Capítulo 1

Es una verdad universalmente aceptada que toda mujer, por satisfecha que esté con su vida, disfruta en algún momento fingiéndose una persona distinta. Vivir una aventura de una noche, engañarse a sí misma y al mundo por unas horas; ser, en ese lapso, una espía sin escrúpulos, una femme fatale de curvas sinuosas o una doncella atolondrada que se ruboriza en cuanto le dan un beso.

No sé si esto les sucede también a los hombres, y en realidad poco me importa. Si hay algo que todas deberíamos haber aprendido desde que se despierta en nosotras el interés por el sexo opuesto es que ellos viven siempre inmersos en una mentira por motivos genéticos y educativos. Los genéticos vienen dados por el hecho de poseer ese apéndice del que nosotras carecemos, algo que, ya desde su más tierna infancia, los convence falsamente de su superioridad: se creen, por así decirlo, mejor acabados, completos. Y educativos porque sus referentes, los personajes a quienes admiran y pretenden emular, son tradicionalmente aventureros, rebeldes, desde Indiana Jones hasta Peter Pan pasando por Spiderman. Aunque, la verdad, aún resultan mucho más cargantes los que se modelan a imagen y semejanza de la figura opuesta. El antihéroe: ese ser sensible, poco amigo de las duchas y de los trabajos bien remunerados, es el ejemplo más pernicioso que pueda darse a un niño inocente.

Pero no quiero irme por las ramas, de manera que vuelvo a la idea inicial para justificar por qué estoy mintiendo sin el menor atisbo de rubor al hombre que he conocido hace un rato en el mirador, mientras me hallaba contemplando la sinfonía de olas, viento y espuma que sacudían el litoral donostiarra.

No había tenido un buen día y la visión de ese mar enfurecido se llevaba muy bien con mi estado de ánimo. Me hallaba en el Paseo Nuevo, y un muro de piedra, gastado por los embates del agua, me separaba de esas olas que amenazaban con escalarlo para llevarme con ellas. A mi derecha, el monte Ulia parecía envuelto en una bruma fantasmal y la playa de Zurriola estaba desierta, ya que ni los surfistas más avezados se atrevían a salir en un día como ese. Una tarde de cielo grisáceo y tormentoso, un agua que atacaba lo que hallara a su paso. Era, como la mía, una rabia sin dirección, ya que las olas se empeñaban en chocar contra sí mismas en lugar de avanzar con fuerza hacia su objetivo y arrasarlo. Estaba pensando precisamente eso, en lo poco práctica que resulta la ira desbocada, cuando le vi a él, a unos pocos metros, con la mirada fija en el mismo espectáculo que me tenía fascinada. Y sin saber por qué tuve la impresión de que también su cabeza estaba en plena tempestad. Como la mía.

Le observé sin que se diera cuenta. Lo veía de perfil, por supuesto, así que hasta que no se volvió hacia mí, un poco más tarde, no pude verle la cara por completo. A pesar de eso había un aire de desafío en su gesto, en su semblante absorto, que me llamó la atención. Era alto, moreno, e iba vestido con unos tejanos azules y una camisa que, pese al frío, llevaba cuidadosamente remangada, lo que dejaba entrever un antebrazo levemente velludo. Era una lástima que a esa distancia no alcanzara a distinguir sus manos. Ya sé que a muchos les sonará caprichoso, pero nunca he podido evitar fijarme en las manos de un hombre. Con esa idea en mente, avancé en dirección a él, distraídamente, como si buscara un mejor punto de visión. Y, de repente, como si notara mi presencia, él se volvió hacia mí y su gesto súbito me pilló por sorpresa.

Era más joven de lo que parecía de perfil, no debía de llegar a los treinta, aunque tampoco le faltaban muchos. Tenía los ojos oscuros, cejas negras y anchas, y en su cara lucía esa sombra de barba que tienen aquellos a quienes el afeitado, por apurado que sea, no dura más de unas horas. El conjunto era sumamente atractivo y sentí curiosidad por esos detalles que acompañan, o no, a un hombre guapo: sus manos, que seguían sin mostrarse con claridad, y su voz. Por ello, y pensando que en ocasiones como esta, con aquel paisaje impresionante ante los ojos, resultaba fácil entablar una conversación casual con un desconocido, le saludé con un gesto y una sonrisa fugaz, pero en ese momento clave, ese instante en que él parecía dispuesto a decirme algo, noté una vibración en el móvil que llevaba en el bolsillo de la gabardina, una prenda de un blanco hueso que solo uso en los días grises, para resaltar del entorno. No pude resistirme a escuchar el mensaje con una sonrisa de satisfacción, pero, obviamente, cuando volví a levantar la cabeza él ya no me estaba mirando. Había vuelto a abstraerse en la espléndida visión que teníamos delante.

Y supongo que así habrían seguido las cosas de no haber sido por un incidente fortuito. De repente sentí un roce en la pierna y me aparté de un salto, sin poder evitarlo, antes de percatarme que era solo un cachorro, un perro blanco con manchas de color marrón parecido al que protagoniza los anuncios de la lotería en televisión. Llevaba collar y, tras olisquearme con desesperación, soltó un ladrido, se alejó y pasó a hacer lo propio con el chico moreno. Hoy no es mi día, pensé, ni los cachorros abandonados me quieren. Él, que sí lo había visto venir, tuvo una reacción mucho más digna que la mía y se agachó para acariciarlo.

—Eh, perrito… ¿Qué haces solo por aquí?

Sonreí al darme cuenta de que su voz encajaba a la perfección con el resto de su imagen y, ya sin pudor, aprovechando aquella perfecta excusa que había aparecido en nuestro camino, me acerqué a él.

El animal le respondió con un ladrido corto, pero no se movió de su lado.

—Creo que se ha perdido —dije.

—Eso parece.

El perrito seguía lamiéndole los dedos con fruición y él lo dejaba hacer. No quiero parecer exagerada si digo que el animal tenía buen gusto: las manos de ese hombre se ajustaban a mi idea de la perfección, ni demasiado cuidadas ni demasiado toscas. Dedos largos pero no finos, uñas bien cortadas y una muñeca estrecha en la que destacaba un reloj con correa de acero, estilo deportivo. Esa clase de manos que a una le gustaría notar abrazándola en una noche fría. El humor del desconocido se había transformado en cuestión de segundos. Si antes flotaba a su alrededor un aire melancólico, ahora una sonrisa iluminaba sus rasgos, haciéndolos menos duros, más afables. Me hizo gracia que un tipo de aspecto tan serio sonriera así. Le brillaban los ojos, que, ahora podía verlos, eran de un color marrón intenso.

Una ráfaga de viento trajo una bolsa de plástico hacia nosotros y el animal le aulló como si estuviera delante de un fantasma volador. Saltó para atraparla con los dientes, pero el viento se lo impidió, llevándosela por los aires.

Él lo cogió con firmeza por el collar para evitar que saliera corriendo en pos de ese juguete volátil y el animal se conformó, no sin soltar antes un par de ladridos más hacia el objeto de sus deseos, como si quisiera advertirle que lo atraparía algún día. Yo también sonreí.

—Si se ha escapado, alguien vendrá a por él —comenté, y me volví hacia el paseo. Había pocos transeúntes: el aire y la amenaza de lluvia alejaban a la gente de la orilla del mar.

—Eso espero —dijo sin perder la sonrisa. Un trueno lejano hizo que el animalito se acurrucara contra él, totalmente aterrado—. Tranquilo…

—A todos les asustan los truenos —señalé, como si fuera una experta.

—Sí. Son mucho más sensibles al ruido que nosotros. Y esta raza es muy nerviosa.

Lo agarró del pescuezo, con cuidado, y se incorporó con él en brazos. El perro, aún impresionado, no protestó. Había algo cómico en la escena: aquel desconocido, que un momento antes parecía enfadado con el mundo, acunaba al cachorrillo como si se tratara de un bebé. Y no lo hacía mal, por cierto. Un nuevo trueno, seguido de un relámpago que restalló en el horizonte, hizo que el animal se quedara totalmente inmóvil, paralizado.

—Se te dan bien —comenté—. Yo nunca he tenido uno…

—Yo tampoco. Pero en el fondo son como niños, cuando tienen miedo solo quieren sentirse seguros. Que alguien los proteja.

—Supongo que eso puede aplicarse a todos —murmuré llevando la mirada hacia el mar, que se encontraba ahora en una calma tensa, como si presintiera el aguacero salvaje que se avecinaba.

—Ese es mi perro.

La voz, en tono acusador, procedía de una niña de unos siete u ocho años que se había aproximado hasta nosotros corriendo. Jadeaba por la carrera y unos pasos por detrás la seguía un adulto, probablemente su padre, con la cadena del perro en la mano.

—Buenas tardes —dijo el hombre—. ¿Lo han encontrado por aquí? Se nos ha escapado hace un rato.

La niña seguía mirándonos con expresión de enfado, como si nos hubiera pillado quitándole algo y ahora nos negáramos a devolvérselo.

—Aquí lo tienes —comentó él, aunque le costó desprenderse del animal, que se resistía a volver con su dueña, quizá porque la veía demasiado pequeña en comparación con su amo adoptivo.

El hombre ató al perro, que seguía temblando de miedo ante el estruendo de los truenos que, ahora sí, parecían proyectiles de fuego enemigo. Empezaba a llover.

—Gracias por todo —dijo el hombre, y dirigiéndose a su hija, añadió—: Dales las gracias, Nekane. Si no lo hubieran cogido, quizá lo habríamos perdido.

Ella nos miraba con desconfianza, pero obedeció, no del todo convencida. La lluvia que empezaba a caer puso punto final a la escena de manera abrupta: la familia, ahora reunida de nuevo, se marchó, y el desconocido y yo nos quedamos allí de pie, sin saber qué decir. Entonces me fijé en algo curioso que no había percibido hasta el momento. El muro de piedra que actuaba de malecón se convertía un poco más adelante en una valla metálica, mucho menos bonita, de la que, curiosamente, colgaban unos pequeños candados herrumbrosos y cerrados.

—¿Qué es esto? —pregunté.

—Creo que son símbolos de amor eterno —respondió él. Ya no sonreía igual, pero su tono seguía siendo amable. Quizá levemente irónico, o tal vez solo me lo pareció.

A pesar de que el tiempo invitaba a abandonar aquel escenario y buscar un refugio a cubierto, me acerqué hasta uno de los candados y lo toqué.

—¿Por qué usar un candado para simbolizar el amor? —dije, más para mí misma que para que él me diera una respuesta.

—Pacto. Compromiso. Corazón sellado a cal y canto… —me miraba, pensativo de nuevo, y se encogió de hombros—. La verdad, no tengo ni la más remota idea.

Una ola chocó con fuerza contra la pared y la espuma se mezcló con las gotas que caían del cielo.

—Empieza a llover de verdad… —indicó él.

No me apetecía quedarme sola. No me apetecía que se fuera y algo en su actitud me insinuó que merecía la pena intentarlo.

—Creo que nuestra buena obra del día se merece un premio —declaré, sonriente—. ¿Te apetece tomar algo?

Dudó solo un momento. La lluvia arreciaba, las gotas finas iban tomando grosor. Me guiñó un ojo y dijo:

—No soy de por aquí, así que tú mandas… Me dejo llevar.

Será mejor que no me digas estas cosas, pensé. Pero me limité a sonreír y a guiarlo paseo abajo, rodeando el monte Urgull, hasta llegar a la parte vieja. No me costó nada encontrar una taberna: si algo había en el casco antiguo de Donostia era precisamente lugares donde ponerse a cubierto y saborear un buen vino.

Y es aquí donde estamos ahora, con sendos vasos de tinto fresco, sentados en un rincón más o menos aislado, ante una mesa rústica que lleva tatuadas tantas declaraciones de amor y de guerra que resulta imposible distinguir unas de otras. Me he quitado la gabardina blanca, que por fin ha cumplido en Donostia la función para la que fue diseñada, y la he dejado doblada en el banco de madera, a mi lado. Me sacudo un poco el cabello, que debe de estar horrible después del aguacero, aunque a juzgar por la forma en que me mira, a él no parece importarle lo más mínimo. El dueño del local nos ha dejado la botella en la mesa, un detalle que en Barcelona sería casi impensable. Fuera ya llueve a cántaros y los cristales están absolutamente empañados. Él levanta el vaso para brindar.

—Por los perros perdidos bajo la lluvia.

—Y por los bares donde cobijarse.

Bebemos un buen trago para entrar en calor. Él va en mangas de camisa y debe de estar helado.

—Por cierto, me llamo David —dice él—. David Ferrer.

Y es ahora cuando, sin saber por qué, elijo que esta tarde no voy a ser yo. No lo decido, no lo había planeado, simplemente me surge un nombre distinto. Una vida distinta.

—Yo Diana. Encantada. Y, por cierto, tampoco soy de aquí. Vivo en Barcelona.

Eso es verdad y él se ríe.

—Pues ya somos dos. ¿Turismo o trabajo?

—Tu r ismo —sigo mintiendo—. En realidad estoy acompañando a una amiga que tenía algo que hacer aquí.

—Nos unen historias paralelas. Yo estoy exactamente en el mismo caso.

Hablamos, y él me cuenta que ha venido con su mejor amigo, un tal Miguel, en una especie de escapada de solteros disfrazada de reportaje por parte de su colega, que al parecer es periodista freelance. Han llegado esta mañana y deben reencontrarse por la noche, cuando el amigo en cuestión haya terminado el trabajo que le ha traído a Donostia, para salir a cenar y de fiesta. Al percibir que ha llegado mi turno de dar las explicaciones pertinentes, voy engarzando un embuste tras otro, aunque invento poco. En realidad lo que hago es usurpar la identidad de Diana Ventura, mi entrenadora de pilates y nueva amiga, que debería haber venido conmigo hoy, pero que se echó atrás en el último momento. ¿Por qué no? ¿Por qué no ser ella durante un rato con alguien a quien no volveré a ver? La idea me divierte más que contarle una verdad a medias, de manera que dejo caer, a grandes rasgos, lo que sé de la vida de Diana. Su trabajo en el gimnasio, sus clases particulares en casa… Me siento cómoda en este papel.

—Mi amiga tiene negocios por aquí. De hecho ha sido ella quien me ha invitado a venir —el tono de mi voz transmite la idea de que no hubiera podido permitírmelo de no ser así—. Pensó que me sentaría bien un cambio de aires.

Él seguramente va a decir que eso siempre sienta bien u otro comentario banal por el estilo, pero se calla, como si recordara la primera impresión que le causé al verme en el mirador.

—Hace un rato, frente al mar, parecías pensativa —termina por decir, incitando a la confidencia.

—El mar provoca esa sensación, ¿no te parece? Sobre todo cuando está tan alterado. Es como si las olas rompieran dentro de ti, te removieran tu interior… —levanto el vaso de vino y me lo acerco a los labios—. Tú también dabas la sensación de estar reflexionando sobre algo.

Sonríe y desvía la mirada. Finjo beber, pero vuelvo a fijarme en su mano derecha, cuyo índice resigue una de las inscripciones de la mesa. Distingo claramente una alianza antes de beber un sorbo de vino.

—Nunca he grabado una declaración amorosa en una mesa —comenta, no sé si para cambiar de tema.

—Pues creo que ya se te pasó el momento. A partir de los dieciocho o diecinueve ya no queda muy bien.

Se queda en silencio y su cara se ensombrece un poco. Tiene la misma expresión que le vi un rato antes, no exactamente triste pero sí preocupada. Le sirvo más vino sin decir nada. Él se esfuerza y consigue esbozar una sonrisa.

—Hay veces en que te percatas de que la vida te ha ido llevando hacia donde ha querido, casi sin que te dieras cuenta. En eso pensaba antes. En que de repente te encuentras en un sitio, con un trabajo, una pareja, unos planes, que se parecen muy poco a los que tenías cuando estabas en la edad de dibujar corazones en las mesas.

No sé muy bien qué decirle. Hace bastante tiempo que decido sin contar con nadie. Aunque quizá sea la misma vida la que, como a él, me ha empujado en esa dirección.

—¿No tienes a veces la sensación de estar mirando el mundo desde la barrera? —su pregunta podría parecer demasiado personal, aunque me da la impresión de que en realidad no espera una respuesta—. Como antes, frente al mar: veía esa lucha entre las olas y las rocas, pero desde una posición privilegiada. Segura…

—O prudente —sonrío—. No siempre es aconsejable zambullirse en aguas procelosas. Uno podría ahogarse.

—Ya, pero a veces… —calla un momento y luego prosigue, el brillo de sus ojos castaños se hace más luminoso—. A veces me gustaría medir mis fuerzas contra la tempestad, pelear por la supervivencia. Llegar a la orilla exhausto pero orgulloso de mí mismo.

Aunque parezca mentira sé lo que quiere decir. Esas ansias de aventura, la necesidad de entregarse a un desafío y salir vencedora, no me son desconocidas. Me gustaría poder decirle, sin embargo, que en esa batalla a veces se pierde más de lo que se gana: la inocencia, la ingenuidad, no sobreviven a los embates de la vida.

—Ya me callo —dice él y vuelve a sonreír—. Supongo que todo esto no es más que una típica crisis prenupcial.

Levanta el dedo donde lleva el anillo y se encoge de hombros.

—Enhorabuena —acerco mi vaso al suyo, que está en la mesa, y le doy un suave toque en el borde—. ¿Para cuándo es el feliz acontecimiento?

—Veintiocho de junio.

Estamos a finales de abril, así que faltan un par de meses. Me pregunto si Alberto tuvo esas dudas antes de casarse conmigo. No, meneo la cabeza casi sin querer: Alberto no dudaba. Ese era uno de sus mayores atractivos. Y yo… yo era demasiado joven, demasiado impetuosa. Me lancé al matrimonio con diecinueve años como quien salta desde el malecón y se hunde en un mar aparentemente en calma, pero azotado por corrientes subterráneas. Caigo en la cuenta de que ha seguido hablando mientras yo me zambullía en los recuerdos.

—Así que ya ves, no me hagas caso —está diciendo él—. Son cosas que se le ocurren a uno los días de lluvia. Luego sale el sol y disipa las dudas.

—Pues suerte que vives en Barcelona. Me temo que aquí estarías cambiando de rumbo constantemente.

Lo he dicho en broma, y esperaba un comentario igual de frívolo por su parte, pero él no dice nada. Me mira fijamente, y de repente tengo la sensación de que adivina que la historia que le he contado —mis clases de pilates, mi amiga en la ciudad, mis apuros económicos— son una pura patraña.

—Ahora te toca a ti —dice—. ¿Qué rondaba por tu cabeza antes? ¿Un novio…?

Demasiadas cosas, pienso. Y la mayoría inconfesables, incluso ante un desconocido.

—En parte sí.

Recuerdo la historia de desamor que me confió Diana hace solo unos días, pero no me parece bien repetirla, así que me encojo de hombros y la resumo en un par de frases:

—A veces una se confunde. Te sientes sola y tomas por amor lo que para el otro es simple diversión. Pero en realidad pensaba… —meneo la cabeza y observo la ventana, el cristal totalmente cubierto de vaho—. Sí, pensaba que a veces hace falta un cambio. Como si el cuerpo te pidiera volverte loca, mandarlo todo a paseo y largarte al último rincón del mundo para empezar de nuevo.

—¿Adónde te irías?

—No lo sé… Odio las islas, me dan claustrofobia —no es mentira, aunque tampoco es del todo verdad, ya que nací y me crié en Ibiza, a orillas del Mediterráneo, hasta aquel verano en que llegó Alberto, me subió a su barco y acabó casi secuestrándome como un pirata—. Creo que me he vuelto un animal de ciudad. Me gusta ver gente, el tráfico, las tiendas, el bullicio. El anonimato.

—Te veo paseando por la Quinta Avenida —dice él.

—Me encantaría —hablo como si fuera un deseo por cumplir, lo cual vuelve a ser una mentira absoluta. Viajé a Nueva York varias veces, siempre acompañada de Alberto. La última fue hace dos años y medio, poco antes de su muerte—. ¿Y tú? ¿Dónde te gustaría vivir? ¿O qué te gustaría hacer?

Tarda un poco responder, como si le diera vergüenza reconocerlo.

—No te rías. Hace años tocaba en un grupo. Escribía canciones, quería ser Lou Reed… Ahora soy abogado, así que ya ves la diferencia.

—Los abogados también pueden encontrar tiempo para componer.

Niega con la cabeza.

—No es cuestión solo de tiempo. Tomas un camino y los demás se borran. Supongo que así son las cosas.

Sin darse cuenta, juguetea con la alianza. Por suerte, no menciona a su novia, ni siquiera su nombre. Sé por experiencia que algunos se lanzan a describírtela con todo lujo de detalles, lo cual sinceramente me parece de una desconsideración imperdonable. No tengo ningún problema en coquetear con un hombre casado o comprometido, pero los detalles de la mujer con quien comparte su vida tienden a alejarme, la convierten en alguien demasiado real. Solidaridad femenina, supongo.

Bebemos en silencio y él se ocupa de servir más vino esta vez. Caigo en la cuenta de que no he comido apenas en todo el día y en mi cabeza se enciende una lucecita de alarma. No es buena idea emborracharse con desconocidos, por guapos que sean… Te vuelve demasiado lanzada.

—Así que eres un abogado que escribía canciones… ¿De amor?

Se ríe, y su carcajada es contagiosa.

—Depende, aunque hay quien dice que todas las canciones hablan de amor —dice guiñándome un ojo.

—¿Quieres que te confiese algo? —me acerco un poco a él y bajo la voz, como si fuera a confiarle un secreto terrible—. Odio las baladas románticas de corazones rotos.

Me mira fijamente, siento que sus pupilas intentan penetrar en mi interior.

—Mientes —replica, lo cual es curioso porque es casi la única verdad que le he contado esta tarde.

Meneo la cabeza. Recorro el borde del vaso con el dedo.

—Nadie puede odiar una canción de amor.

—Yo sí —insisto con una sonrisa maliciosa. Voy a seguir hablando, pero él me interrumpe.

—No. Dudo que las odies. Aunque sí me creo que te den miedo…

Ignoro por qué lo dice: tal vez empujado por el vino o tal vez porque está adivinando en mí algo que no quiero mostrar.

—¿Miedo?

Estamos muy cerca el uno del otro y de repente siento el roce de sus dedos sobre el dorso de mi mano. El contacto es fugaz, me aparto enseguida, pero al levantar la vista veo que sigue observándome con suma atención.

—Sí. Miedo.

Agarro el vaso con fuerza y desvío la mirada hacia el cristal. Está tan empañado que debo limpiarlo con la mano para atisbar el exterior. La frialdad del vidrio me tranquiliza. Distingo la calle mojada, los grandes charcos sobre el suelo de piedra. Ya no llueve: ha sido solo una tormenta de primavera, intensa pero breve. Sigue soplando un fuerte viento y apenas hay nadie en la calle. Tampoco dentro de la taberna: solo un par de parroquianos en la barra charlando con el dueño. Él y yo. David y la falsa Diana.

—Ha dejado de llover —comento, como si eso tuviera alguna importancia.

De reojo veo que sus ojos buscan mis labios y sé que en ellos brilla la amenaza de un beso. Me siento ridícula al sonrojarme como si fuera una cría, aunque espero que lo atribuya al vino. No es que no quiera que me bese. Daría cualquier cosa por ser Diana de verdad, aunque fuera solo por esta noche. Diana se dejaría besar y le respondería, ella disfrutaría del aire romántico que envuelve esta escena: la lluvia, la taberna oscura, los corazones en las mesas. Pero yo no puedo. Hace mucho tiempo ya que no puedo.

Involuntariamente, me echo hacia atrás. Solo unos milímetros, pero son suficientes para hacerle desistir. Esboza una sonrisa que tiene algo de rendición y, aunque sé que el momento de peligro ha pasado, siento la urgente necesidad de marcharme de aquí. De alejarme de él.

—Estás muy pálida —dice, preocupado—. ¿Te encuentras bien?

—Creo que he cogido algo de frío. O quizá sea el vino, no sé.

Respiro hondo porque es cierto que me estoy mareando un poco.

—Tengo que irme —anuncio por fin—. Mi amiga ya debe de estar esperándome en el hotel.

Mira el reloj y asiente con la cabeza.

—Yo me quedaré un poco más. Ah, y te invito yo, ni se te ocurra intentar pagar.

Coge la botella y vacía el resto en su vaso. Ha encajado la derrota como un campeón, sonríe como el atleta que ha quedado en segunda posición después de una buena carrera y debo admitir que he conocido a pocos hombres capaces de expresar una especie de alegría triste con la mirada. Definitivamente, tengo que irme; formulo un par de frases de cortesía, cojo la gabardina y salgo como si tuviera mucha prisa. O como si de verdad fuera Diana, tímida y enamoradiza, en lugar de quien soy en realidad.

La veo irse, casi corriendo, y por un momento pienso en Cenicienta y su toque de queda. No son las doce, pero ella ha salido huyendo como si su gabardina blanca fuera a transformarse en un simple albornoz. Ni siquiera se la ha puesto del todo, la ha echado sobre sus hombros y ha escapado. Todo el encuentro posee un aire irreal. Desde que me percaté de su presencia en el mirador, tuve la impresión de estar al lado de un personaje ficticio. Al menos, en mi vida diaria no solía cruzarme con mujeres con tanto encanto como aquella desconocida. Elegante, de cabellos negros que le llegaban a media espalda, la mujer que contemplaba las olas parecía sacada de una película antigua, en blanco y negro. Cuando me volví a mirarla, me percaté de que no era solo estilo lo que emanaba de ella, sino belleza. No un atractivo artificial, ese que se ve tanto últimamente y que convierte a las mujeres en clones de labios carnosos y narices respingonas. Tampoco se parecía en nada a mi novia y eso que nadie puede negar que Olga sea guapa, con el poder que le da la juventud, el buen humor, la simpatía natural. Sin embargo, en esa mujer había un aire casi misterioso y su mirada era a la vez comprensiva y penetrante. Segura de sí misma, incluso un poco altiva.

Por eso no me he creído ni una palabra de su discurso posterior. Los hombres podemos ser tontos algunas veces, pero esa gabardina de Prada y las joyas que llevaba no se corresponden al atuendo de una entrenadora de gimnasio. Da lo mismo, pienso, ya que probablemente no volveremos a vernos. Se ha cruzado en mi camino, como una aparición, y se ha esfumado poco después del mismo modo. Lo curioso es que durante la conversación parecía estar cómoda y yo había sentido la necesidad de tocarla. De acariciarla para constatar que estuviera allí de verdad.

Me termino el vino de una vez y me doy cuenta de que he bebido demasiado. La verdad es que no estoy acostumbrado: ni a beber antes de cenar ni a los encuentros con desconocidas misteriosas. De hecho mi conducta de hoy revela a las claras mi falta de práctica en estas lides. Llevo tres años saliendo con Olga, la mujer con quien me casaré dentro de dos meses escasos. En todo este tiempo le he sido completamente fiel y jamás me he planteado lo contrario; es más, he ido avanzando en línea recta por un camino que me lleva a la iglesia donde se celebrará la boda. Hasta los últimos días, hasta esta misma semana, el futuro, nuestro futuro, estaba perfectamente diseñado y organizado. Y así debe seguir, me digo con firmeza. Diga lo que diga mi amigo Miguel, pase lo que pase a mi alrededor, intuyo que lo que me asalta en estos días es una ansiedad inmadura, en parte lógica ya que voy a dar un paso importante. Para mí y para mi hermano.

Eso me recuerda que a estas horas deben haber salido ya del cine, Àlex y Olga. Las preocupaciones del presente regresan: tener a un hermano pequeño a tu cargo te da una responsabilidad que muchos hombres no viven hasta mucho más tarde. Si además se trata de un niño «especial», un término mucho más agradable que otros que le han puesto a lo largo de sus diez años de vida, el peso es mayor aún. Saco el teléfono para llamar a Olga, quiero saber qué tal les va a los dos juntos, sin mí. Nadie contesta, lo cual es relativamente buena señal. Si Àlex hubiera tenido uno de sus ataques de ira, cada vez más infrecuentes, todo hay que decirlo, ella habría respondido al móvil al instante. O me habría llamado antes de que lo hiciera yo.

Estiro las piernas y me desperezo. En parte me siento a gusto en esta taberna, en parte sé que me espera una noche de juerga con Miguel, una especie de despedida de soltero privada para los dos, y eso es algo que no me apetece lo más mínimo. Es al pasar la pierna por encima del tablón que sujeta la mesa por debajo cuando noto que hay un objeto en el suelo: algo duro que choca con mi pie. Lo atraigo hacia mí y me agacho a recogerlo. Al incorporarme descubro dos cosas: una, estoy un poco borracho; dos, Cenicienta no ha perdido un zapatito de cristal, sino un teléfono móvil.

Debe de haberse caído del bolsillo de la gabardina cuando se marchó tan precipitadamente y, de algún modo, resulta incongruente. No es un móvil moderno, de última generación, como cabría esperar en alguien con su estilo. Es negro, barato y funcional. Antiguo. Quizá si no estuviera algo bebido no se me ocurriría curiosear en la agenda. A mi favor debo decir que no es cotilleo, solo buscar algún dato que me permita identificarla y devolvérselo. No hay ninguno, y ella no me había dicho el hotel en el que se alojaba. En realidad, solo sabía su nombre, su supuesta profesión y poco más. No lo pienso dos veces: llamo a su buzón de voz y escucho los mensajes guardados tras darle a la tecla correspondiente.

Si el primero me deja helado, los que le siguen no se quedan atrás. Todos son de voces masculinas. Todos la tratan de usted. Todos expresan una energía casi sexual. Voces roncas que la llaman «señora», que suplican, sí, esa es la palabra, una cita con ella. Uno de los mensajes me resulta tan extraño que lo oigo dos veces. Es de esta misma tarde, de un rato antes, cuando ambos nos hallábamos en el mirador.

«Señora, espero que me reciba en su casa este domingo tal y como me dijo. Sé que merezco un severo castigo y estoy dispuesto a someterme a lo que considere oportuno. A sus pies».

Oírlo me llena de un calor tan intenso que tengo la impresión de que los pocos clientes del bar tienen que ver mi rostro sofocado. Lo apago, como si pudieran escuchar lo mismo que yo. Trago saliva y procedo a guardarlo en el bolsillo del pantalón, pero al hacerlo noto una erección como hacía tiempo que no tenía. Respiro hondo. Luego, sin poder evitarlo y a sabiendas de que no debería insistir en el error, vuelvo a sacarlo para escuchar todos los mensajes grabados. Estoy sudando. La excitación es tan potente que temo no poder controlarla.

La imagen de esa mujer misteriosa castigando a uno de esos hombres me llena la cabeza de unas fantasías que me resultan nuevas. Inquietantes.