo que puede, inmóvil, aunque acaba retorciéndose y tratando de expulsar ese cuerpo extraño que acaba de ir un poco más allá. Yo no cedo ni un milímetro y su cara me indica que va acostumbrándose, que, si bien no lo disfruta del todo, sí va aceptando esa intromisión con la que no contaba. Cuando veo que ha dilatado lo suficiente, le introduzco un dilatador anal que ya había dejado en la mesita de noche. Es diminuto, apenas cuatro centímetros, y acaba en una anilla de la que tirar con facilidad para extraerlo.

—Chist —le digo—. Muévete con él dentro… Juega con él, siéntelo…

Su miembro empieza a erguirse, menos que ayer, como si el estímulo anal concentrara allí toda su atención. Sonrío y me decido a ayudarle un poco. Se lo acaricio, y entonces advierto sus movimientos. Sé cómo se siente una con un dilatador anal puesto: levemente incómoda hasta que este encuentra ese sitio maravilloso que te envía oleadas de placer por todo el cuerpo. Lamo su miembro, sus testículos, y consigo que su virilidad maltrecha crezca ante mí. Está disfrutando, lo veo de reojo en su cara, y cuando él goza empieza mi mayor satisfacción.

Deseo verle los ojos, ver cómo me agradece todo lo que estoy haciendo por él, así que le quito el antifaz y, ante él, voy desnudándome. David casi no se atreve a moverse, como si temiera que cualquier gesto brusco pudiera echar de su interior ese adminículo juguetón. Esboza una media sonrisa y me observa mientras su erección crece por momentos al contemplarme desnuda. Luego, despacio, agarro una de las velas que arden por toda la estancia, tiñendo las paredes de sombras titubeantes y el aire de un olor amable y profundo. Sonriente, la inclino levemente muy cerca de su cuerpo de manera que unas gotas de cera caliente caen sobre su pecho. Ahoga un gemido y le acaricio los labios con mi otra mano. Y así seguimos un rato, yo disfrutando de su cuerpo que se agita ante esa lluvia cálida, él sometiéndose a mis caprichos, cada vez más excitado, acariciándome con los ojos porque las manos las tiene atadas, intentando aguantar la mezcla de placer y dolor que siente en su interior y en su piel. Está hermoso, pienso, pero su belleza no me detiene. Las gotas calientes se acercan poderosamente a la parte baja de su estómago y a sus ojos asoma el miedo. Le tranquilizo mandándole un beso con mi mano, de mis labios a los suyos, y vuelvo a subir. Unas marcas diminutas dibujan una segunda línea sobre su pecho.

Sé que quiere tocarme, y empiezo a tener ganas de sentir sus manos deslizándose por mi piel. Así que dejo la vela en la mesita y la apago, y después procedo a hacer lo mismo con casi todas las demás. Regreso y con cuidado retiro el dilatador anal de su interior, él suelta un suspiro que me enternece y me excita más que todo lo que he hecho hasta ahora. Es su entrega en forma de jadeo. Su cara me pide a gritos un beso y sus manos se mueven en las esposas.

—Si te suelto, ¿te portarás bien? —le digo.

—Claro.

Deseo que me toque. Es algo que no suelo sentir con los demás sumisos, a quienes les permito hacerlo en contadas ocasiones. Sus ojos se abren, cálidos como las gotas de cera, cuando libero una mano y luego la otra. No puedo resistir que me mire así, con tanto deseo, haciendo que todo mi cuerpo se estremezca. Noto cómo se humedece mi entrepierna en cuanto él apoya sus dedos con delicadeza sobre mi pecho izquierdo. Una especie de fuego interior me lleva a buscar su boca, a tumbarme sobre él y lamer sus labios. Dios, no debería hacer esto, pienso… Y sin embargo sé que no puedo evitarlo, que mi resolución se reblandece bajo sus caricias, que mi voluntad se quiebra con sus besos, con esa lengua dulce que se interna en mi boca. Nos revolcamos en la cama, sobre las sábanas, ya solo dos cuerpos que se buscan con desesperación. Sin querer pienso en amantes que se despiden antes de que él parta al frente, a un lugar donde puede matar y morir; en relaciones ilícitas que estallan una única noche, en parejas que viven en rincones opuestos del mundo y se cruzan una sola vez. Los comprendo a todos mientras mi cuerpo cede ante su avance, mientras se coloca encima de mí y me abre las piernas, mientras llena mis muslos de besos y hunde la lengua en mi pubis. No… por extraño que parezca no es eso lo que quiero. Quiero tenerlo dentro otra vez, quiero que su miembro me atraviese y explote en mi interior, quiero que su olor se me quede dentro para siempre.

—Fóllame —le digo.

Y eso es algo que creo que solo le he pedido a Alberto. Sé que lo estoy suplicando cuando debería ordenárselo, pero en este momento mi voz expresa exactamente lo que siento. Es nuestra última noche y deseo dárselo todo, quiero entregarle algo que sea único, algo que nadie haya disfrutado jamás. Lentamente, con suavidad, le aparto y me doy la vuelta. No veo su cara, pero la imagino, ilusionada, sonriente, entregada… Noto sus dedos deslizándose sobre mis nalgas.

—Fóllame por detrás. Con cuidado —digo con voz ronca—. Desvírgame otra vez.

Me duele y los ojos se me llenan de lágrimas. Ahogo un gemido mientras le muerdo la mano, mientras su miembro me atraviesa por dentro despacio, mientras su otra mano me sujeta del pecho y me atrae contra sí, clavándome a su cuerpo, y mientras su aliento se posa en mi nuca, acariciándola, y sus labios me susurran un «Te quiero» antes de que llegue el clímax y los dos caigamos, sudorosos y oliendo a sexo, sobre las sábanas calientes de mi cama.