Capítulo 8

La entrevista resulta ser tan aburrida y previsible como me temí desde el principio. Eso sí, la periodista —una mujer de mediana edad que intenta contagiar entusiasmo— es moderadamente amable y formula preguntas convencionales. En realidad, tanto ella como el fotógrafo parecen más interesados en captar imágenes de mi casa, de mí sentada en el sofá, leyendo en el patio o simplemente de pie en el recibidor, que en lo que yo pueda decirles.

Ya sé que se trata de un reportaje fotográfico, y lo único que me divierte es pensar en la cara de Lara cuando me vea en el suplemento dominical de un periódico de tirada nacional. Creo que eso mantiene mi sonrisa perenne al gusto del fotógrafo, un chico de pelo largo y bastante guapo al que, todo hay que decirlo, no me cuesta nada sonreír. Pero hay algo que me indigna en todo el proceso: estoy segura de que, para empezar, no se plantearían nunca una serie de entrevistas a empresarios de éxito, solo a mujeres, como si aún fuera una proeza impropia de nuestro sexo. Y, claro está, no podían fotografiarnos en el despacho, sino en nuestra casa, como si trabajáramos en bata todo el día, tumbadas en una chaise-longue. Quizá estoy siendo demasiado susceptible, lo reconozco. La idea de enfrentarme a Aitor mañana por la mañana me resulta muy desagradable. Una vez revisadas las cuentas del hotel de Donostia, solo hay dos opciones: o está dirigido por un inútil o, lo que es peor, lo está por un ladrón que se queda con el dinero y miente en los registros. Ambas posibilidades me dejan solo una opción lógica. Lógica pero tremendamente incómoda.

Aun así, intento concentrarme en las preguntas y sonreír, como si en lugar de una empresaria fuera una modelo que muestra su hogar a las cámaras.

—¿Cuál es la clave del éxito de sus hoteles?

Me lo sé de memoria.

—El buen gusto y la exclusividad. Nuestros huéspedes se sienten tratados como si estuvieran en su casa, aunque atendidos por un personal de primera clase.

—Supongo que ser mujer conlleva una serie de dificultades adicionales…

—La verdad es que no sabría decirle. Nunca he sido otra cosa.

La periodista se ríe, levemente ofendida.

—Me refería a…

—Perdone, lo sé. Debo decirle que no especialmente, al menos en mi caso. Quizá por la clase de negocio o porque los empleados ya me veían trabajando con mi marido cuando él vivía. No, no he tenido problemas debido a esto.

—Qué suerte… Claro que en su caso ha sido más fácil…

—¿Lo dice porque heredé la dirección de los hoteles? —no está bien perder la calma con la prensa, me consta, así que cuento hasta cinco antes de proseguir—. Yo ya colaboraba estrechamente con mi marido cuando él estaba al mando. No legó su negocio a una inexperta, no habría sido propio de él, se lo prometo.

—Por supuesto —la bruja sonríe—. No pretendía decir eso. Solo que a veces las mujeres tenemos que sufrir cierto bullying laboral. Se nos exige más. A veces incluso se nos pide que renunciemos a nuestra propia familia.

—Lo sé. Y me parece terrible. Yo no he tenido que pasar por eso, es verdad. Lo bueno de un negocio familiar, por grande que sea, es que trabajas codo a codo con tu pareja. No siempre es sencillo, pero tiene compensaciones.

—¿Qué opina de la situación económica del país? ¿Cree que saldremos de esta crisis?

Meneo la cabeza: esa es una de esas preguntas a la que honestamente no tengo respuesta.

—La economía tiene ciclos —respondo—, pero me temo que muchas cosas tendrán que cambiar si queremos superar este momento.

—¿Por ejemplo?

Voy con pies de plomo porque el brillo en los ojos de la bruja me da a entender que se encuentra a la expectativa de algún comentario sustancioso.

—Por ejemplo el tejido empresarial del país —me sale sin querer y una vez lo he soltado no puedo parar—. No todo, por supuesto, pero sí existe mucho empresario que desea obtener beneficios rápidos y que, cuando las cosas no van tan bien como sería deseable, se rinde y cierra. Hace falta pasión, además de cabeza, a la hora de llevar un negocio: tener ganas de innovar, un cierto gusto por el riesgo, y asumir que no se puede ganar siempre.

Ella asiente y, después de echar un vistazo a sus notas, da la entrevista por terminada. Solo quedan las fotos. Más fotos.

—Tiene una casa preciosa, señora Beltrán.

Lo es, no miente.

—Cuando la compró mi marido, pensé que sería un hotelito. Uno pequeño, de solo cinco habitaciones. De hecho, me engañó diciendo que así era.

Recuerdo perfectamente el día que Alberto me trajo aquí y me dijo que, a partir de ese momento, viviríamos en lo que para mí no era una casa, sino una mansión.

—¿Podemos ver la planta superior? ¿Su dormitorio? Estoy segura de que tiene unas vistas fantásticas.

—Claro.

Los acompaño arriba, por la amplia escalera blanca, provista de una baranda que, como no puede ser menos, despierta su admiración. En realidad, es preciosa: una idea loca de Alberto que consiguió plasmar y que le da un estilo especial a todo el salón. La baranda nace del pie de la escalera, y su base la forma algo que recuerda a las raíces de un árbol; sigue en línea recta, como un tronco fino, para luego abrirse en líneas paralelas como si fueran las ramas, que rodean el contorno de la escalera y acaban pegadas en la pared del corredor superior. Pasamos a mi habitación y de ahí a la antecámara.

—¡Qué mueble tan precioso! —exclama ella.

Acaricio la madera tallada, pero al mismo tiempo me coloco entre la mujer y el mueble.

—Hazle una foto aquí, sentada ante esos maravillosos espejos…

El fotógrafo tarda una eternidad en ajustar el flash y durante todo ese tiempo yo no puedo dejar de pensar, maliciosamente, en los objetos que guardo en este mueble tan encantador. Por fin dispara la cámara y podemos salir. Tras cruzar la habitación, pasamos de nuevo al pasillo superior, rodeado por una baranda de nogal.

—Es un ambiente tan señorial —alaba ella—. Parece de otra época. Una se imagina a señoras de vestido largo bajando estas escaleras… ¿Y esas puertas?

—Están cerradas. Una era el despacho de mi marido y las otras se utilizan como cuarto de invitados… cuando los hay.

Me dirijo con soltura hacia la escalera, queriendo dar a entender que la visita ha terminado. Ella parece un poco decepcionada: estoy segura de que debe de ser de las que abren los armarios para escudriñar en su interior. Desde la escalera, miro el reloj y hago un esfuerzo por mantener la sonrisa que llevo tatuada toda la mañana.

—Si me disculpan, debo asistir a una reunión a primera hora de la tarde.

Tras una última ojeada de soslayo a las puertas cerradas, la periodista lanza un suspiro que puede indicar tanto cansancio como contrariedad. El fotógrafo, en cambio, está encantado de terminar y, por fin, los dos se marchan y me dejan tranquila y sola. Solo el teléfono interrumpe por un momento la paz que me embarga. Es Diana, disculpándose por no poder acompañarme a Donostia. No le pregunto, pero intuyo lo que pasa. Pedro, o como se llame, ha llamado a su puerta, y ella ha vuelto a abrírsela.

Subo otra vez la escalera y me detengo delante de una de las puertas que, como he dicho antes, está cerrada. No la teníamos nunca abierta, por supuesto, pero antes se utilizaba. Es decir, Alberto y yo la usábamos.

Los recuerdos se agolpan en mi cabeza. Por un lado deseo entrar, volver a ver aquel espacio donde los dos dimos rienda suelta a nuestras fantasías. Por otro, verlo vacío me va a hacer daño. Lo sé. Pero puede más la tentación y me dirijo a la caja de las llaves, que está en el tocador. Me miro en el espejo frontal con la llave en la mano. Y me acuerdo, como si las imágenes se proyectaran en él, del día que descubrí lo que Alberto llamaba «su otra vida».

Entonces aún no vivíamos aquí, sino en un ático ubicado no muy lejos. Yo aún estudiaba, compaginaba mi vida de casada a los veintidós años con los últimos cursos de la carrera. Ese día se canceló una clase, o me dio pereza quedarme, no estoy segura. Solo sé que hice lo que las revistas femeninas aconsejan que no hagas nunca: regresar improvisadamente a una hora en la que se supone que no estás nunca en casa.

Los gemidos, acompañados de otra clase de ruidos que no identifiqué, procedían del dormitorio y eran tan fuertes que nadie me oyó entrar. Por un momento me quedé paralizada: era obvio que había una mujer en mi cama y la idea de que estuviera con Alberto, que él me engañara de una forma tan burda, se me antojó insultante. Por fin conseguí acercarme de puntillas y atisbé desde la puerta entreabierta. Lo que vi me dejó muda.

No estaban haciendo el amor. No. Los gemidos que oía no eran exactamente de placer. O quizá sí…

Alberto estaba sentado en la cama y tenía a una chica, más o menos de mi edad, tumbada sobre su regazo. Ella estaba desnuda, con las bragas a la altura de los tobillos, como si él se las hubiera bajado en un momento de enfado. De no ser por la expresión en la cara de mi marido, casi habría creído que lo que veía era lo que parecía a primera vista: él, enfadado, propinando unos enérgicos azotes en las nalgas de esa joven. Pero los ojos de Alberto destilaban un placer intenso, un placer que yo conocía bien.

Él se paró un momento y empezó a regañarla, ella sacudía los pies e intentaba bajar, sin éxito. Y, como obedeciendo a un ritual, él pasó su pierna por encima de las de ella, aprisionándola y, de la cama, cogió una regla de madera. Los azotes se hicieron más intensos y a la vez se espaciaron más. Reglazo. Caricia. Reglazo.

Yo veía las nalgas rojas de aquella chica, su agitación al recibir los golpes, la cara de Alberto, normalmente afable, transformada en una mueca que, sin embargo, le sentaba bien. Debí de hacer algún ruido porque él dirigió la mirada hacia mí. No sé qué reacción esperaba en él, pero lo que no pude imaginar fue que me sonriera y siguiera zurrando el trasero de aquella desconocida con más fuerza si cabe. Unos minutos después paró y la sentó en sus rodillas. Murmuró algo a su oído y la chica asintió, con lágrimas en los ojos. Luego la acompañó al rincón y la puso de rodillas, aún desnuda, de cara a la pared.

Yo podría haberme indignado, haberme echado a gritar, a llorar. Haber cerrado la puerta de un portazo. Pero no podía negar la humedad de mi entrepierna, no podía negar que aquello, por extraño que fuera, me producía una sensación no del todo desconocida. Él se dirigió hacia donde estaba yo, sudoroso y sonriente. Una sonrisa de lobo. Aunque iba vestido, noté que estaba tan excitado como yo.

Antes de que pudiera decir nada me besó hasta casi ahogarme. Su lengua paseaba por el interior de mi boca. Me apretaba contra sí con tanta fuerza que pensé que iba a follarme a través de la ropa.

—Te ha gustado, ¿verdad? —me susurró al oído, y su voz era la misma con la que me había hecho el amor durante casi dos años.

No podía decirle que no. No podía decirle que no me había gustado porque era evidente que no era sí. Todo mi cuerpo se lo estaba gritando. Pero en ese momento supe, de un modo irracional, que en ningún momento me había identificado con la chica que estaba siendo castigada, sino con él.

Y supe también, por eso que dan en llamar instinto femenino, que si quería conservar a Alberto a mi lado tenía que entrar en su juego, pero nunca ocupando el lugar de la sometida. Esas eran reemplazables, no importaban. Yo era su mujer, y si me había elegido como tal no iba a permitir que me humillara como a las otras.

A partir de ese día empezaron nuestros juegos. Tríos con hombres y mujeres. Alberto me enseñó a dominarlos, disfrutó viendo mis progresos, y yo gocé tanto llevando a cabo cosas que jamás había soñado como advirtiendo lo orgulloso que él estaba de mí. Nunca me puso una mano encima, ni jugando. Nunca me humilló ni insultó, no me ató, salvo para enseñarme cómo hacerlo.

Yo era distinta, la única que estaba a su altura. Juntos gozamos del sexo en esa habitación que permanece cerrada desde su muerte. Algunos lo llamarían orgías. Nosotros lo llamábamos fiestas. Sin drogas, solo un poco de alcohol. Con invitados escogidos, ya fuera por su clase o por su atractivo, y normalmente por ambas cosas. Jóvenes sumisos para mí, chicas esclavas para él, algún Amo más con quien compartir los encantos y placeres del sexo en grupo. No entró ni una sola Ama más en aquella estancia. Solo yo. Y aunque a veces echaba de menos el sexo convencional que tenía con Alberto antes de esa tarde, enseguida me di cuenta de que nuestros juegos nada tenían que ver con el amor. Lo nuestro era distinto, vital, avasallador; el resto era puro entretenimiento. Fiestas quincenales o mensuales, algún trío esporádico.

Alberto consiguió que yo me uniera a su otra vida, algo que jamás había logrado con mujer alguna. Supongo que yo tenía razón, que las sumisas le aburrían como compañeras, de manera que en mí encontró a alguien que se complementaba con su parte más oscura. Me llevó de la mano y me introdujo en un mundo plagado de fantasías y de placer. Lo que yo no contaba era con que moriría solo unos años después y me dejaría sola… Sin él, sin la seguridad que él me transmitía, sin su amor, ya solo me queda esto.

Y, mirándome al espejo, comprendo que aunque no creo que pueda renunciar a esa llave y todo lo que conlleva, también sé que esto por sí solo no me llena por completo. No quiero entrar, aún no.

Devuelvo la llave a su sitio y respiro hondo. Soy joven. Soy hermosa. Soy libre. Tengo dinero y una ocupación que me satisface. Una vida sexual gratificante, una serie de hombres que desean estar conmigo. Me lo repito una y otra vez, pero mi fuerza de voluntad no consigue parar un par de lágrimas rebeldes que ruedan por mis mejillas. Soy joven. Soy bella. Libre y rica.

Me siento sola.