Capítulo 4

Los martes son, en su mayor parte, un día horrible. Sí, ya sé que todo el mundo odia los lunes y con razón, pero hay algo casi esperanzador al empezar una semana, algo que desaparece aplastado por la rutina inevitable en solo unas horas. Hoy ha sido, de todos modos, bastante peor que la mayoría, pienso mientras me cambio para lo único que salva el día, aunque sea al final de todo: la clase de pilates. Junto al reformer, ese carro de tortura del que, sin embargo, sales como nueva, me espera Diana, la entrenadora más dura e inmisericorde de la ciudad. A ratos la odio, pero debo admitir que mis piernas y glúteos son un buen ejemplo de su arte. Y no solo eso: mi mente, agotada después de un lluvioso día de perros, necesita concentrarse en algo concreto. Olvidar.

—No veo otra solución.

La cara de Sebastián Holgado reflejaba claramente su pesar. Aún se me hacía extraño verlo ahí, frente a mí, sentado al otro lado de la mesa de un despacho que no conseguía sentir como mío. Sin querer, mi mirada se fue hacia la puerta, como esperando a que Alberto entrara en cualquier momento y se sorprendiera al verme ocupando su silla. Aquel espacio era tan suyo que su rastro seguía presente por todas partes. En los cuadros que él había escogido —pinturas abstractas de líneas rectas, casi monocromáticas, obra de un pintor joven al que admiraba mucho—, en la silla que me resultaba demasiado alta, en la mesa sólida de madera noble, incluso en un cenicero tan vacío como inútil que yo jamás había sido capaz de tirar. Respiré hondo y volví a fijar mi atención en los papeles. A mi espalda bullía el tráfico intenso que atraviesa y cruza una Avinguda Diagonal que, pese a su nombre, siempre parecía avanzar en línea recta, hoy empeorado por una lluvia intensa y primaveral. Ante mí, un caballero canoso de modales exquisitos y talante tranquilo aguardaba una respuesta sin dar la menor señal de impaciencia.

Eran las diez de la mañana y lo que ocupaba nuestro tiempo eran las cuentas de los hoteles en el primer trimestre del año. No era el mejor, ni mucho menos, ya que tras las Navidades la gente tendía a quedarse en casa. A pesar de todo, no podía decirse que las cosas hubieran ido tan mal, en parte debido a nuestra política de reducir los precios, no demasiado pero lo suficiente para que las parejas se plantearan la posibilidad de pasar un fin de semana en uno de nuestros encantadores hoteles. Tampoco eran muy grandes, la intimidad formaba parte de sus ventajas, y se cuidaba con esmero la cocina y la atención al cliente en general. Esa había sido la política de Alberto: lugares pequeños pero con personalidad, ambiente agradable, buena comida, detalles que daban al cliente la sensación de ser más un invitado que un huésped. Y, sobre todo, la idea de estar pasando una noche en un entorno que, por alguna razón (ya fuera la decoración, el espacio en sí o la ubicación), tenía algo especial. «No se lo cuente a sus amigos» había sido el lema que popularizó los dos primeros hotelitos y había funcionado a la perfección porque, como en todas las cosas, a la gente le gusta alardear de sus descubrimientos.

De los ocho establecimientos que Lugares Secretos tenía repartidos por toda España, cuatro habían cerrado el período con beneficios, no demasiados, pero notables en los tiempos que corren; tres presentaban pérdidas relativamente asumibles. Pero uno se descolgaba del resto y hacía que el balance global fuera mucho peor. Y no era el primer trimestre que eso sucedía.

—A veces hay que rendirse a la evidencia —prosiguió Sebastián. Sus manos arrugadas evidenciaban su edad mucho más que su rostro. Le faltaban apenas unos meses para jubilarse, aunque ese era un tema que ambos preferíamos eludir.

Yo sabía a qué se refería. No hacía falta esperar al balance para adivinarlo. Y también sabía que Sebastián, como experto director contable, el hombre de confianza de Alberto desde siempre, tenía razón. Por alguna causa que no nos era del todo desconocida, el establecimiento que Lugares Secretos había abierto en Donostia, su ciudad natal, arrojaba unos números de un rojo infamante. El año anterior ya había sido malo, y por lo visto las cosas seguían igual de mal. Que el hotel estuviera dirigido por Aitor, el hijo de Alberto, constituía un factor más que decisivo en esa debacle, y tanto Sebastián como yo éramos conscientes de ello.

No pude evitar recordar el orgullo de Alberto el día de la inauguración. El Ainhoa, séptimo hotel de la cadena Lugares Secretos. No había para menos: aunque no era tan espectacular como otros —el de la Costa Brava, sin ir más lejos, estaba alojado en una antigua rectoría y era, sin duda, el mejor de la cadena—, la ubicación del Ainhoa, situado en el monte Ulia, sobre la hermosa playa de los surfistas, y el bello entorno de la ciudad le conferían un encanto especial. Pero Alberto no era perfecto y en un momento de debilidad puso al frente del negocio a su único hijo varón: una decisión que, por desgracia para mí, no había vivido lo suficiente para lamentar.

—No puedo cerrarlo —lo dije con una mezcla de aplomo y temor. Aplomo en la voz y temor en los ojos—. Al menos no quiero hacerlo hasta haber agotado todas las posibilidades.

Él sonrió.

—Me lo imaginaba. Pero esa no es la única solución.

El temor se disipó y ya había solo seguridad en mí cuando dije, en voz alta y clara:

—Tengo que despedir a Aitor.

—Es una decisión empresarialmente sensata, sí —Sebastián se inclinó hacia delante y añadió—: Aunque puede complicarte mucho la vida, Irene.

—¿Quieres decir que mientras destroza un negocio al menos está entretenido? —pregunté con sarcasmo.

—Yo no lo habría expresado mejor. Por cierto, puestos a dar todas las malas noticias juntas, Lara me llamó ayer.

—Cuéntamelo mañana, Sebastián. Hoy no estoy de humor para oír hablar de ella.

No mentía, aunque verdaderamente nunca lo estaba. Quizá sea un feeling absurdo, pero en algunos momentos de extrema comprensión conseguía entender al hijo de Alberto. Aitor era un irresponsable, un bala perdida, un chulo y, en el fondo, un clásico hijo de papá sin talento. Pero al menos había heredado algo de su progenitor: se divertía tanto como podía. Sus juergas adolescentes habían sido legendarias, había tenido problemas con las drogas, y el alcohol formaba parte de su dieta diaria. Pero, a su manera, desorganizada e infantil, Aitor lo pasaba bien. Lara, sin embargo, parecía vivir en un estado de continuo infortunio, tan cansino como insulso. Pálida como una dama de otra época, la aparente pereza de Lara escondía, bajo unos cuantos kilos de más, un relleno agrio y peligroso. Para colmo, los dos hermanos no se soportaban y en lo único que alcanzaban un cierto consenso era en su mal disimulado desprecio hacia mi persona. «La zorra de papá», me llamaba Lara a mis espaldas.

Mi cara debió de reflejar lo que pensaba porque Sebastián repuso:

—Reconozco que Lara me da pena. Ya, ya sé cómo es, pero nunca ha sido una persona feliz.

—Supongo que tienes razón. ¿Qué quería?

—Quejarse un rato. Y dinero, claro. La tienda no va muy bien.

La tienda era un pequeño establecimiento de objetos de decoración, exorbitantemente caros, que jamás había dado el menor beneficio y que yo llevaba dos años sufragando sin tan siquiera hablar con su propietaria. Ella llamaba a Sebastián, que a su vez me transmitía su petición quejicosa, y yo ordenaba el cheque que la mantenía tranquila durante unos meses.

Volví a mirar las cuentas. Volví a pensar en los hermanos Echevarría. Volví a tener la sensación de que Alberto aparecería en cualquier momento y se haría cargo de todo. Y finalmente le sentí cerca, dotándome del valor que me hacía falta para poner punto final a toda aquella situación. En los dos años que habían transcurrido desde la súbita muerte de mi marido me había ocupado de manejar sus asuntos con eficacia. Incluso en los peores momentos, cuando el sentimiento de soledad se traducía en verdadera desorientación, había estado al pie del cañón. Lugares Secretos era el legado de Alberto, y él me lo había confiado sin reservas. Mi deber consistía en estar a la altura de las circunstancias, y en líneas generales me sentía bastante satisfecha de los resultados. Pero existía un tema al que no había tenido el valor de enfrentarme hasta ahora. A veces notaba en la mirada de Sebastián una pregunta no formulada, a la que no podía responder. «¿Por qué te molestas tanto por esos dos? No se lo merecen».

No, no se lo merecían. Y ninguna petición de Alberto podía obligarme a asumir esa responsabilidad eternamente.

—Se acabó, Sebastián —decidí de repente—. Reservaré un vuelo para Donostia y me encargaré de resolver el tema del hotel. Y en cuanto a Lara, si quiere dinero que me lo pida personalmente. Díselo de mi parte si vuelve a llamarte.

Consulté rápidamente la agenda y me di cuenta de que no podría volar a Donostia hasta el sábado. En un momento de debilidad, acepté una entrevista para el viernes por la mañana. Un reportaje sobre mujeres empresarias para el suplemento dominical de un periódico. A estas alturas, cancelarlo era impensable.

La sonrisa de mi asesor me confirmó que, por fin y por difícil que fuera llegar a la meta, aprobaba que hubiera emprendido el camino. Fuera, el cielo manchaba los cristales de lluvia.

Y sigue lloviendo mientras enlazo los pies en las cinchas del carro de pilates y obedezco las órdenes de Diana. Levanto las piernas rectas, hacia arriba y hacia atrás, hasta que mi cuerpo parece un sable y luego las hago descender hacia el pecho, dobladas, y las estiro de nuevo. La tabla, esa especie de camilla infernal, me acompaña en el movimiento una y otra vez. «Abdominal contraída». «Aprieta esos glúteos». «Apoya las vértebras una por una». Las frases de mi entrenadora son siempre las mismas, aunque esta noche su voz demuestra fatiga. No es de extrañar: soy la última clienta de un día gris, y debe de estar deseando que acabe la hora. Aun así, al cambiar de ejercicio, la observo de reojo. Diana está seria, como ausente, y sus frases, bien aprendidas, tienen hoy una nota de vacilación. Todos tenemos días malos, pienso, aunque en cierta medida su desgana me desmotiva.

Como buena alumna, sigo sus indicaciones. Bajo de la tabla y coloco sobre ella una caja, sobre la que luego me sentaré para trabajar los músculos de la espalda. Y es entonces cuando, ambas de cara al espejo, le veo los ojos y, desconcertada, descubro que está llorando. Estar al lado de un adulto que llora me resulta muy incómodo, y por un momento dudo entre darme por aludida y preguntarle qué le pasa o clavar la vista al frente y seguir con un ejercicio que me sé de memoria. La duda dura poco: el llanto de Diana es ya incontenible y me siento ridícula sentada en esa caja, agarrando las cinchas como si estuviera montando a caballo mientras una joven solloza desconsoladamente a mi lado.

—Perdona… —balbucea y sale corriendo del estudio.

Permanezco unos instantes quieta, pensando que no soy la única que ha tenido un mal día, aunque con un esfuerzo de voluntad intento no recordar la intensa y maliciosa conversación con Lara que ha ocupado parte de la tarde. Sus insultos y sus amenazas; mis esfuerzos por mantener la calma y seguir tratándola con educación en lugar de ponerme a su altura…

No, con una dosis de Lara al día es suficiente. Por suerte, Diana regresa enseguida. Se ha lavado la cara, pero los ojos enrojecidos no tienen solución. No es que seamos amigas: nuestra relación es cordial, nada más, así que no tengo muy claro cómo actuar.

—Disculpa, Irene. No te voy a cobrar esta clase —su tono se ha recuperado y vuelve a ser ella.

—No digas tonterías. Ya casi habíamos terminado —miento—. Pero me gustaría saber qué te pasa. Quizá pueda ayudarte.

Ella suspira.

—No lo creo. Aunque la verdad es que cenar con alguien me vendría bien.

Nunca había accedido a la parte del piso que Diana utiliza como vivienda, ya que una puerta cerrada separaba siempre ese espacio de la sala donde tiene el estudio. No es muy grande: un salón comedor con cocina americana y un dormitorio que da a un pequeño balcón, además de una puerta que supongo que da al cuarto de baño. Solo unos techos muy altos consiguen dar sensación de amplitud al entorno. La acompaño detrás de la barra y observo en silencio cómo prepara dos ensaladas. La verdad es que me habría tomado algo más contundente, pero pienso en la línea y sonrío con amabilidad.

—No tengo gran cosa que ofrecerte, aunque siempre es mejor una cena ligera —dice ella.

Yo echo un vistazo a mi alrededor y encuentro un botellero que parece de madera donde reposa una única ocupante.

—Una copa de vino nos sentará bien —y, asumiendo que su sonrisa es una respuesta afirmativa, me encargo de buscar un abridor y servirlo en dos copas altas que veo en una alacena.

Diana se sienta en uno de los taburetes y levanta la copa. Pero, por alguna asociación de ideas que yo no había previsto, el brindis vuelve a llenarle los ojos de lágrimas. Me bebo el mío sin respirar y le suelto, con el mismo tono imperativo con que ella moldea mi cuerpo cuando está al mando:

—Ahora me vas a contar todo lo que te pasa. Y déjate de ensaladas. ¿No tienes una reserva de chocolate?

La tiene, como la tenemos todas para casos de emergencia, en el estante más alto de la cocina, así que sentadas en el sofá, entre mordiscos de chocolate con almendras y tragos de vino, Diana me lo explica todo. Ese todo, como no podría ser de otra forma, se llama Pedro y es compañero suyo en uno de los gimnasios donde trabaja por horas. A juzgar por una foto que me enseña, el tal Pedro es un tipo guapo en un sentido convencional, y a juzgar por lo que ella me dice es un cabrón en el sentido más moderno del término. Uno de esos espíritus libres que se preocupa de decirte, de vez en cuando, que solo quiere sexo para que luego no puedas echarle en cara que no te avisó. Entretanto, sin embargo, te ocupa la casa, te saquea la nevera —más por pereza de cocinar que por necesidad económica—, te compra regalitos imprevistos de cinco euros y te repite, tras cada encuentro sexual, que ese ha sido el polvo de su vida y que, cómo no: «Tú eres distinta… Si pudiera enamorarme de alguien, sería de ti». El por qué no puede enamorarse es un misterio que sugiere desengaños amargos, tristezas profundas, incluso muertes traumáticas en la flor de la vida. En cualquier caso, el secreto nunca se desvela: no hay nada más irresistible para una mujer que un hombre con un pasado enigmático. Así, mientras le aseguras (y te aseguras a ti misma) que no quieres nada serio, que el sexo sin ataduras es lo que andabas buscando, él se convierte en el único que pasa por tu cama, un día tras otro. Siempre de manera imprevista, siempre con un aire casual, así que sin darte cuenta empiezas a no tener otros planes ya que puede ser que él se deje caer por tu casa con una botella de vino barato. Tú siempre estás ahí, le esperas casi sin ser consciente de ello. Algunos días viene, otros no. Y entonces es cuando algo en tus maneras, normalmente una queja leve o un momento de debilidad por tu parte, un «Te he echado de menos» susurrado al oído, le hace sentir atrapado, presionado, e inicia un gradual proceso de huida: deja de contestar a tus mensajes, está muy ocupado, ya nunca se queda a dormir. Y, por supuesto, ni siquiera te queda la posibilidad de quejarte porque, como he dicho al principio, él ya te lo advirtió y tú, moderna y liberada, aceptaste las reglas del juego como si formaran parte de un ritual de cortejo. Por fin un día, tal día como hoy, descubres que te ha cambiado por otra que ni siquiera es más guapa: solo nueva, carne fresca, alguien con quien recomenzar la misma historia…

—Los vi salir juntos del gimnasio esta tarde —me cuenta Diana con los labios manchados de chocolate—. Ella es una clienta. Vieja y blanda. Pedro me saludó desde la puerta, me guiñó un ojo como si yo fuera su amiguita del alma, su cómplice. Y yo me quedé ahí, como una estatua, intentando esbozar una sonrisa cuando lo único que tenía eran ganas de vomitar.

Le sirvo más vino mientras pienso qué puedo decirle que le sirva de ayuda. No puedo hablarle de mi Adán, ni de los otros; ni de mi segundo teléfono móvil, el silencioso, en el que probablemente haya ya un par de mensajes. No puedo contarle mis secretos, aunque sí me gustaría decirle que las películas nos han transmitido un concepto idealizado del amor, en el que las mujeres siempre somos las que esperamos, las que sufrimos. Las que lloramos. Me gustaría decirle que existen otros tipos de relaciones posibles, pero creo que no me comprendería, así que me limito a compartir el silencio.

—¿Tú sales con alguien? —me pregunta de repente, y sé que espera que corresponda a sus confidencias contándole algo de mi vida sentimental.

—Digamos que… es complicado —sonrío. La tentación de hablar de mí misma aumenta por momentos, pero sé que debo vencerla—. Hubo un hombre en mi vida. De momento solo uno que realmente haya importado.

—¿Ya no estáis juntos?

Me sabe mal poner la nota trágica, a pesar de que la pregunta solo tiene una respuesta:

—Murió. Hace dos años —y de repente siento la necesidad de contarle cómo era Alberto, cómo fue la vida que llevamos juntos—. Nunca fuimos una pareja convencional. Bueno, quizá hubo unos meses en que actuamos como tal, pero luego todo cambió. Se hizo más… intenso.

Diana me mira con curiosidad. Me da la impresión de que esto la ayuda a olvidarse de su amante bandido, aunque sea solo durante un rato, de manera que prosigo:

—Alberto me doblaba la edad. Exactamente. Lo conocí con veinte años y él tenía cuarenta —leo la extrañeza en su semblante—. Sí, ya sé que no es habitual, pero me volví loca por él. Tenía tanta seguridad en sí mismo y al mismo tiempo era tan natural, tan accesible, tan comprensivo. Creo que solo hay una forma de expresarlo: llenó mi mundo por completo. Lo dejé todo: estudios, familia, amigos, la ciudad donde vivía… Me fui tras él sin mirar atrás.

—Eso es muy bonito.

—Y arriesgado. No es bueno que alguien ejerza esa influencia, ese poder. Me tenía en sus manos. Pero no solo a mí: Alberto dominaba todo su entorno. No, no de una manera imperativa: su presencia era suficiente. Era un hombre inquieto, siempre buscando nuevos retos, nuevas metas. Nuevos desafíos.

Diana mira la botella vacía y suspira.

—Suena maravilloso —murmura, con un deje de tristeza.

—Nada es perfecto, créeme. Aunque lo parezca —acerco la copa a los labios, sin llegar a beber—. Las personas como él nunca te pertenecen del todo. No pueden ser de una sola persona. Y debes ingeniártelas para sorprenderlos o de lo contrario la rutina los mortifica. No es que no te quieran, es que siempre necesitan más. Viven tan rápido, con tantas ganas, que el tiempo se les acorta.

No me entiende. Lo noto, pero aún no estoy preparada para darle más detalles. Además es tarde, pienso mirando el reloj. Mañana me espera un largo día de reuniones y el vino no me ayudará a tener la cabeza despejada. Estoy a punto de decirle que me marcho cuando una frase de Diana me sorprende:

—No sé. A veces pienso que al final lo único que importa es sentirse querida. Si te aman de verdad, tú acabas contagiándote.

—¿Como si fuera la gripe? —bromeo, pero sus palabras me dejan intranquila. No quiero alguien que me ame, pienso, sino alguien de quien pueda enamorarme.

—Algo así.

Debo irme, no puedo demorarlo más, pero me apena dejarla sola en ese piso que ella siente ahora más vacío. Me gustaría animarla, poner punto final a la conversación con una nota alegre, y, además, me doy cuenta de que hacía tiempo que no mantenía una charla sincera con otra mujer. Están las chicas y nuestras reuniones de los jueves, pero no es lo mismo. De repente tengo una idea y hablo sin pensar.

—Oye, ¿haces algo este fin de semana? Me voy a San Sebastián por un asunto de negocios pero me quedaré hasta el domingo. El alojamiento es gratis, por supuesto.

—Pero…

—Solo tienes que pagarte el billete de avión y lo que quieras gastar ahí. Vamos, te irá bien un cambio de aires. Piénsalo y dime algo, ¿de acuerdo?

Diana asiente e intuyo que va a venir.

—Ah, y te buscaré un chicarrón del norte que deje al Pedro ese a la altura de un bordillo —añado para animarla antes de irme.

—Irene… Muchas gracias —me dice ella, ya en la puerta—. Te debo mucho más que una clase de pilates gratis.

—No me debes nada. ¿Para qué estamos las mujeres si no es para comer chocolate y hablar de hombres?

Tengo el coche aparcado cerca, en el Passeig de Sant Joan. Diana vive al lado del Arc de Triomf y hoy he tenido suerte. En ocasiones me he visto obligada a dejarlo cerca de la estación de autobuses, un lugar que a estas horas me transmite una sensación de abandono. La ciudad está mojada, limpia por la lluvia, y mientras me dirijo hacia arriba, hacia la montaña, tengo la sensación de circular sola por una vía señorial. Incluso los semáforos se ponen verdes a mi paso, pienso con una sonrisa.

Espero a estar en casa para sacar el móvil silencioso y escuchar los mensajes de voz. Las voces educadas y deferentes de mis chicos me excitan más de lo que ellos llegan a intuir. Sus palabras, la mezcla de respeto y deseo que expresan, me dejan la boca seca.

El tercer mensaje hace que a mis labios asome una sonrisa.

«Sé… sé que hace mucho tiempo que no doy señales de vida. Reconozco que he intentado alejarme de usted, pero ya no puedo aguantarlo más. No merezco su perdón sino su castigo, y estoy dispuesto a aceptarlo. A sus pies. Siempre».

Lo oigo de nuevo. Reconozco perfectamente esa voz y se apodera de mí una intensa sensación de poder. Un sumiso arrepentido es exactamente lo que necesito esta semana. Mientras me desnudo empiezo a paladear el placer que sentiré al castigarlo, al humillarlo como se merece. Y pienso, satisfecha, que al contrario de los amantes convencionales, los sumisos siempre acaban volviendo a la única mano que les da lo que necesitan para sentirse completos.