Capítulo 7
Las voces de los curas tienen siempre un componente melódico que me hace imposible escuchar lo que dicen sin que mi mente empiece a vagabundear por temas que guardan poca relación con lo que me están diciendo. Me recuerdan a aquellas clases del instituto, los viernes por la tarde, ya hacia finales de curso, cuando el sol de junio te acariciaba el cogote y disparaba tu imaginación hacia millones de cosas distintas: el fin de semana, la chica que te gustaba, el partido del día siguiente… O, en mi caso, hacia ese verso de una canción que no acababa de encajar con el resto. Lo mismo me sucede ahora, aunque ya hace mucho que no tengo la cabeza para canciones.
He llegado tarde, tal y como había previsto. La iglesia de la Mercè, situada en pleno centro de Barcelona, será el lugar donde, dentro de dos meses escasos, Olga y yo pronunciaremos los votos matrimoniales. Y ese cura que ahora, en la rectoría de la parroquia, se ha embarcado en un monólogo sobre los deberes y responsabilidades de la vida cristiana en pareja, un hombre de rostro afable y gafas de gruesos cristales, será el encargado de pronunciar las palabras mágicas que nos convertirán en marido y mujer. Según nos ha explicado al principio, cuando yo aún escuchaba, mantendrá con nosotros cuatro reuniones: esta primera con los dos juntos, otra con cada uno por separado y la última de nuevo con la pareja al completo. Se ha quedado algo sorprendido al verme llegar con Àlex, ya que al parecer Olga no le había puesto al corriente de que nuestra familia empieza ya con un miembro más. Y, si se lo había dicho, el hombre no se acordaba. En cualquier caso, el párroco ha reaccionado con rapidez: le ha dado a Àlex una Biblia infantil y le ha dicho que se sentara en un rincón de la sala y dejara que los mayores hablaran tranquilos.
Àlex lo ha mirado de reojo, pero la combinación de mis advertencias previas (en ese tono que él ya ha aprendido a respetar) y el hecho de que acababan de entregarle algo nuevo que leer ha hecho que asintiera sin decir palabra y se refugiara en una butaca que le queda demasiado grande. Los pies le cuelgan en el aire mientras va pasando páginas del libro que ha apoyado en su regazo. Debe de interesarle porque se encuentra totalmente absorto y ya sé que lo difícil va a ser arrancarle ese libro de las manos si no ha terminado de leerlo cuando nos vayamos.
El cura, sin embargo, me ha felicitado por sus buenos modales, lo que ha provocado un suspiro de alivio por parte de Olga. Ella ha visto ya más de una vez cómo esos modales pueden convertirse en los de un pequeño Hulk, aunque, por supuesto, no lo comenta. Y ambos nos hemos sentado en torno a una mesa redonda, como aspirantes a caballeros de un rey Arturo con sotana. En medio de los dos, el hombre nos ha formulado las preguntas de rigor, algunas básicas —edad, profesión, tiempo transcurrido de relación— y otras que en condiciones normales uno tardaría una eternidad en responder, pero ante las que esperaba el mismo nivel de concreción. ¿Por qué queréis casaros? ¿Sois practicantes? ¿Creéis en el sagrado vínculo del matrimonio? Y entonces, tras comprobar que somos jóvenes, sanos y creyentes pero no practicantes, el cura ha iniciado un soliloquio en el que los términos «respeto», «compañerismo» y «responsabilidad mutua» serían los sustantivos a subrayar, momento en que mi cerebro ha desconectado del presente para sumergirse en un estado de somnolencia activa. O de reflexión dispersa.
«Compañerismo» es una palabra bonita y, mientras observo a Olga, tengo la impresión de que se ajusta bastante bien a nuestra relación. Hemos sido compañeros de viaje, de mesa, de cama; en los últimos tres años ha sido una compañía alegre, optimista, a la que solo se le puede achacar el mostrarse a veces, muy pocas, algo caprichosa. La observo mientras escucha las palabras del cura: seria, con cara de niña mayor, educada y adorable… La conocí en una de las pocas fiestas universitarias a las que pude asistir, y su aspecto tímido, algo desorientado, me llamó la atención. Comparada con sus compañeras parecía menos habituada a esa clase de eventos, en los que nunca, ni siquiera ahora, parece sentirse cómoda. Demasiada gente, demasiado ruido, demasiado alcohol… A mí no me pasaba lo mismo, era solo que mi vida se parecía tan poco a la de mis compañeros de estudios que me veía un poco desplazado en esas juergas. Así que ambos decidimos marcharnos; ella no vivía muy lejos, de modo que la acompañé a su casa. Y de eso han pasado tres años ya… Ahora tiene veinticinco y no puede decirse que ella haya sufrido grandes contratiempos y su vida transcurre de manera llana, sin sobresaltos. Hija única de una familia acomodada, es lo bastante inteligente y responsable para haber terminado la carrera de Empresariales sin excesivos problemas y ahora proseguir con un máster en comunicación corporativa antes de incorporarse al mundo laboral, algo que hará después del verano de la mano de su padre, que ya le ha asegurado un puesto en su empresa familiar de productos lácteos. Olga podría quejarse, enfrentarse a eso, rebelarse ante lo fácil que está siendo todo, pero no lo hace. Acepta sus ventajas sin cuestionarlas, aunque tampoco se deja avasallar. No tiene tiempo para guerras personales o simplemente no le apetece embarcarse en una. Quiere un trabajo cómodo, quiere tener hijos mientras aún sea joven, quiere pasar los veranos en la casa de Pals de sus padres y hacer algún viaje de vez en cuando. Quiere, en definitiva, que su vida siga siendo parecida a la que ha tenido hasta el momento. Y a mí me gusta el plan: me imagino con ella, dentro de unos años, con un par de críos en los asientos traseros del coche, o preparando fiestas de cumpleaños con globos y regalos sorpresa. Seremos una familia. Algo que yo disfruté durante muy poco tiempo…
El cura sigue embarcado en su discurso sin hacernos mucho caso, y ella me mira y se encoge de hombros, como si pidiera disculpas por todo esto. Le guiño un ojo y le susurro «Te quiero» con los labios, sin palabras. Ella se sonroja y vuelve a prestar atención al cura. No hace falta que me lo diga. Sé que me quiere, quiere al David que está a su lado, que le da buenos consejos, que la protege, que la mima…
¿Me querría si supiera toda la verdad? Lo ignoro, aunque tal vez no le importara mucho. Es curioso que aceptara como cierto lo que le dije al principio de salir juntos. No niego que sonara convincente: entre unas cosas y otras, yo había tenido poco tiempo para aventuras, las juergas adolescentes se complican cuando uno tiene que hacer de canguro de un hermano menor, así que en cierto sentido Olga era la primera en muchas cosas: la primera compañera con la que me besaba en la calle, la primera con la que hacía el amor sin esconderme de nadie.
El cura ha mencionado ahora la «sinceridad» y me gustaría decirle que no, que la sinceridad en abstracto no significa nada. Puedo ser sincero con Olga y decirle algo que no le gustaría nada oír. Podría incluso ser sincero con Miguel y contarle algo que le dejaría helado. Porque la verdad, simple y pura, es que durante varios años, de manera continuada al principio y más esporádica a medida que transcurría el tiempo, estuve follando con la madre de Miguel. No sé si estaba enamorado de ella o no, el amor no era la base del juego. Solo sé que a veces, incluso ahora, el recuerdo de esos encuentros aparece en mis sueños y me provoca una erección tan fuerte que llega a despertarme.
Nadie ha sabido nunca lo que había entre nosotros. Ni su marido, ni su hijo, ni Olga. Àlex era demasiado pequeño para entender el verdadero objeto de esas visitas, pero nunca las mencionó. En un primer momento, cuando aún me alojaba en su casa, hubo muchas ocasiones en que pensé que los demás tendrían que notarlo, pero no fue así. No es que fueran tontos, simplemente no se les ocurrió porque resultaba impensable que aquella ama de casa tradicional, guapa pero abiertamente conservadora, ya con cuarenta años cumplidos, hubiera seducido al muchacho de diecinueve, atribulado y sin rumbo, que vivía temporalmente con su familia. Afectuosa, amable y convencional durante la mayor parte del tiempo, Blanca demostró ser tan experta en el arte de mentir que en ocasiones hasta yo mismo me creía su papel de señora de su casa, amante de la lectura, las plantas, la música clásica y las comidas tradicionales. Visto en perspectiva supongo que se aprovechó del estado emocional de un adolescente que acababa de perder a su familia, pero eso sería echarle la culpa de todo a ella, a la madre de mi mejor amigo que nos acogió en su gran piso cercano a la plaza Lesseps sin una sombra de duda, ni de protesta, aunque dejando bien claro que aquella era, por el bien de todos, una solución temporal.
Siempre pienso en ella en estos términos, «la madre de Miguel», aunque en realidad se llama Blanca. Ahora que yo tengo veintinueve años, ella está a punto de cumplir los cincuenta. Han pasado diez años desde la primera vez que nos acostamos juntos, mientras vivía en su casa, después del accidente. Y casi cuatro desde la última vez que nos vimos, poco antes de que yo conociera a Olga. Quizá presintió que eso se avecinaba, que en algún momento se cruzaría en mi camino una chica de mi edad; o quizá ambos nos habíamos cansado ya y nuestra historia, que ya llevaba muchos meses de agonía, murió del todo. Fue ella quien lo dijo aquel domingo por la tarde, mientras se vestía para volver a su casa a tiempo de preparar la cena a su marido y a su hijo, que habían ido juntos al fútbol:
—Creo que es mejor que no volvamos a vernos.
En realidad hacía meses ya que nuestros encuentros quedaban tan distanciados en el tiempo que yo apenas habría podido asegurar cuándo se había producido el último, y debo admitir que a esas alturas se habían convertido ya más en una obligación que en cualquier otra cosa. Supongo que ella había notado la desgana con que la había recibido, el aire más bien resignado con que la había llevado a la cama; aun así, confieso que no sé si habría tenido el valor de decírselo yo. Había algo en ella, en su seguridad, en su tono de voz, que me excitaba más allá de su cuerpo, que me despertaba innumerables fantasías. Pero en ese momento, con mi vida llena entre el trabajo a tiempo parcial, los estudios y la responsabilidad de ocuparme de Àlex, eran ya solo eso: fantasías que funcionaban mejor como tales que en la realidad. El magnetismo de sus mensajes, el aire imperativo que denotaban —«Pasaré a las seis. Tengo solo un par de horas»— despertaban en mí una erección instantánea. Es curioso, porque luego, cuando tenía delante al objeto de esos sueños eróticos, cuando abría la puerta y la invitaba a entrar, el presente se imponía. Los años, que pasaban para todos, jugaban claramente en su contra: su piel era menos suave, su rostro perdía brillo, su mirada ganaba cansancio. Solo en la penumbra de mi habitación volvía a recuperar las ganas de tener sexo con ella, seguramente porque quedaba muy claro que era a eso a lo que venía, que mi única opción como chico bien educado y agradecido era complacerla. Sin discusión. Cualquier otra cosa habría sido una descortesía imperdonable. Y, aunque me cueste reconocerlo, era precisamente eso lo que me volvía loco. Estar follando con la madre de mi mejor amigo mientras mi hermano veía una película en el DVD.
Ella apenas hablaba. Quizá, en el fondo, había adivinado que no era su cuerpo lo que me fascinaba, sino el aire ilícito, casi sórdido, que envolvía nuestros encuentros. Al principio, cuando aún nos acostábamos en su casa —siempre a media tarde, cuando yo volvía de la facultad—, aproveché ese momento de silencio incómodo que se da después del sexo para preguntarle si tenía otros amantes. Ella permaneció mirándome durante unos segundos eternos. Luego se incorporó levemente y me dio una bofetada que resonó como un latigazo.
—¿Quién te has creído que eres? No vuelvas a faltarme al respeto —me dijo.
Noté un hilillo de sangre en la mejilla, un arañazo de su anillo de casada, y un escozor en los ojos, más por vergüenza que por dolor. Creo que a mis diecinueve años, nadie me había abofeteado nunca. Pero antes de que pudiera reaccionar, ella me limpió la sangre con su dedo pulgar y me llevó contra su pecho, como se haría con un niño para calmarlo. No volví a hacerle esa clase de preguntas. Y cuando aquel domingo, sentada en la cama de espaldas a mí, decidió que esas visitas se habían terminado tampoco hice comentario alguno al respecto.
El cura sí que debe de haber formulado alguna pregunta porque la voz de Olga me devuelve al presente, a esa rectoría en la que se ha colado el olor a cirio quemado.
—En mi opinión, la clave del éxito de una pareja, de un matrimonio, está en el amor y en el compromiso —habla en voz baja, pero con seguridad, sin atisbo de duda—. Lo he visto en mis padres. Estoy segura de que todo no ha sido fácil, pero se quieren y nunca han pensado en tirar la toalla.
—¿Estás de acuerdo, David?
Lo estoy, claro, aunque me cuesta verme reflejado en mis futuros suegros. Quizá porque mi experiencia familiar se truncó muy pronto, o quizá porque siempre se me han antojado demasiado educados, demasiado respetuosos. Intuyo que el amor de verdad tiene un componente de tensión que no veo por ninguna parte en el ejemplo que ha usado Olga.
De repente, sin darme cuenta, caigo en la cuenta de que esa tensión tampoco existe entre ella y yo. Nos queremos, y nuestra relación es de lo más plácida, sin altibajos. Discutimos muy poco, y siempre por tonterías que se resuelven en un santiamén. Me quedo en silencio y ambos parecen estar a la expectativa, de manera que me obligo a dar una respuesta en la que no creo.
—Sí —respondo por fin, después de una pausa que a todos nos ha parecido demasiado prolongada—. Claro que estoy de acuerdo, aunque cada pareja es distinta… No sé si es bueno tomar a otra como modelo.
Olga me mira, un poco dolida, e intento arreglarlo:
—No quiero decir que tus padres no formen una pareja estupenda. Solo que… somos mucho más jóvenes, la vida cambia mucho más deprisa ahora…
No sé exactamente adónde quiero llegar y temo haberme metido en un bosque espeso del que no sé bien cómo salir. El silencio se apodera de la sala y Olga me mira con perplejidad. Por suerte, Àlex, que o bien ha terminado el libro o se ha aburrido de él, dice en voz alta:
—No está mal. ¿Puede, por favor, dejarme la segunda temporada de esta historia?
No entiende por qué todos, cura incluido, nos echamos a reír de buena gana. Y la risa, como siempre, disipa la tensión.
A la salida de la parroquia nos vamos a comer una pizza cerca de casa, tal y como le había prometido a Àlex cuando le convencí para que renunciara a su rato de dibujos animados en casa antes de cenar y me acompañara a algo mucho más aburrido para él. Y para mí. Olga nos acompaña, por supuesto, y por un momento, mientras pedimos las porciones, tengo la reconfortante sensación de estar en familia.
Afortunadamente no hay mucha gente. La crisis se nota en los restaurantes durante la semana, y aunque no me alegro de ello, Àlex está mucho mejor si no tiene demasiado bullicio a su alrededor.
—Àlex, ¿ya sabes que pasaremos este fin de semana juntos? ¿Tú y yo?
No lo sabe porque no he tenido ocasión de decírselo aún, así que me mira con expresión interrogante y yo intento responder con aplomo:
—Sí, se me olvidó decírtelo. Tengo que irme el sábado con Miguel, y no volveré hasta el domingo. ¿Te apetece quedarte con Olga?
Los niños no mienten y Àlex menos aún que la mayoría. De hecho ese es uno de sus problemas, una sinceridad aplastante y brutal. Respiro aliviado cuando veo que se encoge de hombros. Olga sonríe.
—¿Qué te parece si vamos al cine? El sábado por la tarde. Y luego a tomar una hamburguesa por ahí.
—Vale —dice él, sin más entusiasmo. Pero tanto ella como yo nos damos por satisfechos con eso.
Es algo que hemos hablado algunas veces. Àlex tiene que acostumbrarse a que Olga forme parte de nuestra vida cotidiana. Lo sabe, ha visto el piso en el que vamos a vivir, ha observado con detenimiento su habitación, aún vacía, a la espera de que traslademos sus muebles, pero no estoy seguro de que acabe de hacerse a la idea del todo.
—Nos lo pasaremos muy bien sin él, ¿verdad? —insiste ella.
Mi hermano la mira desconcertado. Olga no acaba de comprender que la ironía es algo que Àlex no procesa bien.
—Yo preferiría que no se fuera —dice mientras coge una por una las migas de pizza que quedan en el plato—. ¿Tú te lo pasas mejor si él no está?
—Claro que no. Era una broma, Àlex.
—¿Os lo pasáis mejor cuando yo no estoy? —Àlex me formula la pregunta directamente a mí, como si la idea acabara de ocurrírsele.
—Àlex… ¿Te acuerdas de lo que hablamos de tomarlo todo al pie de la letra?
Me mira, súbitamente enfurruñado.
—Al final no me has contado cómo supiste que estabas enamorado de ella —se calla un momento y prosigue—: Me prometiste que lo pensarías.
—Esa es una respuesta que también me interesa a mí —dice Olga, sonriente—. ¿Habéis estado hablando de mí?
Me siento incómodo. Desde luego, mi hermano no tiene en absoluto el don de la oportunidad. La carrera diplomática nunca será una salida para él.
—No entiendo por qué te sonrojas, David —prosigue Olga—. Yo lo supe enseguida: el mismo día que me acompañaste a casa. Ya sé que suena ridículo, y si no te hubiera visto nunca más supongo que habría conocido a otra persona. Pero a las chicas nos sucede… Vemos a un hombre y, no sé por qué, algo dentro de nosotras nos dice que puede ser él, que de alguna manera es distinto al resto.
Àlex la observa sin decir nada y estoy seguro de que no comprende lo que ella quiere decir.
—Eso se llama amor a primera vista, Àlex —intervengo yo.
Pero mi hermano no me hace caso: al parecer la respuesta de Olga le ha convencido y no vuelve a sacar el tema en lo que queda de cena.